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19/5/12

PITT UNA HISTORIA ENRREVESADA (Relato)


PITT (UNA HISTORIA ENREVESADA)




(Relato)


<< Aquel tarjetero con tres o cuatro compartimentos
contenía, cinco o seis tarjetas de visita y una carta solitaria.>>
“La carta robada”
EDGAR ALLAN POE.





I






Decidí llamarme Funesto, aunque, ese, no es en realidad, mi verdadero nombre. Pero... de que otra forma..., habría de llamarme. En este mundo sórdido, no te dejan demasiadas alternativas.

Cuando te mienten, hasta para venderte una simple espuma de afeitar –como ejemplo lo digo, pues, años a que no me corto la barba- ; ir contra corriente, es morir. Es caer, es hundirte en la vorágine de los convencionalismos absurdos. Me gusta la música sinfónica; aunque confieso que la desconozco y que no sabría diferenciar sus distintos movimientos y sus diferentes melodías. Llevo gafas oscuras; y suelo caer en los mismos errores que los demás, digo las mismas falsedades que ellos y también me detengo a escuchar las suyas. Aunque... últimamente observo, como si algunas de estas mentiras, pareciera que ya no lo son. Hace poco tiempo, me convencieron con absoluta claridad; de que, donde yo había apreciado una de éstas, no era tal. Pues, pura y simplemente, era yo víctima o culpable quizá; por haber cometido la estúpida ligereza, de contemplar con la luz de mis ojos y de escuchar a través de mis pabellones auditivos, una realidad ligeramente distorsionada. Pero no señores... no, no intento contarles a ustedes una gran mentira, ni una media mentira, ni una media verdad, ni la verdad absoluta; que por cierto, dicen que ésta última es la mayor de todas las mentiras. Quiero hablarles de las cosas que me inquietan, esas cosas, en las que pensamos, sin duda –usted y yo- cuando nos quedamos solos en medio de la oscuridad y de las que nunca osaríamos mofarnos, porque hay temas que nos infunden un profundo respeto y hasta un poco de grima.

Hay tantas preguntas para las cuales no encontramos una respuesta lógica. Hay tantos misterios sin resolver, y son tantos los enigmas que nos acompañan, que con en el tiempo pasan a formar parte de nuestras vidas. Tal vez jamás encontremos la explicación a una serie de hechos y de cosas. Quizá nunca debamos romper la telaraña que nos dejaría el paso libre hacia lo desconocido. Pasando ciertos umbrales, sin duda saciaríamos nuestro urgente apetito morboso. Pero acaso, la verdad nos haría aún más infelices si cabe, más insignificantes y sobre todo inmensamente desprotegidos y frágiles.

Quién no ha llegado a preguntarse, sí: ¿se pudre al morir también con el cuerpo... eso que llamamos alma, mente, el ser o como queramos denominar esa fuerza que nos mueve, que nos hace sentir y que nos diferencia de un autómata? ¿Es la realidad solamente aquello que podemos ver y tocar? ¿Hay una o hay más de una realidad paralela a ésta que creemos conocer?

Quién no ha tenido la sensación de una presencia en la oscuridad de su alcoba. Quizás usted mismo ha sentido el leve roce de una respiración, un jadeo en medio de la densa tiniebla o ha escuchado el sordo y casi imperceptible latir de un corazón que de sobra sabe no es el suyo, aunque a veces trate de tranquilizarse pensando que sí lo es, " ¡Será mi oído!" Dice para sí, y con esa idea se engaña y se duerme.

A veces tengo la completa y absoluta seguridad, de que por las noches, seres sin cuerpo tangible, traspasan la puerta de mi casa y deambulan por las habitaciones con la misma seguridad y aplomo que si de su propio hogar se tratara, incluso me atrevería a afirmar que oigo sus tertulias disputas y conversaciones como un murmullo lejano.



El relato que seguidamente paso a contarles, en parte, fue vivido por quién les habla, pero les advierto que si esperáis encontrar en él todas las respuestas seguramente os daréis en las narices con el largo y acerado muro de la frustración. Personalmente les diré que la respuesta de aquellas preguntas que en su momento dejó razonablemente satisfecha a mi curiosidad, hoy después de haber avanzado a través de la niebla del tiempo, me llena de grandes dudas, dudas que me confunden y acongojan. Hoy sigo buscando respuestas, respuestas que no sé si algún día hallaré, sea como fuere, lo que sí tengo absolutamente claro es que hay preguntas que no debemos hacer jamás porque la respuesta sería terrible si alguien nos la pudiera responder. Si en algo os puede ayudar, a conocer quizá mejor lo que son vuestras vidas, me encontraré sinceramente agradecido por que hayáis leído esta narración.



Los nombres que aparecen en esta historia, aclárense nombres de personas y lugares son ficticios incluido el mío, tal vez debido a un exagerado y permanente sentido del pudor me haya obligado a ello.


 

***

 
II


 
Cierto día, mientras hacía limpieza en un granero, que fue propiedad de mi abuela materna, encontré algo sorprendente, dentro de un pequeño cajón de madera, entre: libros viejos, velas a medio quemar, palmatorias, escapularios, multitud de estampas de santos, un crucifijo con un Cristo sin piernas y un rosario del que quedaba muy poco. Lo sorprendente, sobre todo, por lo inesperado, fue cuando descubrí un rollo de papeles amarillentos y comidos ya en sus bordes por la polilla, que se encontraban atados por la mitad con una cinta verde. Deslié los mencionados papeles y los leí durante la tarde y toda una noche, pues entre su letra manuscrita y mi vista que precisamente no es de lince resultó para mí una tarea difícil, pero apasionante a medida que leía más y más.



Cuando hube terminado de leerlos indagué entre la familia la procedencia de tales papeles. Para sorpresa mía, nadie sabía ni de quién eran, ni quién los había llevado hasta allí. Aunque yo tengo el presentimiento que si de una herencia se hubiera tratado, enseguida, la avalancha reclamando su propiedad, hubiera sido impresionante; pero estos legajos sin valor a nadie le interesaron. Solamente yo, me sentí en el deber moral de llevar a cabo la voluntad del autor de dichos papeles, que no era otra que darlos al conocimiento del público, cosa que a mí me ha producido no pocas contrariedades y dolores de cabeza, sin contar una parte no desdeñable de mi delgado y escurrido patrimonio. Pero, al fin puedo ver como el relato sale a la luz pública, y eso, sin duda, me produce una gran satisfacción, que anula toda la serie de antiguas vicisitudes. Así que amigos lectores como un insignificante eslabón más de toda esta historia solo me resta deciros gracias.



 
III



Querido amigo Walter: Te ruego encarecidamente que vengas a mi casa. Puede, que este que te escribe, no sea el más indicado para solicitar tú ayuda, ni la de los demás. Confieso que los problemas de la gente nunca me interesaron, como no fuera para yo mismo creárselos a ellos y quedarme tan fresco. Pero, te aseguro, aunque tú no me creas, que de eso y de otras muchas cosas, estoy sinceramente arrepentido. ¡Walter, ven por favor!, no te lo pide el arrogante, el estúpido, el calavera que conociste, en nuestra ya lejana época de militares.



No soy el mismo Walter, soy un ser lleno de temor. Me ocurren cosas tan extrañas, Walter. No sé, quizá me encuentre al borde de la locura, puedo asegurarte que yo mismo, no sabría explicar lo que me pasa.

Te conozco Walter, sé lo reflexivo e inteligente que eres. ¡Por qué diablos no aprendería yo de ti! ¿Quizás mi maldito destino siempre ha estado escrito?

Eres tú mi única esperanza, mi última tabla de salvación. Solo tú podrás ayudarme, pues lo que me pasa está fuertemente ligado a un suceso del pasado, un hecho que tú conoces mejor que ningún otro de mis antiguos camaradas.



* P. D. Espero que te decidas a venir y para cuando lo hagas no vaya a ser demasiado tarde.

Mi mal va en aumento de día en día, necesito que estés aquí para ayudarme. Presiento cercano el momento en que deba jugar mi última partida con la muerte.



Se despide: Pitt Anderson.



