LA CASA
Relato
Hizo lo mismo
que hacen los perenquenes, aguardó a que oscureciera para salir. Para poder así
mover las patas con seguridad, para medir cada uno de sus pasos. Las sombras
siempre protegen mejor a uno de las miradas indiscretas, del que sube y del que
baja, también de las lenguas afiladas, y de la mala baba y de la envidia. En
eso él era perro viejo. No se la iban a dar. Para salir siempre obraba con
bastante cautela. Se puso un abrigo viejo, bastante sucio, roto y descolorido,
y sobre la cabeza se encasquetó un cachucho lleno de manchas y de dobleces.
Vestido de este modo era difícil adivinar que dentro de aquello iba el cuerpo y
el alma un antiguo profesor. ¿Alma, he
dicho alma? Si, puede que lo haya dicho. No sé por qué, pero lo he dicho. Esta
era la mejor hora para salir. Es la hora en que la ciudad escupe todo su veneno.
Es como una sempiterna noche de San Juan de llamas apagadas. Es el momento
propicio, casi mágico, en que el mundo se afana en desprenderse, en tirar a la basura
gran parte de sus pertenencias. En volver a la nada todo aquello que un día fue
valioso para él. En retornar al punto cero la suma de todos sus anhelos. La
punta del palo. El finiquito. La decapitación. La obsolescencia o muerte del
producto, como bien dicen los industriales doctos en el asunto. Total, palabras
balsámicas, escupidas por uno de tantos reaccionarios para entretener al
público, tiradas así, a boleo, como la fruta podrida que se les lanza a las
gallinas.
Antes de doblar la esquina miró por encima del
hombro izquierdo por ver si alguien le seguía. Si así fuera, tampoco sería la
primera vez. Él tenía olfato para estas cuestiones. Era perro viejo. Malditos.
Mil veces malditos. No, no era rencor lo que sentía hacia ellos. Era asco. Era un
asco graso, nauseabundo, sanguinolento, como el que sentía hacia la mantequilla
derretida ó al de un pollo en las aceras, era un oprobio latente, una
repugnancia que le salía de lo más profundo de sus entrañas. Era el repelús que
se siente por todo lo que hacen, por todo lo que dicen, por lo que piensan y,
por cómo te miran desde arriba, con ese
repelús, ese asco retenido en la mirada, llamándote gusano, diciéndote
con esos ojos llenos de ruindad, que tú no vales nada, que eres una pura
mierda. Que eres mucho menos que la cagada de su mascota de marca con
certificado y pedigrí. Se sienten inmunes, inexpugnables, fortalecidos como titanes
tras la muralla de unos sueldazos seguros, inalterablemente cobrados siempre a
fin de mes. Les posee la irrefutable prepotencia del llamado poder de compra. Eso
es lo que les hace estirarse, levantar el cuello como cisnes, pisar fuerte, y
mirar al mundo desde arriba. Por eso no le extrañaba que se pavonearan de ese
modo en un entorno irreal, totalmente fatuo, colmado de sensaciones de poder y
de puras apariencias. Todos los seres que quedaban por debajo de esa línea, en
un plano inferior a ellos, eran simples gusanos, insectos, arácnidos, “bichos”;
en fin, nada. Pero no crean, que todo eso tiene un precio. Ellos, tan arrogantes,
tienen la caca blanda, son esclavos puestos al servicio del marketing agresivo
y de la moda. Algunos se alimentan como los pájaros a base de puras mierdecitas
o de polen como las abejas; caminan en pos de una vida sana, pero no tratan de
conseguirlo con una relación armoniosa y justa con el mundo, con la naturaleza y
con sus semejantes, sino que quieren hacerlo, que intentan lograrlo a través de
la comida sana. Como si los cambios entraran por la boca y no partieran de
adentro hacia afuera, de nuestra propia forma de pensar y de sentir; a veces no
lo saben, pero ellos también se están envenenando, con venenos naturales,
claro, pero venenos al fin y al cabo, que matan lo mismo que todos los demás.
El mito, el falso mito del ecologismo, que a veces pierde toda lógica para
convertirse en una creencia más. Otros acaban siendo víctimas de la estética,
de la silicona y de todas las gamas posibles de esteroides y de anabolizantes.
