“EL INTERRUPTOR”
(Relato)
Juan llegó a la seis de la mañana y entró en el bar de siempre para tomar café y ojear un poco el periódico. Esta operación solía hacerla normalmente casi todos los días laborables. Dio los buenos días al camarero –un joven de veintitantos años – y a los cuatro o cinco clientes que se hallaban en ese momento desperdigados a lo largo de la barra. El camarero le miró con gravedad e hizo un gesto que más que un saludo parecía una mueca de resignación y se dispuso a cargar la cafetera. Solo uno de los clientes movió ligeramente la cabeza, como si las dos palabras que se unen para decir: ¡Buenos Días! Estuviesen malditas o algo por el estilo. Juan le mantuvo la mirada y entonces vio en los ojos del otro, el desamparo. Era una especie de inquietud, como si en aquel instante estuviese sucediendo algo irreparable. De inmediato Juan pensó: “¡Diablos, que está pasando aquí! ¿Se habrá muerto el dueño del bar? ¡Le preguntaré al camarero! ¡No, no, que tontería! Si hubiera muerto el dueño, hoy el bar no estaría abierto al público. Menos mal que no he dicho nada; hubiera resultado ridículo. ¿Pero... y entonces... que sucede aquí? ¿Por qué... esta atmósfera tan cargada de absurdo misterio? ¡Algo ocurre, lo noto! No... si me lo hubiera imaginado siquiera... hoy no hubiese entrado, hubiera pasado olímpicamente del café”
- ¿Algo más? –Preguntó el camarero, poniendo la taza humeante de café expreso delante de Juan.
- Si, por favor, un vasito de agua –dijo Juan y preguntó – ¿Se puede saber que ocurre?
El camarero no dijo nada; pero mientras le servía el agua dirigió una significativa y elocuente mirada hacia el rincón.
- La máquina... –dijo muy bajito el cliente que estaba a la izquierda de Juan.
- ¡La máquina! –Exclamó Juan con el rostro desencajado – ¿Cómo no había caído antes?
En efecto la máquina tragaperras permanecía totalmente a oscuras. Y en medio de la suave penumbra del rincón, de pié aún; pero silenciosa, callada como un cadáver, muda, como un sarcófago de metal.
En el televisor estaban emitiendo las noticias pero nadie atendía a ellas. En una prisión al norte de Afganistán – dice el locutor – hace un par de días se amotinaron más quinientos presos Talibanes. Afortunadamente, para sofocar la revuelta aparecen en escena: los tanques de (La Alianza del Norte) y los aviones americanos con su carga mortal de bombas dedicadas a los presos y firmadas atentamente por los chicos de Tío Sam.
Algunos Talibanes –enfatiza el locutor esta última palabra – no tuvieron ni la más mínima oportunidad de defenderse, pues, cuando encontraron sus cadáveres aún tenían las manos atadas con alambres a la espalda.
En el Sur de Afganistán –continua el locutor, con una media sonrisa que no venía a cuento con la gravedad de la noticia – han muerto unas once personas civiles y se recrudecen los bombardeos americanos sobre la ciudad de Kandahar. El tuerto Omar amenaza con ejecutar en la horca a todos los desertores. Se estrecha el cerco en torno al grupo terrorista Alcca Edda y su jefe máximo, Osama Bin Laden...
-¡Que diablos le pasa a la máquina! –Exclamó un funcionario de correos mientras tomaba asiento en la barra. Juan se volvió para mirar hacia él y a causa de la reacción tan inesperada y brusca del funcionario casi derrama el café. No obstante, Juan, recuperándose un poco y con gesto malhumorado le dijo:
- ¡Es que no la ve! ¿Le hacen falta unas jodidas gafas, para ver que no funciona?
- Tampoco es cuestión de ponerse así –dijo el empleado de correos levantando mucho la voz para que le oyesen todos – al fin y al cabo a mí... ¿Qué porras me importa... la estúpida máquina?
