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9/6/12

LA UÑA AMARILLA (Relato)


LA UÑA AMARILLA 





RELATO)




Si tuviéramos solamente una única palabra para definir a Don Benigno, sin duda, diríamos que era, ejemplar. Su corrección, era tal, que rayaba en la manía. Y, por lo infrecuente y desusada, en antigua, y tan fuera de lugar, que a veces caía en lo irrisorio. Su adusto semblante tampoco debía de hacer justicia, ni reflejar apenas, la diáfana limpidez de su interior; pues, quedaban bien patentes, sus profundas creencias religiosas, su devoción, y el cumplimiento absoluto de los preceptos que todo buen católico a de tener siempre presente, como son: la asistencia a misa todos los domingos y fiestas de guardar, la caridad y la recepción dentro de si, del glorioso cuerpo de dios hecho pan. Su fe traspasaba los límites que podía alcanzar un católico medio; ya, que, él, jamás puso en duda una sola palabra del sagrado evangelio. En suma, era, lo que, de verdad, se podría definir como un creyente. Claro, que, el bueno de Don Benigno, como todo ser humano y mortal, también él había sido atraído por alguna pequeña debilidad o flaqueza, que, en su caso, era el tabaco. Era un verdadero adicto al tabaco; es decir, a su maldita nicotina y a toda la serie de sustancias y de añadidos que se contenían en cada cigarrillo. Más de una cajetilla diaria, se metía entre pecho y espalda. Hasta el momento, el único efecto secundario que le había acarreado, era, aquel acusador y antiestético amarillor en las uñas, de sus ociosas y blancas manos de jubilado. Entre todas, destacaba una. Era la uña del dedo índice de la mano derecha. Además de su tintura de nicotina, había tomado la forma y la textura de una garra o como el pico de un ave rapaz. Ese dedo, precisamente, ese, era el que señalaba y el que acusaba todo aquello que no entraba en la estrecha franja en que se había convertido su vieja e inalterable forma de pensar. Últimamente, la emigración se había transformado en su tema favorito y el que más le sacaba de quicio. En defensa de sus planteamientos y para imponer sus criterios, blandía su brazo ante si, con su dedo tieso, esgrimiendo aquella uña maciza y corva como si fuera la espada del Cid Campeador.



Casi nadie entendía aquella postura suya, tan inflexible y radical, frente a este asunto de la inmigración, por desgracia, tan presente, últimamente, en nuestras vidas: primero, años atrás, con el arribo masivo de pateras a las costa andaluzas y actualmente con la llegada masiva de millares de africanos a las costas canarias a bordo de sus improvisados y frágiles cayucos. Algunos, ante su desmedida cólera, totalmente anticristiana, sin el menor atisbo de compasión, ni de piedad, en la que se atrevía a tratar a los inmigrantes “de gentuza, de gandules, y, hasta de basura” le decían: (pues yo, le apuntaba uno, soy hijo de padres emigrantes, otro explicaba, que su abuelo había sido emigrante y quizá por ello un centenar largo de sus descendientes ahora vivían, y además, vivían bien. Uno realmente enfadado le soltó: ¡deje de señalarme con ese dedo, viejo hipócrita! Si, yo mismo he sido un emigrante. ¡Quién dejaría de serlo, si se viese en la necesidad! Por eso me molesta que venga ahora, oliendo a banco de iglesia, dispuesto a atravesarnos con su dedo acusatorio y derramando sobre nosotros el negro veneno de su jodida mala leche. ¿Es que en su familia jamás hubo un emigrante?


Don Benigno se contuvo un momento y luego – muy ufano, dándose aires, contestó – No, en mi familia no existió jamás ese tipo de gentuza, cuando dejaron el país siempre lo hicieron con honor; o fue para conquistar nuevas tierras o para luchar en las cruzadas defendiendo el Santo Grial, la gente como nosotros es la que ha hecho que nuestro país sea una gran nación.

No les dio tiempo a replicarle, porque dicho esto, carraspeó un poco, y levantando la mirada vanidosamente por encima de ellos, con altivez; su andar presuroso le alejó de allí.


