EL COLMENERO
(Relato)
Debajo del veril, abandonados y ya casi deshechos por la polilla, como los restos de un ejército derrotado, llenos de olvido y pesadumbre se alineaban los corchos vacíos de las colmenas. Mientras el viejo Momo vivió y, dicen, que incluso hasta después de muerto, nunca dejó de atender el colmenar. Cuando el colmenero vivía, en la época de salir los enjambres, allá por los meses de marzo y abril, después de cenar, dejaba a la vieja Rosario, su mujer, en la casa, rezando antes de irse a dormir, cogía un saco y un trozo de manta vieja que tenía para echarle a la mula bajo la albarda y se venía a dormir solo, al pie del colmenar. El viejo siempre mantenía los corchos preparados por si de repente salía algún enjambre. Nunca faltó la miel en su casa ni en la casa de sus vecinos. Tampoco él fue nunca cicatero con sus abejas. Él insistía, siempre, y decía, de manera vehemente, cosas como éstas:
- “Lo que es de ellas, de ellas es. No pases de la cruceta. Si les sacas miel de más, es como quitarle de las manos a un obrero el pan de sus hijos y, no pasarán el invierno, pues, lo más seguro, es, que esa colmena se morirá de hambre, pero de esa colmena, tú tampoco, por miserable y por tacaño, verás más miel. Así que con las abejas no se juega, si todavía no lo sabes, amigo, apréndelo, escúchalas a ellas, pues ellas hablan, ellas saben, – todavía no sé como lo averiguan, pero lo saben – saben lo que está pasando y lo que pasará en el futuro y, por eso se adaptan, se preparan y consiguen pasar y vencer en parte, las estrecheces”.
Ramón García “Momo”, era considerado en el pueblo y en los pueblos de los alrededores, como una especie de hombre sabio, ó el chamán, al que aún, con el paso de los siglos, se negaban a enterrar. Desde lejos llegaban a diario a consultarle su opinión sobre las últimas cabañuelas, o en cuanto a la fecha más apropiada para la siembra del grano, del millo o de las papas…
El viejo colmenero conducía a los enjambres como si fueran rebaños de cabras y los metía en los corchos a base de pequeños golpes en la madera, de cantos y de volutas de humo. El enjambre entraba mansamente, siguiendo a la reina a su nueva casa en una especie de encantamiento.
La vida de Momo era como la de tantos campesinos, gozosa en ocasiones, pero siempre, difícil y dura. De joven llegó a pensar que sus hijos continuarían en el futuro cultivando y removiendo aquella tierra, consistente y gredosa, con cuerpo, y con dura osamenta de piedras, tantas veces revuelta, tantas veces trasegada y removida de un sitio para otro por sus manos, pero se equivocó. Casi nunca hay oídos abiertos para escuchar las ilusiones, las esperanzas y los sueños que anidan en el corazón y que pasan también a veces por la mente de un campesino. Marcial, el único hijo que tuvieron Rosario y él, también nació en pensamiento y en alma, hijo del mundo, por ese mismo motivo pronto emprendió el largo vuelo que le alejaba para siempre de la casa de sus padres. Es verdad, que huía de la vida miserable que le esperaba como campesino, pero, sobre todo, huía de la opresión que ejercía sobre él, sobre su carácter y sobre su forma de pensar, la sólida y pesada bota de la dictadura. Un día echó cuatro rejos de ropa en una maleta de cartón, dejó a “Lenin”, su perro, al cuidado de su padre, y emigró clandestinamente hacia las Américas. Al chico le sucedió, lo que les sucede a casi todos los jóvenes rebeldes e idealistas, que luchan y mueren por causas e ideas, que no les van a beneficiar a ellos personalmente, pero el germen de esa idea que mantenían, sigue ahí, hibernando, en esa especie de magma formado por el pueblo. Hasta que un día, de pronto, de aquella antorcha semi – apagada, emerge la llama, y nuevamente aparece aquella que fue una descabellada y utópica idea, transformada ahora en una realidad justa y sustanciosa, por todos reconocida, mientras los miles de jóvenes revolucionarios que lucharon y murieron por ella, defendiéndola, permanecerán bajo tierra, cubiertos para siempre por los abrojos, el polvo, y el hermético manto del olvido. Eso fue lo que le ocurrió a Marcial. Dejó su vida en una selva olvidada de un país olvidado de la America Latina y, ya, jamás volvieron a saber de él.
