“LA RESURRECCIÓN DE KAREN”
(Relato)
¡Hola, esto parece la feria de las vanidades! No se puede pedir más. Fama popularidad y dinero mucho dinero. Pero si antes nadie la escuchaba, vivía como un alma en pena, habitando en un continuo soliloquio. Vegetando sin más, dentro de un opresivo e irreductible circulo familiar y de amistades allegadas.
Por fin le había tocado la suerte, la suerte terrible y hermosa a la vez, de dar un perfectísimo y espectacular corte de mangas a su monótono destino. A ver que coño iban a decir ahora. Más de uno se vería abocado a bajar la cabeza y a sonreír aunque por dentro estuviese corroído por la envidia. Si, la envidia, esa que cuando te la tragas te envenena de inmediato, dejándote el cuerpo cargado de odio y vacunado talvez para siempre, contra sentimientos más edificantes y honorables.
Ella estaba ahí, triunfando, en el candelero, en el más espectacular y luminoso de todos los candeleros posibles. ¡¡¡Aaah!!!! ¿Y el precio? ¿A quién le importa ahora el precio?, ¿Es que acaso no pagamos todos…, por todo un precio?, ¿Alguien puede creer que se puede conseguir algo gratuitamente?
Efectivamente, ella no consideró que, soltar un par de mentiras justamente, en la sobremesa, en el canal de máxima audiencia a la hora de máxima audiencia en el programa de máxima audiencia, le iba a catapultar a la fama de aquella forma tan espectacular. Y lo cierto es que, aquellas mentiras no fueron las únicas, porque desde aquel instante toda su fama y su glamour de gran diva descansaron siempre sobre mentiras con las que alimentar a la plebe, que esperaba ansiosa cada día, como gallinas, dispuestas a picotear los despojos sanguinolentos que se vertían por la pantalla del televisor en el programa de las 4,30 de la tarde.
Su fama fue subiendo y subiendo de nivel hasta llegar a la cúspide y allí, por intereses de los propietarios del canal, le mantuvieron por un tiempo razonablemente largo. Las portadas de las revistas también fueron copadas por ella, como si en realidad en el mundo no existiese nada más hermoso ni reconfortante que aquel rostro nacido casi por completo del bisturí y de las manos de un conocido y archifamoso cirujano plástico.
De aquella chica que un día tuvo ideales y principios y deseos de hacer cosas desarrollando su pequeño talento en beneficio suyo y de los demás, no quedaba nada. Había sido tomada tan irremediablemente por su prefabricado e insulso personaje, que ya no podía escapar de él, ni lo intentaba, ni lo deseaba en absoluto. Las niñas imitaban todos sus gestos y poses e incluso su tono de voz lo clavaban a la perfección, cosa que no era nada fácil, pues era bastante plano y escaso de matices. Pero ciertamente resultaba espeluznante contemplar una de aquellas escenas infantiles. Lo sabían todo del personaje y soñaban en ser como ella en todo. Pero a mi me producía una grima espantosa; era la escena de un caballo desbocado cabalgando en dirección al precipicio sin que su inexperto jinete se percatase que tras la línea del horizonte se agazapaba el más mortal de los vacíos.
Su popularidad llegó a ser tan grande que se sobreponía a la política, a las guerras, a terremotos, tsunamis y a todo aquel acontecimiento o calamidad producida en cualquier lugar del globo terráqueo.
Se desconocía el como y el por qué, pero los sabios y grandes personalidades ricas en conocimientos, aquellos sin la ayuda de los cuales sería imposible mover el mundo, habían sido relegados al ostracismo y al olvido.
Era sorprendente, inaudito, y hasta perverso, que esto ocurriera. Pero aquella mala actriz, salía diariamente a actuar, en su ordinaria y vulgar opereta, rodeada por un séquito de descerebrados que, tenían la desfachatez y el descaro de criticar y de hacer escarnio y mofa de otros personajes tan inútiles y descerebrados como ellos.
