Belisario se había ido del pueblo hacía ya muchísimos años, pero su presencia aún la guardaban los vecinos, quizá por su mala conciencia, bien fresquita en la memoria. Nunca fue más acertada la frase de (hay miradas que matan) como en el caso de los ojos de Belisario. Uno puede echar una mirada de soslayo, eso que algunos llaman mirar de lado, o mirar al fondo de unos ojos de mujer con una especie de taladro, y no pasa nada, pero hay otra negra y deliberada forma de mirar a los niños pequeños y a los animalitos cuando están rebosantes de salud y llenos de hermosura que es capaz de deslindarlos de la existencia. En Cerro Blanco esto se creía pies juntillas y en un momento dado comenzó a circular la rebambaramba de que los ojos verdes y saltones de Belisario secaban las plantas y le fundían la hiel a las criaturas y a los animalitos. “Ese hombre es malo” “Si hace maldiojo, es porque quiere; no ves como los mira”, - comenzaban a decir las gentes del pueblo arrastrando las palabras con inquina, secreteándose unas a otras.
Los
síntomas casi siempre eran los mismos. Los niños enfermaban de repente de
buenas a primeras y ni siquiera les salvaba aquel lacito rojo, ni las cruces,
ni el gran racimo de escapularios de vírgenes, de santos y de manitas negras
con que sus madres les cubrían el cuerpito a modo de protección. Convulsiones,
fuertes diarreas con pujos de sangre, color macilento en la piel y una flacidez
total en el cuerpo era lo habitual en las criaturas. Muchos morían antes de las
48 horas, amarillentos y con una espumita verdosa en los labios.
Los
santiguadores no paraban en todo el día, rezando y cortando las hojas de algunas
plantas con el cuchillo semejando cortar el mal, y entre grandes bostezos,
lagrimeando, y al borde de la extenuación decían:
“grandeee…
es el mal…, pocooo… se puede hacer…, no podemos hacer milagros, al pobrecito,
el cabrón ese ya le reventó la jiel”.
En Cerro
Blanco, siempre, desde que se alcanza a recordar, había muerto alguna criatura
de mal de ojo, pero había sido de manera un tanto aislada y, sobre todo, se
trataba de animales: alguna cabra, una mula, un burro, una echadura de pollitos,
alguna planta y, así, cosas por un estilo, pero muertes en niños allí no eran
muy frecuentes. En cambio, ahora, en dos semanas ya habían muerto tres. Ni que
decir tiene que Belisario era más temido en el pueblo que el propio Satanás. La
gente corría avisando cuando venía para que recogieran a los pequeños o para
taparlos echándoles un saco o una manta por encima para ocultarlos de la visión
de los ojos malignos y brotados de Belisario.
Cuando
aparecía Corina la mujer de Belisario, las mujeres del pueblo poniéndose en
guardia daban un respingo y le volvían la espalda. Ella, defendiendo a su
marido, unos días antes les había dicho: “Belisario es un buen hombre, él, por
nada del mundo les haría daño a las criaturas. Los niños se mueren, porque se
mueren, Dios los tenga en su seno, pero no es mi marido quien los está matando”.
“¿Ustedes no saben que dos de nuestros niños también han estado malitos con
esas mismas diarreas y a punto de morir? También su padre les hizo maldiojo a ellos?
Ellas le
habían dicho: “eso es lo que tú dices. Tú que nos vas a decir, es tu marido. Si
dices otra cosa él te dará una de pancasos que te mata… Si no hace daño, porque
mira a nuestros niños con esos ojos encarnizados y brotados pá fuera como una
bestia, que parece que se le vayan a salir”.
Corina
les contestó: “lo que pasa es que Belisario sufre de una irritación en la
vista, se le hacen derrames en los ojos y apenas ve, sobre todo, empeora con el
viento de levante, cuando hay calina; por eso es que mira tan fijamente, pero
no solo a los niños sino a todo lo que
se mueve”.
Belisario
recordaba ahora todo aquello sin sombra alguna de acritud a través del tupido
velo que se había ido formando en su cabeza con el del paso de los años. Sus propiedades en Cerro
Blanco: dos tirijalas en la costa, unos ribetes de terreno sobre La Hoya de Las
Tanquillas, cuatro pegones repartidos por los altos y las dos huertas y las
cuevas en medio de Cerro Blanco. Como si estuvieran malditas, después de tantos
años allí seguían abandonadas. Según le contaron, las pencas crecieron tanto
que se cogieron todo el patio y ya comenzaban a entrar por las puertas de las
cuevas. Pero a Belisario le daba todo igual, pues no pensaba volver. No tenía
buenos recuerdos de Cerro Blanco.
