EL VIEJO FARO
(Relato)
-¿Abuelo, me puedes decir que era esa torre? ¿Parece abandonada, verdad?
- Si, hija, si, ese era el antiguo faro. ¿Es, que no se nota, que está hecho una pura calamidad? Hace tiempo construyeron otro más moderno y mejor situado. Míralo, está allí, en la misma punta del cabo. – y el abuelo señaló con el dedo unos cientos de metros más allá– Por eso, este faro se quedó abandonado. Algún tiempo después le tapiaron la entrada a cal y canto, para que nadie subiera hasta arriba, pues dicen que la escalera estaba cayéndose a pedazos, desecha por el salitre y la humedad.
- Abuelo, a mí me da escalofríos, me produce miedo, solo de mirarlo. Mira la torre, abuelo, parece un fantasma, con esas dos ventanas sin cristales, que parecen ojos, y rodeada por esa fina niebla que producen las olas cuando rompen con fuerza contra las rocas de la orilla.
- Tampoco los recuerdos que guarda en su interior, son muy agradables que digamos. – Dijo el abuelo.
- ¿Acaso – preguntó María de nuevo a su abuelo – acaso conoces tú la historia de ese viejo fantasma?
- Pues, un poco si. Este era el faro de mi infancia, era el único que había por aquí, no tuve ocasión de ver a ningún otro. Yo conocí al farero, y llegué a estar, ahí, arriba, mirando el panorama desde esos ojos que a ti te hacen temblar. Recuerda, que yo, por desgracia, me quedé sin padres aún pequeño y, que me crié, casi hasta ser un hombre, aquí, al lado, en el pueblo, con el abuelo Gonzalo y la abuela Maruca. Ferminito el torrero era muy amigo del abuelo. El farero era un hombre cabal, de esa gente ya no queda. Estuvo cerca de veinte años, que se dice pronto, cuidando de ese faro. Tres estuvieron después que él, pero duraban poco, enfermaban y se tenían que marchar, decían que en el faro ocurrían cosas. De hecho, si no es por eso, que nadie quería el puesto, este faro aún estuviera funcionando, no hubieran construido el nuevo.
- Abuelo vamos a hacer una cosa. ¿Sí? – preguntó la nieta.
- Vale María, de acuerdo, sí. ¿De que se trata? – contestó el abuelo.
Sencillamente, abuelo, que me lo cuentes todo desde el principio. Presiento que ahí se oculta una gran historia. Sabes, creo no, sé que eres un verdadero pozo de sorpresas. – Dijo la nieta, mientras dulce y mimosa le acariciaba la barba con sus manos.
I
Por aquel tiempo – comenzó el abuelo – yo me ocupaba de ir a la escuela, cuando la había, también ayudaba en sus tareas a los abuelos, y el resto lo empleaba en vaguear un poco por ahí, en jugar con mis amigos, en recorrerme a diario la orilla, recogiendo los tesoros que el mar botaba sobre la arena de la playa, y en las travesuras propias de la edad.
El abuelo Gonzalo era una buena persona, un poco bruto, eso si, pero bastante práctico, de aquellos, que dicen: al pan pan y al vino vino. Cuando se terciaba, también podía llegar a ser taimado y prudente, había que ser prudente en aquellos tiempos tan difíciles. Hacía solo unos pocos meses que había terminado la Guerra Civil. Por aquel entonces había mucha gente con familiares en la cárcel y, casi todo el mundo había sufrido la muerte de alguien muy cercano durante aquella guerra fratricida.
Fue una tarde, casi de noche, cuando llegó aquel extranjero al pueblo. Se bajó de un coche negro y grandote, con unas llantas blancas y grandes, que resaltaban en la penumbra del atardecer. Sin detener el motor, el coche aguardó a que el viajero sacara la maleta y continuó la marcha de nuevo, forzando un poco más si cave el grave ronquido del motor. Ferminito el torrero ya estaba algo nervioso, hacía una media hora que le estaba esperando, de lejos hizo señales con la mano al recién llegado, para que le siguiera y, el alemán, porque era un alemán, según aclaró después Ferminito el torrero, le siguió de cerca con el ala del sombrero gacha ocultando totalmente el semblante y la palidez de su cara.
El abuelo Gonzalo, por la noche, dijo bajito a la abuela Maruca, pensando que yo no les escuchaba, que aquel hombre no era de fiar. “El alemán, o bien era un verdadero alemán como decía Ferminito el torrero o, algo aún mucho peor, era de la policía secreta de Franco”. Cualquiera de las dos cosas era motivo de inquietud y de preocupación para el abuelo Gonzalo.
Por medio de Ferminito el torrero, al alemán le alquilaron un cuartucho frío y salitroso, que nadie quería, porque estaba un poco alejado del pueblo, y con el mar batiendo directamente sobre él, a veces, cuando había mar de fondo, el ruido de las olas y la corredera de callaos era tan espantosa que no dejaba dormir.
El alemán despertó mi curiosidad desde el principio y por eso desde aquel momento mi única razón de ser y de vivir era seguirle. Me convertí en espía del espía.
El abuelo Gonzalo decía que Ferminito el torrero era un batata, porque leía libros. Era verdad, el torrero tenía un cuarto lleno de estanterías de libros, viejos y amarillos, era cierto, pero libros al fin y al cabo, lo pude ver un día en que la pobre Consuelo, la mujer de Ferminito, me llamó por la tarde para darme una jícara de chocolate.
