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27/5/12

EL CHARCO DE GUASIEGRE (Relato de misterio y de aventuras)

EL CHARCO DE GUASIEGRE



(RELATO DE MISTERIO Y DE AVENTURAS)


INTRODUCCIÓN



El Charco de Guasiegre es uno de esos relatos, en los que se unen la fantasía, la historia, la aventura y los recuerdos de la infancia.
El personaje central de esta historia, es un pirata llamado Ángel García, más conocido por el singular apodo de “Cabeza de Perro”, natural de un pueblo de nuestra querida isla de Tenerife; ese pueblo se llamaba y se sigue llamando, afortunadamente, Igueste de San Andrés. La inmensa mayoría de los tinerfeños, sin duda, que han oído hablar alguna vez de ciertos piratas criollos de nuestra isla, nacidos de la ardiente lava,… llámense Cabeza de Perro, Amaro Pargo,…etc.
La primera vez que oí hablar del pirata Cabeza de Perro fue en casa de mi abuela materna. De alguna manera llegó a sus manos la novela escrita por el también tinerfeño Don Aurelio Pérez Zamora, con el titulo de “Sor Milagros o Secretos de Cuba”. En dicha novela se pone al descubierto la carencia de escrúpulos y la enorme crueldad del mencionado pirata, cuyas fechorías eran de sobra conocidas a lo largo y ancho del caribe. Creo, si no me traiciona la memoria, que esta novela la consiguió mi abuela a cambio de un ejemplar que ella poseía y que trataba del famoso y admirado revolucionario cubano, Manuel García.
Así,… que el nombre y la figura del pirata Cabeza de Perro flotaban en el ambiente aquel donde transcurrieron los primeros años de mi existencia. Por lo que no es de extrañar, que algo de eso haya quedado en el pozo de mis recuerdos más queridos y por ello tampoco puede llegar a sorprender que me haya servido de su nombre para dar salida a muchas de mis fantasías y a los numerosos recuerdos y vivencias de mi infancia.
Pero,… señores, si, a todo esto le añadimos un encuentro casual, de mi pequeña persona, con el señor E., un anciano sumamente estrafalario, el cual, fruto quizá, de una senil demencia, ponía en marcha la más sugerente y descabellada de todas sus fantasías haciéndome participe de ella.

Así fue, como (El Charco de Guasiegre, un pilón enorme o ere, como también suele denominarse en algunos lugares a estos charcos de aguas en ocasiones permanentes, de fondos arenosos y cubiertos de guijarros y que a menudo ocupan los sitios más recónditos e insólitos de nuestros barrancos) quedó para siempre fundido por la mente febril del señor E., con la desolada y cruel figura del pirata Ángel García, más conocido por Cabeza de Perro. Por todo esto, comprenderán ahora, que no me quedaba otra alternativa más, que, arriesgarme con mayor o peor fortuna o acierto y soltar de una vez esta historia que permaneció durante muchos años firmemente arrollada a mis entrañas.













( Era el Raquel, de rumbo errante, que
retrocediendo en busca de sus hijos
perdidos, encontró solo otro huérfano)

HERMAN MELVILLE.




Para alguien, que ve por primera vez, El Charco de Guasiegre, el solo aspecto de sus verdes aguas ya le impresiona. Son éstas, de un verde sucio, casi negras, que no dejan lugar a la menor transparencia. Es como un gran ojo sin pupila, redondo y ancho; tiene un diámetro de ocho a diez metros y queda escondido debajo de un salto no muy grande en el fondo del barranco del mismo nombre. A los lados, altas y lisas paredes le circundan, salvo, la parte de la corriente hacia el mar, en esta dirección y a un tiro de piedra se encuentra un salto enorme, un precipicio de unos cincuenta metros, por el que cae en cascada - cuando llueve- el torrente de agua con un ruido ensordecedor. Hacia el otro lado, y por la parte superior a unas cuantas decenas de metros pasa el Camino Real. Esta calzada en el pasado fue única vía de comunicación entre los pueblos del Sur. Aún hoy se conserva casi en su totalidad, el mencionado camino; que baja en desnivel hasta el fondo del barranco, para cruzarlo por la parte más llana y sube por el otro lado de la misma manera en que bajara.


Desde siempre he escuchado, que no era nada recomendable, quedarse por las cercanías del mencionado charco cuando cae la noche. La gente baja mucho la voz para hablar del asunto. Juran y aseguran, haber oído, extrañas voces que salían por la noche de aquellas verdes y oscuras aguas, entre el croar de las ranas. Y es que, seguramente, el charco, no pasaría de ser un puro y simple accidente geográfico, con el cual, a veces la naturaleza nos suele sorprender; si no fuera, porque está irremediablemente ligado a un hecho ocurrido en un pasado lejano. Un caso sorprendente por lo insólito y sin duda un producto de la más pura y simple casualidad. Sin este antecedente, puede que resultara, hasta normal, el hecho extraño y singular de, que ni siquiera las cabras se atreviesen a beber de sus turbulentas aguas. Quizá lo achacáramos al sabor de algún mineral disuelto en ellas. También a esa inexistente formación de musgos encima de la superficie –cosa, por otra parte, absolutamente anormal en cualquier otro charco– seguramente que le encontraríamos una explicación lógica. Pero durante más de un siglo, se ha ido forjando una especie de leyenda en torno a este gran pilón y, la verdad, es que observándolo fríamente, sin apasionamiento por mi parte, creo que a veces hechos puramente circunstanciales, pueden dejar una marca indeleble, que con el tiempo lejos de difuminarse, entre todos, sin duda alguna, logramos hacerla aún más evidente.




Este es el pirata Cabeza de Perro, nacido en Igueste de San Andrés allá por el año 1800. Su nombre verdadero era Ángel García. Su cuartel general fue La Habana y su teatro de operaciones casi exclusivamente fue el mar Caribe a excepción de algunos viajes a las costas africanas en busca de esclavos y de naves cargadas de maderas nobles y de marfil. Se cuenta que nunca atacó a las embarcaciones que navegaban por aguas canarias. A su regreso a la isla fue apresado en el muelle de Santa Cruz de Tenerife y recluido largo tiempo en el castillo de Paso Alto. De allí solo salió para ser pasado por las armas frente a un pelotón de fusilamiento.