No supieron más de Don Benigno hasta pasadas dos semanas. Al parecer el buen señor había tenido un accidente fortuito, en el cual, para desgracia suya había perdido un ojo. Lo insólito del caso es, que fue su propia mano la agresora. La noticia aparecía en la página de sucesos descarnadamente “en la tarde de ayer, decía la pequeña esquela: un anciano, al parecer, con las facultades mentales perturbadas, se autoagrede en un ojo con el dedo índice de la mano derecha, y, a consecuencia de ello pierde toda la masa del ojo derecho, quedando este por completo amputado, con la cuenca vacía e imposibilitado de manera irreversible para la visión.” Como el sujeto aparecía allí con su nombre y sus apellidos, fue de esta manera, como sus allegados y conocidos fueron, rápidamente, conocedores del terrible suceso.

Aseguran, que, en un momento dado, aquel dedo de uña amarilla y corva, como si hubiese dispuesto de cerebro propio, se volvió contra el ojo azul grisáceo que, malignamente y, hasta con inquina a veces, le hacía apuntar hacia los demás. Cuentan como el pobre anciano luchó a brazo partido, más de media hora, con toda la fuerza de que era capaz una pobre y casi de por vida, inutilizada mano izquierda, para detener aquel dedo asesino, que se había amotinado y ahora se revolvía hacia su dueño con las peores intenciones. Al parecer, hacía varios días que el viejo trataba inútilmente de controlar con su otra mano y con su mente, aquel dedo maldito, que una y otra vez trataba de agredirle, pero lejos de lograrlo, el dedo se volvía cada vez más agresivo y más independiente. El día del accidente, digamos accidente, por decir algo, el dedo, cortó el pequeño vínculo mental que aún le mantenía unido al cerebro de Don Benigno y de manera reiterada le atacó a lo largo de toda la mañana. La obsesión por su ojo derecho se hizo patente aún más, si cave, pues, en días anteriores ya se había demostrado esta especial predilección; así que el anciano, debió de sufrir lo que no está escrito, pues dicen, que sus mejillas y su frente estaban, cuando le encontraron, llenas de cortes profundos, de los que colgaban pequeños trozos negros de carne amorcillada. Don Benigno vivía solo desde que murió su mujer. Tenía colgado en la pared un cuadro solitario con la foto de sus dos hijos, dos asombrosas eminencias que trabajan para dos grandes empresas en la zona Este Los Estados Unidos. De las paredes y del mobiliario que decir, la sangre lo había salpicado todo como si hubiese sido expelida por la fuerza de una enorme centrifugadora. Los muebles habían rodado por el suelo en aquella lucha absurda y desigual que había mantenido Don Benigno contra su propio dedo, aquel dedo de uña repelente, amarillenta y corva con que estaba armado su brazo derecho.

Lo que más le dolía a Don Benigno, lo que más le había bajado los humos, lo que más le acobardaba, hasta llegar al mismo filo de la humillación, era aquel sentimiento de soledad y de incomprensión que le embargaba. Contaba lo ocurrido y, de momento, le escuchaban, pero él sabía que lo hacían, tal vez, por delicadeza, quizá por cortesía; pero nadie ponía en duda que estaba totalmente majareta, hasta él, a veces, llegaba a creerlo así. ¿Como no pensarlo, como no sentirlo? Viendo así, su brazo derecho cautivo, fuertemente sujeto con gruesas correas al varal de hierro de la cama y la habitación repleta de sicólogos, siquiatras, técnicos y estudiosos de materias novedosas aún no del todo evaluables, médicos, parasicólogos, periodistas y, un sin fin de entendidos y de mangantes, que trataban de desentrañar el enigma que rodeaba el extraño caso del dedo de Don Benigno.