Consuelo y Ferminito llevaban cerca de veinte años de casados y hasta el momento no habían tenido hijos. Pero los dos seguían muy unidos, no era ésta una causa ni un motivo suficiente para separarles. Siempre decían: “antes de casarnos no sabíamos si nos iban a venir los hijos, sin embargo, nos casamos para vivir juntos”. La gente del pueblo decía, sin cortarse ni un pelo, ni en pararse en si herían su sensibilidad, que la culpa era de Consuelo, que era machorra.
Por aquel entonces, por las tardes después de salir de la escuela, yo pastoreaba, bueno, pastoreaba, eso sería mucho pretender, quiero decir que llevaba a las cuatro cabras de mi abuelo Gonzalo y a las dos de Ferminito por la orilla, lo más lejos posible del pueblo; las pobres se pasaban la tarde entretenidas lamiendo el salitre de los riscos y trincando salados, greñas moras y hierba zamberosa, de esa que crece cerca de la orilla, y que les camba las patas si comen mucha. Mientras tanto, yo me empleaba a fondo a mis tareas detectivescas e indagatorias. Antes de la noche las cabras siempre volvían. La golosina y el recuerdo de unos granos de millo que les tiraba Consuelo, siempre las hacía volver, contados eran los granitos, pues, compréndase, si no había comida para la gente, mucho menos podía haber para los bichos.
En aquel tiempo la cultura estaba muy mal vista en el pueblo. Cualquiera que leyera o que expresara el más mínimo interés o gusto por lo escrito, ya resultaba sospechoso. Yo, a pesar de tener por aquel tiempo, tan solo unos doce años, intuía que el abuelo Gonzalo utilizaba aquello como un parapeto o una máscara con la cual se protegía a si mismo y a toda su familia. Quizá por ese mismo motivo nunca me aclaraba del todo la muerte de mi padre, siempre me decía: “murió el 18 de julio, el día del alzamiento, estaba en la capital y un coche le atropelló”.Yo recordaba perfectamente a mi padre, pues no era tan pequeño cuando él murió. Aún tengo en el recuerdo su imagen, alto, moreno, delgado, con una barba muy cerrada, con los ojos muy negros y profundos, de mirada penetrante, vistiendo una camisa blanca, y calzado con unas sencillas alpargatas de esparto. Como sucedió con tanta gente que desapareció por aquellos años, su tumba nunca pude hallarla, jamás la encontré. La abuela Maruca lloraba a diario por él. Después de su muerte mi madre y yo nos fuimos a vivir con los abuelos, pero ella murió poco después, enferma del pulmón, de tuberculosis.
El abuelo Gonzalo, por la noche, después de soplar la vela, le comentaba a la abuela Maruca, muy bajito, que, seguramente, el alemán podía ser un miembro de la GESTAPO, la policía política de Hitler. Por otro lado – decía también el abuelo – se habla de que los alemanes pueden estar tramando instalar una base de submarinos en medio del Atlántico. Puede que sea en alguna isla del archipiélago, quizá por aquí mismo, cerca del faro, en esta parte de la isla. Franco teme un desembarco americano en las islas Canarias, si no, no tuviera las costas y las playas acribilladas de trincheras, y sembradas de nidos de ametralladora y de refugios. Con sus amigos, los alemanes, por aquí, se encontrará mucho más seguro. De todas formas, Maruca – dijo el abuelo Gonzalo, terminando la conversación por esa noche – ese alemán cuenta con el apoyo y la ayuda del torrero y, Ferminito, es el hombre con más agallas, mejor corazón y más honrado que pasea las alpargatas por este pueblo. Alguna razón tiene para ayudarle si no, no lo haría. ¿No te acuerdas Maruca, de cómo abofeteó a Don Romualdo, delante de aquellos dos tipejos que trabajaban para él, y que entre los tres, maldita sea la madre que los parió, emborracharon en la cantina, para reírse, al pobre Gelito, El Cojo?
Yo había oído contar muchas veces lo de Angelito, que hasta el nombre le acompañaba al pobre. Era el tontito del pueblo, era la pelota con la que todos se divertían, porque nació algo retrasado, feito y patizambo. Al pobre Gelito, no le faltaba de nada, lo tenía todo, o casi todo, para que la crueldad y el sadismo se cebaran, cayendo, como un enjambre de abejas, sobre él. Trabajaba casi el doble que cualquier hombre normal, pues no tenía malicia, pero a él, a Gelito, siempre le pagaban la mitad. Era lo normal, no había delito, ni vergüenza, ni pecado, en ello. Era Gelito, el tonto, pagarle más se consideraría de estúpidos. Con él no cabía recurrir a la conciencia, ni al pecado, ni a la compasión, ni tampoco quedaba huella, ni sombra alguna del menor remordimiento. En el mundo, seguramente, sin duda, que había piedad, con cualquiera podía emplearse, menos con él, con él no, él no era nada, él solo era Gelito, el Cojo.
Esa vez, al parecer, la llegada de Ferminito el farero a la cantina fue de lo más providencial y oportuna, tanto, que si no es por él, el cojito no hubiera permanecido mucho tiempo más entre los vivos. Entre tres individuos le estaban tratando de hacer beber al chico una botella entera de aguardiente de caña y, ya le habían hecho tragar cerca de la mitad. Lo hacían, lo hacían a sabiendas de que el infeliz padecía de fuertes ataques de epilepsia, que se multiplicaban con los efectos del alcohol. Según parece, el principal culpable era, Don Romualdo, el cacique del pueblo, el propietario de las mayores y mejores fincas de platanera de la zona.