Se esculpen el cuerpo y desarrollan todos y cada uno de sus músculos para luego
depositarlo en un sofá. Más ridículo, verdad, que sacar la caña y ponerse a
pescar desde el balcón. Todos sus vacíos tratan de rellenarlos con objetos que
adquirir. Para ello han sido creados unos y otros por esta sociedad: los
vacíos, los seres, y los productos de consumo. Como La Santísima Trinidad, los
tres se complementan. Forman parte del mismo cuerpo y de la misma alma, el
consumidor. Para ello ha sido creado y, por qué no decirlo, también domesticado
al máximo y hasta deshumanizado. Sobre todo esta última cosa, es básica, yo
diría, que esencial, para crear, para construir un verdadero consumidor de alto
poder adquisitivo. Esto sería imposible de realizar si su corazón albergara todavía
algún resto de humanidad, pues su conciencia no le dejaría en paz. Como podrían
avanzar, caminando sobre montañas de cadáveres, como podrían seguir oyendo el chasquido
sordo de sus cráneos, rompiéndose, desintegrándose en pedazos bajo de sus pies.
Esto solo se consigue teniendo a mano bien dispuestas un buen rosario de
justificaciones para, acallar, la dentellada profunda, esa que muerde desde
adentro, ese perro verde, que unas veces llamamos culpa y otras conciencia. Esa
cosa que casi nunca decide nada, pero que los hombres temen como al diablo, y
siempre que pueden la ocultan o la ignoran.
Él también
sabía de sobra que tampoco era mucho mejor que ellos, pues como las aves
carroñeras él vivía del abundante despojo que ellos le dejaban, se alimentaba
de sus obsolescencias, de la muerte del producto, de su caca blanda y de su
miedo a no estar a la última en consumo. Ella lo empujaba a salir. A veces no
había necesidad de ello, pero ella lo obligaba. Ella siempre estaba ahí,
presente, constantemente en vela, de imaginaria cuartelera, empujándole una y
otra vez, a salir, a arrastrarse como una alimaña por el suelo, y a buscar y a
revolver entre las basuras. Él solo era su brazo, su lugarteniente, su miembro
ejecutor.
Pero esta
noche él tenía un objetivo claro, preciso, iba a tiro hecho, otras veces no le
había sido posible por venir ya cargado de otras cosas. Pero esta noche si,
había salido expresamente a por ello. Una bicicleta. Desde que la vio pensó en
su mujer. Le iba a gustar. Estaba al otro lado del barranco, de lejos parecía
el esqueleto de una cabra. La vio por casualidad, él no solía frecuentar por
aquella zona. La ocultó bien debajo de unas hojas de palma. Debía de estar
allí. Lucila se llamaba su mujer. Tantos años enferma. Tantos años de dolor.
Cuánto sufrimiento inútil, cuántas horas malgastadas en sufrir. Que de sudor y
de lágrimas, hasta el día en que le dio aquel ataque fuerte. Aquella conmoción.
Parecía el final de todo. Fue una convulsión terrible, escénica, que al final
la dejó así, cao, y ya totalmente tranquila, y allí sigue después de catorce
años, allí sigue, sentada, quieta, inmóvil, dormitando plácidamente todo el día
en la mecedora. Sí, allí sigue. No se inmuta por nada. Lucila. Él siempre
conservaba en la memoria la misma imagen de ella, la recordaba de colegiala,
muy delgada, muy ágil, cabalgando siempre en su bicicleta roja y con su larga
trenza como una mochila siempre colgada a su espalda. Era seria en los modos,
pero con unos bellos ojos que siempre reían al cruzarse con los suyos. La
adoraba. Lucila, Lucila, Lucila… repetía, muy quedo, con nocturnidad, en medio del
silencio execrable de su frío dormitorio. Desde entonces la siguió
continuamente de cerca y ya nunca la abandonó. Se amaban. Desde siempre se
amaron. No podían vivir el uno sin el otro. Eran como esas aves que comparten
vida y nido para siempre. Tal vez por eso llevaba tantos años allí, como un
perro fiel echado a los pies de su mecedora, vegetando, más que viviendo,
saciando el hambre a base de recuerdos, pasándolos una y otra vez, como si
estuvieran montados unos detrás de otros sobre las muescas de un tornillo sin
fin.