IV



Leí una vez más su carta, mientras en un carruaje me dirigía a la casa de Pitt. Frente a mí, viajaba también, una atildada señora, un poco mayor, vestida con una elegancia que no correspondía con el tipo de coche, ni tampoco con la clase de pasajeros que viajábamos en él. La susodicha, no paraba de mirar por encima del hombro, sin disimulo, con desprecio altanero, al viajero que llevaba a su derecha. Y era éste, un campesino singularmente vestido, ya que todas sus prendas parecía que se habían declarado la guerra unas a otras. Además de unos pantalones que jamás habían observado de cerca el suelo, pues, la pantorrilla era su última frontera y a pesar de que las mangas de la chaqueta difícilmente le pasaban de los codos, este señor se había colocado sus mejores prendas y hubiese sido prácticamente imposible convencerle de que no estaba guapo y elegante. A mi lado, un mocetón, que se hallaría, en la veintena, se pasaba todo el tiempo durmiendo, y después de una ligera observación supe como lo conseguía – a cada rato se me venía encima y con ambas manos tenía que colocarlo otra vez en su sitio – los tatuajes que ocupaban sus antebrazos, una argolla en la oreja izquierda y el característico saco petate, no dejaba lugar a dudas de cual era la profesión del muchacho. Efectivamente, el joven, era un marinero, y según mis conjeturas se desplazaría al interior a visitar a sus parientes después una larga temporada en el mar. Estaba clarísimo, que a este hombre, seguramente, acostumbrado a toda clase de tormentas y de galernas las duras ballestas del coche de caballos le producían un arrullo tan placentero, que le resultaba imposible a todas luces, mantenerse despierto.



Qué inmenso placer era atravesar la campiña inglesa a la luz del día. Aquel cuadro de colores puros y relajantes a la vez que rabiosamente alegres y naturales, a esto se unía el suave aroma de la hierba fresca y de la tierra húmeda, que mezclándose con el olor a las reses y al tenue perfume de las flores, impregnaban el aire de vida. Que abismal contraste con los olores de la ciudad y los colores grises y oscuros de aquella.



Decididamente pensé que algo realmente grave le ocurría a mi amigo. Después de tantos años sin vernos recibir una llamada de auxilio me resultaba realmente extraña. ¿Por qué se dirigía a mí?

Nunca fuimos grandes amigos. Pitt, siempre fue un botarate, era mentiroso, algo pendenciero y sobre todo un necio que se granjeaba la enemistad de la gente sin motivo alguno. El muy estúpido disponía de la frase más rimbombante y grandilocuente para soltarla en el momento justo y preciso en que deseaba encumbrarse por encima de alguien y ganarse la admiración de alguien más vacío y estúpido que él. Seguramente, si Pitt, no hubiese buscado mi amistad yo jamás me hubiera acercado a él, pues era todo lo contrario del ideal de amigo que yo me había forjado. Pero este carácter extremadamente débil e inseguro que siempre he tenido, me ha ido acarreando infinidad de problemas a lo largo de toda mi vida. El no saber decir no, en el momento justo, podría ser uno de ellos; circunstancia ésta, que, obviamente, aprovechaban gentes como Pitt en su propio beneficio.



De pronto el carruaje se detuvo casi en seco y el cochero saltando a tierra se apresuró a abrir la portezuela de éste, con la destreza propia de su oficio, y zarandeó al joven que viajaba a mi lado, al tiempo que con tono bastante hosco le decía: - ¡eh marinero! ¡Quee! – dijo el joven ¡Ya he llegado! – el joven le miraba con los ojos agrandados, como sin comprender, al tiempo que descendía del coche. Y allí se quedó de pie, con el petate en la mano y con ojos abiertos y redondos mientras el cochero hacía restallar el látigo y nos poníamos nuevamente en marcha hacia nuestro destino final, allá lejos, bajo el cielo azul lechoso, tras aquel el ondulado horizonte.

Ahora, sin el joven rinoceronte a mi lado, viajaba muchísimo más cómodo, incluso, podía hasta pensar mucho mejor, pues me encontré liberado del trabajo de ama de cría que, a la fuerza, me vi obligado a realizar en una parte importante de aquel interminable viaje.



Meril, mi esposa, cuando decidí venir me armó la bronca y creo que no le faltaba razón.

- De bueno, eres tonto. Me dijo. Solo, que esta vez, en parte se equivocó. No fue solamente esa bondad, esa tonta ingenuidad, ni ese compromiso con el amigo, tan cacareado por Meril. Había algo más, sin rubor lo confieso. Una gran curiosidad morbosa y una mezcla de estupefacción, se habían creado en mi interior y ambas cosas me empujaban con verdadera ansia hacia aquella estrambótica cita. A pesar de todo y conociendo a Pitt como le conocía, a veces no podía evitar, el preguntarme, si no sería todo, un subterfugio de mi antiguo camarada para pedirme dinero y cubrir con él alguna deuda de juego.


 
El viaje ya se me estaba haciendo cansado hasta lo insoportable. Casi a última hora de la tarde el coche detuvo su marcha nuevamente, y en esta ocasión el cochero, cortésmente, tendió la mano a la elegante y estirada dama ayudándola a descender del carruaje. La señora se paró unos instantes y rebuscó en su cartera hasta que encontró una moneda pequeña y dándole las gracias al cochero, la depositó en la manaza de éste, quién por la cara que puso cualquiera hubiese dicho que en lugar de una propina había recibido un insulto. El campesino, en ese momento, me miró de frente y, sonriéndome cínicamente, como queriendo decir: " Si, ya lo sabía yo, tanto estirarse, éstos son los de arriba, si pudieran, partirían en cuatro la moneda pequeña y, aún así, seguirían mirándonos con altanería y hasta con desprecio." Me asombraba el galimatías que era, pensar, que aquel campesino pensaba justo lo mismo que yo, y, me extrañaba, dada la fama de miserables y tacaños que se suele atribuir a la gente del campo.



Los pobres caballos, pagaban ahora, injustamente, el cambio de humor de quién les conducía, recibiendo éstos muchísimo más látigo y cientos de frases y palabras malsonantes, que el buen gusto y el decoro me impiden repetir.

Mi antiguo camarada vivía en un barrio algo apartado de Lichfield y, según me había anticipado el cochero, aún faltaría algo más de media hora para llegar. El coche saltaba violentamente cada vez que tropezaba con alguno de los adoquines sueltos, que a lo largo de las callejuelas que recorríamos, había en gran número. Me dolía el cuello, la espalda, los huesos, cada uno de ellos, y, en las piernas, tenía la sensación de que éstas ya no formaban parte de mí, por lo exageradamente adormecidas que las traía de no poderlas estirar. Con la cabeza embotada de tanto traqueteo y hecho una verdadera piltrafa, me encontré, ya de noche, frente a la casa de Pitt, mientras la silueta del coche desaparecía al final de la calle dando botes como una liebre.


 
 
V

 

Me impresionó a primera vista el considerable abandono de la fachada del edificio. Crecían en sus agrietadas paredes diversas clases de vegetación. En un pequeño porche frente a la puerta de entrada, colgaba un farol de mortecina luz de una oxidada cadena, y producía ésta unos chirridos desagradables cada vez que el aire la hacía oscilar en forma de péndulo. Para terminar de doblegar el escaso por no decir inexistente ánimo que todavía conservaba, tropezó entonces mi mirada con la fantasmal figura de un árbol seco. Un árbol muerto, un árbol de proporciones formidables, que a pesar de todo, continuaba erguido aún, como un muerto viviente, al otro lado de la calle.



Me aproximé a la puerta y sin dudarlo dos veces tiré de la campanilla, en unos instantes salió un criado; único servicio con el que contaba mi amigo como poco después supe.

- ¿Que desea el señor? No sé si sabrá el señooor..., que Mister Pitt, no recibe visitas.- Se apresuró a decir en un tono cortante y seco.

- Soy amigo de mister Pitt... Me llamo Walter... y vengo de Londres.

- Ve y dile a tu señor, que Walter ha venido, que ya estoy aquí. –Le dije en tono bastante familiar, para ver si se rompía la sequedad y el hielo de mi interlocutor, y así fue, efectivamente.

- ¡Perdón señor! No sabía que se trataba de usted, le esperábamos. Yo no sabía que hacer ya con mister Pitt. El pobre señor está como loco, no come, y se pasea por toda la casa sin descanso día y noche. ¡Ay señor!, Desde que mister Pitt recibió aquella maldita carta. – y el mayordomo bajando mucho la voz dijo. – Es como si el maldito demonio hubiese entrado con ella en esta casa.

- ¡Ah! Mister Walter, excúseme que no me haya presentado, soy Thomas, Thomas Collin.





El perro de Pitt, un San Bernardo enorme, me dio la bienvenida poniéndome sus grandes zarpas encima y, a causa del efusivo halago casi doy con mis doloridos huesos por el suelo. Apenas me había repuesto de la caricia del can y cuando éste de nuevo volvió a tenderse en el suelo, vi en el fondo de la sala a un hombre que, de espaldas a mí, observaba algo que de pronto no podía yo ver lo que era. Supuse, que aquel abstraído personaje, sin duda, debía ser Pitt.