Don Romualdo llegó al pueblo unos pocos años antes de la guerra. El indiano regresó de Cuba, donde atesoró una verdadera fortuna, dicen que allí ganaba el dinero a espuertas. Venía vestido completamente de blanco, un poco entrado en años ya, pero con buena planta aún, fumando puros habanos y hablando con ese acento dulzón y pegadizo del caribe. Algún tiempo después, por poco dinero, se adueñó de casi todas las mejores fincas de la comarca. Las que le faltaron por conseguir, las tenía todas, otro cacique medio arruinado, que se negó a vender. De poco le sirvió a tal, pues, lo que el dinero no logró, poco tiempo después, lo consiguió el arte y la labia de Don Romualdo, casándose con su hija.
Esa tarde estaba Gelito en la venta Mauro, que era, venta y cantina a la vez, y entró Don Romualdo con dos de sus trabajadores, un par de adulones redomados, unos pelotas capaces de reírle todos los chistes al patrón, aunque no tuvieran maldita gracia. Nada más entrar por la puerta, el patrón, sacándose el puro de la boca, casi le gritó a Mauro:
- ¡Ponnos una ronda, que invito yo, y el resto de la botella se la va a beber Gelito! ¡Gelito, ven acá, que te lo vas a pasar muy, pero que muy bien! En Santiago de Cuba había otro inútil como tú, que cuando lo emborrachaban bien, bailaba como un loco, un baile que allí llamaban la cucaracha, ja, ja, ja... – se rió el patrón y los dos cachanchanes le acompañaron riéndole la gracia.
Mauro les sirvió las tres copas y se quedó serio, con la botella en la mano mirando fijamente a Don Romualdo.
- ¿Qué pasa Mauro? ¿Acaso nos quieres aguar la fiesta? ¡No mi hermano! No te compliques la vida. Chico, sería una verdadera pena, que en los tiempos tan difíciles que corren, tuvieras que cerrar un negocio tan bueno como este.
- El muchacho no puede beber, padece de ataques. –Dijo Mauro, y agregó, soltando la botella sobre el mostrador – Si quieren fiesta, es de ustedes la responsabilidad.
- ¿Conoces a alguien, con más autoridad que yo, en este pueblo? ¿Hace falta que te lo recuerde? No, verdad. – respondió el cacique a lo que había dicho Mauro, con pomposidad, con fanfarronería, dándose aires, exhibiendo la influencia y el poder que él representaba en el pueblo, preguntándose y respondiéndose a si mismo sin esperar la respuesta – ¡Pues que siga la fiesta, no te preocupes, si pasa algo, tengo mis abogados!
- ¡No, Don Romualgo! ¡Por lo que más quiega, no me jaga bebeg, que me muego! – le suplicó Gelito con la voz quebrada y gangosa, intentando marcharse.
- ¡Ah, si! ¡Maldito zoquete! Con que me intentas despreciar a mí. Cójanlo – les ordenó a los otros dos – háganle beber la primera, que el resto se las va a tomar solito.
En este plan llevaban un buen rato los tres, riéndose y disfrutando a costa de hacérselo pasar mal al chico y poniendo en riesgo la vida de aquel pobre infeliz. Cual no sería la alegría de Gelito, cuando, para suerte suya, entró por la puerta la figura grande y recia de Ferminito el torrero.
- ¡Peminito! ¡Peminito! ¡Ayúgame Peminito! – gritó a media lengua, al verle, el pobre patizambo, echando espumarajos por la boca, rojo como la grana y a punto de desplomarse y de caer redondo al suelo como un saco de papas.
- Si…si…si no me ayugas, estos caprones me macan. Me están aciengo bebeg… ¡ay! Que me muego…, me muego, me muego.
- ¡Suelten al chico! ¡No ven, que le van a matar! – dijo el farero, con voz alta, casi tronera y con gesto de enfado, acercándose a ellos.
- ¡Tú no te metas farolero! –Le gritó don Romualdo, sacándose por un instante el puro de la boca – ¡Ocúpate de tu farola, que nadie te ha invitado a este velorio! Muchachos, cójanlo y échenlo a patadas, que salga por donde a entrado o, mejor, que vaya a tragarse el polvo de la calle. A ver…a ver… A ver si, así, se calla de una maldita vez.
Los dos tipejos, cobardes como ellos solos, que sabían como las gastaba Ferminito el torrero, se quedaron, quietos, parados, mirando para el patrón, como diciendo… “Patrón, no habría forma de arreglar esto por las buenas”.
¿Por qué no lo hace usted mismo, si se atreve? – Le desafió el torrero, perdiendo los nervios. Y Don Romualdo, que se le podía acusar de cualquier cosa, pero no de cobarde, le embistió como una fiera, con la cabeza gacha como un toro y con los puños por delante.
El torrero ni siquiera sintió la necesidad de cerrar el puño, le soltó cuatro cachetadas, bien pegadas, con la mano abierta, tan bien pegadas, que Don Romualdo, resoplando de ira y de impotencia, fue a caer al fondo de la venta, despatarrado y con la nariz rota, sobre unos sacos de millo que Mauro tenía en la tienda para vender.
Enseguida el par de adulones se apresuró a levantar al patrón del suelo a alisarle el traje, a palmearle la espalda, y a darle la forma original a su sombrero que se había escachado totalmente en la caída.
