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16/5/12

UNA TARDE EN LA BIBLIOTECA (Relato)

Una tarde en la biblioteca



(Relato)



 
Fue, una de esas tardes, pesadas y, somnolientas, hasta no poder más. La biblioteca estaba llena de gente a pesar de que eran poco más de las cuatro de la tarde. Por mucho que ame a los libros, no alcanzo a descifrar ni a comprender que puede hacer la gente en la biblioteca, antes de las 5 de la tarde, cuando afuera, en la calle, el sol aún está cayendo a plomo. Yo, cuando madrugo, no funciono, sin un buen par de horas de siesta. Así, que, solamente, después de las 6, es que mi mente comienza a razonar y ha estar, medianamente despejada. El motivo de estar yo allí, era, que mi hijo de 8 años, a esa hora, tenía flauta, si no, allí, tan temprano, no me llevan ni con cadenas. Saludé a Olivia, una de las bibliotecarias, que estaba detrás del mostrador, ocupada en resolver algún asunto que se desarrollaba dentro de la pantalla de su ordenador, me miró por encima de las gafas y sonrió. Como atraído por un imán, fui a sentarme en una de aquellas butaquitas azules, tan cómodas. Miré la esfera blanca del reloj colgado en la pared, sobre la blanca esfera las manecillas marcaban las 4 y 10.

Llevaba días intentando enhebrar un relato, porque a veces, lo confieso, me entretengo en esas cosas, esas cosas, que a, algunos, muy contados, les dan la gloria del Nobel y otros, la mayoría, solo nos sirven para llenarnos las carpetas y los cajones de papeles y, para entretenernos, que no es poco.

Que cómodas son aquellas butaquitas azules que hay en la biblioteca del Centro Cultural de los Cristianos… Como si las hubieran hecho para soñar… Dejé caer la cabeza sobre el respaldo y, por un momento, cerré los ojos, entonces me vino a la memoria, un hombre joven, de complexión fuerte, con barba negra, de rasgos indostaníes, que suele estar por allí, a veces, durmiendo, con un libro muy gordo entre las manos. En aquel momento, les juro: que le comprendí. “Debe de tratarse de un libro de escritura muy barroca, jamás se desprende de él. Es el ideal para dormir.” –Pensé - ¡Canalla, soy un canalla! – y sonreí.

Cuando sonó la puerta de entrada a la biblioteca abrí los ojos:



- ¡No puede ser! – me dije, cuando vi entrar al anciano. El corazón me dio un pálpito.

- ¡No puede ser…! no puede – repetí – porque yo, ya había visto, antes, a aquel anciano de pelo ondulado y completamente blanco, en un video de Youtube (en Internet, donde hoy en día lo vemos casi todo).



No lo podía creer, el hombre se dirigía directamente hacia mí. Antes de tenderme la mano, para presentarse, yo, sabía ya, perfectamente, de quien se trataba. Pues, no era otro, que mi autor favorito. Y, aunque, él, no había escrito más que una novela corta y un puñado de relatos, muchos coinciden conmigo en, que le sobraban meritos, para haber alcanzado el Nobel. El escritor Llevaba muerto la friolera de veinticuatro años.



- Me llamo, Juan Rulfo… Y, mejicano, para más señas… – dijo – y me tendió una mano de dedos largos, huesudos, y duros y fríos, como carámbanos.



Obviamente, también yo me presenté y le dije que tomara asiento allí, junto a mí, en una de aquellas butaquitas azules, tan cómodas, que quedaba libre. Justo en ese mismo instante una niebla muy fina cubrió por entero todo el salón de la biblioteca. Como pasados por un cedazo, cuando se fue despejando la niebla, don Juan y yo, inesperadamente, nos encontramos en lo alto de un cerro. En ese momento, Rulfo, con parsimonia, alargó el brazo y señalando hacia el valle dijo:



- ¡Esto es Comala!

- ¿Comala? ¡Comala…! – dije yo.

- ¡Claro mi hermano! Esto es Comala, la tierra de Pedro Páramo… Él se encargó de arrebatársela a todos los demás. Mira, allí está su rancho, La Media Luna, un cúmulo de tierras, de ambiciones y de desdichas… – respondió Juan Rulfo, despacio, como filtrando, lentamente, todas, y cada una de las palabras a través de los dientes.

En ese momento se levantó una bandada de tordos formando abanicos sobre el valle en penumbra.

- Bueno – dije yo – cuando salga el sol este paisaje debe de ser esplendoroso. Creo que entonces, me aventuraré ladera abajo, e iré a visitar al padre Rentería.