Don Benigno estaba sometido a un control estricto en la dieta, no sé el por qué, pero lo primero en suprimirle de esta, fueron las carnes rojas y, cualquier tipo de legumbres y de mariscos y, por supuesto, el tabaco. El tabaco, aquel producto venenoso, con ese aroma sumamente embriagador, el cual, desde su nacimiento hasta la fecha, con la suave voluptuosidad de su humo había dejado tras de si, sierras, cordilleras, verdaderas montañas de cadáveres. Cada día se le tomaba la tensión una media docena de veces y lo mismo ocurría con el control de la glucosa en su sangre. Pero nada, todas estas observaciones, se le aplicaban metódicamente, de la manera más estricta y rigurosa, pero nada. Por más que se empeñaban en descubrir algo negativo en ellas, solamente hallaban, solo demostraban lo inmejorable de su salud. Esto producía una ansiedad y un desasosiego incalculable en los médicos, tan dados a fiarlo todo a la absoluta imbatibilidad de las pruebas y la irrecfutabilidad de los exámenes. Por eso mismo, pequeñas muestras de su sangre, de sus huesos, de su médula y hasta de su cerebro viajaban camino de los laboratorios más acreditados y de las universidades más afamadas de todo el mundo.

Los siquiatras reunidos en un congreso acelerado, habían conseguido ponerse de acuerdo y redactar un texto de mínimos en el que no se descartaba la posibilidad de una doble personalidad en el “Caso Don Benigno”. Algo así como: la noche y el día, luz y oscuridad, el Yin y el Yam, El Dr.JeKill y Mr.Hide.

La lucha de dos sentimientos en un solo cuerpo. O quizá de tres, de diez, de cien, nadie poseía la certeza ni la capacidad para llegar a asegurarlo. Era un complicado laberinto, un irresoluble rompecabezas que se hallaba agazapado tras aquel cúmulo de grises neuronas, que dominaban, o que habían dominado, hasta el momento, el brillante y complejo cerebro de Don Benigno.

El domingo por la tarde, el cura de su parroquia, enterado de la situación tan lamentable por la que estaba pasando el anciano, fue a visitarle a la clínica y, allí, le daría la absolución, después de confesarle, para luego ofrecerle la comunión, cosa que el enfermo recibió casi en un perfecto éxtasis y un inmenso sentimiento de alegría.

- ¡Gracias Don Carmelo, por venir! - Dijo el viejo, mirándole con su único ojo, brillando intensamente desde su machinal, embargado por la emoción y colmado gratitud.

- Nada, nada hombre, tranquilo. Esto es lo que haría Jesús. Me complace hacerlo.

- Don Carmelo, ellos dicen que padezco una doble personalidad; pero se equivocan. Jamás ha habido personalidad, tan sin dobleces, ni tan integra como la mía.

- Lo sé Don Benigno, lo sé. Quizá son los caminos del Señor. Acuérdese del Santo Job. Tal vez sea solamente una prueba de su fe. Pero sobre todo sosiéguese y rece al Señor. Él le ayudará. – Dijo el párroco mientras se levantaba para marcharse.

- ¡Padre, padre, prométame que lo pensará!

- Dime hijo, dime – dijo el cura tomándole la única mano libre al anciano. – ¿De que se trata?

- ¡Quiero un exorcismo! ¡Por dios mismo se lo pido! Mi brazo derecho no me pertenece, no obedece a mi voluntad. Es como si el demonio se hubiera adueñado de el. Además, ya ve, que, no solo es, que no me obedece, sino que ha intentado matarme y a poco lo consigue. En este momento, sé, que me oye, y, que incluso se está riendo de mí. Por eso le pido un exorcismo. La ayuda de Jesús para botarlo fuera de mi cuerpo.

- Como le dije antes –contestó Don Carmelo con una infinita dulzura –

- Sosiéguese, rece al Señor; que yo hablaré con el señor obispo y si él lo considera oportuno con su autorización, yo mismo realizaré ese exorcismo. Anímese y hasta el domingo próximo si dios quiere.



Cuando el cura cruzó el umbral de la habitación y se marchó, un profundo sentimiento de desamparo, se apoderó repentinamente, de la otrora soberbia y vanidosa alma de Don Benigno.

El lunes a las ocho y cuarto de la mañana, la enfermera que solía tomarle la tensión, cuando lo hizo, observó un detalle sorprendente, su tensión era la normal, y sin embargo,… tomó nota de ella y del detalle y, a carrerilla fue a dar novedades al médico de planta.