Queridos padres:
- decía la carta – “En el momento que lean esta carta yo, Marcial, vuestro hijo, ya no estaré entre los vivos, porque... (El jefe de mi brigada os habrá hecho llegar esta carta). Por ese motivo, quiero a ustedes pedirles perdón. Les pido perdón por el sufrimiento que les haya podido causar, padres míos, con mi forma de pensar y con mi forma de vivir. Ideales éstos que han sido mi bandera, por los que he luchado y de los que no me arrepiento, sino que me llenan de satisfacción y de orgullo a la hora de morir. Sepan, que les quiero y, que les he llevado siempre conmigo, no solo en el pensamiento, sino también, en el fondo de mi corazón. No lloréis por mí. Sabedme vivo en todos los que caen y una y otra vez se levantan y se revuelven y se enfrentan en contra de todas y de cada una de las injusticias de este mundo. Por un guerrillero muerto han de nacer más de cien… Ese era mi lema en la lucha y, ahora, este lema, permanecerá ya para siempre conmigo, en una tumba perdida aquí en medio de la selva.
- ¿Que habrá sido del viejo Lenin? Si es que todavía vive, hacedle una caricia, un pequeño halago de mi parte…
¡Os quiero mis viejos, os quiero! ¡Perdónenme!
Marcial.
Dos solitarias lágrimas cruzaron la piel seca y arrugada del rostro de Rosario. La mujer no lanzó ni un quejido. Lloraba hacia adentro, hacia el hondo, el oscuro pozal, donde solía guardar todas las angustias. Sin embargo, dos brasas de odio, se encendieron en las cansadas pupilas de sus ojos, cuando dijo:
- ¡Tú tienes la culpa, Ramón! ¡Tú le llenaste la cabeza de malas ideas y de pájaros…! ¡Tú lo mataste… Te odio… Solo tú tienes la culpa de su muerte…! ¡No volveré a hablarte nunca más… Para mí, tú también estás muerto, Ramón!
- ¿Qué dices… Rosario?
Momo sintió que algo se quebraba en su interior. Tal vez tenga razón – pensó con amargura.
Y así lo hizo Rosario, jamás volvió a hablarle a su marido. Se recluyó para siempre en su pena y en su dolor. Tal como le dijo a él, no le volvió a hablar, y también ella, así, quedó medio muerta en vida. Estaba allí, pero solo como una sombra deambulando por la casa. Después de asistir a la misa funeral por la muerte del hijo, las amigas de Rosario trataron de arroparla, ofreciéndole su apoyo y su consuelo, pero todo resultó inútil, pues, la amargura, es a la amistad, como el zotal a las moscas, las repele. Mientras su hijo vivió, la sostenía “la magua”, esa llama fina y permanente de la nostalgia, en la que abrazaba aún, siquiera un poco de esperanza. Se cerró de riguroso negro. Se sentía cómoda. El luto, era como una tumba, oscura y fresca, donde no penetraba la luz sino a través de la pequeña abertura que dejaba el pañuelo de la cabeza para sacar los ojos. La pobre rosario vivía obnubilada en esa idea, en ese ensimismamiento, en esa especie de ensoñación representativa y pulcra de la muerte. Prácticamente había desistido de comer, a excepción de alguna taza de agua de pasote, si a esto se le puede llamar comer. La piel de su cara pasó, rápidamente, del blanco al azul y casi, al transparente. La última vez que la visitó aquel grupo de viejas, que eran, bondadosas, sin duda, pero a la vez, también, criticonas y chismosas, a posta, se puso borde con ellas y, enseguida, las encaminó hacia el pueblo. No volvieron nunca más. Había conseguido de sobra su propósito. Muerto Ramón, ya no había ningún avichucho en este mundo que fuera capaz de molestarla.
