EL MUNDO DE JOE REDFORD
(RELATO)
I
Aunque todavía soy joven, con relativa frecuencia, en mis ratos libres, acudo a visitar a esos pobres viejos olvidados. Sí, a esos viejos que consumen sus últimos años de existencia, internos, en asilos y en espléndidas residencias destinadas a tal motivo. Allí estos ancianos se encuentran normalmente bien atendidos y están lo suficientemente apartados para esconder a sus familias y al resto de la sociedad su decrepitud y su deterioro. Un deterioro por otra parte lógico y hasta natural y cuya única consecuencia ha sido el implacable paso del tiempo y las carencias y enfermedades típicas de la edad. Les escondemos porque nos molesta su presencia, porque nos angustia y nos deprime vernos reflejados; y, por ese motivo, tratamos de prolongar al máximo nuestra juventud; valor éste, casi único en nuestra sociedad.
En honor a la verdad, debo de reconocer, que no iba de visita solamente por puros sentimientos filantrópicos, emanados simple y espontáneamente del fondo de mi corazón. Pues existía en mí, una curiosidad intrínseca, que nacía directamente de mi no-aceptación de la vejez y esto, precisamente, me empujaba de manera curiosa a contemplar e indagar afondo en torno a ésta.
Había estado varias veces en aquella residencia y tuve sobradas ocasiones para hablar con los internos de sus problemas, escuché sus viejas batallas; las de algunos de ellos, de forma densamente reiterada, casi extenuante. También jugamos a las cartas y, pude observar, la sagacidad y cordura de algunos y la merma de facultades y las lagunas que ya presentaban otros. Sin embargo, sucedió, que, uno de entre todos aquellos residentes, el cual, siempre se había mantenido apartado y metido solamente en sus pensamientos y cavilaciones y enteramente al margen de los demás ancianos y de mí; ahora, nada más verme entrar, vino directamente hacia mí. Ese día, fue éste mi gran premio. Jamás traté de turbar su intimidad, pero intuía que tras aquel porte sencillo y elegante, un tanto aristocrático, y tras aquella frente amplia y aquel rostro venerable, seguramente se escondía un tipo interesante.
- Le vengo observando desde hace tiempo –Dijo el anciano dirigiéndose a mí a modo de presentación y continuó – y creo que es usted de esos que saben escuchar; no hay más que verle como se defiende, saliendo airoso, de sus contubernios con esos “Viejos, Cabra Loca” de mis compañeros, con el cerebro reducido en el presente a la mínima expresión.
- Me encantará escucharle –Dije tendiéndole la mano – pero no veo nada de particular en el cerebro de sus compañeros de residencia, salvo quizá, un cierto desgaste, un apreciable cansancio debido al uso o si quiere, más bien, a un reiterado mal uso de éste.
- Esto que termina de decirme –dijo el anciano con afectación – sobre el mal o buen funcionamiento del cerebro, me da pié para contarle algo referente a un gran cerebro. Tome si quiere en consideración, que las personas tenemos la particularidad, o casi la norma, de no plantearnos prácticamente nunca el buen funcionamiento y la capacidad de nuestro propio cerebro. También le diré que la experiencia de mis muchos años, me permite aconsejarle, con todo el respeto, si usted quiere; a que tome en consideración, que, ante la posibilidad de nacer con un corazón carente de humanidad y de sentimientos, es preferible nacer completamente descerebrado. Y ahora si usted quiere acompañarme a pasear por el jardín, Yo, mientras lo hacemos, le contaré una historia.
II
Cuando nació alguien debió exclamar: “ha nacido un número”. No sé si alguien lo dijo, pero debió decirlo. Y con exactitud seguramente que no se hubiera equivocado demasiado, si en un momento de plena lucidez, alguien hubiese largado esa frase. Había salido de vientre de mujer y, sin embargo, con el paso del tiempo, muchos llegaron a pensar, que había sido engendrado entre micro chip y que se fue desarrollando lenta y misteriosamente, detrás de la pantalla de alguna computadora, entre cables de colores, a los cuales permanecería seguramente unido por el cordón umbilical.
