El único testigo
(Relato)
El ganado, por fin, se echó, mientras hacia el Este, el resplandor de la luna comenzó a salir sobre una nube gris, rojo, incandescente, como una brasa inflamada por el viento. En la ladera del barranquillo, las cabras, protegidas de la brisa costanera, estaban echadas en el suelo, bajo los riscos y, mientras unas, sacaban el pasto de sus estómagos y, con lentitud, lo remolían, las otras dormían ya, placidamente. El criado, apenas, un adolescente, también hacía un buen rato que, roto de cansancio, se había abrigado con la manta y dormía profundamente rodeado por los perros. Aún, en la lejanía, se pudo escuchar, y adivinar por una serie de ladridos, la larga carrera que un perro de caza le dio, ladera abajo, a un conejo, hasta quedar la noche, quieta, insoluble, como ahuecada en el silencio. Las dos siluetas, que permanecían estáticas, se miraron entre si, a los ojos, la una a la otra, sin lograr distinguir siquiera los rasgos de sus caras. No obstante, el frío y lejano brillo de los astros rebotó, ligeramente, sobre las dos amplias y lívidas sonrisas, en una especie de acuerdo, en un pacto secreto de aprobación y de silencio.
- Páseme la botella compadre – dijo de pronto el mayor de los cabreros, en un tono muy bajo, rompiendo el mutismo anterior.
- Eche un trago. – dijo el otro, un tipo alto, de rostro seco y dedos nudosos, pasándole la botella del aguardiente de caña, al primero - ¡Ya es la hora compadre! El ganao ya está estacao, y de aquí seguro no se mueve…
- Del ganao estoy seguro, ¿pero… y el chico, qué…? ¿Si se despierta?
- ¡Va, compadre, no me venga con esas,… mandangas ahora! ¿O, es que piensa volverse atrás? ¿Pes entonces qué coño quea de lo que hablamos?
- Deso ná compadre… lo atao, atao queda y, lo dicho, dicho está. Así que cuando quiera jalamos parriba… téngalo por seguro compay, que este no piensa quearse atrás. Déme otro trago y, téngame más confianza, no sabe que a la rubia (se refería a la pistola) la llevo aquí en la mochila y, el cañón, está deseando que le limpien la ferruja.
- ¡Vas, no me jaga caso compaa! –dijo el otro – Y, pué estar tranquilo, quel muchacho, hasta mañana, estará hay, como una piedra el infeliz, jo, que ni un barreno que le exploten al lao, le despierta ahora.
- Pos entonces tiramos parriba.
- Pos tiramos, sin jacer mucho ruio, que los perros, toos juntos, también duermen ahora con el muchacho. Vamos a dejar las lanzas aquí…, clavaas, pa no jacer ruio con los regatones.
- Pos nos vamos ya, jalando,… que va el peje y se nos escapa.
Los dos compadres y compinches además, salieron no sin cierta dificultad, lomo arriba, por un camino más pedrullento que una playa repleta de callaos. El que conocía más el terreno, porque habitaba por la zona, iba delante, de guía, pero aún así, de cuando en cuando alguno de ellos se iba al suelo de baretas, lanzando una maldición de grueso calibre. Los dos caminaban con los sombreros gachos sobre la frente y las chaquetas abrochadas con los cuellos vueltos hacia arriba, pero aún así, una leve brisa les helaba el lado derecho de la cara, aumentando, si cave aún más, la palidez macilenta y cadavérica de sus rostros. La loma negra por la que ahora caminaban, por la que estos dos sujetos ascendían hacia el pueblo, era un cerro muy virado, difícil de andar, más torcido que el gancho ennegrecido de un carnicero. Las sombras del espeso tabaibal les acompañaron durante casi todo el trayecto, aparte de algún que otro balo, que aparecía, aisladamente, sacudiendo, al empuje del viento, un sinfín de brazos; mientras una luna recién alumbrada a la noche, hacia brotar en ellos algunos blancos y leves reflejos, con destellos plateados. De cuando en cuando la sombra gruesa y compacta de un cardón se levantaba ante ellos maciza, y cilíndrica, como la torre de un castillo inexpugnable. De lo alto, bajaron guañando, por la vera del barranco, varias parejas de pardelas volando hacia la costa, y del mismo modo se levantaron algunos pedroluises silbando, lomo abajo, bien clarito, el pedro luí.