- ¡Escucha Fermín! ¡Te acordarás de mí! ¡Como me llamo Romualdo Del Castillo, que te acordarás de mí! ¡Por la leche que mamé, que éstas no las cobrarán mis hijos! – le amenazó Don Romualdo, mientras le lanzaba una mirada llena de odio, y con el revés de la mano se limpiaba la sangre que aún chorreaba de su nariz.
- Haga usted lo que le parezca – le replicó el farero– pero a Gelito no me lo toquen más.
-¡Patrón, Patrón tome el pañuelo! – decía uno de sus empleados.
- Se encuentra bien, vamos a llevarle a su casa – decía el otro.
- ¡Fuera, fuera de mi vista! ¡No sois más, que dos gallinas babosas, no los quiero volver a ver! – vociferó don Romualdo, mientras, aún sangraba un poco y con el paso inseguro y renqueante salía por la puerta de la cantina.
Ferminito el torrero, con la ayuda de Mauro, consiguió que Gelito vomitara casi todo el alcohol que le habían hecho tomar. Luego agarró al chico en brazos, como si fuera un niño, y lo llevó a que durmiera la borrachera en la casa donde Gelito vivía con su hermana y su cuñado. El cuñado, dicen, que también era una buena pieza, que era algo bronco con el muchacho, que cuando se emborrachaba, o las cosas le salían mal, a veces descargaba su ira con él, largándole algún guantazo. Quizá, por todo ello, Gelito sentía un cariño especial por Ferminito el torrero. A veces, cuando se encontraban, Gelito le decía:
- Peminito, a mi pagre no go conojí, pego a ti, Peminito, te quiego, egues como un pagre paga mí.
- Lo sé Gelito, lo sé – decía el farero, y continuaba – a nosotros, a Consuelo y a mí, dios nos negó el conocer los hijos, pero el mundo y la vida nos ofrecen la posibilidad de darte nuestro cariño, y nuestra ayuda. Aquí estamos, cuenta con ello siempre que lo necesites.
Lo que Ferminito pidió, se cumplió con creces, a Gelito, desde aquel día, no lo molestaron, ni le tocaron más, ni ellos, ni nadie, en el pueblo siempre lo respetaron.
El alemán subía algunas noches al faro y se pasaba largas horas charlando con Ferminito, no sé como diablos se entenderían, pues no me constaba que Ferminito hablase idiomas. Pero bueno… con tanto libro como tiene, quien sabe – me dije.
Todos los días el alemán sacaba unos prismáticos y una serie de aparatejos extraños y simulaba medir y observar, si, digo bien, simulaba. Poco a poco, después de seguirle durante muchos días, y de simular yo, para observarle, estar de pesca, cogiendo lapas, u ocupado cazando lagartos con lazos de balango cerca de la orilla, o realizando cualquier otra actividad como excusa, me di perfecta cuenta, que lo que él hacía, era exactamente lo mismo que yo, simular una actividad, para que yo, o cualquier otro que le viese, comentase en el pueblo, lo ocupado que se hallaba el alemán, midiendo y observando con sus extraños aparatos.
Un día, mientras le vigilaba de cerca, pero sin que me viera, el alemán resbaló al descender por los riscos de la ladera, justo bajo el faro. El hombre lanzó una maldición y aferrándose fuertemente al risco pudo evitar la caída, pero su blanca camisa se desgarró totalmente dejándole al descubierto la espalda. Me quedé helado. Un gran ojo dentro de un triángulo, tatuado en tinta china, como esos dibujos que suelen llevar los convictos tatuados bajo la piel, le ocupaba toda la espalda. Me marché inmediatamente de allí, porque aquel ojo gigantesco me daba un miedo terrible, pues sentía que su mirada me seguía a todas partes y, desde ese momento, hasta en sueños me persiguió aquel maldito ojo.
Tres días más tarde llegó una carta al pueblo con matasellos de Alemania a nombre de Kurt Meyer. Enseguida me localizaron para que se la entregara al alemán, pues no podía ser para otro la carta. El recuerdo del ojo aún me revoloteaba en la cabeza y aunque sabía de sobra que, seguramente, no habría ocasión de verlo una vez más, el solo pensamiento, me llenaba de nerviosismo y de inquietud. El alemán, un día más, tenía aún desplegados en la playa todos sus aparatos de medición y de observación. Yo llevaba delante de mí por la vereda a las cuatro cabras de mi abuelo y a las dos de Ferminito y entonces, mostrándole la carta en mi mano, le llamé:
- ¿Kurt, Kurt Meyer, es usted?
- ¡Ya, ya, ya, si! Yo, Kurt – respondió desde lejos el alemán, pero la palidez de su cara decía claramente que no se alegraba en absoluto de recibir aquella carta.
Me sorprendió que al entregarle la carta el forzara una sonrisa, y en un perfecto español me dijera: ¡Gracias muchacho! No renuncies nunca a tu libertad – mientras me decía esto depositaba en mi mano una moneda grande y reluciente de una peseta.
Aquella misma tarde el coche negro vino a recogerlo y el alemán subió en el y se marchó.