Le venían
a la memoria las hojas marchitas de las tomateras que ya llegaban a la tercera
caña y los robustos tallos cargados de racimos de tomates que habían sido
arrancados de raíz.
Ese día había
madrugado porque pensaba aprovechar el sereno de la noche y la calma de las primeras
horas de la mañana para darle una azufrada a los tomateros. Clareaba apenas el
día; vació un poco de azufre sobre un trozo de saco y comenzó a espolvorearlo
sobre las tomateras, cuando la flacidez de las plantas llamó su atención. La
falta de luz le impedía ver con claridad, aún tuvo que raspar un par de fósforos
para descubrir la barrabasada. Surco por surco paredón por paredón se lo anduvo
todo, ¡la puta que los parió! la hoya entera de tomateras había sido arrancada.
La mente
se le nubló. Se le secó la boca y cuando tragó la saliva ésta le abrió por
dentro la garganta como si fuera el filo un cuchillo. Se montó sobre el camello
y pista arriba corrió hacia Cerro Blanco. Le ardían los ojos porque los tenía
irritados y, porque el aire frío de la mañana que bajaba directo desde la
cumbre como un soplete le iba secando las lágrimas… Un camión que bajaba
temprano a cargar bloques en las canteras se cruzó con ellos y al pasar formó
un torbellino que los cubrió por entero con el polvo blanco de la pista …
“Parece el camión de Américo” – pensó
mientras se despejaba la polvareda. En ese momento dos pedroluises a los que
había sorprendido la claridad del día pasaron rozando sobre sus cabezas,
volando vigorosamente hacia la costa y gritando: pedroluíí… pedroluííí…
pedroluíííí…
Cuando
llegó al pueblo las piedras le llovieron encima de todas partes como el
granizo. Salían de los callejones, de detrás de las casas, de dentro de los
mogotes de pencas y hasta del mismo cielo le caían. Corrió hacia su casa porque
un presentimiento le pasó por la cabeza y lo hizo temblar…
De la
puerta del gallinero colgaba la cabeza del gallo ensangrentada, y dentro del
covacho las gallinas estaban todas amontonadas en un rincón con el cuello
retorcido. Entonces corrió al corral de las cabras y también encontró que los
tres animales habían sido degollados. Un baifo pequeño aún buscaba que mamar en
la ubre fría del cadáver de su madre.
En la
cueva oyó la respiración acompasada de Corina y de los chicos que estaban durmiendo
tranquilamente.
No quisieron quedarse a la espera de
más avisos...
Esa misma
tarde cogieron las cosas de más valor, las cargaron en el camello y, en fila
india, Belisario, Corina, y los cinco niños caminando y comiéndose unos galletones
se fueron de Cerro Blanco. Desde ese día nunca volvieron por el pueblo ni de
visita.
Los
vecinos habían corrido la voz del peligro que entrañaban los ojos de Belisario
y por los pueblos cercanos ni les dieron cobijo ni les dejaron quedarse.
Carretera
adelante aún tuvieron que andar bastante, pero al final, un hombre serio y trabajador
como era Belisario, encontró un buen sitio para quedarse, y trabajo para él y
para Corina en una buena medianería, donde vivir y poder sacar adelante a toda
su familia.
Belisario,
ahora, ya en su vejez, piensa que en Cerro Blanco seguro que ya ni de él se
acuerdan… pero él sí que recuerda, recuerda, perfectamente. Como no recordar a
la maldita colitis aquella que se cebó con las criaturas pequeñas de Cerro
Blanco. Aquellas diarreas que se propagaron como la peste y que casi barren por
completo a la población infantil de la mayoría de los pueblos de la isla…
En Cerro
Blanco, ocurrió con ésta enfermedad, como suele ocurrir con otras muchas
enfermedades, cuando no hay quien las sepa diagnosticar la ignorancia las confunde
con el mal de ojo. Si no, que le pregunten a Corina la mujer de Belisario, que de
eso sabe bastante, cuenta y cuenta sobre las muertes de aquel año por el maldiojo…
cuenta y cuenta, la pobre, y no para de contar…
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