La vieja espoleó a los hijos hacia el crimen. Todos lo decían. Desde hacía tiempo, la vieja arpía, lanzaba por la boca, sin descanso, un mismo y único veneno hacia sus propios hijos, una y otra vez, con palabras, con frases,…y con acusaciones muy duras, hechas a posta, fabricadas de la rabia más absoluta, salidas de las tripas, de la más pura sinrazón y del odio incontenible que sentía la vieja.
- “Yo no tengo hijos machos que defiendan a su padre, – decía la vieja en plena calle, roja, desgreñada y con las venas del cogote tiesas, a punto de estallar de la rabia – mejor, me hubieran nacido mujeres, que estos gallinas sin falda que tengo por hijos,…sois incapaces de vengar la afrenta y el abuso de ese fulano, que le pegó a vuestro padre,… os debí torcer el pescuezo cuando nacisteis,… al menos no me avergonzaría tanto…, maricas, malimpriaita leche que chuparon de mis tetas,… más me valía haber criao un jato putas, tirando de mis pezones, que a estos cobardes de mierda, que se esconden bajo la mesa y se mean de miedo por las patas, como perros y, no dan la cara ni defienden la honra de su padre…, gallinas…”
De la misma manera que el agua, gota a gota y día a día, poco a poco va horadando la piedra hasta perforarla y hacer en ella con el tiempo un considerable socavón, así fueron calando las duras palabras, la saña y el odio de la vieja, en el cuerpo, en la voluntad, y las duras cabezas de sus hijos.
La gente lo sabía, los hijos lo sabían, la vieja también lo sabía. Todo el mundo lo sabía y, el viejo, más que nadie, era consciente, de como se había ganado a pulso, por faltón, la paliza que le dio aquel hombre joven y noble, al que provocó una y otra vez, con insistencia, sin éxito, hasta que la ira se abrió camino y surgieron las bofetadas, quedando el viejo más molido y más magullado que un “ecce homo”.
¿De cuántas como aquella, no se habría librado el viejo? El tipo era un provocador nato y, la gente, como a las almorranas, siempre terminaba por sufrirlos en silencio.
Después de aquello, al viejo faltón le entró la tristeza y, aparte de la molienda, a consecuencia de la cual, aún le dolían casi todos los huesos, pero, de la que poco a poco iba saliendo, estaba también su gran orgullo herido, su arrogancia de fanfarrón de taberna, hasta entonces intacta, impoluta, estaba ahora tocada de muerte, y desparramada por el suelo, por eso al muy rebenque, le tenía atrapado, todavía, la sombra apalastrada de un gran oprobio, y era constantemente fácil juguete de la melancolía.
Ante el veneno mortífero y la insistencia de la vieja, a los hijos no les quedó otra, para salvar el tipo, de momento, que lanzar una serie de fatuas amenazas, contra el fulano aquel que había agredido a su padre, a sus espaldas, claro está, pues a cara descubierta no se atrevía ninguno de ellos.
Y más o menos, así, dicen, que empezó la interminable retahíla de amenazas:
- “Por las navidades,… el que le pegó a padre, verás como cae”. – Decían en público.
- “De reyes no pasa, sin que el tipo ese la pague,…sin que salga con los pies por delante”. – Aseguraban a todo aquel les quiso oír.
- “De los carnavales no pasa,… el cae,…ese cae,… lo prometo,… verás como el peje cae,…pà los carnavales cae”. – Insistían, provocativos y fachentos, cuando estaban al tanto, con certeza, de que el aludido no andaba por cerca.