Quizá sus padres no le dieron todo el cariño que él necesitaba, pero, se ocuparon, eso sí, de hacer de él un verdadero genio. Eran apabullantes sus dotes y su especial dominio de una ciencia tan complicada y difícil como las matemáticas. Pero, es que ahí, no terminaba todo; porque, además de llegar a ser considerado un gurú de la tecnología, era casi Dios, en cuanto a conocimientos sobre informática de última generación.
Cuando Joe Reford fue internado por sus padres en un colegio privado y de prestigio, estos pensaron que al niño le costaría adaptarse a la vida interna, pero se equivocaron totalmente. Y se equivocaban sin duda, aposta, porque ellos sabían mejor que nadie que aquel niño había nacido limpio. Y cuando digo limpio, me refiero, a que la criatura aquella, era un ser particular y extraño, pues nació despojado de todo tipo de sentimiento humano, no solo hacia sus progenitores, sino, hacia todo, salvo eso si, un loable, único e irrefrenable sentimiento de curiosidad, que por andar en solitario suplía a todos los demás. Los padres de Joe debieron de esforzarse en llenar de sentimientos y sensaciones aquel corazón de niño carente de ellos y sin embargo, potenciaron el único sentimiento humano que trajo a este mundo.
Como ya le he dicho anteriormente, Joe, desde niño impresionó a sus profesores. Primero les impresionaba, meses más tarde pasaban directamente a ser sus discípulos y aquello, aunque lo disfrazaran de normalidad jamás podía llegar a serlo. ¿Cómo era posible, que un joven adolescente llegara dominar asuntos tan importantes y tan sensibles para el mundo, como eran aquellos? Temas a los cuales, se habían tardado siglos en darles solución, él los abordaba con facilidad y soltura y manejaba con propiedad las soluciones de los expertos e incluso, en ocasiones, negaba estas soluciones y en su lugar imponía las suyas, que nadie osaba rebatir, pues resultaban de una utilidad y una lógica aplastante.
Así es, que en torno a la figura y al pensamiento de Joe se convocaron mesas redondas, acalorados debates, jornadas, congresos y toda clase de actos, donde sus sesudos participantes tenían como eje central al hombre de moda. Al hombre cuyo pensamiento estaba cambiando aceleradamente la sociedad urbana y cuya filosofía de pensamiento lógico y frío dejaba sin argumentos a todas las demás de corte, aún, marcadamente humanista. Pronto cesaron todos los debates en torno a Joe Redford. Carecía de sentido debatir sobre algo en lo que no se había encontrado, hasta el momento, una sola idea, que con éxito se pudiese rebatir. En todas las televisiones aparecía la misma imagen, la figura alargada y el rostro enjuto e inexpresivo, del joven profesor Joe Redford. Inmediatamente comenzaron a surgir comentarios como: “Esto es así: lo ha dicho el profesor Redford” o “¡Ándate con cuidado: Joe no aconseja que se haga de esa manera!” y...
“Si quieres que tu negocio tenga futuro: infórmate primero de cual es la opinión que del sector a dado, Joe Redford”.
III
Los presidentes de gobierno de las naciones más ricas y poderosas de la tierra pedían audiencia para hablar con Joe y pedir su consejo. Jamás se autorizaría a un presidente del llamado tercer mundo a acceder ante la omnipotente presencia del profesor, pues las sociedades atrasadas, rudimentarias y casi prehistóricas a las que ellos representaban, no estaban a la altura de las soluciones que Redford tenía y que eran exclusivamente, para sociedades tecnológicamente avanzadas.
Había una alegría generalizada, pero, sobre todo, ésta afectaba a las grandes ciudades del primer mundo, pues era ahí donde el profesor pensaba poner a funcionar su nueva sociedad. Lo dijo bien claro en su último discurso:
“Los nuevos tiempos requieren un vuelco en nuestra sociedad. Los conflictos permanentes entre los seres humanos... nos impiden el disfrute de los grandes adelantos conseguidos... estoy seguro, que en poco tiempo conseguiremos incluso la inmortalidad... pero de que nos vale todo eso, si continuamos arrastrando ese primitivismo conflictivo y natural en la raza humana, que corroe desde el interior a toda nuestra sociedad, sin que nadie quede a salvo. Yo creo firmemente tener la solución a esa serie de males y conflictos que nos aquejan. El mal está dentro de nuestra propia naturaleza humana, eso, todos lo sabemos. Si lo sabemos, se ha sabido desde siempre, pero jamás nadie lo trató, ni supo darle una solución. Claro que no había llegado el momento, ni la situación, ni la persona adecuada para llevar a cabo esa inefable tarea. Yo propongo cambiar progresivamente esa naturaleza humana en la que viven y se agitan todos nuestros males, por una sociedad nueva, en la que reinen la cordura y la lógica preestablecida, dentro de un orden preestablecido, en el cual, por pura lógica, solo imperará la paz y la felicidad.”