Thomas se me acercó por detrás, diciéndome en tono muy bajo. – Se pasa así, horas enteras, a veces no me queda más remedio que cogerle por los brazos y sacudirlo con fuerza para que vuelva a la realidad. Igualmente, puede estar el día entero recorriendo la casa de un lado para otro como un fantasma, con la mirada perdida observando un extraño mundo, que solo él puede ver.

Me acerqué despacio, y poniéndole la mano en el hombro le dije: - ¡Pitt, amigo! - El se volvió con desgana y lentitud. Fue entonces cuando pude ver su cara. Un terrible escalofrío me recorrió el cuerpo. De una manera instintiva me eché hacia atrás, lleno de un mal disimulado estupor, como si quisiera protegerme de algo. Sencillamente, era inconcebible el estado de deterioro físico al que había llegado.

Pitt, a sus treinta y ocho años, aparecía con el rostro intensamente demacrado, hundidos los ojos, y con el escaso y blanco cabello que aún le quedaba, dejando al descubierto su alargado y amarillento cráneo, aparentando más, ser un señor de sesenta que estuviese atravesando una grave enfermedad con delirio febril. El debió notar mi sorpresa pues con voz muy débil dijo: - Si, este soy yo Walter, esto es lo que queda de mí. A este paso pronto no quedará nada. - Hizo una mueca que pretendió ser una sonrisa. Me tendió su gélida mano y la estreché con inmenso cariño, pues en ese preciso instante comprendí que aquel desdichado ser humano necesitaba de una gran ayuda para salir de aquel pozo donde se encontraba, estaba clarísimo, que, si no abandonaba pronto aquella situación, su suerte estaba echada.



- Vamos Pitt, no seas pesimista. Le insistí - Nunca lo fuiste, pero ahora menos que nunca debes serlo. Además aquí estoy yo para recordártelo y para ayudarte, sabes que he venido para ayudarte.

- No esperaba menos de ti, siempre fuiste una buena persona Walter, ¡pero buenísima de verdad! Dijo recalcando sus palabras. - Lástima, nunca traté de imitar tus excelentes cualidades humanas, en cambio si que me quedaba con todas las estupideces y fantochadas que veía a mí alrededor, mi estúpida y volátil personalidad era ahí donde abrevaba su ingenio.

- Quiero que me cuentes detalladamente lo que te ocurre.- Le dije con mi mejor voluntad.

- Para eso he venido, para escucharte y ver qué es lo que puedo hacer por ti. Cuenta conmigo, ten fe y suelta todo eso que te corroe las entrañas.

- Gracias Walter. Te lo contaré todo. Verás, hasta el nueve de Febrero de este año, ¡pronto hará tres meses! Yo, era el calavera que siempre he sido. ¿No sé si lo sabrás?, ¡no, no..., Como ibas a saberlo...!, Pero en los últimos años dilapidé una considerable fortuna en el juego y la bebida, casi toda la herencia que mis padres me dejaron. Llegué a caer tan bajo, que incluso el poquísimo dinero de unas pequeñas rentas que aún me quedan, también lo invertía en mis vicios, pues éstos representaban todo en mi vida y es que fuera de la degradación del juego y de la bebida, no conseguía siquiera dar dos pasos seguidos por esa línea.

Pero como ya te dije anteriormente el nueve de Febrero todo cambió, ¡sí, todo cambio...oó! - Le temblaba la voz. - ¡Todooó... empeoroó, aún más, con la desafortunada llegada de ésta odiosa carta:

Me entregó una larga hoja de papel amarillenta, sucia, llena de dobleces y de arrugas.

- Espera.- Me dijo. - no la leas aún, deja que te explique quién me manda esta carta y por qué, pero sentémonos, sentémonos aquí cerca del fuego.- Dijo Pitt, ligeramente más animado, al tiempo que servía dos copas de ginebra y ordenaba a Thomas que preparase cena para mí, pues a él no le apetecía comer. Cuando se hubo sentado, continuó...Te acuerdas Walter, tienes que acordarte, de un viejo de Londres, un tal Henry Morton.- Negué con la cabeza y él insistió. - ¡Sí hombre! Tienes que acordarte, acabábamos de llegar de la India, de una campaña que duró cerca de dos años. Pues justamente a la llegada conocí a la hija de Morton y como siempre me enrolé en una de mis frívolas aventuras. Aventuras que siempre consistían en aprovecharme y satisfacer así mi egoísmo, complacer mis apetencias carnales, pero sobre todo, para dejar patente mi hombría y mis excelentes dotes para la seducción, - impresionando a los amigos - siempre sin tener en cuenta los sentimientos de la otra persona, persona que generalmente quedaba hundida en el más vil de los engaños y en el más grande desamor. Pero esto a mi me traía sin cuidado por aquellos tiempos. - Pitt hizo una pausa para tomar aliento y prosiguió su relato.- La joven, se llamaba Helen y desde el principio creyó en mis apasionadas promesas de amor. Mi cinismo no conocía límites, representaba mi gran papel de rendido amante, con una elaborada e insospechada perfección. Lo tenía todo calculado, no resistiría a mi gran seducción, a lo sumo un par de semanas bastarían para que la presa cediera a mis impulsos carnales. Lo sabía y así fue, no era la primera vez que yo ejecutaba este plan. Me salió redondo, pero al mes ya me cansé de aquella situación, pues de seguir adelante se me iban a complicar las cosas. Yo no quería oír hablar de matrimonio, y menos con una chica que no era de mi clase, ¡que vergüenza! ¡Qué intolerable!, que incauta era la pobre Helen, pensar que un hombre de mi clase podría casarse con una infeliz como ella. Helen estaba demasiado enamorada de mí y no me sentía con fuerzas para continuar la comedia que cada vez se me hacía más difícil de representar. Decidí no volver a verla y lo logré, fríamente, sin el menor dolor de mi corazón. Con un desprecio total lo hice, me sentí aliviado de un gran peso y preparado para volver a empezar de nuevo, con alguien a quién aún no conocía, de alguien cuyo nombre no importaba. Ese era Yo por aquel entonces, un ser perverso, egoísta y carente de piedad, insatisfecho a veces y asqueado de mi mezquina y odiosa personalidad, la cual me privaba de cualquier sentimiento hermoso que pudiera llenar mi vacío corazón.

- Pitt, continuaba con su apagada voz, adentrándose en la historia, entonces le sugerí que descansara, que ya terminaría de contármela al día siguiente, a lo que él se opuso con rotundidad, parecía como si le quemase dentro cada minuto, cada palabra que quedase sin salir.- Había transcurrido una semana y ya ni me acordaba de aquella aventura pasada en cuestión, cuando apareció el viejo. Un ser débil, pequeño y delgado, de piel amarillenta, encogido e inseguro de sí mismo. Se presentó como el padre de Helen, y dijo llamarse Henry Morton. Con suma humildad me planteó el asunto que le traía. Helen estaba embarazada, Ella, se lo había confesado ese mismo día, le explicó que yo era el padre de la criatura y que me amaba con toda su alma, que su vida sin mí, ya no tenía ningún sentido. - ¿ Por qué le mintió premeditadamente para luego abandonarla?, ¿ Por qué mister Pitt?, ¿ Por qué ha traído la ruina y la desgracia a mi casa, a mi humilde casa mister Pitt?

- Señor Morton, ¡ no conozco a su hija!, ¡ Usted, debe estar loco! - Le dije.

- ¡No mister Pitt!, déme otro tipo de excusas, pero esa ¡no!, usted lo planeó todo. No es de caballero negar la verdad para eludir las responsabilidades. A mí me consta que es usted y si le ruego que afronte la realidad, no es solo por esa criatura que no tiene la culpa de nada, es por ella, por Helen. Mi hija se me muere de tristeza y de dolor, no alcanzo a comprender como se puede amar a alguien como usted, pero ella le quiere, y yo de rodillas le pido que acepte y que comparta ese amor que Helen siente por su persona.

- Es usted, ¡un estúpido! - Le repliqué. - Viene aquí para insultarme, ¿cómo se atreve?

¡Viejo insolente! A su hija no la conozco, pero... por lo que me cuenta, debe de ser... una... cualquiera, para entregarse así al primero que se presenta delante de ella.- Dije esto, sin el menor escrúpulo, sabiendo con toda certeza que había sido el primero y teniendo la absoluta seguridad de que ella, solo se me había entregado después de mis acosos, al final de mis elaboradas sesiones de teatro de lágrima fácil.

¡Canalla, canalla! - sollozó el viejo, apretando fuertemente los puños de pura impotencia.