Dos días después, también, en un coche negro como aquél, unos de La Falange, con varios guardias civiles armados, llegaron al pueblo y, acompañados por Don Romualdo, entraron en la cantina de Mauro preguntando por Ferminito. Yo que los oí, salí corriendo de la venta, corrí tanto, que las patas me tocaban en el culo, y las rodillas, al correr, me estallaban a punto de quebrarse, pero tenía que llegar cuanto antes para avisar rápidamente al farero. Llegué tan agitado a la casa de Ferminito, que apenas podía hablar:
- Ferminito… Ferminito… unos hombres… unos hombres, Don Romualdo y la guardia civil, en la cantina de Mauro acaban de preguntar por usted. – Gracias hijo, gracias por avisarme, pero ahora vete, vete enseguida, que no te vean por aquí.
Yo le hice caso y me marché, pero no muy lejos, permanecí escondido, espiando por las cercanías de la casa del farero.
- No permitiré que esos canallas me torturen primero y luego me fusilen como a un perro. – Decía Ferminito, mientras Consuelo su mujer, y él, se fundían en un abrazo apasionado y doloroso.
- Consuelito, tendrás que marcharte a la península con la familia, allí estarás mejor. Sabíamos que esto podría ocurrir en cualquier momento. Consuelo, escúchame,… hemos compartido la mitad de nuestras vidas juntos, nos amamos, si este es nuestro destino, solo cave afrontarlo. El destino es puñetero, cuando decide algo, su brazo es imposible torcer.
- ¡Entrégate! ¡Entrégate, Fermín! – le dijo Consuelo sollozando, entre un mar de lágrimas y con la voz completamente rota – Es posible, a lo mejor…, a lo mejor, solo de detienen y te meten en la cárcel.
- Sabes que no, cariño, me torturarán para que hable. Que sería de tu hermano, y de tantos amigos como hemos ayudado, durante de la guerra, y ahora, después de terminada, que sería de todos ellos si me hicieran hablar… Sería un sacrificio inútil, porque luego me utilizarán como escarmiento y me fusilarán. Eso es lo que han hecho con tantos otros… No quiero ser un número más, otro cadáver sepultado al borde de la cuneta, una cifra más en su maquinaria de muerte, de represión y de terror, un peón más, para que los fascistas puedan atornillar mejor y mantener por mucho más tiempo la victoria conseguida.
Ferminito se deshizo del abrazo que le unía a su esposa, fue a la gaveta de la cómoda y tomó una pequeña pistola, que se guardó en el bolsillo de la chaqueta; luego puso sus pálidos labios sobre los fríos y resecos labios de Consuelo, le dio un beso furtivo y corrió hacia el faro sin mirar hacia atrás.
Un momento después de salir el torrero, llegaron varios guardias civiles y un par de hombres bien trajeados. Los guardias civiles armados con fusiles de asalto se situaron estratégicamente rodeando la casa. Uno de aquellos dos hombres vestidos de paisano, con un bigotito fino y recortado en el centro del labio, pregunto a Consuelo:
- ¿Dónde está tu marido, perra? Dile que salga, que no se esconda como un marica…
- No lo sé – contestó la mujer, con la cara completamente roja, llorosa y desgreñada.
- ¡Ah! Con que no lo sabes. Pues me parece que vas a empezar muy pronto a recordar. –dijo el acompañante del tipo del bigotito, un fulano de rostro seco, con pinta de fanfarrón, y al que le apestaba mucho el aliento, metiendo sin miramientos el cañón de la pistola en la boca de la mujer, a causa de lo cual le rompió un par de dientes.
En ese mismo momento, Don Romualdo, que se había quedado un poco rezagado a unas decenas de metros de la casa, les hizo señas con la mano para que le atendieran y, cuando miraron, apuntó directamente con el dedo índice hacia el torreón, y gritó:
- ¡Mírenlo, mírenlo! Allá va, allá va. De poco le va a servir. Corran…, corran…, que se dirige…, que está llegando…, que acaba de entrar en el faro – Después refunfuño por lo bajo, para si mismo – Se lo dije, hijo de mala madre, le dije, que se acordaría de mí.
¡Suelta a esa perra comunista y vamos a por él! – gritó el tipo del bigotito.
- No te vayas de aquí, putanga, que volveremos a por ti – le dijo el falangista secarrón a Consuelo, sacándole la pistola de la boca.
Todos corrieron hacia allá y, entonces, Consuelo, una mujer de natural tímida…, siempre callada…, apocadita, puso los brazos en jarras y con los dientes rotos y los labios aún sangrantes, les gritó: ¡Cabrones, corred, corred tras él, malditos fascistas; corre Romualdo Del Castillo, chivato, así te mueras dando gritos de dolor, corred todos…, corred tras él…, guardias civiles, falangistas…, perros de Franco…, corred, corred hasta reventar…, que a mi hombre, a mi Fermín, a mi marido, no le cogerán vivo, ni le cogerán vivo, ni le sacarán palabra, no, hijos de mala madre, tampoco, le van a poder torturar.
El faro estaba al otro lado del pueblo, casi en la punta de la ensenada, a más de un kilómetro, por una vereda estrecha, llena de subidas, de bajadas, de vericuetos y de piedras sueltas que la hacían bastante peligrosa. Yo solía recorrerla en un par de minutos, claro, que yo, por aquellos tiempos, no calculaba el peligro, ni me planteaba la posibilidad de resbalar, ni de caer despeñándome por el acantilado. En mi agenda aún no estaba escrita la palabra morir. En cambio, Don Romualdo, hombre sensato, donde los hubiera, a mitad de recorrido, comenzó sudar como un cochino y, al ver, que las piernas le temblaban como si fueran juncos, se detuvo, sentándose allí mismo a esperar. Los dos falangistas y los guardias civiles continuaron, sin detenerse, corriendo hacia el faro.