- Se equivoca usted, ahoritita mismo, mi hermano, porque…, desde que murió Pedro Páramo, en Comala no ha vuelto a salir el sol… Y, en este anochecer interminable, dicen que cabalga, de continuo, y sin descanso por el valle, el espectro de Miguel Páramo, el único, entre todos sus hijos que reconoció el tirano, un mal bicho como él. En cuanto,… al padre Rentería, Pedro Páramo, en sus confesiones, le fue volcando encima la maldad seca y execrable de todos sus pecados, de todos sus males, como veneno de culebra y, cada día más y más, le fue haciendo partícipe y cómplice de cada uno de ellos, hasta que el cura no pudo más, reventó como un costal y perdió la fe. Rentería, pues, dejó el crucifijo, colgó de un clavo la sotana, cogió una carabina 30 a 30, se cruzó un par de carrilleras de balas sobre el pecho, se subió sobre un caballo bastante nervioso, mandó al carajo todo, y se fue a comandar por el llano una cuadrilla numerosa de Cristeros… Aunque, bien es verdad, que él compartía bien poco con todo aquel movimiento guerrillero que, empleaba, como grito de guerra, el: (¡Viva Cristo rey!). Pues, su afán era luchar por la justicia, defendiendo a las hordas de pobres, de desarrapados, que malvivían olvidados por dios y masacrados por la impiedad y la avaricia de los hombres… No le quedó otra, para recuperar su decencia… Luego,… terminó como tantos otros… Al final se lo acabaron comiendo los zopilotes, en lo alto de uno de esos cerros…



- Don Juan, me podría decir… ¿Qué fue, de Juan Preciado? ¿Marchó por fin de Comala? – pregunté yo.

- Juan Preciado… ¡Ay, Mi hermano…! – suspiro Rulfo – ese si que la chingó bien chingada. Por ir de curioso a Comala, se fue al carajo. Nadie que entra en el purgatorio vuelve a salir. Se fue al carajo. Quedó allí, abajo, convertido en un montón de piedras, como Pedro Páramo.

- ¿Entonces, don Juan, este valle de Comala, que ahora vemos, está y no está aquí?

- Tú lo has dicho, amigo, – respondió el mejicano – tú lo has dicho. La maldad de Pedro Páramo dejó todo el valle colgado entre la tierra y el infierno, por eso el que entra en él, queda allí atrapado con los demás espectros, para siempre.

- Ya – dije yo – le aseguro que no ha sido una gran sorpresa, esa respuesta, ya me la temía…

- Bueno, mi amigo, ha sido un inmenso placer conocerle. Conocer a uno de mis más fervientes lectores. Solo, una vez al año, salgo de Lubina, a conocer a alguno de mis lectores…Este año le ha tocado a usted. Así, que encantado, encantadísimo de conocerle y, de comprobar, el chulo, el rechulísimo conocimiento, que tiene usted de mi obra. ¡Ah! Amigo, detrás de esos brezales tiene ensillada una mula, ahoritita, baya bajando hasta el llano. Baje por este lado, no se le ocurra ir, por ese otro, por donde está Comala…



Rulfo me volvió a ofrecer de nuevo su mano fría, helada, temperatura conseguida tras llevar veinticuatro años de muerta. La estreché con fuerza y, pude sentir, a la vez, tres cosas en el saludo, el calor de su amistad, el frío de la muerte y la tenue y sutil agudeza de su ingenio.



- Me marcho – dijo – hay asuntos que, urgentes, me requieren, cuanto guste visitarme pase por Lubina. Adiós amigo…Un placer.

- Adiós – le dije – Mientras le vi desaparecer entre los blancos jirones de la bruma despedazada por el viento. Lubina. Lubina, cuando pensé en ella, un escalofrío me sacudió todo el cuerpo. ¿Si, Comala, estaba en un punto intermedio, entre la tierra y el infierno, donde diablos estaba Lubina? ¿Dónde? ¿Qué pueblo era aquel, donde la gente se quedaba solo para acompañar a los muertos? ¿Que pueblo era aquel, donde nunca paraba el viento de soplar? Donde por las noches, el viento salía de las profundas barrancas y tomando forma recorría las calles estrechas y oscuras,… soplando con violencia, sobre todas y cada una, de las puertas renqueantes de las casas…



Por entre la bruma, pude ver claramente, la blanca esfera del reloj. Eran las 7 menos 10. ¡Que cómoda resultaba, aquella butaquita azul…! parece, como si realmente, la hubieran hecho para soñar… Olivia iba con el carrito lleno de libros hacia las estanterías…Una señora uruguaya exigía su turno, su hora de ordenador…



Subido en la mula, fui bajando por el camino que se enrollaba, como una culebra, dando vueltas contra el cerro. Abajo el llano ardía. Llegaba hasta mí un estruendo de caballos y un gran olor a humo, a cenizas, y a mazorcas asadas. Una banda de Cristeros ensarapados y con grandes sombreros de palma cabalgaban, enloquecidos, entre los campos ardientes y el humo.