Como se puede imaginar la gente no podía estar más ilusionada, pues el método Redford era de lo más revolucionario que uno podría plantearse; y si no hubiese sido el método Redford, del profesor Joe Redford, todos hubieran dicho enseguida, que era una locura, que aquello era imposible de llevar a cabo, que no tenía sentido y su autor hubiese terminado sus días en la cárcel por ir contra el orden establecido y por atentar contra toda la humanidad. Desde que el mundo es mundo todos los esfuerzos del hombre habían sido orientados a educar y a tratar de humanizar lo más posible a sus semejantes y en parte se había ido consiguiendo, la gente en su mayoría, era más tolerante y mucho más humana; pero siempre quedaba ese pequeño porcentaje de individuos, ese reducto, que no cumplía nunca las normas ni las reglas establecidas y eran estos lo que hacían que este plan no funcionara. Redford lo sabía, lo había analizado fríamente y por eso estaba seguro de que su plan funcionaría. Las máquinas funcionaban siempre y ahí estaba su gran fuente de inspiración. Como verá, esa era la auténtica clave de Redford. Era recorrer el camino inversamente a como se había realizado hasta entonces, es decir, él pensaba ir deshumanizando al individuo para que éste pudiera entrar en su plan. La máquina era, la perfección y por eso él pensaba crear un ser que se pareciese en todo a ella, al fin y cabo lo que de verdad importaba era crear un ser feliz y sin ningún tipo de conflictos. En su mente ya acababa de nacer el ser perfecto y éste, había dejado de llamarse ser humano. El nuevo ser que había parido su mente prodigiosa, habría de llamarse ser u hombre tecnológico. El hombre nuevo tendría las capacidades del ser humano para el placer y la felicidad, pero carecería de todos los sentimientos que a éste le producían, pongamos: miedo, dolor, angustia u emoción. Y el amor, sería éste, el primero en desaparecer; pues eran de sobra conocidas, las consecuencias de este nefasto sentimiento. Él, Joe, jamás padeció por su culpa, porque nunca lo sintió; pero comprobó en otros, el desastre que éste dejó a su paso.
Los parlamentos de las naciones más avanzadas habían cambiado. Las ideologías habían desaparecido. Solo había una idea; la de Joe; y no se podía estar en contra de ésta. Al menos no se conoce de nadie, que se manifestara en ese sentido.
Así fue, como el inefable y todopoderoso Joe llegó al poder. Yo diría que además de su gran inteligencia, su gran aliada fue la televisión. Su imagen y su doctrina estaban permanentemente en ella y desde ahí, consiguió con su frialdad habitual, hechizar y reblandecer los cerebros de la gente. Por eso a nadie le extrañó cuando fue nombrado “Jefe supremo de los países de tecnología avanzada”. Tampoco se asombró nadie cuando mandó a expulsar fuera de las grandes ciudades a toda persona que no dispusiera de un puesto de trabajo. Esto es solamente “El principio” dijo: Joe –Y el que no esté de acuerdo, que tome el tren y se vaya con ellos “pues sobra” en nuestra nueva sociedad.
Fue ese mismo día cuando se comenzaron a construir los muros. La única manera de crear su nueva sociedad, era, aislándola de la anterior, que quedaría fuera del recinto amurallado para que no contaminara “con sus vicios” a la suya. Como ejemplo para los demás: “El Gran Joe” expulsó a sus padres de la ciudad; alegando, que no eran útiles a sus proyectos y en cambio se habían convertido en sus únicos detractores; discrepando ambos de sus ideas y de sus proyectos y llegando a manifestar en público, que no se debía hacer caso a su hijo, dado que éste no estaba en sus cabales. Cierto es, que para Joe, no supuso ninguna tragedia echarles; pues, como nunca les quiso, para él fue solamente un tramite entre tantos.
- Nuestro hijo aprendió demasiado. –Se lamentaba su madre.