I




Para narrar los hechos ocurridos, tengo que retroceder más de un siglo en el tiempo, y al paso que ahora caminan los relojes eso es mucho, lo sé, pero es la única forma para que ustedes y yo mismo encontremos alguna explicación que nos devuelva el sosiego y la tranquilidad. Hablar de Angel García, es nombrar a un sujeto al que no me apetece recordar, es venirme a la memoria: La Habana, un espantoso caserón en La Calzada de San Lázaro, ¡La famosa y horrible Fábrica de pasteles!...


Los círculos, las piruetas, los choques en los costados del barco que realizaban los tiburones cada vez que Angel García, más conocido por: “Cabeza de Perro” les ofrecía un banquete humano a los escualos. Pero lo que más me abruma, es que este individuo era un paisano nuestro, uno más entre nosotros, nacido y criado aquí hasta su adolescencia, pero adiestrado en Las Antillas en el conocimiento de la más bárbara y cruel de las piraterías. Su base de operaciones era La Gran Antilla, es decir Cuba, allí tenía a su familia y sus grandes negocios. Era allí, en la referida mansión, donde Él blanqueaba el producto de la rapiña junto con algunos socios de la más alta y distinguida sociedad de la Isla.


Cabeza de Perro, era un hombre sumamente feo, bajito, con una cabeza enorme y con unos dientes grandes y claros que le asomaban fuera de la boca. Tampoco le favorecía demasiado, llevar de continuo, una descuidada barba entrecana, con las antenas del bigote medio metidas en las comisuras de la boca. De ordinario solía tocarse la abultada y prominente cabeza (de esta proviene su apelativo) con una gorra negra de marino desteñida y sucia. Completaban su atuendo: un oscuro pantalón, y una especie de casaca que, de origen debió ser blanca y de la cual, el osado capitán, no se desprendía nunca. Remataba toda esta singular y grotesca indumentaria, un ceñidor de color oscuro con un enorme y pesado hebillón.


El pirata había sometido a los barcos que transitaban alrededor de las Antillas a un acoso tan brutal, que las navieras se habían unido y navegaban en grupos de más de tres embarcaciones y siempre fuertemente armadas. Las primas que pagaban las compañías navieras por las pólizas de seguros se habían disparado en un mil por ciento y es que el riesgo en mercancías, barcos y vidas humanas era prácticamente seguro y total. Este sujeto era tan astuto y escurridizo en su huida, como sorprendente, inesperado y salvaje en sus ataques. Jamás se aventuraba a actuar cuando iban juntas varias naves, pero si alguna de estas se descolgaba, a causa del temporal o en medio de la niebla, entonces allí siempre estaba él, como el buitre que persigue a la carroña. La rapidez, la sorpresa y la contundencia del ataque, eran el secreto de su éxito.


Ingleses y norteamericanos, habían formado juntos una verdadera escuadra de barcos con el fin de darle caza, tenían la orden de mandarle al fondo en cuanto le divisaran, no se le podía dar la mínima oportunidad. Por otro lado, les reventaba el alma y les abatía el espiritud, que un odioso hispano les tuviera en jaque durante tanto tiempo. Había surgido este maldito escollo, ahora a finales del siglo, cuando ya las máquinas de vapor estaban reemplazando a las velas y la piratería por fin había llegado a su ocaso. A nadie se le esconde y sería estúpido no haber caído en la cuenta, no ver, que este criminal actuaba con el beneplácito y la complicidad de las más altas autoridades de la colonia española, sin ello, le hubiese sido imposible escurrir el bulto y salir airoso durante un plazo tan largo de tiempo.


La gran cantidad de cayos en torno a la isla del tabaco y la caña y, el gran conocimiento de éstos, le servían en multitud de ocasiones a Angel García para darle esquinazo a sus perseguidores cuando intentaban echarle el guante.




( A un marinero, se le antoja llevar en las orejas,
aros de hueso de tiburón: el carpintero le perfora las orejas)
Moby Dick

HERMAN MELVILLE.




II




Quizá aconsejado por las propias autoridades de la Gran Antilla, se dispuso a abandonar la isla por un largo periodo de tiempo, pensando que al fin y al cabo el océano era muy amplio. ¿Por qué restringirse solo al Caribe? Su trabajo lo podía realizar en cualquier parte y por otro lado no era la primera vez que se había alejado hasta la Polinesia en el desempeño de su labor.


Por eso después de haber cargado en sus bodegas agua, víveres y una gran cantidad de ron; una noche de luna, El Invencible desplegó velas y puso rumbo al Sur.


Siguiendo la blanca estela del Invencible, los tiburones. Una cantidad considerable de tiburones, de un tamaño formidable, le seguían. No se sabía muy bien el lugar donde se habían adherido, por primera vez a los costados del barco, como si éste, de una isla se tratase. Pero, lo cierto es, que formaban ya una parte substancial, de la abultada nómina que Cabeza de perro habría de pagar. Estos animales le seguían y él sentía hacia ellos simpatía un gran aprecio, pues, seguramente prefería dejar a alguno de sus marineros sin comida a no poder consolar con algo a sus tiburones. Por eso, entre éstos y el pirata se había creado una simbiosis, una extraña dependencia y una intercomunicación de afectos y quizá por ello, las temibles criaturas le acompañaban, siguiendo el rastro del barco durante años, cual baifos que siguen la vereda por donde transita a su madre la cabra.


Día a día se fueron adentrando más y más en el Atlántico Sur, el capitán había decidido continuar por el centro de este océano con la tranquilidad y el sosiego de un viaje de placer. Como estaba previsto, llegaron las calmas, días en que no oscilaba la llama de una vela puesta en lo alto de la cofa. Los días pasaban lentos, por Oriente el Sol surgía del fondo del mar y después de un interminable tránsito por el cielo la incandescente bola de fuego volvía a hundirse en la plana superficie. Los marineros después de sus cotidianas faenas, mataban el tiempo jugando a las cartas y metiéndose entre pecho y espalda buenos y largos tragos de ron. Entre ellos también los había alegres, trovadores entusiastas que cantaban el punto cubano hasta cuando caminaban por lo alto de las vergas.


Una de estas bochornosas mañanas, el capitán apareció en la cubierta en traje de baño, caminó por ella hasta la amura de proa a estribor y allí con un ligero balanceo se tiró de cabeza en medio de los tiburones, los marineros le observaban impasibles y es que asombrosamente los tiburones no le atacaban.