En ese instante, vi al viejo como a un pequeño insecto. Sentí, repugnancia de ver como se arrastraba por el suelo, sentí ira de su pequeñez, de su fragilidad y unos deseos incontenibles de aplastarlo como a una cucaracha. Y con la mayor brutalidad, lo hice. Lo golpeé salvajemente y cuando hubo caído al suelo, lo pateé y cuando me cansé, lo levanté en vilo y lo arrojé al centro de la calle. Recuerdo, que tú fuiste el único que me recriminó aquella acción abominable y quién se encargó de ayudar al anciano y de llevarlo hasta su casa.

- Si que me acuerdo, me acuerdo perfectamente. - Le dije. En aquella ocasión te portaste como un auténtico villano, grotescamente malvado, no cabía conducirse peor. Ayudé al viejo Morton a llegar a su casa y recuerdo que nos abrió la puerta su hija, - yo no la conocía - era una joven alta, bonita, aunque muy pálida y extremadamente delgada. El viejo me agradeció él haberle ayudado, vi en sus ojos lágrimas de gratitud hacia mí, pero también las había de una inmensa desdicha. Me despedí de él y desde entonces no he vuelto a verle nunca más.







La Esfinge de La Calavera causa un gran terror
entre el vulgo, y al mismo tiempo, el tono triste del
lamento que profiere y esa imagen de la muerte que
muestra sobre su coselete.
(LA ESFINGE DE LA CALAVERA). EDGAR ALLAN POE.



 
VI


 
Fue después de cenar y cuando ya me encontraba acostado en mi habitación, cuando comencé a leer la carta que Pitt me había entregado. Aquel papel arrugado y sucio, hacia el que sentía una ansiosa curiosidad, unos deseos irrefrenables que me impedían conciliar el sueño sin haberlo leído antes.

Comenzaba de esta manera aquella intrigante carta, que según Thomas debía estar maldita.



 
Londres, 2 de febrero 1.8...



Dirigida a: Mister Pitt Anderson, de Lichfield.



Soy Henry Morton y quizá mi nombre no te dice nada, pero a medida que vayas leyendo esta carta, no te quedará más remedio que recordar. ¡Vaya que lo harás! ¡ Lo harás maldito! ¡Pagarás, pagarás! No me cabe duda de que pagarás y saldarás tú deuda con la más horrible de las muertes. Tanto que desearás no haber nacido. Intentarás escapar de tú insólito destino y no podrás, ni siquiera tu arrepentimiento te salvará, buscarás una tabla a la que aferrarte y quizá la encuentres, pero será inútil agarrarte a ella, no te servirá de nada. Ahora, el dueño de tu vida soy Yo, y he decidido que mueras, que mueras y que sientas todo el horror y la tragedia que va de la vida a tu propia muerte. Segundo a segundo, minuto a minuto, hora a hora, día por día, inexorablemente e irremediablemente, desde este preciso momento comienza tu fin.



Seguramente, es muy probable, que cuando recibas esta carta, mis sufrimientos hayan terminado. Te escribo desde mi lecho de muerte, pero nunca pensé que me marcharía tan satisfecho de este mundo. Tengo en mis labios el dulce sabor de la venganza. He aguardado muchos años, tantos, demasiados para mi quebrantada salud, pero al fin lo conseguí y mi satisfacción no tiene limites.

El negro pájaro de la muerte pronto batirá sus alas sobre tu cabeza. No encontrarás sitio donde esconderte, sencillamente, porque no existe un sólo lugar en el mundo, donde puedas eludir a tu destino. Un negro destino, que solo tú te lo buscaste, lo elegiste y ahora no puedes renunciar a él,

no puedes porque es el tuyo y como tal está inscrito en el " Libro De Los Muertos ".

Como te reíste de mí, cuando de rodillas te supliqué que reparases el engaño, la canallada que le hiciste a mi querida y pequeña Helen. Fue un miserable engaño. Ella te amaba, creyó en tus falsas promesas y por eso se entregó a ti.

Era mi única hija, su madre murió de unas malas fiebres, cuando Helen tenía solo cinco años. Se crió bajo la protección de mi débil sombra; y la saqué adelante con un mísero sueldo de escribiente, pasando inviernos fríos y días tristes. Pero lo que más me duele, es la visión errónea del mundo que yo le inculqué, sí, le transmití mí estúpida ingenuidad, sobre la justicia, sobre ¡ la bondad humana! ¡ Que memez, Señor!, no la preparé para vivir en este mundo inhumano y cruel, porque lo que yo creía verdad era solamente pura hipocresía.

Te supliqué, de rodillas te supliqué, en aquella taberna entre borrachos. Pero no sólo no me escuchaste, ¡no! Tenías que dejar patente tu hombría, tu fuerza bruta en mi cuerpo débil, al que después de golpear con saña, tiraste al barro de la calle, como el que se desprende de un despojo inmundo. Uno de tus amigos sintió vergüenza, me levantó del barro y me ayudó a llegar a casa. No volví a verle pero aquel gesto lo engrandeció ante mis ojos y no he podido olvidarle.

Helen, mi hija amada, la hija más buena y más dulce del mundo, era un ser indefenso como un cachorrillo, en ella no había rastro de malicia. No supo encajar el engaño, no comprendió nunca, que a su inmenso amor se le correspondiera con tal desprecio, con aquella inhumana falsedad. De pronto no le interesó la vida y se fue marchando poco a poco, cada día se alejaba más y más de este mundo, hasta que una mañana se marchó definitivamente.

Me quedé solo, con mi pena, con mi soledad y con una gran tristeza que no me abandonaba nunca. Un nudo me oprimía las entrañas, como si mis tripas estuvieran fuertemente entrelazadas. Sentía pena; por Helen y también la sentía por mí, y comencé a odiarme por ser débil y cobarde. No recuerdo cuanto tiempo pasó porque éste dejó de importarme, pero el odio llegó y cada día crecía más y más en mi interior. Hasta que no logré controlarlo, sentía que mi pecho y que mi mente iban a estallar. Pasó esta etapa de odio caliente e incontrolable a otra en la que se convirtió en algo sórdido, razonado, frío como el hielo, donde la mente trabajaba día y noche sin descanso, con un solo propósito, la venganza. Necesitaba vengarme, era mi razón de vivir y quería hacerlo, no de una manera vulgar, ¡no! (Tenía que ser algo especial), pegarte un tiro o darte unas cuantas puñaladas, eso no estaría mal, pero demasiado sencillo, - cuántos inocentes terminaban diariamente de esta forma vulgar- esa no era la muerte que yo deseaba para ti. Yo quería que sintieras tu muerte antes de morir, que murieras como he muerto yo durante estos largos años. Solo me ha mantenido vivo el deseo de arrastrarte conmigo al infierno, pues es allí donde sin duda iré. Ya no queda nada de aquel hombre bondadoso e ingenuo, mi alma está muerta, no creo en nada, no siento nada, solamente el odio ocupa totalmente mi ser, no cabe nada más.

Durante años busqué, recorrí, indagué por todas las nuevas y viejas librerías de Londres. Tenía que encontrar en los tratados de brujería o de magia negra alguna secreta llave que me abriera las puertas a mí ansiada venganza. Ciertamente, encontré en algunos de ellos, diferentes formas de terminar con la vida de una persona. Pero tampoco acababan de convencerme estos métodos, aunque la mayoría estuvieran sutilmente elaborados, no dejaban huella, y sin huella no había delito y sin delito por lo tanto no existía el crimen. La mayoría de estas formas de brujería dejan al sujeto medio idiotizado antes de producirle la muerte, entrando éste en un estado catatónico e inconsciente de su situación casi por completo. Decepcionado, pues el tiempo pasaba y no encontraba el método perfecto, aquella forma de muerte que yo había idealizado y que con tantísimo afán había buscado.

( El Libro de Los Muertos ), no sé si lo encontré por simple casualidad, lo cierto es que vino a mis manos como si alguien lo hubiese dispuesto para que así fuera. Una mañana, cuando iba camino de mi trabajo, pasó por delante de mí un viejo latonero con su carro y ya se alejaba cuando alcancé a ver en medio de tantos cacharros de latón una docena de libros viejos, de pronto tuve una especie de presentimiento y le mandé parar. Los estuve ojeando, pero ninguno de ellos me interesó salvo el último, un ejemplar grueso con las tapas verdes y cuyo título en borrosas letras era (El Libro de Los Muertos). Así de sencillo y por solo unas cuantas guineas me hice con aquella valiosa joya. Era un libro antiquísimo, traducido del Arameo según decía al principio. Lo leí con verdadera pasión y antes de llegar a la mitad ya tenía la clave, ahora sabía como contactar con el mal. Esto me produjo un inmenso júbilo, aunque también sabía que condenaba mi alma inmortal, no me importó, no dudé en arrojarla en aquel infinito pozo de fuego del que jamás volverá a salir.