- ¡Maldito comunista! ¿Será posible? – gruñó el cacique, viendo como el torrero, después de cerrar la puerta del faro, atrancándola por dentro, se había subido a lo alto de la torre y, por una de las ventanas, había sacado un asta y, atada a ella, con sus tres colores bien definidos, quedó, libremente, con coraje, ondeando al viento, una bandera republicana.
Solo fueron unos pocos minutos, es verdad, pero aquel faro, fue el único lugar, el único sitio independiente y libre del país, donde ondeaba al viento, una vez más, la bandera de La II República, meses después de haber caído presa y derrotada por los fascistas.
No fue tarea fácil derribar la puerta del faro, cuando, por fin, los guardias civiles, medio descoyuntados, lo lograron, y, despacio, caracoleando, comenzaron a subir la escalera, entonces, sonó el disparo. Fue uno solo, un solo disparo. La pistola se deslizó y bajó golpeando, rebotando sobre los primeros peldaños de la escalera y luego, fue a caer, abajo, al fondo, al piso del faro y, de la dureza del golpe terminó hecha pedazos. Antes de que los guardias civiles, en su lucha por subir, completaran el último tramo de escalera, la sangre muda, lenta, silenciosa y aún caliente de Ferminito el torrero, se cruzó con ellos. Al llegar a lo alto de la torre, el farero les recibió como si se tratase de un general, sentado cómodamente en su butaca. Se hallaba muerto, los brazos le colgaban, estaban flácidos, completamente caídos, pero el busto aún permanecía firme, alto, arrogante, la cara vuelta, y en ella una mueca, entre el dolor y la insolencia, con los ojos como platos, abiertos, congelados, mirando hacia la bandera. En la nuca tenía un pequeño orificio del que aún manaba un pequeño hilo de sangre. Por allí le había salido la bala, en la misma boca se había pegado el tiro.
Consuelito echó en una maleta unas mudas de ropa, cogió el poco dinero que tenía, y después de rociar toda la casa, por dentro, con petróleo, del que tenían para los quinqués, raspó una cerilla y le prendió fuego, luego cogió la maleta por el asa y comenzó a alejarse de allí. Yo, en ese momento, salí de mi escondrijo y fui a su encuentro. Sentía que estaba a punto de llorar, nos abrazamos. Nunca más he visto un rostro más desencajado, ni más demacrado, ni unos labios más pálidos, que los labios de Consuelito aquel día.
- ¡No hijo, no, no vamos a llorar! ¿Verdad que no?
- ¡Claro que no, Consuelo, no lo haremos, – respondí yo sorbiéndome los mocos, haciendo un esfuerzo supremo por no llorar – si lo hiciéramos, Ferminito se avergonzaría de nosotros!
Fuimos a casa de mis abuelos, antes de que se la llevaran, porque Consuelito quería despedirse de ellos. Miramos hacia atrás, y vimos una gran humareda sobre la casa, y como las llamas con violencia, la engullían, saliendo al exterior, con fuerza, por los huecos de puertas y ventanas. La mujer del torrero suspiro despacio, largamente, como si algo dentro de su pecho, en ese mismo instante, estuviese siendo también devorado por aquellas mismas llamas.
-¡Hay Don Gonzalo! ¡Hay Dña Maruca! Siento tanta vergüenza…Yo no debería de estar viva… Tenía que haber muerto con él en el faro… Tenía que haberle acompañado… Tenía que haber acompañado a mi marido… Soy cobarde… No debería estar viva… No… No debería.
- ¡Calla hija, no te atormentes más, – dijo el abuelo Gonzalo – Fermín sufriría mucho viéndote así, además, no has hecho otra cosa que cumplir su última voluntad!
Consuelo le pidió al abuelo que se quedara con sus dos cabras, para que no quedaran abandonadas. El abuelo le dio veinticinco pesetas por ellas, pero Consuelo no se las quiso aceptar. La abuela Maruca también la consoló lo mejor que pudo y le puso una bolsita con higos pasados y unos chicharrones, para el camino, que estaba la pobre Consuelo, como para comer chicharrones. Esa tarde, casi de noche, Consuelito era esposada y conducida a la cárcel provincial para ser interrogada, en el mismo coche, donde también llevaban el cadáver de su marido. Antes de que arrancara el coche, Don Romualdo se acercó a la ventanilla y dijo:
- ¡Recuerden, el torrero no puede ser enterrado en sagrado! Aparte de ser un rojo, también es un suicida. ¡Re-cu-er-den-ló! – recalcó el cacique cada una de las sílabas.
- ¡No se preocupe Don Romualdo! – Dijo el tipo del bigotito – Déjelo de mi cuenta, me encargaré personalmente de que así sea. -¡Hasta la vista Don Romualdo! ¡A sus órdenes y gracias por todo!
- En este caso, quien da las gracias, soy yo, me han hecho un gran favor – respondió Don Romualdo cuadrándose marcialmente y saludando con el brazo derecho estirado a la manera fascista.
El coche partió con el motor enrabietado, lanzando una tremenda humareda blanca. Dentro llevaba a los cinco que habían venido juntos, más Consuelito, y detrás, el cadáver de Ferminito el torrero, con las piernas tiesas como ballestas, colgando fuera del maletero. El vehiculo traspuso la calle, lentamente, dejando tras de si una nube asfixiante, espesa y blanca, mezcla de humo y de polvo. Don Romualdo permaneció aún largo rato de pié, firme y con el brazo estirado, como una estatua, ignorando que un ser cojo y deforme, con odio, le observaba desde la oscuridad, mientras, compungido y lleno de dolor, se bebía sus propias lágrimas.