Esta era una de sus manías pasar horas jugando con ellos como si en realidad, de inofensivos delfines se tratara. Cuando algún marinero por accidente había caído al mar nunca le habían atacado y es sorprendente porque cuando les arrojaban un cadáver se lanzaban con tal voracidad que levantaban a este más de un metro fuera del agua mientras se lo disputaban y en pocos segundos no quedaba ni el menor rastro de él. Angel García, había hecho el encargo a sus marineros, que si un día moría en la lucha o por simple enfermedad, arrojaran su cadáver a los tiburones, para él, terminar de esta manera, significaba una especie de continuación de la vida según su más que dudoso sentido poético. La mayoría de los marineros habían adoptado y asumido esta idea como si de una religión se tratara y eso que entre ellos algunos se encontraban bastante cirróticos y a no tardar mucho pasarían por las mandíbulas de los escualos.


La tripulación la formaban en su gran mayoría, hombres de raza negra; el resto eran blancos y mestizos, pero todos tenían en común, eso sí, un pasado turbio. Había entre ellos asesinos, estafadores, toda suerte de holgazanes y hasta algún que otro exclérigo, pero lo que sin duda más les unía, era, el gran respeto y la inalterable lealtad hacia su capitán. No era éste, precisamente, un cicatero con sus hombres, pues cobraban una paga al mes y aparte recibían, un porcentaje considerable del botín, cuando lo había y el ron lo tenían a discreción, esta actitud, demostraba la enorme inteligencia del pirata. Él había observado como la avaricia, había sido infinidad de veces, la causa principal de cuantiosas revueltas y de motines y este error no pensaba cometerlo. Por otro lado, jamás era él quién ponía los castigos o arrestos, pues eran los propios marineros, quienes habían hecho las leyes del barco, votado y aprobado por mayoría. El segundo de abordo tenía la obligación de hacerlas cumplir, mientras el capitán se mantenía al margen pero con una actitud respetuosa y de firmeza hacia ellos.




Surgió de nuevo una ligera brisa, lo suficiente para hinchar un poco las velas y suavemente siguieron deslizándose en dirección al Sur. Se iban alejando cada vez más del Ecuador y a medida que esto ocurría se notaba como la temperatura descendía sensiblemente.


El pirata se pasaba bastantes horas en su camarote con la mesa cubierta de mapas y cartas de navegación. Se afanaba en ir trazando la ruta que él consideraba más adecuada, aunque luego hubiera que hacer algunas rectificaciones sobre la marcha. No ignoraba, que aunque cada singladura es diferente, en una ruta tan larga no podía dejarse casi nada a la improvisación, pues ya la meteorología se encargaría por si misma de imponer los cambios.


Empezaron a verse manadas de ballenas, familias de éstas al completo y algún que otro cachalote. Aquellos grandes mamíferos, con sus pequeños ballenatos nadando a su lado, era un espectáculo siempre agradable. Cuando el marinero que iba en la cofa gritó: -¡Ballenas! - inmediatamente salió el capitán de su camarote calándose la gorra. Al mirar desde el puente, atentamente a los cetáceos, los ojos se le iluminaron y hasta los fieros y desagradables rasgos de su cara parecieron dulcificarse.


- No las molesten, no quiero que las molesten. –Insistió Angel García a sus hombres. Demás estaba el encargo, pues ellos conocían ya lo mucho que desagradaba al capitán, que perturbaran a éstos animales. La simpatía de Angel García hacia las ballenas y los cachalotes le venía de muy atrás, cuando era casi un niño.


El joven Angel salió de Tenerife con apenas quince años de la mano de un tío suyo, éste lo llevó hasta Cuba, donde él trabajaba en la industria azucarera. Un año escaso duró Angel trabajando con su tío, su espíritu aventurero le impedía seguir en un empleo tan rutinario como aquel, así se lo hizo saber a su tío, y se despidió. Pasó por diferentes ocupaciones, era un culo de mal asiento, en ninguna parte duraba mucho, por último se encontró trabajando de estibador en el muelle de la Habana. Era este un oficio bastante duro, la manipulación de enormes sacos, pesados fardos, cajas, barriles... no era un trabajo para niños, aunque Angel García lo realizaba con la fuerza y la entereza de un hombre, ganándose la admiración, el respeto y el cariño de sus compañeros.


Pero lo que a él de verdad le atraía, eran los barcos; por eso, cuando terminaba su jornada de trabajo, se quedaba por los alrededores del muelle hablando con los marineros. Subía a los balandros y se interesaba por las diferentes partes y aparejos de éstos, con gran interés y un entusiasmo fuera de lo corriente hasta en los más nimios e insignificantes detalles.






(Adelante –gritó Ahab a los remeros, y las lanchas se dispararon al ataque,
pero Moby Dick, enloquecido por los arpones de ayer que la corroían,
parecía poseído a la vez por todos los ángeles caídos del cielo)

HERMAN MELVILLE.






III




Cierto día... quiso el azar, que arribara en el muelle de la Habana, un vetusto navío; era un barco ballenero procedente del ajetreado puerto de Nantucket, cuya fama en aquellos momentos alcanzaba a las zonas más distantes del planeta por haber sido el olimpo de la industria ballenera. Su capitán buscaba media docena de marineros, ofrecía buena paga, Angel se enteró y fue de los primeros en acudir. Fue enrolado solo como grumete, dada su juventud, y sus escasos, por no decir nulos conocimientos de la industria ballenera. Al principio su trabajo le gustó; pero más adelante la caza de la ballena y la industria ballenera en general le desencantaron tanto que llegó a odiarlas. Meses más tarde, bruscamente, acabaría todo, en una experiencia traumática que le marcaría para siempre. La lucha, el acoso, el hostigamiento y la persecución de la ballena, era un procedimiento, que él consideraba una crueldad. Era inhumano contemplar el terrible sufrimiento de éstos grandes animales, con varios arpones clavados en su cuerpo y horas y hasta días en una desesperante agonía. Sin apenas expirar, eran troceados e izados a bordo del buque, por medio de roldanas e inmediatamente derretidos y convertidos en valiosos barriles de aceite. Esto era algo verdaderamente repugnante, asqueroso, hacía verdaderos esfuerzos para poder soportar sin volverse loco, el desagradable olor de aquel humo pestilente.