Como ya les dije antes, esto se asemejaba mucho a la feria de las vanidades o más bien a la feria de la ruina, de lo absurdo, la miseria y las mezquindades.
Pero en fin, como catalogar a una sociedad que se dejaba violentar de esta forma tan burda y descarada, permaneciendo inmóvil, patéticamente obnubilada y abstraída por la idiotez irrisoria y el absurdo grosero y rampante.
Nuestra protagonista, en el tiempo que duró su éxito, vivió con seis parejas diferentes y consumó dos matrimonios relámpago. (Lo digo, porque con la misma rapidez que se consumaron fueron disueltos). Realmente, no se si esto se puede considerar normal, yo no lo critico, pero de todas formas considero, que al menos, si parece una vida sentimental un tanto acelerada, aunque en verdad, no se cuanto tendría todo aquello de sentimental. Se me acaba de ocurrir que esta mujer vivía seguramente muy sola dentro de toda aquella multitud. La soledad pura y dura, la soledad de un corazón infranqueable, de un ego inefable y enquistado en un alma corroída y deshumanizada hasta el infinito.
La notificación fue terrible. Pudieron haber elegido otra bastante menos cruel.
“Señorita: (y mencionaban su nombre de pila, del cual ya casi se había olvidado) por la presente le comunicamos la rescisión del contrato que nos unía profesionalmente hasta el momento, ya que necesidades de programación y de audiencia así lo aconsejan.
Le rogamos se persone en nuestro despacho a la mayor brevedad posible para zanjar el contrato que mantiene con nuestra entidad de acuerdo a las leyes, artículos y cláusulas que en el se especifican.”
Y así terminó todo. Hubiera deseado por parte de ellos un poco de compasión, aún la falsa camaradería o el cinismo más abyecto hubieran sido para ella como un bálsamo, pero no, querían demostrarle que su personaje se había volatilizado como un gas y que ahora ella, ya no era nadie.
Cuando el ídolo cae todo se endurece. La vida para él se convierte en un incesante valle de lágrimas. Las amistades le hacen un vacío constante evidente y vergonzoso. Pero el ídolo, no caído aún del todo, trata de incorporarse y reacciona con dignidad, y con elevadas dosis de altanería y de orgullo herido pretende poner las cosas en su sitio, pero eso a todo el mundo ya a dejado de importarle. El derrumbe total no tiene fecha concreta, pero la demolición ha sido firmada de antemano. Y caerá. Algunos, ya tenían el asiento reservado en primera fila para verlo. No hay cosa que produzca más satisfacción a cierto tipo de elementos, que estos sonados y aparatosos derrumbamientos.
Por fin el edificio se desplomó dejando al descubierto los hierros herrumbrosos de la endeble estructura sobre la cual se había mantenido hasta entonces milagrosamente erguido.
El personaje que fue estrella y “alma máter” del programa de las 4,30 de la tarde comenzaba a ser imitado y ridiculizado escandalosa y soezmente por humoristas principiantes de segunda y de tercera fila. Estos sujetos, eran unos vulgares e inexpertos carroñeros, que se disputaban a muerte, lo que aún quedaba de ella, porque de esto y de su eficaz aprovechamiento dependía en parte su incierto futuro.
Habían pasado seis o siete meses y nuestra amiga, la reina de la feria, (coincide también por esta fecha en que ella comenzó o comenzaron a llamarla con el nombre de Karen) se paseaba o más bien deambulaba por el barrio con su inseparable carrito de la compra a cuadros verdes. Al principio salía como siempre lo hizo, muy bien arreglada; limpia, buenos zapatos, buenas medias, bien pintada,… pero ahora era diferente. Karen ya no era la misma. El pelo, que le había crecido enormemente en los últimos meses, le ocultaba parte del rostro y una melena, enmarañada, apelmazada y canosa le cubría la espalda casi por completo.