Momo era el que iba a comprar a la venta, por propia iniciativa, y traía todo lo necesario para el funcionamiento de la casa. En el último año el hombre había envejecido mucho: se le habían desplomado totalmente los hombros y en su lugar había surgido una horrible chepa, como si el diablo le estuviera oprimiendo el alma con un lazo, retorciéndolo por detrás, como el nudo de un opresivo y siniestro cabrestante. Rosario estaba perdiendo la cabeza. Momo aún la amaba. La amaba más que nunca. La quería. Sabía lo que ella había sufrido y sabía, lo que estaba sufriendo ahora, aquella sombra inquieta, que merodeaba sin parar, como un alma en pena, por todos los rincones de la casa. Cuando paraba, era para repasar una y otra vez, las cartas del hijo muerto ó para coger sus ropitas infantiles y mecerlas en su regazo, mientras le cantaba, como en una letanía, un arrorró interminable. Momo le preparaba comida, aquello que a ella le solía gustar, y se lo dejaba en un plato sobre la mesa, por ver si comía algo, pero al día siguiente allí seguía intacto. Se lo terminaba comiendo el viejo Lenin o las gallinas. Rosario había perdido la cabeza por completo y, en su demencia, se había vuelto peligrosa. En las noches recorría la casa con una hoz en la mano y los ojos como platos. En una de tantas noches, la hoz desgarró la camisa a Ramón, y le abrazó la piel con varios cortes superficiales. Por este motivo, Momo tuvo que vivir alerta y, dormir con la llave echada. ¡A pesar de todo…, cuanto la amaba! ¡Cuánto! Que importa, que ahora solo fuera una vieja loca, un fantasma que caminaba por la casa. Aún recordaba, cuando su mirada, era capaz de iluminarlo todo y, su risa, colmaba todo de ilusión y de alegría… Y, su nombre, Rosario, era como decir: felicidad, futuro… vida… Recordaba cuando sus manos, sus brazos, sus senos y su vientre, tenían: la pasión, la ternura y la suave calidez del paraíso. Por eso, que importaba ahora, que él fuera un viejo petudo y ella una vieja loca. Sin embargo, aunque ahora los dos vivían debajo de un mismo techo, tan solo compartían, aquella misma enloquecedora y desesperante soledad. Las noches eran terribles: Rosario cantaba, como en una letanía, el arrorró, acompañada por la música del viento silbando en el cañero. Y, en eso, La Luna, como temiendo salir a campo abierto, subía muy lentamente, agazapada tras los mogotes de las pencas…
Por la mañana, Momo, poco después de salir el sol, engoruñado sobre sus corvas, contemplaba, con atención, unos paredones que tenía sembrados de millo. En la noche, casi todo el maíz había botado la espiga y amaneció florido, con tonalidades de flores: blancas, rojizas y amarillas. No hay cosa más fascinante, que la explosión de naturaleza y de vida, que se produce, cuando florece el maíz. Las primeras abejas lo habían descubierto y haciendo extraños círculos y piruetas imposibles comenzaban a llegar a él. Después de mucho tiempo, en la cara de Momo se vislumbró, apenas, un destello, un pequeño e imperceptible brote de alegría. Se le aguaron los ojos, porque ahora, al ver las espigas, se acordaba de una mañana como aquella, un puñado de años más atrás. El chico, con no más de 8 o 9 años, llegó corriendo, agitado y falto de respiración por la carrera. “Padre, padre, co, corra, corra, tie, tiene, tiene que ver millo. Pa, padre, padre… Tiene que verlo. El millo, el millo, está todo botando la espiga. Padre, es como un milagro, padre. Como si todas las plantas se hubieran puesto, todas de acuerdo, en echar a un tiempo la espiga”. “Claro Marcial… Claro hijo. Esa es la explosión, la magia y el milagro diario de la naturaleza. Tú lo acabas de descubrir en las flores del maíz, pero están las nubes, el viento, las abejas, los pájaros… La vida… Hay miles de ejemplos… Marcial” Y el chico bajaba a los huertos, lleno de emoción, subía a la casa, volvía a bajar, subía, bajaba y otra vez subía.
Momo no podía seguir recordando, tenía una vena atravesada en la garganta, quería llorar y no podía. Medio aturdido, se levantó de allí y se fue al pajal, a tirarle en el dornajo unas virutas de paja a la mula.