En una ocasión, se vio obligado a reemplazar a uno de los remeros de una de las lanchas de caza, que había caído enfermo. Quiso la mala fortuna, que después de que el arponero que iba en la proa de la lancha hubiese clavado la punta de su arma afilada en la cabeza del animal –la estacha o cuerda que va unida al arpón– se le anudase al joven Ángel en uno de sus pies y fue sacado violentamente fuera del bote y remolcado por el monstruo más de una milla. Unas veces el cuerpo iba fuera del agua y otras dentro de ella. Hasta que al final la ballena paró en su huida, lanzando los últimos estertores y con ellos también el último hálito de vida, y fue entonces cuando consiguieron rescatarle, con la tibia y el peroné rotos, pero nadie lograba explicarse como había salido con vida; pues la estacha jamás solía perdonar ninguna de las que se cruzaban en su camino.


Le entablillaron la pierna y cuando el barco estuvo repleto de barriles de grasa de ballena y de cachalote retornaron a puerto. Pero en cuanto puso el pie en tierra firme juró, que nunca más en su vida quería saber nada de aquellos malditos balleneros.


El viento soplaba moderadamente y el Invencible seguía y seguía su inexorable marcha hacía el Sur. Pasado el mediodía a lo lejos comenzó a vislumbrarse una fina columna de humo que el aire se encargaba de doblar hacía el Sur. Avisado el capitán subió al puente, pero nada más mirar su cara se congestionó, palideció y comenzó a sudar.


-¡Balleneros! –Dijo levantando levemente un dedo hacia allá y dicho esto cayó al suelo con una convulsión. Tuvieron que sujetarle tres o cuatro hombres por cada brazo, para que no se golpeara, les zarandeaba con la fuerza de un animal y echaba espumarajos por la boca. Pasados unos minutos cayó exánime y con el cuerpo cubierto de sudor, luego, ya más recuperado, lentamente se fue incorporando.


- ¡Suéltenme coño, sueltenmé! –dijo a los que le mantenían. Estaban como a una milla larga del negro y gigantesco ballenero, y ya les llegaba el fétido olor de la grasa derretida. Con su acostumbrada entereza, Cabeza de Perro ordenó: ¡Largenlo al fondo! ¡Desaparezcan esa porquería! Apunten a la línea de flotación.


En pocos instantes se abrieron los portalones y pronto asomó toda la cañonería del Invencible a su cita con la muerte. Cuando estuvieron a la altura del ballenero, todas las bocas a la vez, escupieron fuego sobre el desarmado buque, abriendo un alargado boquete en el casco, por el cual comenzó a entrar el agua del mar como un enorme torrente.


-¡Viren en redondo! –Ordenó de nuevo el capitán.


Ejecutaron la maniobra con la intención de cañonearle por la otra banda, pero no fue necesario, pues el ballenero herido de muerte, iba levantando la quilla cada vez más y más fuera del agua y la proa comenzaba a alzarse hacia el limpio y ancho firmamento.


Todos los supervivientes del ballenero se encontraban en una lancha, pero el capitán no tenía la menor intención de rescatarles; pues le ordenó al timonel que pusiera rumbo Sur-Suroeste. Sin embargo al dirigir una última mirada a la lancha, desde la cual un adolescente delgado y extremadamente pálido le miraba, el capitán se estremeció ante aquellos ojos y volvió la cara hacia otro lado mientras decía:


-¡Tiren un cabo y súbanlos!


Pero, amigos, no nos engañemos por este ramalazo de humanidad, pues también los tigres se detienen para lamerse sus propias heridas, y el que es maluco, es como el que es tonto, a veces ni siquiera es consciente de ello.


Pegaron la lancha a un costado del barco y fueron subiendo a los náufragos con la premura que las circunstancias exigían, no fuera que el criminal desistiera de tal operación considerándola un retraso innecesario.


Cuando hubieron subido todos a la cubierta del Invencible –en total eran diecisiete los marineros y entre ellos no se encontraba su capitán– aún tuvieron el tiempo justo para ver como se sumergía definitivamente el ballenero, con su barriga repleta de barriles de grasa y con él, el resto de sus compañeros. El océano los recibió como un enorme estómago dispuesto a digerirlos y convertirlos en sustancia menuda, rica y nutriente muy alimenticia para los peces.


Muchas millas al Norte, ahora, había unas cuantas viudas más y algunos huérfanos que tendrían que subsistir de la caridad de sus vecinos pobres y seguramente pasarían frío en el gélido invierno. Pero éstas, no creo, que fuesen las preocupaciones de Ángel García, pues la compasión era un sentimiento demasiado grande para él, y, seguramente que no habría lugar para ella en su estrecho corazón. Inmediatamente mandó que bajaran a la bodega a los marineros y que les encadenaran en calidad de presos hasta que pudieran ser dejados en tierra firme.


- Denles bien de comer y el ron que no les falte. – Ordenó Cabeza de Perro, mientras se encerraba en su cámara. No dejaba de ser un tipo bien raro, éste criminal; pues un par de horas más tarde, volvía a salir y en sus ojos se notaba la inequívoca señal de que había llorado. Pero al tomar su posición en el puente la cara del capitán volvía a recuperar el áspero y brutal aspecto de siempre. Hacía poco que habían dejado a Sotavento las Islas Malvinas, por lo tanto estaban en una zona de hielos flotantes muy peligrosa para la navegación; el viento arreciaba mientras se disponían a afrontar una travesía altamente dificultosa, como era, la de doblar el Cabo de Hornos.






( ¡ Eh, ahí! ¡Este es el Pequod, que va a dar la vuelta al mundo!
¡Decidles que dirijan todas las cartas sucesivas al océano pacifico!)

HERMAN MELVILLE



IV




¡Cuidado con los témpanos! – EL capitán no paraba de dar órdenes.


El viento nos empuja a toda velocidad hacia el Cabo de Hornos.


- Mantén el rumbo – decía al timonel.


- ¡Las vergas... A las vergas, recojan la mitad del trapo! ¡Cierren las escotillas!


¡Aferren bien esas velas! - ¡Nos acercamos al maldito Infierno! - ¡Apuren muchachos, apuren!


El temporal era ya considerable, se acercaban al mismísimo centro del huracán él lo sabía, lo que ignoraba era si podrían salir de él. Durante varios días los demonios anduvieron sueltos por aquellas latitudes, el centro de una fuerte borrasca les envolvía. En pleno día la oscuridad era total, hasta la mar se ennegreció, navegaban al lado de gigantescos bloques de hielo, a veces el barco se encontraba en el fondo de una negra y profunda cima y arriba en la cresta de la ola la gran loza de hielo amenazaba con sepultarlos como si de una liquida y oscura tumba se tratara, por el contrario cuando el témpano estaba en el interior de la hondonada, el barco en el aire amenazaba con estrellarse contra el blanco cristal, mientras retumbaba el trueno y el rayo incidía en él con su luz cegadora.


