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17/2/15

LOS EGAGROS Y EL AGUA (Relato)




LOS EGAGROS Y EL AGUA


            Cuando el sargento Logan, el cabo Green, y los soldados López y Altamirano vieron brillar el agua a través de sus gafas de visión nocturna al fondo del cañón, pensaron en las palabras: -¡Dios salve a América!- dichas y redichas una y otra vez por la boca de su presidente al final de cada uno de sus discursos patrióticos. “¡Y a nosotros..., los americanos, en este momento, también él nos acaba de salvar!” Concluyeron. Porque ahora al vislumbrar el agua tan anhelada, sus deseos igualmente se cumplían. Hacía horas que habían agotado sus últimas reservas de agua y la orden que tenían era tajante. Su misión era secreta y, ni por nada ni por nadie debían de delatar su posición. Solamente sabían, que se encontraban al Noreste de Basora, en medio del desierto, cerca del paralelo 32º. En este país ellos eran lo más antagónico a la cultura que profesaban sus habitantes, para ellos eran una especie de zombis, casi inhumanos, por eso se limitaban a cumplir la orden de su gobierno la cual no era otra cosa que, “peinar el desierto en busca de armas de destrucción masiva”.

           Alí Mohamed le alargó el Kalashnikov a uno de sus compañeros; a otro la mochila que cargaba a la espalda; y al tercero los correajes repletos de pesados cargadores atestados de balas. El,  a su vez, tomó sus cantimploras vacías y descendió al fondo de aquel perdido y abrupto desfiladero, que se difuminaba como una insignificante herida  en mitad del candente y polvoriento desierto, para llenarlas en el pequeño arroyuelo, que apenas se distinguía desde lo alto. Ellos eran considerados terroristas por el presidente George Bush. En cambio ellos, se consideraban asimismos, soldados de la resistencia iraquí contra las tropas invasoras. Por eso hacía días que caminaban tras las huellas de los cuatro americanos.

           El soldado con la ropa de camuflaje cubierta de polvo amarillo se abría paso con cierta dificultad por la única senda capaz de llevarle al fondo del barranco. Un viejo macho de egagro (capra hircus o aegagros crética) cabra salvaje, con el pelo completamente erizado, y dos enormes velones de mocos colgando de sus narices, le contemplaba encapotado. El joven combatiente no conseguía verle, ni a él ni a los cientos de congéneres que, inmutables, le observaban desde lo alto de los riscos con las pezuñas soldadas a la roca; y es que, a, Alí, le ardían terriblemente las pupilas sometidas al polvo del camino y al duro martirio de la intensa luz solar y, porque su color y su forma eran las justas para confundirse con el tono ruano que impregnaba las paredes del desfiladero. Aquel viejo egagro, a lo largo del tiempo, había visto desde su atalaya en mitad del precipicio, acercarse a beber a seres que no eran oriundos de aquel lugar, palomas, cuervos, cernícalos, buitres, camellos y hombres…, y todo ser vivo que se aproximaba a calmar la sed en las cristalinas aguas que borbolleaban saltando de una poza a la otra sobre el fondo pedregoso del barranco, era observado por la mirada almendrada, helada y penetrante de aquellas cabras salvajes. Esta era una tierra sumamente extraña, únicamente habitada por reptiles, escorpiones y aquellos singulares y extraños caprinos llamados egagros.

                     
           Una vez provistos del preciado líquido los tres resistentes continuaron en pos de las huellas que habían dejado tras de sí los valientes chicos del Tío SAM. Alrededor de las 7 de la tarde habían avanzado 2 horas de marcha extenuante hacia el poniente. Ignoraban que ya jamás encontrarían a sus enemigos pues, de ellos, el único vestigio que quedaba, era una bota semienterrada que dejó la última tormenta de arena.

Quizá, la circunstancia de ser norteamericanos, fue suficiente para hacerles caer unos cientos de metros más allá de donde cayeron Alí y  sus camaradas…, y grupos de Calmucos y hordas de Tártaros y cientos de camelleros y una parte no desdeñable de los ejércitos del Gran Khan. Todos habían caído. Si, allí habían caído en el pasado y ahora en el siglo XXI aún continuaban cayendo. En un radio de unos veinte kilómetros a la redonda, hacia los cuatro puntos cardinales, una masa calcárea de huesos descansaba bajo un formidable manto de arena, que el viento del desierto se había encargado de poner sobre ellos, como un inmenso tapiz a lo largo de centenares o quizá miles de años.

             Nadie vivió lo suficiente para advertir que las aguas cristalinas de aquel manso riachuelo debían su transparencia y nitidez a un mineral venenoso diluido en ellas. Ninguno sospechó siquiera que los egagros que habitaban las escarpadas paredes de aquel solariego anfiteatro eran viejos…, muy viejos…, inmensamente viejos, y que su increíble longevidad se la debían justamente a las propiedades beneficiosas que para ellos tenían aquellas aguas mansas, cristalinas, pero intensamente envenenadas.
           
              No se equivocaron del todo los oráculos del presidente de la nación más poderosa de la tierra al decir que, en este país hoy Irak, ayer Babilonia, cuna de civilizaciones; había un arma de destrucción masiva. La había. Era una, una solamente; pero de la cual, ni siquiera aquel vil y sanguinario caudillo llamado Sadam tuvo jamás conocimiento de ella.





Terminado de escribir el Domingo, 23 de abril de 2006.

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