- “¡Doctor, doctor!, es el paciente de la 213 – trataba de explicar la enfermera, atropelladamente, con la respiración agitada y dos medallones rosados perfectamente sentados en el centro de sus mejillas – se trata de Don Benigno, el del ojo, el del dedo… Doctor,… ese que tiene el brazo atado al somier,… al varal,… de la cama…”

- Rosi – dijo el médico, con una media sonrisa – toma aire y me lo cuentas desde el principio.

- Doctor, pero si la tensión es perfecta, si duerme placidamente toda la noche. Si usted lo sabe muy bien, las analíticas son del diez, hasta la fecha. Tengo mucho miedo doctor. Vamos y compruébelo usted mismo. – Decía la enfermera, mientras penetraban en la habitación del enfermo – Es horrendo. Obsérvelo usted mismo. Véalo con sus propios ojos.


Cuando el médico miró, la media sonrisa boba, que casi siempre llevaba puesta se le quedó congelada y transformada en una sorprendida y perfecta mueca de estupor.

¡Coño, no me jodas, la virgen! – al facultativo le salían los tacos de tres en tres como manojos de flores.

Mientras dormía, el rostro de Don Benigno mostraba una placidez y una relajación absoluta, y su mano izquierda, la única libre, sujetaba como de costumbre, contra su pecho, arropándole, la sábana y la colcha de la cama. Hasta aquí todo bien, si no fuera por la uña. Si, la uña del dedo índice de su mano izquierda, también, como la de su otra mano, de forma inexplicable le había crecido enormemente y de igual manera que la otra, grande, maciza, amenazadora y curvada.

Llamaron a dos celadores e inmediatamente y ante posibles desgracias, con idéntica resolución, el brazo izquierdo fue preso, como ya lo era el derecho y con la misma eficacia fue sujeto por correas al varal izquierdo de la cama.


El registro efectuado por los agentes de la policía en la vivienda de Don Benigno dio unos resultados sorprendentes, pues, por más que éste siempre lo había negado, se encontró una lista, con una relación completa y detallada, recogida por el mismo, si no de todos, al menos de la mayoría de sus antepasados emigrantes.

Sus dos hijos llegaron ese mismo fin de semana desde Atlanta, en un avión privado, para interesarse por la salud y el estado de ánimo de su anciano padre. De este modo llegaron a ser conocedores de un estudio científico, ya, casi concluido, facilitado por el grupo de estudiosos y de médicos que llevaba “El Caso Don Benigno”. El estudio versaba sobre los orígenes de los habitantes de la península ibérica y las diferentes migraciones que a lo largo y ancho de la historia habían arribado a ella. Así, se les hizo notar, que, los antepasados de su padre de y ellos mismos, no eran morfológicamente, ni genéticamente de raíz ibérica. Quiere decirse, que estas características suyas, en cambio si se hallaron en los restos de otros pueblos colonizadores de la península.

¡¡Hay que ver, de lo que es capaz la ciencia moderna en nuestros días!!. Habían descubierto incluso el sitio exacto de donde procedían los antepasados lejanos de Don Benigno. Al parecer, eran capaces de atestiguar, salvo una ligerísima variación cronológica en el tiempo, que venían de la antigua ciudad de Tiro, asentada en lo que es hoy el actual Líbano. Afirmaban que a finales el siglo XIV antes de Cristo, en ese delicado momento, cuando la cultura Micénica comenzaba a cubrirse de abrojos, hasta quedar cubierta por la maleza; circulaban ya por el Mediterráneo unos valientes y avezados navegantes, conocidos por los habitantes de las zonas litorales, como, (Los Hombres De La Mar). Dominaban el arte del comercio y el de la guerra. Habían llegado a ser colonizadores y hasta piratas. Por ese motivo comerciaban tanto con mercancías como con esclavos. En busca de metales se habían arriesgado a salir fuera del mar Mediterráneo, mucho más allá del Estrecho de Gibraltar y, se cree, que se adentraron en el Océano Atlántico hasta Las Islas Afortunadas. Tampoco tiene parangón, su valor, y su más que demostrada osadía, pues rodearon la península Ibérica y navegaron hasta el Mar del Norte, llegando a las islas Casitérides o lo que es lo mismo las Islas Británicas. De las islas Casitérides retornaban con sus barcos cargados de esclavos y de estaño, material éste, imprescindible, para sacar el bronce de sus monedas y el de sus armas. Volvían a Tarteso, donde habían fundado ya la ciudad de Agadir, así como al resto de sus colonias desperdigadas a lo largo del Mar Mediterráneo, especialmente a la ciudad de Cartago, situada al Norte de África. Estos primeros aventureros que se arriesgaron abriendo caminos más allá de las Columnas de Hércules, eran conocidos como (La Horda Blanca). Quien lo hubiera dicho, de ellos descendía el mismísimo Don Benigno.

