Los ojos de Alendra
Hace
muchísimos años, según cuenta una leyenda guanche, en medio del Océano
Atlántico, donde ahora se sitúan las siete islas canarias, solo había una, una
gran isla volcánica. Esta enorme isla, que más bien parecía un continente,
había surgido desde el fondo mismo del océano donde la dio a luz la madre
tierra en forma de un gigantesco volcán. Un volcán que fue creciendo más y más, hasta asomar la
cabeza sobre las aguas del mar. Y así continuó creciendo durante días, meses,
años, muchísimos años, tantos, que casi no nos atrevemos ni a contarlos. Tanto
creció aquel gigante que llegó un momento en que sobrepasó a las nubes y aún
continuó creciendo. Sus ríos de lava ardiente eran cientos de cataratas que una
tras otra iban cayendo estruendosamente sobre las olas del mar y allí se
fundían convirtiéndose en rocas. Tanta lava cayó y tantas fueron las rocas que
se formaron, que dieron lugar a una gran isla, una inmensa isla. Tan grande
llegó a ser la isla que el volcán desde su cima ya no alcanzaba a ver sus
orillas. El gigante podía contemplar casi todo su cuerpo pero no podía ver
donde acababan sus pies.
Tiempo
más tarde llegarían las plantas, después aparecieron los árboles, mucho más
tarde llegaron los animales y finalmente llegó el hombre. ¿Cómo llegaron los
hombres? Dicen que los hombres llegaron a La Tierra de los Canes, que quiere decir algo así
como (La Tierra
de Los Perros), venidos desde el norte de África a bordo de balsas hechas a
base de troncos y con grandes foles (se supone, estómagos de camello inflados)
que, hacían de flotadores, con los que mantenían sobre el agua a sus barcazas,
cuyas velas de piel de camello les trasladaron hasta la gran isla.
La
isla contaba con un solo rey que reinaba en toda ella mandando en sus siete
principados. Estaba establecido por sus leyes que, en el caso, de que la
heredera del rey fuese una chica, como era el caso, aquellos siete príncipes
lucharían entre ellos a los pies del volcán y el ganador se casaría con la
princesa y sería él, el rey.
Desde
cada uno de los siete principados de la gran isla llegaron todos sus príncipes
hasta los pies del gran volcán, pues todos ellos querían casarse con la
princesa.
Dicen
los que vieron a la princesa que nunca había nacido una criatura más bella. La
llamaban Alendra que en su idioma quería decir violeta y fue, porque sus ojos,
eran, precisamente, de ese mismo color, por lo que le pusieron el nombre de
Alendra. La princesa estaba secretamente enamorada de uno de aquellos siete
príncipes, por eso, cuando vio que cinco de aquellos habían caído derrotados y su enamorado se batía por conseguir la
victoria, se sintió nerviosa y emocionada, confiaba que sería él el ganador.
La
princesa no paraba de llorar. Su vida ya no tenía ningún sentido sin él. Se
tendría que casar. Ahora se tendría que casar con un hombre al que no amaba. Su
padre la obligaría, pues como rey que era, él debía ser el primero en cumplir
la ley. Eran las leyes, las horribles e injustas leyes de los hombres…
Alendra
corrió ladera arriba por las faldas del volcán y le pidió su ayuda a éste, pues,
antes de casarse con aquel hombre, preferiría mil veces morir.
-¡OH
padre Echeide! ¡Llévame contigo! –imploraba la princesa de rodillas y llorando desconsoladamente
– Libérame de esta tradición bárbara. Y con estas mismas palabras se perdió
entre las retamas y las espesas brumas que arropaban al gigante.
El
gigante debió de escucharla, porque, inmediatamente, la tierra tembló y, el
volcán tanto tiempo apagado, nuevamente comenzó a rugir y a lanzar fuego, lava,
y piedras incandescentes. Así dicen que continuó, iracundo, durante siete
largos días.
Cuando
cesó de fluir la lava y del cono del volcán dejaron de caer piedras y cesó de
salir el humo, el espectáculo que se presentaba era muy triste, pues: del
cuerpo inmenso del gigante solo flotaban sobre el océano siete pequeñas islas y
de aquel gran volcán solo quedó una montaña mediana. Hoy, aún le tenemos, y le
llamamos El Teide. Para mí, aún continua siendo una gran montaña. No se que
tendrá por dentro, seguro que fuego y lava, pero, seguro que algo más tiene,
pues no queda una sola vez, que no lo mire, sin me impresione, sin que me
asombre una vez más, y sin que se me ensanche el alma. Debe ser, que, una vez
más, vuelvo a sentirme niño y pienso que por su boca salieron las siete islas
canarias. Es una especie de padre y de madre con las sienes plateadas. Y, eso
sí, poco después,… allí, en las laderas donde se perdió Alendra comenzó a
brotar una hermosa planta con las flores color violeta, por eso, (Violeta del
Teide) la llaman.
Atiende, amigo, atiende… Si un día te encontraras una violeta
del Teide…¡¡ Mira, mírala, mírala con infinita atención,… fíjate, fíjate bien,
obsérvala, porque, si te fijas bien, verás como en cada una de sus flores está
la mirada de Alendra, claramente dibujada!!.
Fin
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