Se lo escuché comentar una sola vez al abuelo Gonzalo: “A Consuelito, dicen que la castigaron de lo lindo, para que hablara, pero, se había quedado muda, y no consiguieron sacarle ni media palabra. Finalmente se enteraron, que, El Alemán, no era un alemán, sino que era su hermano Guillermo, pero no fue por que lo dijera ella, de su boca aseguran que no salió. Pues al alemán, a su hermano, lo habían detenido un par de días antes que a ella, casi inmediatamente después de que éste abandonara el pueblo”.
Yo, cuando el abuelo Gonzalo comentó lo ocurrido con Guillermo, lo sentí bastante, pues le había tomado ley desde la última vez que le vi. Pensaba, y sentía, que mi padre y aquel hombre, debían de tener muchísimas cosas en común. Mira, María, –dijo el abuelo mostrándole a la nieta una medalla que llevaba colgada al cuello – es la peseta que me dio Guillermo “El Alemán” aquel día, en la orilla del mar, cuando le entregué la carta. Poco tiempo después me la colgué al cuello y ya no me la he quitado más, la he llevado todo este montón de años, como un grato y entrañable recuerdo y como una especie de amuleto. Guillermo fue cruelmente torturado para que hablara, delatando a más gente, pero no lo consiguieron, tanto lo golpearon, que de aquellos golpes enfermó y murió poco tiempo después, mientras realizaba trabajos forzados, en la construcción de una de las carreteras de la isla, junto a otros cientos de presos políticos como él. Tanto Guillermo como mi padre murieron por haber pertenecido o ser simpatizantes de la lucha obrera y sindical antes de la guerra.
Las dos cabras de Ferminito el torrero se secaron y no volvieron a dar ni una sola gota de leche más. Nos partía el alma. De dondequiera que se escapaban siempre iban a dar al patio delante de las cenizas donde estuvo la casa del difunto farero y allí, se lo pasaban balando, esperando que Consuelito saliera con los granitos de millo. Antes de que los pobres bichos se pusieran demasiado flacos o se murieran, y ya no hubiera para qué, el abuelo Gonzalo se las vendió a un marchante de ganado, que compraba para surtir de carne a un cuartel de artillería, que se hallaba destacado en el municipio.
En el pueblo, aunque se suponía, que la mayoría de la gente era de derechas, no gustó a casi nadie la muerte del torrero. Consideraban intolerable la persecución y el acoso perpetrado hacia el farero, por los miembros de la guardia civil y aquellos dos falangistas. No lo veían justo. El torrero era un hombre legal. Siempre estuvo allí, fiel, desempeñando su trabajo, antes, durante y después de la guerra. Estuvo allí, permanentemente, cumpliendo con su misión, siendo, invariablemente, luz, guía y salvación en las tinieblas de la noche, tanto para los grandes barcos, como para los pequeños y frágiles pesqueros. Siempre que ayudó a alguien, lo hizo, sobre todo, por amistad o por sentimientos nobles de pura humanidad. Pronto comenzaron a oírse algunas voces que apuntaban abiertamente, que la muerte de Ferminito el torrero, había sido, no solo un abuso, sino también una terrible y bien planeada venganza.
Por mi parte recuerdo, que en la escuela, Don Felipe, el maestro, nos tenía muy bien aleccionados, pues todos los chicos con el brazo derecho bien estirado hacia delante, como una pequeña tropa, cantábamos el Cara Al Sol, antes de entrar y antes de salir de clase, y nos hacía recitar poemas que ensalzaban la figura gloriosa del caudillo. A los rojos, a esos, el poema los presentaba, como a una hidra maligna, de muchas cabezas, a la que había que aplastar y que borrar para siempre de la faz de la tierra. Yo del caudillo no tenía referencias, no le conocía, y podía ser cierto lo que decían los poemas, que era poquito menos que un santo. En cuanto a lo que contaban de los rojos, eso si que no podía entrarme en la cabeza, pues, según decían todos, Ferminito era uno de ellos, y no había nadie en el pueblo a quien yo admirara más, pues no conocía, ni había nadie para mí, mejor que él.
Los delatores, los elementos como Romualdo del Castillo comenzaron a ser odiados, a espaldas suyas, hasta por su propia gente. Se comprendía que se fuera a una guerra por defender ideas o intereses. Pero no se entendía que, concluida ésta; se delatara, se persiguiera y se matara con tanta saña como se estaba haciendo. Por eso, poco tiempo después, la muerte de un prepotente, de un tirano como Romualdo del Castillo, fue como una especie de ungüento o de pomada, como una brisa fresca y sana, un desahogo, un verdadero alivio para el pueblo.
La muerte del cacique fue evidente y clara, pero como se produjo, y las circunstancias que la rodearon, ya no quedaron tan diáfanas.