- ¡Malditos emigrantes! ¡Así os parta un rayo! – gritaba Don Benigno una y otra vez, iracundo, levantando el pompi de la cama, arqueando su cuerpo y apuntando con su barriga al techo de la habitación, cada vez que salía por la televisión la llegada de algún cayuco a las costas de Canarias. Don Carmelo, que, en más de una ocasión pudo observar esta reacción patética y extremadamente xenófoba, del anciano, llegó a reprobársela, incluso hasta con una dureza que podía catalogarse de inhumana, dado, lo precario de su salud y el estado tan lamentable y de sufrimiento del anciano.

- ¿Que clase de cristiano es usted? – le preguntaba abiertamente Don Carmelo – ser cristiano, es imitar a Cristo, y si Jesús estuviese hoy aquí, estoy convencido, que no estaría dentro de ninguna de nuestras catedrales, ni de ninguna iglesia. Militaría en la cruz roja o en protección civil y seguro, no lo dude, que estaría ayudando a esa pobre gente en primera línea de playa.

- Don Carmelo, no me extraña que aún no me haya realizado el exorcismo, ¡maldito cura! se ha pasado usted al enemigo.

- Don Benigno, créame, somos una birria de cristianos. – y diciendo esto, el párroco se levantó de la butaca y con gesto contrariado se arregló un poco el alzacuellos, dijo adiós y se marchó.

Pasaban las semanas y a Don Carmelo cada vez se le hacía más cuesta arriba visitarle. No podía evitar sentir lo que sentía. Y lo que sentía era superior a sus fuerzas y le dejaba muy mal como cristiano y aún peor como sacerdote.

Por eso pensaba “¿Por qué tengo este sentimiento, casi de asco, hacia este pobre anciano, que se retuerce en la cama, con los brazos atados y la espalda en llaga viva? Es el mismo sentimiento de asco y de repugnancia, de cuando contemplaba el cadáver de aquel cabrito que mi familia me mandaba desde Medina del Campo, sobre el mármol blanco del poyo de mi cocina, sin piel, pero con los ojos desorbitados y las orejas mostrando aquella multitud de venillas y rojos capilares.

Soy una mala persona, soy un mal cristiano y soy un mal cura, – se repetía para si Don Carmelo una y otra vez – no volveré más por aquí. Será lo mejor.”

- Don Carmelo, es usted una mala persona, –dijo Don Benigno como si le hubiera adivinado el pensamiento – me está dando largas descaradamente con lo del exorcismo, ¿es, que no ve como el diablo se ha adueñado de mi cuerpo por completo? ¿Es que no comprende que por mi mismo, ya no soy capaz, ni siquiera de limpiarme las legañas? ¿Maldito cura, que más necesita para justificar un exorcismo?

Don Carmelo no supo que decirle, bajó la mirada y rojo como la grana, con una mano apretó los dedos de la otra y los hizo restallar y salió de la habitación cabizbajo y sin decir palabra. Su fe se tambaleaba por momentos, entre: lo que sentía y lo que creía que debería de sentir, entre lo que hacía y entre lo que creía que debería de hacer. Rezar… ¿Para qué? ¿Acaso, no era todo, pura retórica? Estaba cansado de ver ateos desasiéndose en prestar ayuda desinteresada a los demás, sin pedir ni siquiera un pequeño sitio en el Cielo, y, de creyentes, negando esa misma ayuda o lo que es peor aún, envolviendo a los demás con retóricas vacías, estrangulándoles el cuello con buenas y hermosas palabras, o cobardemente atrincherándose tras ellas.