Todos se volvieron hacia él con una acusadora mirada de desaprobación, casi rayana en el desprecio. Al comprobar el efecto que habían producido sus anteriores palabras, el funcionario se vino abajo y despojándose de su anterior arrogancia dijo:
- ¡Lo siento, Señores¡ Es que tengo varios sentimientos contradictorios: por un lado, echo de menos la increíble alegría que me producen los continuos movimientos de luces y los familiares acordes musicales que salen del interior de la máquina. Y también lo siento, créanme, por ustedes, los que están continuamente jugando y divirtiéndose con ella. Por eso precisamente me pone tan nervioso y hasta violento, que la máquina esté apagada y no funcione.
- Pues modérese. –Dijo volviéndose hacia él, un señor algo mayor, con barba de tres días y las mejillas pronunciadamente hundidas. – Si esta mañana cada cual expresara lo que siente de verdad; entonces, esto sería un verdadero manicomio.
A todo esto siguen y siguen entrando clientes y más clientes, sin parar, hasta llegar saturar el ambiente del local con las voces y con el humo de sus cigarros; pero todos indefectiblemente miran hacia la máquina y manifiestan su asombro.
- ¡Jonathan, inténtalo de nuevo! –Dijo otro cliente al fondo de la barra, dirigiéndose al camarero – Abre el cuadro de los fusibles y comprueba que todas las palancas estén vueltas hacia arriba.
El camarero ejecutó la petición y comprobó una por una todas las palancas. Todos tenían los ojos puestos en el cogote del barman mientras este ejecutaba la maniobra. Terminada la operación el joven se volvió hacia la clientela y aunque la palidez de su cara ya lo decía todo, él, musitó con un soplo de voz:
- Todo está... normal...
- Si todo está normal. ¿Cómo es, que la máquina no funciona? –Dijeron varios clientes al unísono.
- Pues yo... les aseguro que no lo sé –contestó el camarero y luego añadió – la verdad, es, que yo por la mañana... no suelo poner en funcionamiento a la máquina, porque, siempre suele estar ya funcionando, cuando yo llego.
- ¿Y así quieres ganarte un sueldo? –Preguntó uno al joven, sin disimular ni un ápice la ironía que le afloraba malignamente desde el páncreas y luego para rematar la faena añadió – Si es... que ni siquiera sabes encender la máquina o lo que es peor, puede ser, que incluso la hayas averiado de forma irreparable.
El camarero, pálido como la cera agachó la cabeza y no dijo nada; continuó sirviendo a los clientes: por aquí le piden dos cafés con leche y una manzanilla; por allí un barraquito y medio chinchón; además, acaba de entrar una chica que le pide por favor, un donuts y una coca cola. En ese momento cruza el umbral de la puerta un hombre. Lleva puesta una chaqueta de cuero negra algo desteñida y en la cabeza una gorra también negra, peluda y forrada con algo que se asemeja bastante al astracán. El hombre no es alto pero su aspecto es fornido y saludable, sus manos están cubiertas de dureces y a sus uñas el cemento hizo décadas que les quitó el brillo. Es un albañil, ni es joven, ni es viejo; pero a su cara le añaden un plus de respetabilidad unas docenas de canas que han tomado posesión de su negra y poblada barba.
El albañil se dirige al rincón de la barra y toma asiento en el taburete; pero nada más sentarse se echa hacia atrás sorprendido y extrañado. No sabe que es lo que falta, pero el rincón no está como otras veces.
“¿Este, no es mi rincón de siempre? –Se pregunta – Ni esta penumbra, ni este agobiante silencio. Es como si aquí faltara o sobrara algo. Tengo en el cuerpo un sentimiento increíble y trágico y una extraña sensación de soledad y de abandono. Sí... precisamente, siempre me sentaba aquí, porque de aquí salía con una enorme carga de alegría...”
Como los demás, también él cayó finalmente en la cuenta de lo que ocurría y por eso inmediatamente con voz grave de barítono desperdiciado, preguntó al camarero:
- ¿Jonathan, se puede saber que puñetas le ocurre a la máquina?