- No tiene alma. Más valía que fuese barrendero. –Decía con amargura el padre de Joe.
- Pero no crean –decía la madre dirigiéndose al público mientras hablaba – nosotros, su padre y yo, somos culpables de que nuestro hijo carezca del más mínimo tipo de sentimiento. Desde el principio nos apercibimos, de que nacía, desposeído, de cualquier sentimiento o sensibilidad y nos asustamos y no sabiendo que hacer, se nos ocurrió la terrible y nefasta idea de internarlo en un colegio. Ese fue nuestro gran error, ahora conocemos que las personas nacen de una determinada manera; pero también sabemos que el propio entorno en que se desarrollan y sobre todo, el cariño y el modelo que puedan ver en sus padres, a veces, obran verdaderos milagros.
En poco tiempo las grandes ciudades quedaron totalmente amuralladas. Un muro de hormigón de siete metros de altura, sembrado de cámaras de televisión, las rodeaba y protegía por completo del resto del mundo, donde vivía y se agitaba con sus problemas permanentes, la conflictiva y vieja raza humana.
A pesar de su aislamiento, el mundo de Joe Redford seguía manteniendo una comunicación normal entre grandes ciudades amuralladas, todas ellas pertenecientes al mundo tecnológico; y un comercio necesario aún, de materias primas y de alimentos con el resto de la humanidad. Los trenes entraban sus mercancías a las ciudades y a cambio, salían cargados de maquinaria, cuya tecnología obsoleta, ya no era viable, en aquel mundo moderno y cambiante. Hay que decir también, que desde el comienzo, de las obras en los muros, se aprovechaba la salida del tren; para mandar fuera de las ciudades a las personas viejas a las enfermas y a todo aquel individuo que presentara cualquier tipo de tara física o mental. Todo se hacía con el fin de ir desalojando residencias, hospitales y geriátricos; pues la nueva sociedad, los necesitaba libres, para realizar allí: sus nuevos experimentos genéticos y para ejecutar su medicina a favor del hombre nuevo. Se consideraba que aquellos enfermos y aquellos viejos pertenecían a la vieja sociedad y por lo tanto, eran una carga, y los expulsaban a sabiendas de que afuera, por carecer de medios, iban a morir de forma irremediable. Hubo hijos, que por no abandonar a sus padres, tomaron ellos también el tren abandonando la ciudad. Esposas, que al acudir con la normalidad de costumbre al hospital a visitar a sus maridos; se encontraban solamente con una habitación vacía. Y entonces, con gran desconcierto preguntaban: ¿Dónde está mi marido? Y el funcionario de turno, maquinalmente respondía: ¡Es lo mejor créame! El hospital se necesita; lo ha dicho Joe.
IV
Las ciudades estaban protegidas por miles de ojos robotizados, que espiaban desde órbitas cercanas, a bordo de satélites artificiales. Y desde allí controlaban cualquier movimiento sospechoso; pues estaban armados con una serie de sofisticados misiles, que siempre estaban prestos a dispararse ante la menor señal de hostilidad.
Por aquel tiempo, Joe Redford ordenó un intenso plan de reeducación que era obligatorio para toda la población. La gente estaba obligada a trabajar en días alternativos o lo que es lo mismo, un día de reeducación y otro día de trabajo. La reeducación consistía en lavar concienzudamente el cerebro de las personas, a fin conseguir la transformación de seres humanos a seres puramente tecnológicos y además, prepararles para vivir en una sociedad de ocio permanente, en la que las máquinas harían casi todo el trabajo. Ellas serían capaces de reparar sus propias averías, llevar a cabo, ellas solas, los negocios de la gente e inventar nuevas máquinas de mayor capacidad y estas otras, a su vez, continuarían actuando de forma autónoma y sus cerebros sin alma, de forma puramente lógica, seguirían investigando e inventando más máquinas y cerebros nuevos y cualquier cosa nueva que pudiese mínimamente, aumentar la vida y la felicidad de los seres tecnológicos.