- ¡Padrecito! - gritó uno de la banda - ¿Qué hacemos con éste campo de milpa seca, aún, sin recolectar…?

- ¿Qué harías tú, Ponciano?

- ¡Hay Padrecito! El patrón…, dizque, que no suelta ni un peso, que todo es suyo, que ná le debe a sus piones, que todo se lo dio el cielo… ¡Pes, ándele, préndanlo y, que se jaga humo! ¡Préndanle candela, que arda rancho y milpa! ¡Que su fortuna vuelva por donde mismo vino, que se jaga humo, para que vuelva al merito cielo!

- ¡Muy bien, como tú dices, Poncianito, así se hará! – dijo el padre Rentería, con una mueca en el rostro como el moño de un costal, porque la cicatriz de un balazo, había robado para siempre la sonrisa de su cara. De allí, discretamente, me escurrí, entre el polvo de la caballada y el humo, y me marché.

- ¡Viva Cristo rey! ¡Que viva Méjico, que viva el Padrecito Rentería…, y Poncianito García…! – les oí gritar en la distancia.



Por entre la polvareda que levantaba la tropa del Padre Rentería, pude ver a la gente entrando y saliendo de la biblioteca. En esto, que entra el joven indostaní y, sacando de su bolsa el enorme librote, se sienta frente a mí. Lo abrió por la mitad y, justo, al par de minutos, me di cuenta, de como el hombre, estaba, sin duda, meditando, con los ojos completamente cerrados. Lo miré, no sin cierto desdén y, pensé: “nunca se me ocurriría atravesar el pueblo con todo el calor y venirme a dormir aquí, a la biblioteca… Porque…, hay que tener,… cierto, respeto.



Cuando de nuevo abrí los ojos me encontré, al peso del mediodía, subido sobre la mula, aferrado al pico de la albarda y cruzando un campo sembrado de maíz tierno. Allá arriba, en lo alto, volaba lentamente, dejándose llevar, con las alas completamente extendidas, una parvada de zopilotes, como barruntándome algo malo. Llegue al borde de la siembra y, allí mismo, ate a la mula al tronco de un árbol, y me eché a la sombra… Al ratito cuatro “pelones” (soldados del gobierno mejicano) atravesaron la milpa tierna subidos en sus caballos y llegaron hasta mí…

Ni siquiera tuvieron que encañonarme. Enseguida les obedecí, cuando uno de ello me dijo:



- ¡Acompáñanos! ¡Hijo de la chingada! ¡Se acabó el correr no más por no más!

- ¡Acaso – les dije yo, queriendo mantener el tipo – acaso, les he reprochado, el que vengan destrozando la milpa con sus caballos! ¡Es que, para que lo sepan, ni siquiera la milpa es mía…!

- El sol se te metió en la cabeza, hermano. Mi coronel quiere verte…



Les seguí. Que otra cosa podía hacer…



- ¡Se equivocan! ¡Yo no maté a don Lupe Terreros! – grité como un loco. ¡Déjenme marchar! ¡No tiene sentido! – grité - ¡Ya fusilaron a Juvencio Nava por matar a su compadre, don Guadalupe Terreros…!

- Y, que criminal, acepta sin más, reconocer su crimen – dijo de nuevo el de antes.



Me llevaban atado, caminando detrás de sus caballos, y tragando el polvo del camino que, olía, y sabía a boñigas trituradas y a orines. Cuando despejaba el polvo, a veces conseguía ver la puerta de entrada a la biblioteca… El indostaní continuaba aún con el enorme librote entre sus manos… A veces se vencía un poco hacia delante y amenazaba con dejarlo caer. Luego volvía a mantener y a equilibrar la rigidez de su postura, respiraba profundamente y, retomaba de nuevo el hilo de sus meditaciones. La puerta de la biblioteca se abrió en ese momento y, entró por ella, esa viejecita coquetilla, que camina con andadora, que está encogida, jorobadita y con las carnes delgadas y sequitas como las de un pajarito. A mí, y, no solo a mí, sino a casi todos los que visitamos y hacemos uso de la biblioteca, esta señora, nos da un ejemplo constante, de coraje y de lucha y nos produce, espontáneamente, una ternura infinita. Como les iba diciendo, la señora entró en la biblioteca y trabó la hebra, poniéndose ha hablar tranquilamente con Olivia.



Aquellos cuatro tipos me llevaron hasta una era y allí me ataron por los brazos a un horcón. Comencé a sudar y a ver borroso, porque el sol de las tres de la tarde me empezaba a derretir los sesos. Las moscas no paraban de torturarme, me hundían sus aguijones en el cuello y en el rostro y no me las podía abanar. Los soldados me abandonaron por un momento, pero enseguida volvieron a buscarme… Me llevaron ante su jefe.