Así, de esta manera, lo que comenzó como simples amenazas, poco a poco les fue convirtiendo, a ellos mismos, en rehenes y en deudores de sus propias palabras, hasta el punto de no retorno y, de sentir la casi, sagrada obligación, de llevar a cavo lo dicho y, de ejecutar, de una vez, lo públicamente a voces prometido, yendo directamente de las palabras a los hechos.
Los dos compadres, ya en el barrio, evitaron ir por la única calle de éste y, así, despertando perros, y clavándose bastantes picos de tunera en las canillas, se deslizaron sin ser vistos, por las huertas y los solares posteriores a las casas. En una de estas casas se les unió un hermano de uno de los compadres. Las tres siluetas hablaron y se pusieron de acuerdo y repasaron algunos puntos del plan que tenían ya previsto realizar desde hacía algunos días. Así, que después de largarse otro par, de buenos tragos de caña, como tres fantasmas, se deslizaron uno tras otro a esperar en el lugar acordado de antemano.
Sería eso de las dos de la madrugada cuando un enorme nubarrón se situó delante, velando por completo la luz del disco lunar. Una nube de mosquitos volaba en tropel cerca de las tarjeas y, de las casas cercanas, sonó, un único ladrido, quizá fue, mientras soñaba el perro o, cuando éste era apuñalado por las pulgas. Una brisa cálida y sumisa, arrastraba barranco abajo, lentamente, aromas entremezclados a pasto seco y a plantas de poleo. Las últimas luces en las cuevas-vivienda de la ladera de enfrente hacía ya varias horas que se habían apagado. Tal vez por su situación o por su forma, el último grupo de casas, por la noche, en silencio y a oscuras, cobraba un cierto aire lúgubre, una especie de soledad fantasmal. De entre esas mismas casas, poco a poco apareció la luz. Era una luz móvil, oscilante. Era la luz indecisa y fluctuante del farol que portaba el camellero, para alumbrarse la vereda, a si mismo, y para dar luz también a su camello, que portaba encima de su poderosa joroba, un voluminoso y pesado cargamento de sacos de papas, que iban a ser embarcadas, posteriormente, en un puerto de la costa. Poco a poco se fueron haciendo visibles primero, las piernas del camellero y luego, los fuertes y tornilludos remos del camello. La luz se fue acercando cada vez más, hasta llegar al cruce y, ya allí, dobló a la izquierda, para ir descendiendo, lentamente, la angosta y serpeante vereda que les llevaría al otro lado del barranco. La pericia del camellero en su oficio y la experiencia del animal y, sobre todo, el conocimiento por éste del camino, hacía de este recorrido una tarea ágil y segura, dentro de lo posible. En escasos minutos la luz llegó al fondo pedregoso del barranco. Ya estaban comenzando a subir la otra ladera, cuando, inesperadamente, el camello, medroso, y desconfiado, encrespó las orejas un instante y se detuvo enroscando el cuello hacia atrás, reculando y negándose a seguir.
- ¿Que pasa ahora… Velero… Qué es lo que pasa amigo? ¡Vamos amigo,… vamos, quietoo,… Velero, seguro que es solo una coruja,… una coruja que anda por hay cerca, en busca de ratones,… seguro que es eso y, nada más! – Dijo el camellero, extrañado por la novedosa actitud del animal, y tratando de tranquilizarlo, soltó el farol, le habló bajo cerca del oído y le palmoteó el cuello.