La cubierta del Invencible ahora era barrida por las olas y hasta el nombre del barco sonaba allí más pretencioso y ridículo que nunca. La carga que llevaban aunque no era mucha ni pesada debió ser cuidadosamente estibada, sobre todo los grandes toneles de ron tuvieron que ser apuntalados y sujetos con traviesas para evitar su movilidad dado el gran peligro que ello implicaba para la embarcación, pues el más ligero corrimiento de la carga podía resultar fatal. El barco se escoraba hacia cualquier lado en medio de la vorágine, por eso el más insignificante desequilibrio hacia uno de ellos podía acarrear funestas consecuencias.


Después de haber estado a punto de zozobrar en infinidad de ocasiones, con el bauprés roto y con algunos daños menores, el Invencible logró pasar frente al Cabo de las Tormentas en plena noche, pues, ni siquiera se percataron de ello. Amanecía. Poco a poco la tempestad fue amainando, se hizo menos violenta, los demonios uno detrás de otro fueron entrando en su corral, el agua fue perdiendo la espuma y el huracán se convirtió en agradable brisa, de esta manera les daba la bienvenida El Pacifico, el padre de todos los océanos.


El capitán, decretó día de fiesta para todos, incluidos los prisioneros, lo celebraron con una comida especial y brindaron por seguir a flote a pesar de todo. Después de haber brindado con la tripulación Cabeza Perro llamó a su segundo de abordo y juntos se dirigieron a su cámara, el pirata le mandó sentar, sacó de un armario una botella de vino tinto la descorchó y ofreciéndole un vaso, todo un detalle viniendo de él, le dijo:


- Esto es vino de Tacoronte, esto es vino de mi tierra, quién lo prueba no lo olvida jamás.


-¡Capitán, por este vino se arrodillan hasta los mismos demonios! – Dijo el subordinado después de tomar un pequeño sorbo.


- Sí, por desgracia me quedan muy pocas botellas, solo para las grandes ocasiones, pero tengo en mis planes ir a Tenerife, mi tierra, dentro de poco tiempo. Añoro ver aquella tierra negra, oscura, donde enraízan aquellas viñas maravillosas y contemplar aquel paisaje tan familiar y lleno de mansedumbre donde nací. ¡Hace tantos años que abandoné mi tierra! – Se lamentó el viejo pirata. –Mis padres murieron y yo lo supe algunos años más tarde. – El pirata hablaba de esta manera melancólica de su tierra, y su mirada se perdía al hablar en la madera de la pared del camarote, como si estuviera tratando de atravesar el océano para llegar a las mismísimas laderas del Teide.




El Invencible navegaba ahora hacia el Norte remontando el cono Sur del continente americano. Una tarde, con el Sol ya moribundo, llegaron a las islas de Juan Fernández; encararon una de éstas y en una cala poco profunda botaron el ancla con la sana intención de descansar y reparar las averías causadas por el temporal. Pero en plena madrugada el capitán ordenó zafarrancho, toda la tripulación se presentó en cubierta unos vestidos y otros a medio vestir, mandó poner provisiones en un bote para los prisioneros, también varios barriles de ron, hecho esto mandó arriar el bote y seguidamente fueron subiendo en él los amarillentos presos, que a la luz de los faroles ya habían sido liberados de los grilletes. Una vez más el barco volvía a levar el ancla y con las primeras luces del alba abandonaba aquella ensenada dejando a la isla con unos inesperados huéspedes.


La isla donde acababan de dejar a los hasta entonces prisioneros la llamaban Más Afuera, el Invencible se dirigió a otra isla cercana, llamada Más a Tierra, hoy conocida como: Robinsón Crusoe, por inspirarse Daniel Defoe para su novela en un náufrago que vivió en dicha isla cinco años en solitario hasta que fue hallado. Llegó Ángel García con su gente a esta última isla y aquí si que fondearon en serio, la tripulación se dispuso como estaba previsto a las obligadas reparaciones en el barco, mientras una docena de marineros se adentraron en la isla armados con fusilería de caza y gran variedad de armas.


Esta isla poseía en su interior uno de los tesoros más codiciados por los marinos que transitaban esta zona del Pacífico Sur, dicho tesoro era imposible de rescatar en su totalidad, pues aunque muchos se habían apoderado de gran parte de él, éste a su vez, se iba renovando y aumentando constantemente de una manera asombrosa. El navegante español Juan Fernández que descubrió estas islas en 1574 no podía imaginar que los pocos ejemplares domésticos de caprino que dejaron sueltos al marchar se pudieran reproducir y formar rebaños tan numerosos hasta el punto que hoy a estas islas se las llama Archipiélago de Juan Fernández o Islas de las Cabras.


Éstos animales en estado salvaje se refugiaban en las zonas más escarpadas e inaccesibles y para los marinos suponía un verdadero tesoro ya que tras largas singladuras tenían al alcance de la mano la posibilidad de cambiar la dura y mohosa galleta con sabor a engrudo por esta fresca proteína y además, permitía la preparación de gran cantidad en salazón para el resto del viaje. Esto es lo que hicieron Cabeza Perro y sus hombres durante varias semanas, consumir carne fresca de cabra a diario y hacer acopio de una enorme cantidad de ésta para una larga travesía, como era la de surcar de un extremo al otro el Gran Océano Pacífico.


Una mañana cuando ya los rayos del Sol rebotaban en el agua del mar hasta herir la vista, el Invencible aprovechando un aire del Sur desplegó todo el trapo y salieron de las Islas de las Cabras con rumbo Norte. La ruta marcada por el capitán era continuar en esta dirección hasta rozar las Islas Galápagos y de allí virar al Poniente siguiendo más o menos el Ecuador siempre que el viento lo permitiera.






( La condición constitucional y permanente del hombre
tal como está fabricado –pensaba Ahab- es la sordidez)

HERMAN MELVILLE.