Los hijos de Don Benigno regresaron a sus trabajos en Los Estados Unidos, a los pocos días. Eran dos emigrantes más, similares, idénticos a los muchos millones que formaban aquel inmenso y próspero país. Ahora volvían con el lógico desconsuelo, de dejar tras de si, en el hospital, un padre anciano y, sin género de dudas, totalmente desequilibrado, en manos por completo de los servicios sanitarios; pero, sabiendo también, que la popularidad del singular caso de su padre, conllevaría hacia él un trato, seguramente, exquisito, dentro de lo posible. Los dos hermanos volaban a más de 9000 metros sobre el Océano Atlántico. Llevaban consigo una copia de aquel estudio que se realizó sobre los orígenes de la población ibérica, con todas las dudas y toda la credibilidad que se le quiera aplicar. Tenía gracia y hasta un poco de empaque, aquello, de ser descendientes de la Horda Blanca.


Por el contrario, no disponían de ningún informe, que, acreditase, la gesta, que, según su padre, realizaron sus antepasados luchando en Las Cruzadas. Pero eso si, disponían de una copia que les facilitó la policía de aquella lista elaborada por su padre de familiares: antepasados y coetáneos, que habían sido o, que eran, actualmente, emigrantes en otros países del mundo.

Aquella lista familiar, hecha por Don Benigno, constaba de cientos de folios, era un estudio serio y concienzudo, en el cual, solamente localizar la información y procesarla adecuadamente debió de llevarle varios años de trabajo. En ella figuraban, familiares suyos en: Loussiana, en Monterrey, en Venezuela, en Buenos Aires, en Irlanda, en Terranova, en Managua, en Fernando Poo, En Badem Badem, en Filipinas, en La Tierra del Fuego, en La India y hasta en Singapoore. Sus hijos pudieron comprobar, como tras aquel tipo recalcitrante y xenófobo que era su padre, se ocultaba: un padre, un hijo, un nieto, un biznieto, y hasta perder la cuenta, de emigrantes. Como casi en cada uno de nosotros. El quería ser lo que no era y, esa, era su lucha diaria. Esa era su contradicción. Ese error tan común y tan extendido entre nosotros, de querer parcelar el mundo. De querer levantar muros, barreras, fronteras que duren toda una eternidad, para ocultarnos tras ellas. Para no ver lo que hay más allá de ellas. Ver el mundo como algo inerte, como a un cadáver. El grave error de todos nosotros, que no vemos ese planeta vivo, que emerge, que se hunde y que se expande y se contrae cada día, cada año, cada siglo y cada instante…


Don Carmelo se puso la ropa de calle, tomó la maleta en la mano y contempló por última vez su sotana colgando de un perchero. No sintió la menor pena por dejarla. Cuando el obispo recibiera su carta ya el estaría lejos. Bajó las escaleras y no volvió ni una sola vez la mirada hacia la casa parroquial. Caminó por las aceras atestadas de gente sin fe, como él, y se sintió uno de ellos, y por increíble que parezca, el ser humano es así, más que en la pérdida de su fe, ahora ya pensaba en su recién estrenada libertad.

La demencia de Don Benigno cabalgó sobre él, acogotándolo, hasta la extenuación y la muerte, dejando a los médicos un tanto perplejos, con el trauma que siempre entraña la maraña oscura, de unos informes inconclusos.

El otro día escuché un simple comentario qué, quizá, tanto ustedes, como yo, lo hayamos oído cientos de veces. Y es que no pude por menos, que asociarlo a la historia que les termino de contar…

Este era el comentario: “Hablando de emigración y de emigrantes, no señalemos a nadie con el dedo, porque, en nuestro afán por acertar, podríamos correr el riesgo de pincharnos con él la pupila de nuestro propio ojo.”



* Terminado de escribir el día 7 de octubre de 2006.












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