Chapoteó entre
las cañas para cruzar el barranco con el agua podrida y hedionda llegándole
hasta las rodillas. Salió del agua y subió despacito el terraplén,
arrastrando unas piernas pesadas que no parecían suyas, que se resistían al movimiento,
atrapadas en las perneras del pantalón por una baba verde y densa como un moco.
Los pies le patinaban sobre el limo jabonoso que impregnaba el interior de sus
sandalias. Dio un rodeo, sorteando, lentamente, unas cuantas ruedas de camión y
un par de lavadoras viejas que dejaron allí abandonadas. Unos gatos corrieron
enzarzados peleándose entre los escombros. Aquello era lo que llaman la vida en
estado puro, lo que fluye como un río. Como el palito que flota. Lo que es
capaz de adaptarse, de moverse, lo que siempre resiste, lo que sobrevive todas
a las hecatombes. Pensó que le gustaría ser un gato: trepar, saltar, arañar,
vagar sin rumbo fijo, subir a los tejados, tener y no tener nada. Pero eso ya
era imposible, él era él y todas sus circunstancias. La luz de las farolas, que
llegaba del otro lado del barranco, hacía brillar el blanco fluorescente de la
matricula de un coche, cuyo morro, con el capó medio abierto, como la cabeza de
un cachalote, sobresalía negro y amenazante de la pirámide de escombros. Un
gran estornudo lo hizo tambalearse mientras dos velas de mocos salían
disparadas de su nariz. Atrapó la nariz entre el índice y el pulgar y se sonó
estrepitosamente, luego se secó los dedos pringosos en el sucio pantalón. “Vaya
mundo” – farfulló para sí y siguió andando en busca de la bicicleta. Su sombra
le antecedía estrecha y alargada como la de un ciprés. Sonrió con tristeza y
pensó – “vaya mundo”. Aquel era el sitio. No disponía de plano. No lo
necesitaba. Sabía que el tesoro estaba allí bajo sus pies.
Hacía ya algún
tiempo, fue un día, cuando caminaba por la acera poco después de salir de su
casa, que alguien le llamó a sus espaldas: “profesor, profesor… ¿no me
recuerda? Soy Pipo. Tiene que acordarse de mí. Seguro que se acuerda. Ja,ja,ja,ja,... bien que nos reímos con usted cuando nos contó aquello del huevo de Colón” – Le
soltó el tipo, acercándose, y palpándole los hombros, a su parecer con excesiva
familiaridad. Él lo miró fijamente, atravesándolo, con la mirada mucho más allá
del hombre, hundida como un ancla en el pasado, pero no vio nada, solo un túnel
solitario, ningún recuerdo. “Lo siento – dijo – no, no le recuerdo”. Le apartó
hacia un lado y continuó andando con indiferencia. El antiguo alumno se quedó
parado con la boca abierta en medio de la acera, no salía de su asombro… “Estúpido, como le voy a recordar – pensó para
sí – a todos les perdí la pista en su pubertad, cuando les cambió la voz,
cuando sus caras comenzaban a enrojecerse y a llenarse de granos llenos de pus
y, me aparecen, ahora, con más de cuarenta años y con cuatro greñas ralas
encima de la cabeza, idiotas, no les conozco, parece que llegaran directamente
del inframundo”.
Sabía que el
tesoro estaba allí, que debía de estar allí, debajo de aquellas hojas secas de
palma, el mismo lo había cubierto con ellas. Comenzó a retirar las hojas y fue
entonces cuando vio aparecer los blancos nudillos de una mano. “No me he
equivocado – se dijo – aún debe de estar aquí, no creo que se la hayan llevado,
solo aprovecharon las hojas de palma para enterrar al muerto”. Apartó las
picudas hojas hacia un lado, dejando al descubierto el cadáver de un hombre
joven, de piel muy blanca, cosido a puñaladas. El hombre estaba casi desnudo, solo
le dejaron puestos los calcetines. “Vaya mundo – musitó quedamente para sí”.