El maligno se sintió orgulloso de su inmenso poder, de tenerme en sus manos, y de vencer una vez más. El conocía ya mis íntimos deseos de venganza. Solamente tienes que imaginar como quieres que sea y ésta se realizará, estoy en tu mente y en tu alma para toda la eternidad, me dijo.

Por eso solamente me quedaba darte a conocer el momento en que empezaría todo, ahí radica la parte más sustanciosa de mi plan, la piedra angular de mi venganza, es: tu destrucción mental y sicológica, porque la física siempre la he tenido asegurada y por ese motivo te he escrito esta carta. Para que comprendas lo insignificante que eres. Cuanto más te resistas a tu destino, mayor será tu sufrimiento y tu dolor. Nada me queda por decir porque la muerte viaja en ésta carta y esa muerte es la tuya.



Henry Morton.



 

-¡Miserables! – exclamé ¡No disimulen por más tiempo!
¡Lo confieso todo! ¡Arranquen esas tablas! ¡Aquí ,aquí!
¡es el latido de su implacable corazón!
(EL CORAZÓN DELATOR). EDGAR ALLAN POE.




VII


 
El contenido de la carta era inquietante de verdad. ¡Un loco! me dije, solo una mente enferma puede haber imaginado semejante patraña, el pobre Señor Morton debe haber perdido la razón a causa de su vida atormentada, y es, que no era para menos. Esa noche dormí bastante mal, no paraba de darle vueltas al contenido de aquella carta descabellada y siniestra, qué aunque ilógica, no por eso, o quizás por eso precisamente dejaba de sobresaltarme constantemente.

Al día siguiente, puse todas mis energías en tratar de convencer a Pitt de lo estrambótica y de lo absurda que resultaba aquella carta. Le expliqué, que sin duda alguna el pobre Señor Morton estaba loco, loco de atar. ¿Y si no estuviese loco?, Pues seguramente también la hubiese escrito, cualquiera en una situación semejante, hubiera redactado esa estúpida carta llena de absurdas amenazas, no con el propósito de terminar con la vida de nadie, porque eso es inconcebible a todas luces, pero si con la justa y premeditada intención de atormentar una conciencia.

Con éstos y otros argumentos traté de convencer a mi amigo lo inverosímil que resultaba toda aquella historia y a fe que lo conseguí, sí, lo logré, algo que sin duda ya parecía imposible. Pitt aparentaba contento, yo diría, que incluso eufórico. Era innegable que mis observaciones y mi presencia le habían devuelto una cierta tranquilidad y un aparente sosiego, ese día; charlamos bastante e incluso el infeliz intentó comer un poco.

Pero aquella tranquilidad no iba a durar mucho tiempo. Los acontecimientos se producirían a una velocidad inusitada, encadenándose unos a otros de una forma que yo jamás hubiera imaginado.

Al segundo día de encontrarme en casa de Pitt, ocurrió algo que yo me atrevería a catalogar como un hecho insólito, aunque para mí, fue un terrible presagio que se cernía sobre aquel maldito edificio dentro de cuyas frías paredes me encontraba, pero sobre todo, se me puso la carne de gallina al pensar que lo sucedido podría llegar a ser una sentencia de muerte para mi amigo.

El hecho ocurrió al atardecer, hacía largo rato que habíamos tomado el té, y nos hallábamos en el amplio salón, de cuyas plomizas paredes colgaban cuadros con escenas de la caza del zorro.

Contaba el salón con dos amplios ventanales, adornados éstos con sus respectivos cortinajes, en unos colores cobrizos que aún acentuaban más el paso del tiempo, y el abandono y la dejadez en que se hallaban. Por una de éstas ventanas que se encontraba totalmente abierta entraba un soplo de aire fresco, - y se agradecía - pues dentro de aquel caserón el ambiente era tan denso y tan húmedo, que producía gran malestar y embotamiento. Desde el lugar donde me encontraba sentado, podía ver en la penumbra de la tarde - casi noche ya - como se recortaba en el espacio la oscura, siniestra y poco amable figura de aquel árbol seco, situado enfrente mismo de aquella ventana, justo al otro lado de la calle.

Pitt hacía horas que se paseaba de manera nerviosa a lo largo del salón, ensimismado en sus ideas y temores como un lunático. Volvía a ser y a tener el mismo comportamiento anterior a mi llegada, un aspecto sombrío, el rostro serio y seco, del que solamente resaltaban unos ojos febriles con la mirada perdida, ausente de aquel salón, por no decir de este mundo. Levanté la vista de unos papeles que andaba ojeando, simplemente para matar el tedio de largas horas sin nada que hacer, ocupado solamente en la contemplación de un cuerpo y un alma que se hundían irremediablemente en el abismo. De pronto vi con sorpresa, como emergía del interior del árbol seco una sombra negra que se desplazaba con lento y pesado aleteo en dirección a la casa. Se fue aproximando hasta que entró por la ventana con las alas totalmente extendidas. Era un ave de proporciones formidables y al pasar por encima de mi cabeza un aire nauseabundo me golpeó la cara. Quedé tan sorprendido que al contemplar su plumaje totalmente oscuro solo alcancé a decir: - ¡ Dios mío, es un cuervo!, ¿No puede ser? ¿Un cuervo?

Siguió el cuervo su vuelo hacia el fondo de la sala, donde Pitt, se había detenido a unos pasos de la pared. El inquietante volátil comenzó a describir círculos, revoloteando alrededor y por encima de la flaca y maltrecha figura de mi amigo, quién miraba al extraño pájaro con ojos desorbitados y seguía su vuelo girando también él su cuerpo. Y así estuvo unos minutos, no sé cuántos, hasta que al fin batiendo lentamente las alas atravesó de nuevo la estancia, saliendo por la ventana para volver a internarse en el árbol y en la oscuridad de la que poquísimo antes había salido. Pitt quedó como petrificado, con ojos de un demente miraba el gran espejo. Aquel espejo recargado de adornos barrocos, que había al fondo del salón. Yo dudaba en acercarme en ese momento o dejarlo para cuando se encontrase más sereno, aunque hablar de serenidad respecto a mi amigo resultaba algo irónico a estas alturas, pues el desdichado no encontraba ya ni un minuto de sosiego. Ante el espejo, Pitt continuaba con aquella observación enfermiza, como si de pronto hubiese descubierto algo nuevo en su cara, en toda su persona, algo que solamente pueden ver los locos o los que tienen capacidad para observar más allá de este cuerpo y de esta vida. Lo anteriormente ocurrido con el cuervo, para él ya quedaba aparentemente olvidado. Para Pitt solo existía aquel maldito espejo, aquel espejo de adornos recargados en el marco, un espejo sin duda normal, bastante simple, como el de tantas familias burguesas. Yo no comprendía, ¿ por qué aquel olor nauseabundo continuaba en aumento?, ¿ por qué aquel olor a carne podrida llenaba por completo aquella estancia?. Pitt seguía hipnotizado frente al espejo, llevaba largo rato frente a él, todo el tiempo se había mantenido rígido, pero de pronto crispó las manos, como si tratara de atrapar algo con sus huesudos dedos y lanzó una estridente carcajada, una risa que más semejaba el agudo graznido de un ave inmunda. A esta risa, le siguieron una serie de sonidos guturales, y palabras sueltas e incoherentes, que yo desde el sitio donde estaba no alcanzaba a entender, ni a descifrar. Decididamente me levanté y me acerqué a él, sobrecogiéndome una vez más con otra horrible carcajada. Y entonces alargando su temblorosa y esquelética mano me señaló el maldito espejo. - ¿Lo ves? ¿Lo ves ahora? - Me dijo alterado, y fuera de sí.

- No veo nada, solo mi imagen reflejada en él.- Contesté- Y él ya iracundo y sin poderse contener dijo. - ¡Hipócrita!, ¡Imbécil!, ¿No comprendes o no quieres comprender?

Y entonces, como si hubieran arrancado una venda de mis ojos, en un segundo, lo vi todo, lo comprendí todo. Preso del pánico, retrocedí sobre mis pasos, mis piernas ya no eran capaces de sostenerme en pié y caí al suelo. Sentí unas terribles ganas de vomitar y vomité, largué el miedo en forma de una espesa flema amarilla y solo entonces volví a la realidad. Efectivamente, no había duda, Pitt y yo los dos frente al espejo, pero por inconcebible que parezca, solo mi imagen se veía reflejada en él. Irreal sí, lo confieso, pero cierto, el espejo no devolvía la imagen de Pitt, era como si él ya no existiera y sin embargo allí continuaba frente al espejo, con una mueca horrible en su rostro y pronunciando frases incoherentes.