La pobre Karen, ahora cabalgaba a lomos de la más absoluta pobreza. Nadie sabía que había sido de la inmensa cantidad de dinero que le habían pagado por su trabajo en el programa de las 4,30. Es más, nadie le había vuelto a ver acercarse a la entidad bancaria donde se le suponía titular de una abultadísima cuenta corriente. Era inaudito que aquella desdichada se estuviese ahogando en la indigencia mientras los banqueros continuaban sin inmutarse haciendo negocios con sus millones, “se supone que ellos desconocían su situación”.
De pronto dejó de vérsele merodeando por el barrio y aquello fue un alivio para el tipo de gente, clase alta en su mayoría,que vivía en el, no acostumbrada a ver vagabundeo por sus calles. Nuestra amiga fue vista por última vez con su carrito de la compra por el centro de la ciudad. Había caído de cabeza en el anonimato del grupo de seres sin nombre, los cuales, como verdaderos zombis recorren a diario la epidermis asfaltada de sus calles y por las noches como lombrices se introducen en la tibia lobreguez de su subsuelo.
La tribu de los sin nombre, de los desposeídos, los desplazados, o los zombis era un territorio yermo y peligroso, su geografía se asemejaba mucho a la silueta inquietante de un árbol poderoso, compuesto por infinidad de ramas con las hojas absolutamente marchitas y el con grueso tronco agujereado y carcomido por las hormigas.
Este lugar ya no tenía retorno era la última zaranda, el último tamiz que filtraba dentro de la tolva los últimos restos de una sociedad paranóide y rica en producir desechos de todo tipo y que vivía de desollarse devorándose continuamente a si misma.
Karen se adapto pronto a la vida de los zombis a sus opíparos banquetes y a su buffet recién llegado del maloliente cubo de la basura. También, el vino en tetrabrit, fue para ella como un exquisito champán francés o un cava de la mejor calidad.
Habían pasado un par de años y unas veces durmiendo en alberges, otras entre cartones y otras al raso o sobre un banco de frío y duro cemento, lo cierto es que, de aquella estrella fulgurante, que fue capaz de iluminar por si sola el programa de las 4,30, no quedaba absolutamente nada. En aquel momento nadie le hubiese reconocido. Karen se asemejaba muchísimo más a una extraña clase de reptil, con la piel endurecida arrugada y escamosa, que a cualquier otro ser humano. El pelo, ¡Ay! Pelo, el pelo era una especie de penca seca, que formaba un solo cuerpo y que giraba aquí y allá como el inquieto badajo de una vieja campana. Los dientes, pocos le quedaban, alguno que otro permanecía a regañadientes aún, aferrado a sus negras e inflamadas encías.
Karen se había hecho un hueco y un nombre en la tribu de los zombis. Su voz era escuchada y respetada al igual que sus silencios. Allí los silencios eran más frecuentes que las voces. Siempre se esperaba en silencio, que llegara o que ocurriera no se sabe que. Pero a veces ese silencio era roto por una conocida copla aprendida no se sabe donde. Y ese sonido desgarrador, que se escapaba de una garganta destrozada y que huía fuera de la cacerola del infierno, como una denuncia o, acaso, como una súplica, evidenciando además, aún en su más despreciable decadencia, la naturaleza humana de los zombis. Esa naturaleza humana, siempre había sido, y siempre sería la misma, lo de menos era el nivel donde se encontrara; sus grandezas y sus miserias acompañan a cada hombre allí donde se encuentre. Por eso, no puede extrañarnos que, un zombi haya podido, en la noche, incinerar a un compañero, con el que había compartido cena, solo por quedarse con sus jodidos zapatos. O, que otro, para tratar de salvar del atropello a un compañero, terminara perdiendo su propia vida.
- ¡Por favor! Pido, un solo momento de atención. – Reclamaba “El Profesor” a sus correligionarios, camaradas o simplemente compañeros de fatigas. El viejo maestro se había encaramado al último escalón de un conjunto de siete, y desde el rellano del paseo a modo de estrado, hacía oír su voz pausada y grabe, mientras, los ojos de los zombis le observaban como gatos en la noche, al reflejo de la luz amarillenta de las farolas.