Al parecer, llegó de la capital manejando su propio coche, como de costumbre y aparcó, como siempre, al lado de su casa, en la bajada frente al almacén de los plátanos. Entró unos minutos para hablar con el encargado del empaquetado y, cuando volvió a salir, le llegó a la nariz un fuerte olor a gasolina, miró y la vio brillando mientras escurría por delante de las ruedas. Sin pensárselo dos veces, tiró debajo del motor una manta que llevaba en el coche y echándose en el suelo se dispuso a averiguar de donde procedía la fuga. En ese instante, alguien le quitó el freno de mano al coche y éste de inmediato se deslizó pendiente abajo. La cabeza de Don Romualdo quedó atrapada, sin poderlo evitar, entre el suelo y la bola de la diferencial que impulsa las dos ruedas tractoras. Los gritos de dolor y los alaridos del infeliz se oyeron a muchos metros de distancia. El peso del coche multiplicado por la inclinación de la rampa hizo que lo arrastrara varios metros, haciendo con la cabeza una profunda marca en el suelo, hasta que ésta se atascó y el coche, entonces, quiso detenerse por un instante y lo hizo. Luego sonó un chasquido, y el hueso del cráneo sin poder aguantar más la presión, cedió, estallando fácilmente, como si fuera una débil y vulgar cáscara de nuez. El vehículo, liberado del atasco que lo retenía, salió desmandado y saltó por encima de una pequeña pared y fue a caer sobre la verde frondosidad de la platanera. Las personas que trabajaban en el empaquetado de los plátanos se enracimaron en torno al cuerpo del patrón, que aún en sus últimos estertores, movió un poco las piernas, resolló fuerte un par de veces, como queriendo vivir, estiró los brazos, abrió y cerró las manos buscando algo a lo que asirse, y agrandando muchísimo los ojos con una mirada de negación y de incredulidad, dobló la cabeza y expiró.
El encargado del empaquetado de los plátanos, que fue el primero en salir corriendo a socorrer al patrón, mantuvo en su declaración ante la guardia civil, que vio o quiso ver, alejándose de allí, la sombra pequeña y difusa de un hombre, caminando con bastante dificultad, avanzando como un simio, hasta perderse cojeando, internándose dentro de aquel verde y denso mar de la plataneras.
Como era de suponer, Gelito El Cojo, enseguida fue detenido por la guardia civil. Lo apretaron mucho para que hablara, pero se mantuvo firme como un hombre, sin reconocer aquel crimen, además tenía una buena coartada. Decía, que cuando murió Don Romualdo, él se encontraba en la venta de Mauro, ayudándole. Llamaron al ventero y éste vino acompañado de cuatro testigos más, que ante el juez declararon, ratificando lo mismo que el chico había dicho. Que no podía ser, porque, todos ellos, incluido Gelito, estaban allí, en la venta, mientras se producía la muerte del patrón. Al juez no le quedó otra alternativa que soltar al muchacho y ponerlo de nuevo en libertad. Gelito regresó con Mauro y los otros, como un verdadero héroe. En cuanto alcanzó a ver la torre del faro dijo algo, pero no le pudieron oír, porque, aunque tonto, se cuidó de decirlo muy bajito, para que no le oyeran:
- ¡Peminito, amigo, esto, te go gebía! – Dijo muy quedo, engarfando, enlazando y apretando, con fuerza, unos con otros, los dedos de ambas manos.
No se atrevieron, ni quisieron preguntarle, que donde estaba él cuando ocurrieron los hechos. Obraron como en el viejo proverbio “ayuda: pero sin que tu mano derecha sepa lo que hace tu mano izquierda”. Como en Fuenteovejuna, los cinco se habían unido, se habían confabulado para salvar la vida de aquel pobre retrasado. Tenían más que la sensación, la certeza, de que el pueblo entero habría hecho lo mismo. No tuvieron que planteárselo demasiado, ni tampoco había por qué. Gelito se lo merecía. Tanto como todos le habían hecho sufrir, ahora, aunque solo fuese por una sola vez, sintieron que era de justicia ayudarle. Se vieron reflejados en él. Comprendieron entonces, la fuerza incomparable y poderosa de la unidad. Observaron, que el pobre patizambo, que aquel pobre idiota, continuamente vapuleado y despreciado por todos, era, y representaba al pueblo, que ante la tiranía, la injusticia, o el desprecio y la arrogancia de algunos, individualmente, cada uno de ellos sentía, que era, o que podía llegar a ser tan frágil, tan desamparado y vulnerable como Gelito.
- Hace un par de años – dijo el abuelo a María – pasé un día a visitar a Gelito. El, estaba ya muy mayor, llevaba unos cuantos años internado en una de esas residencias. Había perdido totalmente el tino, el poquito tino que siempre tuvo. No me reconoció, ni me hablo, era de esperar. Pero cuando comencé a hablarle de Consuelo y de Ferminito el torrero, alzó los ojos y miró hacia un punto indeterminado, allá lejos, en el infinito, y sonrió. Inesperadamente, de sus ojos legañosos, rojos y sin pestañas, manaron a la vez, un par de lágrimas furtivas. Le apreté las manos y me marché de allí, corrí con un gran nudo en la garganta y haciendo un tremendo esfuerzo por no llorar…
- Abuelo, si ahora la que está llorando, soy yo. Me has hecho sentir y vivir de verdad, tu historia. Ahora, la historia de ese viejo faro, ya, para mí, no es la de un fantasma, pues la llevo clavada, hundida para siempre en el corazón.
- María, hija…
- Si abuelo…
- Sácale un par de fotos, con tu móvil, al viejo faro. A ese viejo amigo. Con esta fiebre tan grande de construir, igual volvemos la próxima semana,… y ya no está.
Fin
Terminado de escribir el 24 de febrero de 2008 a las 5 de la tarde.
No hay comentarios:
Publicar un comentario