 
VIII


Entre Thomas y yo llevamos a Pitt a su habitación y le metimos en la cama, pero aún allí continuaba señalando con sus huesudos dedos hacia el techo y repitiendo palabras sueltas y sin ningún sentido. Mientras, Nerón, su perro, sentado en sus cuartos traseros le observaba, sin entender para nada el comportamiento de su dueño. El pobre animal, miraba a Pitt y luego se volvía hacia a nosotros como pidiéndonos una explicación. Daba lástima y dolor contemplar como el can gruñía de pura impotencia, y ver de que manera más angustiosa se revolvía continuamente sin moverse del sitio. De vez en cuando, Nerón levantaba el hocico hacia el techo y lanzaba un aullido aterrador, como suelen hacer sus parientes los lobos en las noches de luna.

Aquel terrible mal olor continuaba en aumento. Un insoportable olor a carne putrefacta inundaba el interior de la casa y una atmósfera densa se extendía por toda ella. Estábamos atrapados en el interior de una extraña niebla de color amarillo verdosa, tan espesa que impedía la visión a más de dos metros, y que formaba fantasmagóricas aureolas de color rojizo alrededor de las mortecinas luces de los candelabros.

Toda la casa olía mal, pero la habitación de Pitt era el ojo del huracán y sobre todo su propio cuerpo, pues allí era donde se originaba. Thomas y yo no encontramos otra forma mejor para poder permanecer al lado de Pitt, que ponernos unos pañuelos que nos tapaban la nariz y la boca, como si fuesen una especie de pasamontañas, para tratar de atenuar el asfixiante y tremendo olor a carne podrida que lo llenaba absolutamente todo.

Pitt entró en una especie de sopor, en un sueño inquieto, alterado éste quizá por la pesadilla. Un sueño doliente, de sudor angustioso, en las antípodas del plácido y reparador descanso.

Hacía largo rato, que yo, había creído oír unos pequeños ruidos, unos crujidos leves, casi inaudibles, que parecían venir de alguna parte del suelo; ¿O provenían, de las paredes? Quizá de las puertas... si, seguramente, era el viento que soplaba sobre las puertas y ventanas. Pero no, ni remotamente, se asemejaban estos sonidos a los que emite el viento. El viento silba contra los árboles y aúlla en las chimeneas y en los tejados. No, no era el viento, ¡para qué engañarse!, El aire en movimiento no produce, sonidos sordos y profundos. Tampoco aquel ruido estaba generado por la inquietud, ni era consecuencia de mi propio miedo. No, no era producto de mi genuina y acelerada imaginación, no era el sonido creado por un alma atormentada y sometida por el terror. Era, el sórdido y desesperante ruido que se produce, cuando a la vez trabajan, millones de gusanos de la carcoma. Semejante a un ejercito cuidadosamente entrenado y con una disciplina férrea; juntos, los gusanos, participaban en una incesante labor, y como si de uno solo se tratara, devoraban de forma imparable toda la madera de la casa. Nerón, el perro de mi amigo, abandonó a bruscamente, la vigilia que hacía a su dueño y salió corriendo, abandonando la casa con el rabo entre las patas, lanzando medrosos y lacerantes aullidos.

Una ráfaga de viento abrió las ventanas de golpe y las cortinas dieron fuertes latigazos en las paredes y en los muebles y hasta las viejas colgaduras que rodeaban la cama de Pitt, se agitaron, y el enfermo abrió los ojos. Y aquellos ojos, quedaron fijos, mirando a la calle, que en ese momento estaba iluminada por la insignificante porción de una Luna en Cuarto Menguante.

-¿Que ruido es ese? –Preguntó Pitt, sin volverse a mirarnos.

- ¡Nada, nada... seguramente, es... el viento en la chimenea. –le contesté quitándole importancia al asunto, disimulando el horror que dicha pregunta me producía.

-¡Es la muerte... que se acerca! –Dijo Pitt con sorprendente serenidad. –Solamente os pido que no seáis hipócritas conmigo. ¿Es que pensáis... que he dejado de ver y de oír? ¿Creéis acaso, tal vez, que por estar muriendo, eso implica que por fuerza tenga que volverme idiota? Llevo bastante tiempo, escuchando impasible, viendo impotente como la carcoma devora por entero mi casa. ¡Es que no veis las llagas que cubren mi cuerpo! –al decir éstas últimas palabras, apartó las ropas que le cubrían y dejó al descubierto el saco de huesos en que se había convertido su cuerpo. Un cuerpo, absolutamente empedrado de rojas y purulentas llagas- ¡Mirad bien, Miradlas bien... son mis llagas! ¡Es mi podredumbre! ¡En cada una de ellas trabajan millares de gusanos, horadando en mi carne, cada vez más profundo! ¡Se comen mi cuerpo, lentamente lo devoran! ¿Mentirosos, por eso, os tapáis la cara como fantasmas? ¡Porque no soportáis, el hedor que desprende la descomposición de mi cuerpo... ni yo... tampoco! Ya no me importa morir. Es primordial, es necesario que no permanezca un solo vestigio de mi cuerpo. Que no quede ni una sola huella de lo que ha sido mi absurda existencia.

- Pitt... hablas... con tanta frialdad. –Dije titubeando un poco; a lo que él contestó:

-¡Ya no me queda tiempo para andar con dobleces, ni fingimientos, ni retóricas absurdas! ¡Walter..., abre el segundo cajón que hay en aquel armario! ¡Dentro hay una pistola y..., Entrégamela! ¡Esto sé... termina!.

Thomas, rápidamente debes... –Aquí, a Pitt ya le faltaba un poco el aire- debes poner... vuestros equipajes en el coche y preparar los caballos, pues, debéis partir inmediatamente. En cuanto mi corazón haya dejado de latir, os pondréis en camino; ¿quién sabe? ; hasta... podrían culparos de mi muerte. ¡No temas..., Walter, hace días que la tengo cargada, solo entrégamela!

- ¡Thomas has lo que te ordena! –le dije al criado y éste salió casi corriendo a ejecutar la orden.

- ¿Amigo..., es tu última voluntad? –le pregunté a Pitt mirándole directamente a los ojos y éste con gratitud se apresuró a contestar:

- ¡Si Walter, sabía que lo entenderías! –y mientras hablaba el moribundo se incorporó en el lecho y mirando fijamente a la calle con una incomprensible alegría dijo:

- ¡Ya viene..., acaba de pasar, no tardará en llegar! ¡Devuelve esa pistola al cajón..., no,no manches tu conciencia con un estúpido crimen! –en ese momento sonó un tremendo portazo y Pitt con cara de júbilo inmenso –como si todo se hubiese resuelto en ese instante- me dijo:

- ¡Ya no es necesario..., porque ya viene, mírala... es una elegante señora! ¡Ahora..., justo, en este preciso momento acaba de entrar! ¡Es una es una dama que viste de blanco! ¡Viene, seguro que viene para llevarme con ella!

Por supuesto, que Pitt deliraba. Nadie, lo hubiera puesto en duda; quién se arriesgaría a creer las palabras de un enfermo, de un moribundo en su lecho de muerte. Las palabras de mi amigo, eran eso y nada más, pero yo, al oírlas y después de todo lo visto y escuchado, a pesar de todo me estremecí. Dejé la pistola que había tomado en mis manos otra vez en el cajón del cual la había sacado y respiré. Paralizado, permanecí mirando a la puerta y Pitt a su vez también hacía lo mismo. La puerta de la habitación que permanecía cerrada de pronto se abrió y por ella entró una ráfaga de aire. Un aire frío y pestilente. Nauseabundo hasta nublar los sentidos y helado, helado como un presagio de muerte.



 
IX



-¡Es ella, es ella! ¡Viene a sentarse frente a mí! ¡No puedo ver su cara... no lo consigo, no lo consigo! ¡Tan importante y no tiene cara, ja, ja, ja! ¡Y no tiene cara, la señora, ja, ja, ja, no tiene cara! –Decía Pitt con voz delirante, sonora y ahuecada.

Yo me mantenía en pié y con el rostro cubierto por aquella especie de mordaza, para poder soportar la tremenda fetidez de aquel ambiente. El techo de la casa crujía, y toda la obra amenazaba con desplomarse de un momento a otro. Toda la casa retemblaba, vibraba como el agua cuando entra en ebullición. El pobre loco seguía diciendo desatinos y yo estaba allí, quieto, sin poderme mover, paralizado por el miedo y como un sonámbulo, sin saber, si era real todo aquello o, acaso caminaba yo por el reino de los sueños.