V




A los dos o tres días de haber partido de la isla, dos tripulantes cayeron enfermos, primero fue la fiebre, después se pusieron morados y más tarde verdes como las aceitunas. El pestilente olor que desprendían sus bocas evidenciaba lo podridas que tenían las entrañas, seguramente estos sujetos no tardarían en morir, pero su agonía era espantosa, sus lamentos se hacían escuchar en todo el barco y resultaba tremendamente doloroso no poder hacer nada por aliviarles el sufrimiento. El capitán pasó a verles unos instantes, pero cuando salió movió la cabeza negativamente, se caló la cachucha, miró a su segundo de abordo y sacando un enorme pistolón de debajo de su casaca se lo entregó al joven y le dijo: - ¡Nelson, vuélales los sesos!






Las dos detonaciones sonaron, secas, eficaces, inmensamente candorosas y humanitarias como las manos de Dios. En la cara de los muertos se apreciaba el profundo alivio y la enorme paz que habían conseguido con su muerte aquellas dos desdichadas criaturas. El hígado, es algo perfectamente serio y estos marineros, que lo tenían bastante tocado, con las comilonas y las bebilonas que realizaron en la isla consiguieron destruir por completo la imprescindible víscera. Puedes perder un brazo, una pierna y lograrás llevarlo hasta con orgullo, pero los accesorios internos cuídalos, y mejor no los toques, ¡ay amigo, eso son palabras mayores!


Estas dos muertes eran solo un pequeño eslabón de la cadena alimentaria que compone la vida; porque observando,… sencillamente, las cabritas se comían las ramas y hasta la corteza de los arbustos, más tarde los marineros se comían a las cabritas y ahora toda la tripulación en la cubierta del barco —que se había detenido – firmes , serios, afectados, esperaban la orden para lanzar los cuerpos desnudos de sus camaradas en medio del rebaño que al moverse a ambos lados de la proa del Invencible formaba grandes remolinos.


Al caer los cadáveres aquello fue la guerra, las mandíbulas peleaban por acaparar, los huesos crujían al romperse, la mar se volvió escarlata y en pocos instantes solo quedaban los dos enormes remolinos llenos de tiburones aún a medio desayunar. “Esto que para nosotros resulta un espectáculo escalofriante y atroz, para estos legendarios peces resulta tan familiar y normal como una cena de Navidad, exactamente, la misma crueldad que trinchar el pavo, o comerse un cabrito, todo depende a veces de quién analiza el asunto y no de quién lo ejecuta. En algunas ocasiones lo pienso y ni siquiera Cabeza Perro me parece tan malvado o al menos no más que otros que bajo la alargada sombra de la cruz , el poder de la espada y la fuerza devastadora de la pólvora, han aniquilado pueblos enteros, arrasado culturas importantes, han sometido y esclavizado a “esos salvajes” – que cinismo señores—porque no conocían al Dios Verdadero, al de los templos cubiertos de oro, ni tampoco a esas lindas virgencitas de mantos relucientes y majestuosas coronas llenas de diamantes. Y a veces también me lo pregunto: ¿Que pensará Dios de todo esto? ¿ Que pensará el creador de la naturaleza, el dios de los océanos, el de los grandes ríos, el de los lagos, el del ser pequeño, microscópico, el que creó al elefante y la ballena, el del negro africano y el del indio, que pensará de la promesa y de la vela, que opinará de nuestras pequeñas historias personales, - cuando en el Caribe se está formando un gran huracán que segará muchas vidas, en Asia otro al mismo tiempo arrasará las costas de Birmania y de la India y en África los animales y los hombres se mueren de hambre y sobre todo de sed – que pensará “ese Dios Inmenso” al que todos hacen que sea de su exclusiva propiedad pero que sin duda no pertenece a ninguno y en todo caso todos pertenecemos a él como una pequeña parte de su naturaleza.”


¡Perdonen Señores!, no quería perderme por las alturas, siempre digo cosas de las que luego me arrepiento, mi vehemencia al desarrollar ciertos temas, más tarde me abruma y me abochorna.


Siguieron varios días hacia el Norte, hasta que comenzaron a tropezarse con ejemplares gigantes de tortuga, eran galápagos de un enorme tamaño pertenecientes al género testudo T. Gigantea y T. Elephfantopus, estas especies viven en torno a un archipiélago compuesto por trece islas mayores y varios islotes y escollos. En tiempos fueron tan abundantes aquí estos extraños animales, que por este motivo dieron el nombre de Galápagos a estas islas. Los habitantes del archipiélago vivían de la carne, del aceite y del caparazón de los galápagos, pero sobre todo de la pesca del cachalote y de la ballena, además, a sus puertos llegaban balleneros de todas partes pues la zona era una de las pesquerías más ricas e importantes del mundo.


La población de tortugas había sido seriamente diezmada por la ingente cantidad de balleneros que acudían al lugar, pues en si mismos los galápagos constituyen una despensa de carne fresca de valor incalculable en las a veces larguísimas rutas que realizaban éstos valerosos e intrépidos lobos de mar.


La tripulación del Invencible tampoco se sustrajo a la tentación de cambiar el menú del día añadiéndole carne y sopa de tortuga, por lo que también se dedicaron a la captura de unos cuantos de estos seres prehistóricos participando de una manera directa en el aniquilamiento y esquilmación de la especie.


Cuando el marinero que oteaba el horizonte con el catalejo desde lo alto de la cofa se convenció que lo que veía no era el lomo de ninguna ballena sino una tierra grisácea que a medida que avanzaban iba emergiendo cada vez más del océano, entonces dio la voz de ¡Tierra! era la primera de las islas e inmediatamente Ángel García ordenó rumbo al Oeste y se retiró a su camarote en el que permaneció enclaustrado durante varios días sin abandonarlo. La tripulación sabía muy bien porqué lo hacía, que prefería esconderse y no tropezar ni con la vista a los balleneros, porque sí tenía la mala suerte de oler a alguno de ellos no le quedaría otra alternativa que hundirlos.


Como la diminuta oruga que va minando la hoja abriéndose camino a través de ella, de esta manera hiriendo el océano con su proa y rasgando el agua con la quilla el Invencible penetraba cada vez más hacia el corazón del Pacífico llevando en sus espaldas a Cabeza Perro y aquella audaz y decidida horda de tunantes.


- Nelson, reúneme a todos los muchachos en el puente - Esto fue lo primero que dijo el capitán al abandonar su auto-reclusión. Nelson transmitió la orden de inmediato y en un par de minutos toda la tripulación se encontraba en la cubierta, firmes y atentos a escuchar el motivo de aquella urgente convocatoria.