- ¡Mi coronel, aquí está, el tipejo ese, ese, que nos mandó traer! – dijo uno de ellos, delante de la puerta de un chozo de paredes de piedra seca y techado con hojas de palma.

- ¡Eh Tú! – sonó allá adentro, en la sombra, tras la puerta, una voz firme, autoritaria - ¡Conociste a don Guadalupe Terreros!

- ¡No le conocí! ¡Se equivoca usted, mi coronel!

- No te he hecho ninguna pregunta. Sé que le conocías y, también, que fuiste tú quien le mató.

- ¡Se equivoca, mi coronel! Hace tiempo, usted mismo, ajustició a su asesino… ¡Por eso, por eso mismo, le digo que se equivoca!

- Don Lupe era mi padre…, fue muy mala cosa que le mataran…, fue muy malo, dejar aquel par de niños, huérfanos… ¡Llévenselo no más! ¡Denle bastante de beber, emborráchenlo bien, pá que no le duelan los tiros!



Estaba terriblemente desolado. Fijé los ojos en la puerta del chozo y, por más que quería, no podía apartarlos de allí y, fue a través de ella, que vi de nuevo a Olivia hablando parsimoniosamente con la viejecita de la andadora. Tenía que oírme, solamente ella me conocía… Tenía que ayudarme. Los cuatro tipos aquellos, ya me estaban haciendo beber el mezcal…Trataban de emborracharme…

- ¡Por dios, Olivia! – Grité - ¡Diles que no me maten! ¡Por lo que más quieras, Olivia! ¡Diles que soy inocente, que no me maten!



Todo resultó inútil, Olivia y la ancianita continuaban con su lenta e interminable cháchara y no se fijaban en mí. Me habían atado de nuevo. Debo decir que, entonces, como se suele decir… (tenía los güevos puestos en el cogote). Entre el miedo y, la borrachera de mezcal, mi cuerpo parecía una marioneta, sentía, que era como un muñeco de trapo, colgado por unos brazos de tela, a un horcón. Cuando me dispararon, aquellos cuatro tipos, estaban ya, casi tan borrachos como yo… Sentí, una y otra vez, hundirse y rebotar contra mi cuerpo, la fuerza mortal y asesina de los impactos de las ráfagas de bala… Sentí que me moría… Que me estaba desangrando… Pero en el último aliento, en el último boqueo desesperado, para tomar aire y respirar, en el último instante, antes de morir para siempre…. Olivia, por fin, llegó.

Olivia vino… Sí, Olivia vino y se me acercó. Me tocó en el hombro y, justo, en ese momento, abrí los ojos…

- ¡Sí, Olivia, dimeee…! – dije yo, aún, casi dormido – ¡Ah! Lo siento, Olivia, creo, que, en este momento, estaba un poquillo traspuesto, discúlpame – terminé por decir, disimulando o, intentando disimular, lo evidente.

- ¿Un poquilloo…? Parece que sí, hijoo… – dijo la cordobesa, con esa gracia innata, que tienen casi todos los andaluces – creo, que esta ve, te fuiste demasiao lejo. Creo que traspusiste la frontera. Que te fuiste casi hasta llegar otro lao del mar.

- “Como decirle a esta mujer – pensé – que me acababan de fusilar…”

En cambio dije:

- Por lo que veo, tiene que venir uno, ya dormidito de casa, porque, verás, Olivia, estas butaquillas son, tan endiabladamente cómodas, que te atrapan, es como si estuvieran diseñadas para soñar…

- ¿Cuándo dices soñar, quieres decir…, dormir? – me preguntó directamente, mirándome a la cara, sin ambages ni sutilezas que a nada nos conducen.

- Bueno, si, eso, como tú quieras…Que no estoy yo, ahora, para muchos coloquios ni controversias…



El joven llegado de las lejanas tierras del Indostán aún continuaba allí, con los ojos cerrados frente a mí. Me avergoncé de mi anterior menosprecio, de mi de falta de humildad y hasta de mi desden hacia él. Porque sin duda, infravaloré sus sueños. Aquel hombre era mi hermano, un peregrino, un viajero como yo, y, seguramente, en aquel momento se hallaría navegando, con grave riesgo, por los mares terribles de Salgari, ó, escuchando, una de las tantas historias de Sherezade, ó viajando a caballo, por el lejano reino de Tepantar, del que habla el cuento…



Bueno…, y así, fue, como perdí, vanamente, una tarde en la biblioteca. Lo siento, porque lo único irrecuperable, es el tiempo. Bueno,… quizá en otro momento, tal vez en otra ocasión, consiga, urdir, y escribir, por fin, algo que se asemeje, mínimamente, a un relato.



Fin






Terminado de escribir el domingo, 11 de abril de 2010.







































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