Momo iba cada vez menos por el pueblo. Faltos de familiares por la zona, los dos viejos estaban cada vez más aislados del mundo. Nadie quería acercarse, siquiera, por no ver el estado de abandono, y de verdadera decrepitud, en que se hallaba el viejo Momo. Quizá fuera egoístamente, por no sufrir, pero, cruelmente, bajaban la mirada o le volvían la espalda para no verle. Rosario, llegó a un estado de debilidad, tan extrema, que ya no conseguía moverse, ni siquiera ponerse de pie. Ramón la cuidaba. Se dedicaba a ella casi por entero. La tenía en la cocina en un sillón mecedora abrigada con una manta. Aunque, ella, nunca le contestaba, él se pasaba las horas hablándole. Momo la cuidaba bien y, ella, todavía, con el pequeño hilo de voz, que aún le quedaba, por las noches continuaba cantando el arrorró. Así fueron pasando los días, las semanas, los meses y hasta los años. Momo la bañaba a diario y la mantenía bien aseada, sentada en su mecedora, como un pajarito, en la cocina. Momo la cuidaba bien. Así lo constató el cura, y el cabo de la guardia civil, de unas cuantas veces que, de forma rutinaria, se presentaron por la casa. Aunque, bien es verdad, que de los últimos dos años casi no se conoce nada. Momo, dicen vendió la mula a un marchante que pasó por allí, en unas trescientas pesetas, barata fue, pero prefirió así, antes que se le muriera de hambre. Eso sí, nunca dejó de atender las colmenas. El poquito de miel y el gofio de millo, de su cosecha, era lo que a los dos los mantenía vivos, aparte de los higos picos, de los de leche y de las uvas. Años vivió, la pobre Rosario, con las cucharaditas de miel, que Momo le ponía siempre a sus infusiones. Ramón consideró, seguramente, que no iban a necesitar más gofio, porque el tiempo de sus vidas iba disminuyendo a la par que se iba terminando el gofio de la talega. Por ese motivo ya no pensó en tostar más grano para llevarlo al molino del gofio, ni pensó en arar más, ni en sembrar más papas, ni en sembrar más millo, por eso, por eso mismo, vendió la mula. Una mañana cuando iba hacia las colmenas, se encontró muerto al viejo Lenin, bajo unas parras. Tan discreto como lo fuera en vida, así, el pobre animal, también lo fue a la hora de morir, lo hizo con disimulo, como para no molestar a nadie. Momo cogió una guataca y con las pocas fuerzas que aún le quedaban, abrió un gran hoyo, para enterrar al perro al pie del grueso tronco de la brevala. Se sintió triste cuando lo cubrió de tierra, porque Lenin, era su compañero, era también su amigo, y la única propiedad, el último vestigio, el último recuerdo, de Marcial, de Marcialito su muchacho. Era, como si todos los días, tuviera que ir dejando cosas por el camino, soltando lastre, para marcharse con las manos completamente vacías de este mundo…
- ¡Mira, mira, parece que hay un hombre bajo la manta! – dijo uno de los cazadores. ¡Pínchalo con el palo!
- ¡Está muerto! – dijo el compañero.
- Vamos a avisar a la guardia civil. Aquí para venir, hay que ponerse el capillo. Las abejas, no hay quien se les acerque, con el calor se ponen imposibles. Y, al muerto, lo toman por cosa suya, o como un panal de cera las muy jodidas.
Cuando llegó la autoridad, protegida por guantes y capillo, descubrió el rostro del muerto mientras las abejas revoloteaban entorno suyo y, tal y como, lógicamente se suponía, el cadáver correspondía a Ramón García, más conocido por Momo “el de las colmenas”. Como mismito se durmió, así mismo se quedó, se ve que del sueño pasó a la muerte, y ambas cosas deben estar tan cerca, que solo las separa una telita, más o menos del tamaño de un suspiro.
Luego, inmediatamente, mandaron a un número de la guardia civil a la casa para dar conocimiento a la esposa de la trágica muerte de su marido. El guardia llamó varias veces al llegar a la casa:
- ¡Dña. Rosario, Dña. Rosario…!
Y, como la susodicha no respondió a sus llamadas, entonces él empujó la puerta y allí la encontró, de espaldas, en medio de la penumbra, sentada como siempre en su mecedora. Volvió a llamarla:
- ¡Dña. Rosario, Dña. Rosario…!
Y, como la mujer tardaba en contestarle, él fue por detrás y, pensando que la anciana se habría dormido, que estaría medio traspuesta, le tocó en el hombro para llamar su atención, y cual no sería su sorpresa, cuando a este leve movimiento, se desprendió del tronco, el cráneo seco de la mujer y, salió rodando como un cesto de caña, por encima del pulido y brillante piso de cemento…
Fin
Terminado de escribir el domingo 28 de marzo de 2010.
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