Entró en circulación una nueva ley que era de obligado cumplimiento. Y la tal ley, consistía, en prohibir fulminantemente la procreación de manera natural y privada; pues ésta, habría de hacerse de forma específica y controlada. Es decir, que el hombre tecnológico ya no disponía de la libertad de procrear por su cuenta; pues eso, solamente podía hacerlo, alguien tan arcaico como el ser humano, con los tremendos riesgos que tal cosa acarreaba. La creación de seres tecnológicos en laboratorio, suponía, el verdadero dominio de la vida y casi de la muerte. Según las necesidades del momento, en el laboratorio, se decidía el sexo del nuevo ser, según la demanda y las necesidades del momento y se le aplicaban todos adelantos conseguidos por la genética. Pero además algo muy importante era, que allí, se controlaban y se decidían las características físicas y mentales, sobre el mismo embrión; pues éste, habría de ser en el futuro un digno representante de las ciudades amuralladas. El modelo estaba bien claro como habría de ser. Aparte de quedar erradicados, cualquier defecto físico o mental; era éste, un modelo aséptico y armónico. Aséptico: porque los cuerpos tecnológicos, nacían sin cabello y permanecían limpios de por vida de cualquier tipo de vellosidad y además carecería del más insignificante olor a sudor y el aliento también había sido excluido totalmente; cosas ambas, tan molestas y desagradables y tan presentes, en los arcaicos y obsoletos cuerpos humanos. Armónico: porque las facciones eran exhaustivamente correctas y bellas y se diferenciaban muy poco entre los distintos individuos; y además, los cuerpos aparecían perfectamente musculados por parte de ambos sexos, formando en su conjunto una igualdad y una armonía que, era, la viva imagen de la perfección, del orden y de la felicidad absoluta. Como verá, los padres ya no existían y los hijos tampoco, dado que éstos eran un elaborado producto de laboratorio desde el principio; y después, el siguiente proceso era una educación colectiva y selecta en la que se erradicaba cualquier tipo de individualismo o diferencia que hubiese con el resto de los niños. Como ya le he dicho anteriormente, el estado tecnológico, figuraba, como el único padre de estas criaturas, aunque ya se imaginará, que el padre biológico de ellas, solamente podría llegar a ser, un individuo infinitamente superior a todos los demás. Y así lo era; pues, el valioso semen de este hombre, estaba dando unos magníficos resultados, dado, que se trataba de conseguir, una sociedad totalmente igualitaria y bien era verdad, de que hasta el momento, todas las criaturas tecnológicas nacidas, sacaban la misma y viva imagen del único donante de esperma, Joe Redford.
V
Había un laboratorio central donde se lograban los embriones tecnológicos y de ahí se exportaban a las demás ciudades amuralladas, que eran surtidas adecuadamente, de pequeños engendros copia de Joe Redford.
A medida que el viejo iba hablando e internándose cada vez más y más en su increíble relato, se notaba como a veces le faltaba el aire; pero en cambio a pesar de que el sonido de sus palabras, bajaba en intensidad, una sorda emoción y un desasosiego mal disimulado se transmitían a través de ellas. Cuando el anciano paró para tomar aire, yo, que hasta ese momento no había osado interrumpirle, hablé:
- ¡Pero esto que me cuenta... es terrible!
- ¡Terrible! No, lo terrible, lo verdaderamente abominable, aún, no lo ha escuchado. –Dijo el viejo hundiéndose en la pesadumbre y como avergonzándose de tener que contarlo precisamente, él.
- ¿Es que puede haber algo, más abominable, que crear una sociedad de autómatas, de seres carentes de cualquier tipo de sentimiento? –Pregunté sin disimular la ironía, como diciéndole a la vez, después de esto, que me va usted a contar. Pero el anciano ignoró mi sutileza y apisonándola, con sus palabras llenas de angustia y de emoción, continuó su relato:
Aquellas criaturas tecnológicas nacían y se desarrollaban normalmente hasta llegar a lo que llamamos juventud, una edad entre los dieciocho y los veinticinco años y ahí se detenía el proceso de envejecimiento. Increíble era increíble y hasta repulsivo, pensar que aquellos seres, podían vivir cientos de años con aquel mismo aspecto. Imagínese usted, aquello suponía lo mismo, que si las cuatro estaciones del año se fundiesen en una sola. Y las arrugas que siempre habían ido escribiendo todas las vivencias, las alegrías y las penas. Surcos y marcas en el rostro, en las manos y en cualquier parte del cuerpo, desaparecieron y con ellas todo el maravilloso lenguaje del cuerpo y del alma. Aquella insufrible juventud, transmitía lo mismo que pueden transmitirnos, los fríos rasgos, de una figura de cera; una profunda e inaguantable desolación. Del mundo tecnológico se habían excluido totalmente los animales. El nuevo hombre no les necesitaba, se bastaba a sí mismo y a las máquinas y no sentía la menor atracción hacia ellos.