Jaló por los pies del muerto hacia un
lado de la zanja y, al momento, apareció como un muerto más, el esqueleto negro
y oxidado de la bicicleta. Tiró de ella con fuerza con ambas manos, pues sabía
que al muerto ya no podía dolerle nada. El cuerpo ya había comenzaba a heder,
aunque él apenas si lo notaba, pues el trato permanente con la basura había
anulado casi por completo su olfato. La bicicleta salió del tirón y el muerto
cayó hacia atrás y se acomodó mejor en el fondo de la zanja. Lo tapó con las
mismas hojas y lo dejó aparentemente igual que lo encontró. Lleno de júbilo
corrió hacia la casa con la bicicleta bajo el brazo, Lucila se iba alegrar, le
pintaría la bicicleta a su gusto, de rojo vivo, su color favorito. Cuando
volvió hacia la casa ya era noche cerrada, aunque en la ciudad apenas si se
notaba el cambio, a no ser por los rostros de la gente, que con la luz
artificial lucían algo macilentos, un tanto cadavéricos. Llegó sin novedad
hasta el rellano de su casa. Vecinos no tenía, al edificio hacía tiempo que el
ayuntamiento lo había hecho desalojar, que lo había declarado en ruinas; estaba
llamado a la demolición. El peligro de desplome era inminente desde ya hacía más
diez años. De los huecos de las paredes desconchadas por la humedad, con
grandes trozos de encalado tirados por el suelo, parecían salir los rostros de
seres imposibles a observarle. Así lo creía él, además, aquella gente no le
caía bien. Le molestaba que no tuvieran cuerpo, sino aquellos rostros difíciles
con ojos para ver. Para verlo a él, seguro que también para espiarlo. Trató de
hurtar la bicicleta a sus miradas cubriéndola con el abrigo. Abrió la puerta y
el olor a podrido que salía podría haber tirado de espaldas a cualquier otro
que no fuera él, hasta los inquietantes rostros de la pared, si hubiesen
dispuesto de manos, se habrían tapado con ellas el agujero. Se arrastró con
dificultad a lo largo del profundo y húmedo pasillo atestado de deshechos, de
cajas, de aparatos eléctricos, de lavadoras viejas, de termos y de cualquier cosa o producto rescatable
de la basura. Toda la casa estaba igual, repleta de cosas, de productos de
desecho desde el suelo hasta el techo. Una niebla amarillenta llenaba toda la
casa, la luz de las bombillas llegaba atenuada, lejana, como la de una luna
desvaída en medio de la niebla. Del techo de la casa caían incesantes, gotas de
agua amarillenta, del vapor de agua condensado. El calor y la humedad eran
insoportables, dentro de la casa había una atmosfera tan densa y enrarecida, que
era casi imposible que allí se pudiera desarrollar cualquier tipo de vida. El
metano y otros gases nocivos seguro que estaban presentes dentro de aquella
especie de fosa séptica atestada de residuos. La casa era como un enorme ser
con vida propia.
En el salón, frente a un televisor ausente de pantalla,
se encontraba una mecedora cubierta por completo por una tela deshilachada de
arpillera. Él avanzó despacio y quitándose el sombrero como el que entra en un
lugar sagrado, se postró ante la mecedora. “Mira, Lucila, cariño, hoy te he
traído un nuevo regalo. Te va a gustar… sobre todo, cuando la pinte, te va a
gustar mucho cariño. – Dijo apartando el abrigo y dejando en el suelo, con
orgullo, el esqueleto oxidado de la bicicleta. “Mírala amor – insistió él,
apartando la tela de arpillera de la parte alta de la mecedora – mírala mi
amor…” La bicicleta roja, postrada en la mecedora, nada dijo al ver los hierros
oxidados de la otra bicicleta, no se dignó ni a mirarla, ni siquiera le dio un
timbrazo de aprobación, y el reluciente manillar no mostró ni una sacudida, ni
el más ligero temblor. Él se debió sentir muy ofendido, pues se puso
bruscamente en pie y sujetándose la cabeza con ambas manos se lamentó: “ella,
ella me obliga a salir, me tiene esclavizado, Yo nada puedo hacer pues, ella,
mi cabeza, me ordena cada día salir a buscar cosas, me obliga a revolver la
mierda, a buscar como una rata entre las basuras…”
Tomás, Lucila:
solo la casa, solo ella lo sabía… solo ella albergaba como un lastre de plomo
el peso de sus secretos.
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