- Mira Pepe, te aseguro que no lo sé. Esto me tiene muy nervioso. Esta mañana lo he intentado todo y no he conseguido ponerla en marcha. He comprobado los fusibles una y otra vez y todo parece normal, pero, como puedes ver, la máquina no se enciende; incluso algunos ya andan diciendo que yo la he averiado. –Terminó diciendo el joven, derrotado casi por completo.
- ¡Que tontería, como ibas tú a estropear la maquina! –Intentó tranquilizarle el albañil – Pero... ¿Has probado a darle al interruptor que lleva la máquina en la parte trasera?
- ¡¡Interruptor!! –Exclamó Jonathan – ¡In-te-rup-tor! –Dijo el chico repitiendo cada sílaba – ¿Te refieres al interruptor? –Preguntó, poniéndose completamente rojo y a pesar, de que sabía de sobra la respuesta – ¡Dios que torpe soy! ¿Cómo no he caído en la cuenta de que, todo aparato, que funciona basado en la corriente, siempre está provisto de su correspondiente interruptor?
- Sí –contestó Pepe –Como este. –Mientras hacía un clip, dándole al interruptor en la parte trasera de la máquina y esta se ponía de inmediato a funcionar.
Al instante a la máquina se iluminó la cara y la sonrisa se le dibujó hacia arriba y comenzó a sonar la musiquilla y a parpadear los números de los grandes premios, compuestos, por dígitos de cuatro y de cinco cifras y se inició el giro sin pausa de las campanas, de las fresas y de los sietes. Los clientes también comenzaron a mirarse con cierto alivio y hasta surgieron entre ellos algunas palabras afables como: ¡Por favor! ¡Disculpe! ¡Acomódese! Y otras frases y lindezas y señales de respeto por el estilo.
Sin embargo nunca falta el energúmeno, que aprovecha cualquier situación para resaltar sobre los demás su propia insignificancia, aunque él piense, que solamente pone en práctica su agudeza y genialidad. Así es, que, como este asunto le gravitaba en su tosco cerebro, no pudo evitar el soltarlo de esta burda manera:
- ¡Jonathan! ¡Tío! Estás un poquillo cegato. Mira que no ver el interruptor. Parece como si mirarás, solo, con el ojo que llevas en la parte trasera del pantalón.
- ¡Es lo que me faltaba oír! –Gritó Juan, iracundo y dando un fuerte puñetazo encima del mostrador.
- ¿Por qué? –Preguntó el otro desconcertado por la sorpresa. Y fue entonces cuando Juan, que jamás se distinguió por su Don de palabra, le lanzó a él y todos los demás clientes, la siguiente soflama:
- Te lo diré. Porque ni a mí, ni a ti, ni a ninguno de los que aquí se encuentran, salvo a Pepe, se le ocurrió la idea del interruptor. Por eso me indigna, que intentes reírte del muchacho, solo, porque quizá, no te atreves ha hacerlo de ti mismo.
Es triste, pero en este mundo, en el que estamos condenados a vivir, nuestra felicidad depende, prácticamente siempre, del buen funcionamiento de alguna de tantas máquinas. No nos paramos a pensar ni siquiera un instante ¿Ni por qué están ahí, ni como funcionan? Solo sabemos que cuando fallan nos hacen tremendamente infelices. Hacemos, miméticamente, lo que vemos hacer a los demás y reaccionamos justamente como ellos. Hacemos las cosas movidos simplemente por la inercia, sin hacernos jamás ningún tipo de pregunta ni planteamiento alguno ajeno a la corriente. Desengañémonos, hoy, nos lo dan todo tan echo, y estamos tan amoldados a la comodidad, que somos, una especie de paralíticos, como perfectos animalillos de granja, inútiles en campo abierto y es por eso, que estoy tan seguro, de que, si no existiesen aún pequeñas gentes inquietas como Pepe, capaces todavía de buscar un por qué, seguramente que por nosotros mismos, jamás conseguiríamos llegar a encontrar el interruptor.
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