Mucho se ha dicho sobre esa intuición tan especial que tienen algunos animales para detectar cuando se acerca el peligro, sin embargo, la realidad, es, que pocas veces les tenemos en cuenta y, su actitud la descartamos de antemano, achacándola a una percepción equivocada de las cosas a, el entorno o, algo también muy recurrente a, el nerviosismo del animal. Por eso, cuando el camellero cogió de nuevo el farol y lo levantó para mirar a ambos lados del camino, ya no quedaba tiempo para pensárselo, ni para eso, ni para nada, porque entonces, sonó el primer fogonazo. La muerte estaba allí. El camello la había olido, estaba agazapada, esperando para saltar, como una fiera, en las proximidades del camino. El hombre se agachó detrás del pretil de piedras que rodeaba el camino, para protegerse, pero demasiado tarde, pues ya llevaba clavada en su hombro izquierdo, como un tizón, quemándole la carne, una bala de revólver. Sonó un segundo disparo y, ya para entonces, el camellero, también había sacado su propia arma de la funda, que llevaba en el interior de la americana. Al ver, claramente, el lugar exacto de donde brotó la llamarada del disparo, también él hizo fuego, volándole el sombrero de la cabeza al tipo que le había disparado. En ese instante el camellero cayó en la cuenta de que a la luz del farol, él era un blanco demasiado fácil, y decidió romperlo estrellándolo contra las piedras. Inútil, porque a sus espaldas, del otro lado del camino, salieron los dos compadres, que lo rociaron de balas por la espalda, sin darle la menor ocasión de defenderse.
- ¡Hijos de putaaa… Hijos de putaaa! – Gritó el camellero en su último aliento de vida. Esas fueron sus últimas palabras, cayendo de bruces al suelo, agonizante, y completamente empapado por negros y copiosos chorros de sangre.
- Caíste, poco después de los carnavales, pero por fin caíste. – dijo socarronamente uno de los hermanos.
- Pero el muerto, ya no pudo contestarle.
- Ya se acabó el trabajo, saque ahora la caña, que vamos a echar un trago – dijo el compadre, completamente satisfecho. Arrancó un esputo desde lo más profundo de su garganta y lo lanzó a los zapatos del muerto, luego, los tres individuos se bebieron el resto de la botella ante el cadáver aún boqueando, y se marcharon. Uno de ellos se fue a su casa solo y los otros dos marcharon hacia la costa con el rebaño.
El camello, al estar en medio de la tángana, también resultó herido, pues había recibido algunos balazos en el cuello. El pobre animal se desangraba poco a poco, y cargado como iba, aún se fuchó para morirse allí, junto el cadáver de su dueño, que se encontraba ya tieso, atravesado de un lado al otro del camino, como una gruesa biga de tea.
Los homicidas tardaron mucho menos de la mitad de tiempo, en bajar todas las morras, del que habían necesitado para subirlas. Los dos hombres, desde muy lejos, sin duda, que por el esfuerzo, y por la tensión acumulada, despedían un olor terrible, acre, a sudor recocho y maloliente, a bajeza ahogada y fétida, a cobardía, a sordidez y a crimen.
La noche ahora, era clara, porque la luna, casi en su plenitud, se encontraba en lo más alto, iluminándolo todo, radiante, con su luz completamente áurea, falseándolo todo, cambiando la realidad y disfrazando por completo y deformando el sentido de la vida y de las cosas. El ganado, que no se había movido, descansaba en silencio.
Las dos siluetas volvían a estar de nuevo en el mismo sitio, pero ahora, en cambio, sus ojos brillaron como los de dos gatos en la noche y, sus sonrisas, se abrieron un vez más, blancas y, malignamente elásticas.
- No le decía yo, compay, quel chico duerme como una piedra… Échese un tanganaso e caña, que hay dormir un rato…
- Si que es verdad, que duerme el chico a pierna suelta, como suele decirse,… como un castrao. – Respondió por lo bajo, el compadre, empinando el codo.
Era verdad el criado dormía aún, dormía como una piedra, atrapado entre las garras de un reparador y profundo sueño. El chico dormía, y lo hacía, con la dulzura, con la placidez, y con la inocencia, que solo puede contenerse dentro del cerebro y del tierno y joven cuerpo de un niño. El criado, muy bien, podía haber sido el único testigo. La única esperanza de justicia. El único en ver a los asesinos alejarse de allí y volver, después de cometer el crimen. Pero en cambio, él, les ofrecía ahora, a ellos, en bandeja, como tabla de salvación, su única coartada. Por eso, dados los hechos, ahora, ese sueño parecía idiota, estúpido, y esa inocencia, resultaba incluso mezquina, cruel, y hasta provocadora.
Fin
*Terminado de escribir el martes 11 de agosto de 2009
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