De pronto, sucedió algo inexplicable, algo increíble para una mente humana. La silla que hasta ese momento había estado a los pies de la cama de Pitt, se desplazó por el aire como si una mano invisible se hubiese apoderado de ella y fue a tomar suelo junto a la cabecera del enfermo, y éste, contemplando la maniobra, pero sin extrañarse, dijo de nuevo:

- ¡Aquí la tienes! ¡Se sienta junto a mí... pero, pero no puedo distinguir su cara!

Mi amigo debía haberme contagiado su locura. Yo, debía escapar de allí. Tenía que correr. Tenía que huir, ahora, o tal vez ya nunca lograría hacerlo. Yo retrocedía sobre mis pasos lentamente hacia la puerta. El piso y las paredes crujían y temblaban como si estuviesen siendo sacudidas por un terremoto de gran intensidad.




X


¡Me tiran de los pies! –Gritó el desdichado, mientras luchaba por zafarse de aquellas invisibles manos que trataban de llevárselo. Y en un último esfuerzo, salido quizá de lo más recóndito de su alma, el enfermo atrapó en sus manos las cortinas que rodeaban su lecho y con un gesto colérico, casi diabólico; tiró de ellas y todo el montón de colgaduras se vino abajo estrepitosamente y en medio de todo, el grito desgarrador de mi amigo Pitt. Si, fue su último grito, fue un grito de muerte, pero a la vez de triunfo. La serenidad y la dulzura reflejadas en su rostro no dejaban lugar a dudas de que la paz le alcanzó en el último segundo. Sucedió, pues, que junto con los cortinajes y colgaduras también se desplomó un pesado crucifijo de plata que colgaba de su cabecera, el cual, como una brillante estaca atravesó el esternón de Pitt dejándole clavado a la cama y produciéndole la muerte de inmediato. Huí de la habitación rodeado por el humo, pues, al caer las cortinas sobre las llamas de los candelabros, estas comenzaron a arder y el fuego se extendió rápidamente a la cama y a los muebles.

En la calle, Thomas ya me estaba esperando, angustiosamente, hasta que me vio abandonar la casa. Las llamas ya alcanzaban todo el entramado de maderas que cubrían el techo y el fuego crepitaba con enorme violencia, como si de una vez este quisiera convertir en cenizas todo el horror y el misterio que albergaron al vetusto edificio y a su desgraciado y extraño propietario. Nos alejamos prudentemente hasta el final de la calle, ahora iluminada por el fuego y allí nos detuvimos. Vimos derrumbarse los viejos muros de la casa, precipitándose dentro del rojo torbellino de fuego. Y en ese preciso momento sentí un inmenso alivio, semejante a la paz que experimenta aquel que por fin da a conocer su crimen. Thomas lloraba desconsoladamente por su amo, sentado en el pescante. Los caballos se revolvían bastante nerviosos, por lo cual ordené al criado a partir de inmediato. Desde la ventanilla del coche le dirigí una última mirada al viejo árbol seco. Aquel que se levantaba frente a la casa en llamas, justo al otro lado de la calle y curioso, a la luz del incendio dejó de parecerme inquietante y tenebroso. Y hasta sentí un poco de lástima por él, cuando contemplé, como aquel extraño y enigmático pájaro que pernoctaba en sus ramas lo abandonaba. Seguramente que lo hacía para siempre; pues lentamente, sobrevoló la casa derruida y en llamas y su silueta en dirección al Norte, se fue difuminando poco a poco en las tinieblas. Mientras nos alejábamos de allí, caí en la cuenta de que no apareció en nuestra ayuda ningún vecino y de que ahora tenía que hacerme cargo de un criado que iba llorando en el pescante y de un enorme San Bernardo que viajaba echado a mis pies, porque los dos se habían quedado huérfanos.


XI



Cierto día, aún no sé, por que extraña razón, me encontré de pronto, en el interior de una pequeña y oscura biblioteca, que era usada, casi exclusivamente, por grupos de estudiantes pobres. Estaba situada, en uno de los barrios más humildes de la ciudad. Al parecer, ésta biblioteca se surtía, de las donaciones anónimas de libros, que a menudo solían hacer gentes pequeñas y modestas que sentían el generoso impulso de ser solidarias con sus conciudadanos. Repito, que no sabía por que motivo estaba allí, pues en la calle aún no hacía frío y se estaba agradable. Si, eran los dichosos libros. Siempre fueron mi debilidad y sobre todo, los más viejos y manoseados, esos eran, sin duda mi vicio, mi verdadera pasión.

Mi vista cayó, sobre un grueso ejemplar que se encontraba en la octava estantería. Y es que inmediatamente, al verlo, se me vino a la memoria, un libro, con las tapas verdes como éste –el cual no llegué a ver- solamente oí su descripción hace algunos años. Pedí, que por favor, me lo bajasen. Y cuando lo tuve en mis manos, sentí, la sensación plena, de algo propio, de algo conocido y familiar. Hasta su titulo parecía no resultarme del todo, ajeno... “El libro, de los Perfectos Maestros”. El mencionado ejemplar, era un libro bastante voluminoso; y en él se trataba a fondo de las más diversas profesiones y oficios. Lo ojee despacio y sin duda me pareció interesante, sobre todo, para ese tipo de gentes curiosas siempre ávidas de conocer y aprender; así como, también, para aquellos jóvenes que no viesen totalmente claro, lo que hacer, o que camino tomar en su inmediato futuro.

Me senté al fondo de la estancia y a la escuálida luz, que penetraba a través de un alto ventanuco, lo miré largamente, de adelante hacia atrás y al revés hasta que retorné a la segunda página. En la parte superior de ésta página, por encima del titulo del libro, se encontraba escrita en diagonal, con caracteres claros y de trazo sumamente delicado, sin duda femenino; una dedicatoria simple y escueta, en la que decía: “Con todo mi amor, a mi querido padre, por ser el mejor padre del mundo” y firmaba debajo: Hellen Morton. Leí una y otra vez aquella entrañable nota y allí, en medio de la suave penumbra lloré. Lloré, lloré porque un recuerdo muy lejano me oprimió el corazón. Lloré por los muertos; lloré por el destino. Lloré, porque no entendía; lloré por todo y por nada. Compré el libro y aún lo conservo y todavía me aflijo cuando lo contemplo. Porque no sé aún, los misteriosos, los ocultos procesos, por los cuales, las cosas ocurren y me siento impotente; porque no sé quién las decide, ni cuando ni como se determinan; y ahora estoy seguro, de que eso, jamás lo sabré.


 

XII

 
Jamás pensé, que se me ocurriría semejante cosa. Pero somos los humanos flexibles, maleables y cambiantes más que el camaleón. Por este motivo, yo les aconsejo que se olviden lo antes posible de este relato. Tengo sobradas razones que avalarían mi consejo. Por eso me limitaré a exponeros algunas de ellas; aunque dejando muy claro que no todos los humanos responderían de igual manera a estímulos similares. El que yo sea terriblemente maniático, hasta el punto de tomar hábitos como: - el hacer estallar continuamente, las falanges de los dedos mis manos o rascarme la cabeza o la barba- no creo, que la observación de estas pequeñas convulsiones, nos llevara directamente a pensar, que mi personalidad se pudiera encontrar psicológicamente en franco desequilibrio. No es bueno, no es sano centrarse demasiado en las cosas que nos afectan en profundidad; pues nuestra sensibilidad se va dañando de manera sorda y callada y sin apenas darnos cuenta nos hallaríamos frente a un serio problema, ante un enrevesado asunto de complicada solución.

Mientras me ocupaba de ordenar este relato, para poder exponerlo claramente a la luz de otras miradas, vi, como, lentamente, la tranquilidad me fue dando la espalda. Primero surgió, un ligero nerviosismo, una, insignificante intranquilidad pendular –ahora sí, ahora no. Luego comenzaría la inquietud permanente y una increíble manía persecutoria de la que no he podido desprenderme aún y la cual me hace sufrir constantemente y me mantiene en un estado de continuo sobresalto e incapaz conseguir la calma y el sosiego que en mí eran habituales.