Al parecer todo marchaba bien dentro de las ciudades amuralladas. Los seres tecnológicos tenían grandes capacidades para manejar computadoras, para bailar y especialmente para el sexo. De hecho eso era, prácticamente todo lo que hacían, en aquella vida dominada por el ocio; donde las máquinas lo realizaban todo, donde ellas pensaban y decidían y lo hacían todo por sí mismas; todo en bien, en bien todo de la sociedad tecnológica. En grandes salones inundados de focos de luces de colores, comenzaba a sonar una música de metal estridente y machacona y al ritmo de ésta, hombres y mujeres tecnológicos comenzaban a danzar y a danzar sin parar, durante horas y horas; eran incansables y por mucho que bailaran jamás llegaban a sudar. Y se suponía, es más, tenían la certeza, que aquello era parte principal de su metódica y elaborada felicidad. Cuando daban por concluido el baile; entonces comenzaba el banquete; y luego, cuando se saciaban de comer empezaba el sexo; en esta última actividad consumían el resto del día; hasta que llegaba el momento en que todos se iban a dormir. De manera sutil pero, no por ello menos asombrosa, todos se retiraban a la vez, como si alguien secretamente, les desconectara, por medio de un interruptor general. En el sexo nadie tenía una pareja determinada. La pareja era la que estuviese a su alcance en el mismo momento en que soltaban el perfume, eso sí, habría de ser siempre, una pareja heterosexual. El recinto era inundado con la fragancia de un suave perfume y era éste, el que llegando hasta inundar, una determinada zona del cerebro ponía en marcha todo el mecanismo sexual. Y de esta forma aquellos seres ociosos y sanos podían estar copulando durante horas, hasta saciar su desmesurado apetito. Así sucedía, día tras día y año tras año y se suponía, que ésta era la parte fundamental de su metódica, elaborada y tecnológica felicidad.
VI
El plan Redford funcionaba y Joe, no estaba orgulloso, porque ese sentimiento jamás lo tubo, pero si había saciado, en parte, su enfermiza y desmedida curiosidad. Así ocurrió durante un espacio de tiempo relativamente corto; hasta que ya fue imposible ocultar la realidad. Cada vez tenían que subir más el volumen de la música para que las parejas llenasen la pista de baile y cada vez eran más las parejas que llenas de una perfecta apatía y de una soberana desgana se negaban rotundamente a bailar. Aquello era un motín. Y Joe se obstinaba negándose a admitirlo. Con el sexo ocurría otro tanto de lo mismo. Aumentaban la cantidad y la intensidad del perfume; lo aumentaron tanto, que éste se manifestó, con problemas respiratorios y oculares; pero en lo concerniente a su función apenas surtía efecto. Entre los barones apareció el desinterés por el sexo opuesto y cada vez había, bastantes menos erecciones y cuando se presentaban, eran inconsistentes y poco duraderas. Y entre las féminas comenzaron a surgir inapetencia y vaginas secas, por falta de una correcta lubrificación, motivo por el cual, el copular en estas circunstancias se hacía doloroso y desagradable, cuando no imposible. Y entonces, entre los dos sexos empezó a reinar un estado de falta de deseo, cuando no de miedo hacia el otro y la desgana y la apatía se generalizaba. En el tuétano de aquella sociedad feliz y tecnológica y tras su bella cara, de facciones hermosas, perfectas y sin arrugas, comenzó a formarse un sentimiento nuevo, era el único que conocían hasta el momento y resultaba terrible y desolador, pues era éste, de una tristeza amarga y profunda. El hombre tecnológico se rompía en su interior, pero no existía la posibilidad de drenar, de liberar esa tremenda energía que le atenazaba desde lo más profundo de su ser. Y esta criatura creada, únicamente, para la felicidad absoluta, ahora, no era capaz de sentir la tremenda dicha y el consuelo que sentiría un pobre ser humano, cuando desde lo más profundo de su alma, espontáneamente, le brotan con sentimiento, una docena de lágrimas.