- Toda mi vida la he pasado – continuó el Profesor – tratando de inculcar a mis alumnos un poco de saber, de humanidad y de sentido común. Y eso mismo, hacían, me consta, el resto de mis colegas. Pero mientras realizábamos esta ardua labor, el resto del mundo, de la sociedad o como queramos llamarlo, se encargaba de ir desmontando cada una de las piezas que tanto esfuerzo nos había costado encajar. Pero no estoy aquí, para hablarles de mí, que si hasta aquí he llegado, es porque sin duda, en algún momento “perdí la olla”.
- ¡Perdiste las dos, profesor! – Se apresuró a decir uno conocido con el nombre Sandokán – la del coco y la de la buena mesa.
- ¡Bueno, déjense ya de zarandajas! – dijo el profesor frunciendo el entrecejo – si me he subido aquí, es por que quiero hablarles de Karen. Porque esta misma mañana dos malditos periodistas la andaban buscando. Ya sabéis que ella fue quien presentó y dirigió el programa de las 4,30, aunque ahora una espesa niebla le impida recordarlo. Pues bien, ese par de granujas tiene la desvergüenza de ofrecerme una buena cantidad de dinero por convencer a Karen para que vaya a la televisión a vender sus miserias. Les dije, que aquí no traicionábamos a ningún compañero y que, si alguien se atrevía, lo pagaría muy caro. Métanse el dinero donde les quepa, les dije, que aquí no lo necesitamos. Bueno, si que nos vendría bien, pero no a cambio de esas bajezas. Y les obligué a marchar amenazándoles con mi bastón.
Karen escuchaba las palabras del maestro emocionada por primera vez en mucho tiempo, mientras mantenía en su regazo y entre sus manos la cara de un chico bastante joven, de rostro enjuto, amarillento y salpicado por una rubianca y ralilla barba, conocido por “El Extremeño” y, que, desde hacía meses, la había adoptado como madre. Ella le había aceptado y le proporcionaba todo el cariño y la ternura que toda buena madre es capaz de dar. Así, que ambos se complementaban y formaban una pequeña familia de zombis.
- ¡Gracias por defenderme Profesor! –Sonó la voz cavernosa de Karen – pero esos tipejos, no conseguirían llevarme a la televisión ni muerta, ni muerta, Profesor. Tiene razón usted, Profesor, existe una espesa niebla con la que yo, he cubierto, a posta, mi pasado, por que no quiero recordarlo, y, esa, es la única verdad.
Karen lo había dicho, por fin lo había dicho. Aquella era la única verdad. Lo demás no importaba. Su pasado lo componían un par de míseros años. Y su futuro quizá no llegaría a tanto. Pero aquella era su verdad, la verdad, la verdad que a ella verdaderamente le importaba, lo demás carecía de sentido. Su paso por La Feria de las Vanidades, fue, una tormenta en un mal sueño, jamás existió. El programa de las 4,30 se perdió como una nota, que cae de entre las páginas de un libro y, que jamás se encuentra. Su dinero, seguiría viajando, pasando de mano en mano. Y acudiría a los corros de la bolsa y continuaría generando dividendos e intereses, para seguir llenando junto con otros, las arcas de aquellos prestigiosos y honrados banqueros.
Mientras todo esto ocurría, Karen, asistía, quizá inconscientemente, a su propia resurrección, porque, aunque su cuerpo se deterioraba hasta lo indecible, por dentro se generaba e iba renaciendo (como le ocurre a una encantadora y bella libélula, que nace, saliendo del horripilante cadáver, que su antecesor dejó varado y expuesto al borde de los fangales) un ser completamente nuevo, hermoso, lleno luz y de color y capaz de dar sentido por vez primera a la palabra, amor.
* Terminado de escribir el 23 de Junio de 2005.
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