¡Marineros! - Tronó la voz del pirata—Les he convocado esta mañana porque, creo llegado el momento que sepáis, es necesario, es importante que ustedes conozcan donde vamos y, lo que según mis planes debemos hacer. Seguramente os habrá extrañado que, a estas alturas, con tantos días como llevamos de navegación,… aún no hayáis recibido orden de atacar a ninguna posible presa, pues bien, en este viaje vamos a realizar un cambio radical en nuestra forma de actuar. ¿Por qué este giro en nuestro proceder? Es bien sencillo, necesitamos que se olviden de nosotros por el momento y la manera más fácil es la siguiente: No atacaremos a los barcos mercantes, de momento no, no lo haremos, tampoco a ningún otro tipo de embarcación. ¿Y entonces que haremos? ¡Tranquilos muchachos, tranquilos! ¡ja, ja, ja... Retirarnos a alguna isla de la Polinesia... Ja, ja, ja... A comer frutas tropicales y a disfrutar de sus mujeres, ¡ah!.. Eso no estaría nada mal, pero no, no nos dedicaremos a eso ni tampoco al negocio de la copra, no me los imagino a ustedes trepando por las palmeras como si los troncos fueran mástiles, verán... Nuestro objetivo está en la Indonesia, alrededor de la isla de Java y de Sumatra... En el Mar de la China. Si muchachos, nuestro objetivo son los Corsarios Malayos, efectivamente atacaremos solamente barcos piratas y de esta manera dejaremos en paz por una larga temporada a los mercantes, que piensen que hemos desmontado el negocio... ¡Que os parece muchachos!


¡Capitán, esos Malayos se van a acordar de su Malaya madre! Soltó uno de aquellos aguerridos marineros y los demás le corearon: ¡Se van a acordar, se van a acordar! ¡Hurra, por nuestro capitán!


Los planes del capitán habían tenido la mejor de las acogidas y eso a éste le produjo una satisfacción imposible de disimular, por lo que rió abiertamente con ellos y juntos, todos, lanzaron poderosos hurras, que hicieron retemblar todo el barco desde el bauprés hasta la popa.


- Un momento muchachos – dijo el capitán – nos quedan aún muchas jornadas para llegar, por lo tanto, a llegado la hora de preparar nuestra estrategia de una manera seria, cuando se presente la primera ocasión no quisiera encontrarme con sorpresas desagradables. Ellos están en su terreno, conocen palmo a palmo esos mares, son valientes como nadie, no les importa morir, eso es mucho a su favor. Nosotros, tenemos que ser lo suficientemente hábiles y astutos, para con nuestra inteligencia y osadía sorprenderles. Si, la sorpresa de lo inesperado, eso está de nuestra parte, pero tenemos que agregarle mucho valor y un coraje que ustedes ya me han demostrado suficientemente.


El Invencible continuaba avanzando lentamente, pues el aire no ayudaba demasiado y este océano estaba haciendo honor a su nombre con una fidelidad absoluta. Cuando se presentaba algo de aire casi siempre había que avanzar ciñendo las velas, en raras ocasiones soplaba el viento a través, y a lo largo—aire que soplara por la popa—aún no se había dejado sentir.






( nos estamos sumergiendo locamente en las garras de la vorágine
y entre el bramido, el rugido y el retronar del océano y la tempestad, el
buque retiembla todo -¡oh Dios- ¡ y se hunde!)

EDGAR ALLAN POE.






V I




Una tarde poco antes del anochecer, observaron a unas millas en el horizonte, bajo la luz rosácea del crepúsculo, como se recortaba la elegante figura de una goleta. Llevaba ésta todo el velamen extendido y tanto el casco como las velas eran totalmente blancos. Viajaba a una velocidad ligeramente inferior a la del Invencible, anocheció, la goleta siguió a todo trapo y sin ninguna luz en la popa que hiciera notar su presencia. En la oscuridad Ángel García ordenó recoger parte de las velas y seguir a distancia aquella fantasmagórica goleta cuya silueta apenas se divisaba en medio de la noche. Cabeza Perro mandó que no se la perdiera de vista en toda la noche y en cuanto despuntara el día dijo que le llamaran, pues a la luz quería hacerle una pasada y ver de quienes se trataba, no sabía a que se debía, pero aquella extraña forma de navegar le producía una cierta inquietud, un desasosiego que no eran frecuentes en un individuo de su calaña.


Al amanecer la goleta igual que había venido desapareció misteriosamente y los marineros que estaban de guardia y que la habían vigilado a distancia durante la noche no se lo explicaban.


- ¡Nelson, mis ordenes fueron bien claras!, ¿porqué no se me informó cuando la goleta cambió de rumbo? Dijo Cabeza Perro de bastante mal humor. Capitán, personalmente observé la goleta hasta el amanecer y le aseguro que no cambió de rumbo. A medida que la luz de la alborada aumentaba la imagen de la goleta se hacía cada vez más borrosa, se fue difuminando, hasta que con la luz del Sol desapareció como si se tratara de una estrella.


- Parece cosa del maldito diablo —Soltó el capitán de mal talante, como si hubiese dormido mal y se hubiera despertado peor aún. —Estos mares no me gustan un carajo, ocurren cosas que no entiendo, pero ni una palabra a los muchachos,¿entiendes Nelson?, ni una sola palabra, (aquí todo, es normal ).


- Si capitán todo marcha bien, según lo previsto, si mi capitán dice que es normal, es que lo es, sin lugar a dudas. Pero confidencialmente mi capitán, es que la camisa no se me pega al cuerpo y los pelos de la cabeza me hacen saltar la gorra.


En todo el día no se volvió a comentar el asunto y las horas transcurrían lentas, con la más absoluta normalidad, aunque el rumor de lo ocurrido se había extendido por todo el barco y los supersticiosos marineros se encontraban aterrados.


La jornada pasó con la rutinaria normalidad acostumbrada abordo, ejecutando las faenas que correspondía hacer a diario y las que pertenecían a ese día de la semana, pero al llegar a esa hora neutra del atardecer en que ya no es de día pero tampoco es de noche, un marinero señaló al horizonte y todos se quedaron helados, mudos, incapaces de reaccionar,… porque allí estaba otra vez la goleta de la noche anterior con su impoluto velamen insolentemente desplegado, desafiándoles con su apacible y serena estampa.


Inmediatamente llamaron al capitán y éste al presentarse no pudo evitar una exclamación: ¡Maldito barco, ahí está otra vez! ¡Larguen todas las velas, hay que dar alcance a ese escurridizo falucho!