Cada vez tenía que aguzar más y más el oído para escucharle. La voz del viejo iba perdiendo fuelle. Y mientras la tarde moría sin solución, en los ojos marchitos del anciano, vi aparecer brillos de profunda emoción, que hablaban con sus destellos e iluminaban por completo el jardín cubierto por las sombras.
- Por primera vez –Continuó el viejo, con voz cada vez más leve, mucho más leve; pero al propio tiempo, cada palabra era más sentida y más apasionada, cualquiera hubiera pensado al escucharle que estaba hablando de sí mismo. – Joe Redford –siguió el anciano – hubo de reconocer que su plan estaba fallando. Joe apareció una vez más en televisión para tranquilizar a la gente y no es que la gente anduviese alborotada. Pues la gente aparentemente permanecía tranquila; demasiado tranquila; y es, que toda la masa estaba apática y poseída por una infinita tristeza. Si los seres tecnológicos reaccionaban igual que los seres humanos y resultaban tan impredecibles como ellos, Joe Redford pensaba que podía encontrarse frente al suicidio de millones de seres tecnológicos o incluso, cabría la posibilidad, de que éstos pudieran revelarse y derribar los muros de las ciudades y destruir las máquinas o entrar en una guerra fratricida contra sí mismos o arremeter contra los seres humanos.
VII
El omnipotente e inefable Joe, no era capaz de controlar ahora a sus propios hijos, atrapados éstos, en su desdicha, dentro de aquellos engendros que el mismo había creado. El tampoco era ya, capaz, de controlar su terrible apatía, le estaba ocurriendo lo mismo que a los desgraciados seres que había condenado a vivir casi eternamente. Momentáneamente, Joe ordenó que se suspendieran todas las actividades, hasta que, se subsanasen los problemas surgidos dentro de todas las ciudades amuralladas. En el rostro huesudo de Joe, inexpresivo desde siempre, se dibujaba ahora, la figura adusta y fría de la más aterradora tristeza.
A pesar de su tremenda apatía y de su desgana, en Joe Redford seguía imperando por encima de todo, su único sentimiento, la curiosidad. Se le acababa de pasar una idea por la cabeza y fue esta idea, la que le empujó a huir, partiendo en solitario de la ciudad, a media noche y atravesando el muro de incógnito. Volvía a la vieja humanidad buscando seguramente la respuesta a su fracaso. Mientras corría dejando detrás los focos de la ciudad que él mismo había creado, sentía como el aire helado de la noche invernal taladraba su alopécica cabeza. A medida que sus pasos le alejaban del muro aumentaba la oscuridad y el ruido que hacían los árboles sacudidos por el viento. Cerca de allí, aullaban, los componentes de una manada de perros vagabundos. Y debieron olfatearle, porque Joe los sentía cada vez más y más cerca. Quiso correr, pero al intentarlo, vio que sus piernas no estaban hechas para ello y que se le doblaban y lo más que conseguía, era dar una serie de pequeños y torpes pasos, al estilo de un robot, sin avanzar gran cosa. De pronto ante la impotencia de no poder huir se sentó en el suelo pedregoso y dentro de sí, ante el peligro de ser devorado por los perros hambrientos, sintió una sensación nueva para él. Y al sentirla dentro, sudaba y se encogía, poniéndose en posición fetal. Los perros ya estaban allí, eran muchos y sus ojos brillaban como luciérnagas en la oscuridad de la noche. Joe vio que aquello significaba el fin de su vida; pero no era eso solamente lo que le aterraba. Sentía un terrible miedo al dolor, al dolor que significaba ser devorado en vida por aquella jauría de perros hambrientos. El mismo, había ordenado, que las gentes de las ciudades amuralladas, expulsaran a sus mascotas fuera de éstas y ahora los perros bagaban hambrientos en manada cerca de los muros. Los primeros animales en acercarse comenzaron a desgarrar su ropa con los colmillos y Joe encogido y con los brazos cerrados sobre el pecho, lloraba y sollozaba como un niño que se ha perdido y no encuentra a sus padres. Lanzó un grito desgarrador, cuando uno de aquellos perros, le hundió los colmillos en uno de sus brazos; pero en ese instante, la sombra de un perro enorme, que debía de ser el jefe de la jauría, avanzó y mostrando sus grandes colmillos a los demás, hizo que éstos se retiraran inmediatamente. Acto seguido, el animal se le acercó y se limitó a olisquearle, para, seguidamente lamerle el frío y huesudo cráneo y hasta las saladas lágrimas que brotaban de sus ojos. Y a pesar de esas lágrimas, que empañaban un poco su visión, Joe reconoció al animal y se abrazó a él. Aquel perro había sido, durante años, un guardián fiel en el jardín de su casa, hasta que a él se le ocurriera la gran idea de limpiar las ciudades de toda clase de animales. En ese momento pensó en sus padres; no sabía si aún vivían, pero deseó con todas sus fuerzas correr hacia ellos y abrazarles y ser abrazado por ellos y ser el primero en decirles que: Joe Redford había muerto, porque dentro de su miserable cuerpo había nacido otro ser humano.