No quiero considerarme enfermo, ni tampoco pienso que lo esté; aunque no se como denominar el hecho de confundir la realidad o si se quiere, aún más exacto –un peligroso trenzamiento entre la realidad y la fantasía. Oigo supuestas voces; y por tal motivo me encuentro constantemente a la escucha como si en ello me fuera la vida. Las mencionadas voces me hacen preguntas a las que yo procuro dar satisfactorias respuestas; pues si no lo hago aumenta en gran medida mi insatisfacción y mi desasosiego. En ese momento preciso, no me paro a discernir de donde vienen esas preguntas y esa serie de voces que me acosan y que a veces me impiden descansar. Pero, también, me aterra, que en ese momento culminante en que se me pregunta y en el que yo contesto; pudiera yo darme perfecta cuenta aún en mi enajenación mental; que todo está urdido y trenzado a la perfección y, ensamblado de odiosa manera en lo más profundo de mi cabeza. Y lo mismo que me sucede con las voces, me ocurre con formas y siluetas que mi desbocada imaginación cree ver por rincones oscuros y sitios cubiertos de penumbra. Lo verdaderamente lamentable, es, que estas actitudes se contagian de forma mimética a las personas que se mueven a nuestro alrededor. Sin duda mi pobre esposa ya ha sido alcanzada de lleno por la densa aureola que me circunda, y por él circulo maléfico que contamina todo lo que toca, atrapándolo en su interior. Aunque ella piensa que no lo sé, yo lo he visto, con mis propios ojos lo he visto, y ello, me aterra profundamente y quizá por ello he vuelto de nuevo a tener momentos más prolongados de lucidez completa. Desde hace algún tiempo, la infeliz, duerme, con una pistola cargada dentro de la mesa de noche, con el peligro que eso implica. Ella es una verdadera experta en el fingimiento y el disimulo; por eso, me da a entender que no le afecta el desagradable asunto que nos envuelve. ¿Y entonces..., para que quiere un arma de fuego? Las armas de fuego son un peligro, un terrible peligro, aún mayor, que el considerable número de alucinaciones que me veo obligado a soportar. Esto me ha llevado, a estar, continuamente engrasando los pestillos y las bisagras de las puertas interiores de mi casa; por si se les ocurriera entrar no vayan a hacer ruido y si ella se despierta “la que se podría formar”. Además, de que siempre que me despierto en mitad de la noche, me sobresalto, se produce en mi una aguda agitación nerviosa y luego tengo que hacer esfuerzos terribles para volver a conciliar el sueño.


 

XIII

 

El hombre caminaba con paso indeciso. Como si no tuviese en su mente un sitio al que dirigir sus pasos. Sus piernas le conducían directamente hacia ninguna parte; y eso se notaba a leguas de distancia. Contemplaba, como la enjuta sombra de su propio cuerpo, se proyectaba en las vidrieras de los escaparates de la noche. Y miraba indolente, a ésta, moverse a su paso. Llegó a la esquina y allí se detuvo. Sonaron, los cauchos de un automóvil, producto de una violenta frenada. El furgón se paró en seco. El hombre los vio descender y se mantuvo tranquilo.

Cuatro brazos robustos hicieron presa en sus muñecas y golpearon su espalda violentamente contra la pared. Mientras dos barrigas fofas y grasientas le oprimieron contra el muro.

- ¡Es él! –dijo uno de los celadores y continuó: ¡Este, es, el que se hace llamar Funesto!

- ¿Es necesaria..., tanta violencia? –preguntó el hombre, sin oponer resistencia alguna.

- Es que..., contigo, –dijo intentando contestarle uno de los dos celadores- nunca se sabe, como te da, por escribir esas..., tonterías.

- ¿Es necesario que me humilléis así, sin ningún tipo de piedad? –preguntó el hombre y contestándose el mismo a su vez, dijo:

- Resulta innecesario que empleéis la fuerza o el poder que os da la humillación; pues ciertamente que estaba deseando y hasta rezando para que me encontrarais. Este mundo de afuera, es muy hostil para mí. Por eso, quería retornar de nuevo al centro. Allí con mis camaradas me encuentro más seguro. Hace tanto tiempo que estoy en el centro, que ya no me recordaba del lejano día en que llegué a él. Ni me acordaba, ni me acuerdo ahora, de nada de lo que quedó detrás de aquel día; ni sé, si me trajeron o llegué por mi propio pié. Pensé que saliendo a la calle tal vez recordaría a mi familia, en el caso supuesto, de que algún día hubiera llegado a tenerla. Pero no fue así. Yo, no recuerdo a nada ni a nadie y tampoco nadie se acuerda de mí, y la gente, me esquiva, mirándome con extrañeza y temor.

- ¿Que piensan ustedes de todo esto? –preguntó una vez más a los celadores, mientras le introducían en el furgón.

- No nos pagan, por pensar. –Contestó uno de los celadores, con una arrogancia insultante, grosera y casi estúpida- Para eso están nuestros superiores; que se molesten ellos, esa es su misión.

El hombre miró a la cara del funcionario con tranquilidad y sin el menor resentimiento, comprensivo y casi con humildad le dijo:

- Les comprendo a ustedes. Me conocen y les conozco desde hace años, muchos años. Vuestra vida, lo sé, es monótona, rutinaria y agobiante al máximo. Tratar y cuidar de los internos debe de ser no, seguro que es, bastante penoso y puede poner en tensión y desequilibrar al más fuerte. Inteligentemente, ustedes previenen esas debilidades, esas flaquezas, cubriéndose con una impenetrable y fría coraza de acero; y no les culpo por ello. Os miro, como a una parte de mi familia. Recuerdo cuando alguno de ustedes comenzó su primer día de trabajo en el centro; por esa razón me pregunto: ¿Cómo es posible, que hayáis perdido de esta forma, hasta el menor gesto, hasta la más pequeña partícula de humanidad? ; A veces, una sola palabra, un solo gesto, puede perder o salvar a un hombre para siempre.

- ¿Qué te parece? –dijo uno de los celadores mirando a su compañero y luego continuó:

- ¡Cállate ya..., Funesto! ¡Tu problema..., es, que piensas demasiado! ¡Por eso estas así, por pensar! ¡No pienses tanto..., hombre, y seguramente te irá mejor!

El hombre dijo una frase entre dientes; pero sus palabras no fueron oídas, ni interesaron en absoluto; ni se molestó tampoco en repetir.


 

XIV

 

Funesto levantó los ojos y éstos traspasaron con la mirada el cristal posterior de la furgoneta. Leyó un gran cartel que iban dejando detrás y al hacerlo se estremeció: “VEN A VIVIR Y DISFRUTAR, DEL GRAN AROMA, Y DEL INSUPERABLE SABOR, QUE SOLO ENCONTRARÁS EN EL MEJOR... EN ÉL AUTENTICO CIGARRILLO AMERICANO.” Decía esto, como podía haber dicho otra cosa. Le aterraban los pensamientos que se le acababan de cruzar por la mente: “Me da miedo, que autores de carteles como esos puedan un día, llegar a ser internados.” Eran gente a la que detestaba. Pero..., no-solo eran, esos. Sino todos..., todos los que en el mundo se dedicaban a vivir del engaño, del sufrimiento ajeno; y a enriquecerse sin sentido; con glotonería, con suciedad, usura y sin piedad, sin contemplar finalmente un horizonte limpio. Sin tener una sola idea, que no rezumara egoísmo puro y descarnado. No, la vida alguien dijo que era un sueño, pero yo afirmo – se dijo Funesto para sí – que es, solamente, una mentira.





Si, jamás, se nos ocurrió, levantarnos en mitad de la noche, con el solo propósito de contemplar la Luna; ¿Cómo podremos estar seguros, de que ésta, no nos hubiera enamorado? ¿Por qué, nos afanamos, en describir; en medir y en sublimar la intensidad de la luz y la gama de colores; sin haber permanecido jamás en las tinieblas? Si nunca caímos, en la terrible ciénaga de la demencia; ¿porque nos permitimos, hablar, con tanta rotundidad a cerca de la locura?

Este mundo, para algunos, sin duda, resulta claro y hasta comprensible; y es que según los diferentes puntos de vista y según las sensibilidades, se percibirán las cosas y se tendrá una u otra idea del mundo en que habitamos. En cuanto a mi, debo ser un pesimista o tal ves simplemente, un hombre sensible e informado. Pero lo cierto es, que por más que miro no alcanzo a ver el fiel de la balanza. Y como ya les dije al principio, decidí llamarme: Funesto y aunque me temo que quizá, no encontraréis una razón para ello; yo, simplemente os digo, que en mi persona a veces, la sinrazón puede llegar a ser, mi razón principal. Decidí adoptar ese nombre: ¿Cómo bandera quizá o como simple provocación? Os aseguro que no lo sé. Solamente estoy seguro de una sola cosa; que no concebiría llamarme de ninguna otra manera.














* Nota. A.

Los editores de este relato: recibimos hace algún tiempo, una cuarentena de hojas manuscritas; las cuales nos hemos limitado a transcribir en letra impresa. No nos hacemos responsables en absoluto de nada, de cuanto en estas páginas se dice.




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