VIII
El anciano se hallaba terriblemente cansado e invadido por la emoción y, entonces, yo, aproveche ese momento para decirle:
- Ahora comprendo, lo que me decía usted al principio, eso que me iba a contar, acerca de ese gran cerebro. ¡Que grande y que pequeño, el cerebro de Joe Redford!
- Como en todo ser humano, hijo, la perfección no existe, aunque nos empeñemos en decir que sí. Porque... ¿Qué me dice, de todos aquellos sabios que le siguieron la corriente a Joe, aún, a costa de sacrificar sus principios más elementales?
- Tiene usted mucha razón, casi nunca existe un único culpable; pero dígame: ¿Qué fue de los seres tecnológicos?
-¡Ah! Los pobres seres tecnológicos, en medio de su tristeza y de su tremenda angustia y desolación se enfrentaron con las computadoras y les extirparon sus oscuros cerebros, destruyeron totalmente los laboratorios y abriendo grandes brechas en el muro, buscaron la verdad fuera de las ciudades amuralladas. Y a medida que salían y caminaban en plena naturaleza expuestos al viento y la lluvia, llenándose de polvo y de barro, eran cada vez más libres y, poco a poco, iban recuperando cada uno de los diferentes sentimientos que en su día les fueran arrebatados.
- ¿Cómo se llama usted? –Le pregunté cuando ya me marchaba y el viejo mirándome a los ojos me dijo serenamente:
- Joe Redford – Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, como si en aquel instante, me hallase desnudo, en mitad de la noche, en lo alto de un páramo. Él, que debió notar mi inquietud, continuó hablando con la misma tranquilidad y parsimonia – pero no se inquiete joven, siempre he tenido la manía o la fea costumbre de colocar mi propio nombre, encima, del de alguno de los personajes que a veces me invento.
- Me tengo marchar –le dije – vendré a menudo para que me cuente sus historias. Recójase en el interior del edificio, que ya se ha hecho de noche y, ha empezado a refrescar. –Le aconsejé, mientras me dirigía a la calle, desde el mismo jardín, por una pequeña puerta de servicio.
-¡Hasta pronto joven! Ha sido un placer conocerle –dijo el viejo a modo de despedida y se acomodó de nuevo, lleno de satisfacción, en el banco.
Al día siguiente como intuyendo algo, volví a la residencia, y, cual no sería mi sorpresa, cuando me dijeron, que esa noche le habían encontrado muerto mientras descansaba, sentado en un banco del jardín. Enseguida quise saber más cosas sobre el pobre señor Redford. Y preguntándole al gerente de la residencia a cerca de quien era y de cómo había llegado hasta allí, éste me contestó:
- Como quiere usted, que yo pueda saberlo, si le encontraron perdido y desorientado en mitad un centro comercial y le trajeron aquí; pero jamás se pudo localizar a su familia, pues el pobre padecía de Alcehimer. Nunca pronunció una sola palabra; pero eso sí, seguía manteniendo siempre ese aspecto tan distinguido y elegante. ¿Pero dígame, por que le interesa tanto?
- ¡Ah! No tiene importancia; pero, es que le vi algunas veces y, como usted mismo dice, con ese porte de aristócrata que tenía, sentí la curiosidad de saber quien era. Bueno,… y, al fin y al cabo, aunque padeciera de Alcehimer y ya jamás sepamos su nombre, siento de verdad, su muerte, y, estoy seguro de que se trataba, sin ningún género de dudas, de un ser humano, excelente.
FIN
* Escrito el año 1999
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