Al capitán se le notaba visiblemente nervioso, quería alcanzar al barco a toda costa, tenía que hacerlo como fuera, estaba en juego: la seguridad de su barco y el respeto y la confianza de aquellos hombres hacia él, había que atrapar a aquel condenado barco y hundirlo si fuera necesario para volver a pisar fuerte y seguro sobre la cubierta del Invencible y entonces recobrar la serenidad perdida. No quedó un solo palmo de vela en el Invencible que no fuera estirado, los marineros caminaban por las vergas como auténticos monos, juanetes y sobrejuanetes fueron desplegados rápidamente y el barco más que cortar la mar se deslizaba encima de ésta, solo a veces la proa se hundía en ella y entonces un torrente de espumosa agua recorría la cubierta y saltaba por las bordas.


Capitán llevamos más de dos horas siguiéndolo y mantiene la distancia, ¡es increíble Capitán! – decía Nelson con voz absolutamente angustiosa, llena de impotencia y de miedo.


- Nelson, verás que le alcanzaremos, eso ni siquiera lo dudes, tarde o temprano le daré alcance y entonces todos reiremos, porque yo no le temo a nada de lo que existe debajo del agua ni tampoco a lo que hay encima de ella, como tampoco me da miedo ese insolente falucho. —Así hablaba el capitán y nunca sabremos si lo hacía convencido o solamente para animar a su desanimado subalterno.


Se había adentrado ya la noche, pero la tripulación del Invencible se encontraba tensa y sudorosa a pesar del frío y cortante aire que barría la cubierta. Los marineros estaban acogotados por el miedo, aquellos hombres eran valientes, no dudaban en cortar a un hombre por la mitad con la helada y cegadora hoja de su machete, no les importaba arriesgarse a morir de igual manera, pero ante las cosas que rayaban lo sobrenatural eran bastante supersticiosos y cobardes.


La caza continuaba, pálido frente a la bitácora el capitán parecía una estatua de sal, jamás se había sentido tan humillado, ni tan impotente como ahora, llevaban más de cuatro horas seguidas persiguiendo aquel barco fantasma, arriesgándolo todo y no se podía decir que le hubieran ganado una sola pulgada de distancia, la goleta les continuaba ofreciendo su borrosa imagen en medio de la oscuridad como si estuviera realizando con ellos un vil y cruel juego macabro.


Un hombre tenso hasta el limite de sus fuerzas es semejante a una vieja y pasada cuerda que al tensarla demasiado nunca se sabe el sitio justo por donde se va a romper, pero la soga de Cabeza de Perro siempre se rompía por el mismo lugar, tenía su parte más vulnerable y en este caso se partió bruscamente. Como un latigazo brotó la cólera en él, sus ojos se inyectaron de sangre y enseguida también las ideas se le tiñeron de rojo, todos los pensamientos se convirtieron en uno, hacer desaparecer aquella humillación que había tomado la forma de un barco. Como no habían podido abordarlo ni acercarse a él lo más mínimo por más que lo habían intentado con todas sus fuerzas, la decisión de cañonearle era ya irrevocable.


Cuando miramos hacia atrás siempre encontramos alguna estupidez que hicimos y de la que quisiéramos escondernos porque no nos sentimos orgullosos de ella, yo creo que Ángel García también se abochornaría siempre de haber intentado quitarse el miedo aquella noche a fuerza de cañonazos a sabiendas de que todo era absolutamente inútil. Por unos momentos el Invencible cambió ligeramente el rumbo y todos los cañones de la banda de estribor apuntaron a la desafortunada goleta. Al unísono, todas aquellas mortíferas armas asesinas abrieron fuego y el propio barco pareció que iba a saltar en pedazos debido al fuerte retroceso de la artillería. La blanca goleta a la luz de los proyectiles apareció como un cisne, más elegante, inofensiva y bella que nunca.


Esta brutal andanada de balas de cañón cayó encima del pacífico velero y detrás de ésta le siguió otra y otra haciéndolo desaparecer en mil pedazos, los proyectiles seguían cayendo y donde estuvo la goleta ahora las balas levantaban una enorme y negra montaña de agua. Cesó el fuego y la noche quedó tranquila y silenciosa después de la barbarie, los artilleros se encontraban inmensamente satisfechos por un trabajo bien realizado y en sus caras de payasos ahumadas por la pólvora había amplias sonrisas, humanas sonrisas de seguridad y de triunfo.


También el capitán le hacía notar a Nelson con grandilocuentes palabras la seguridad absoluta que él había tenido en el éxito de esta eficaz y brillante operación. Mira Nelson, ahora comprobarás con tus propios ojos como flotan como si fueran sucias gaviotas los restos de ese condenado falucho.


Llegaron al sitio justo donde habían hundido el barco y todos corrieron a contemplar los despojos, pero encima de las olas no se divisaba ni el más pequeño trozo de madera, ni la más insignificante señal dejaba testimonio de la catástrofe que terminaba de acontecer en aquel lugar, por más que alumbraron con faroles no encontraron nada, pensaron que tal vez habían pasado de largo pues con la noche es bastante difícil localizar una determinada posición en medio del agua cuando no existe nada que lo señalice.


Aunque bastante a disgusto, el capitán mandó seguir adelante porque era inútil continuar buscando en medio de la noche. Recogieron parte de la vela, pues era de locos mantener aquella velocidad endiablada que llevaban y ya recobrada la tranquilidad Ángel García se disponía a volver a su cámara pero una última mirada al frente le dejó petrificado en el puente, pues contra toda lógica, una vez más allí estaba frente a él la blanca goleta que escasos momentos antes habían cañoneado y hundido. Todos los hombres observaban aquel barco mágico invulnerable a las balas de cañón, indestructible y horrorosamente apacible como una blanca paloma cuando se detiene a beber en una tranquila fuente a la caída del Sol.


¡Muchachos! - Dijo el capitán con voz quebrada—Hemos luchado contra el diablo y no logramos vencerle, ¡que nadie le provoque, por lo que más quieran... Que nadie le provoque! Dicho esto, el capitán pálido y tembloroso descendió a su camarote paladeando el amargo sabor del miedo y de la más contundente derrota.


Toda esa noche la goleta se mantuvo visible, pero como ya había ocurrido anteriormente en cuanto aparecieron los primeros rayos de sol ésta se esfumó tan misteriosamente como había llegado. En todo ese día no le divisaron por ninguna parte, todos esperaban que llegara la noche con verdadera inquietud, a medida que ésta se aproximaba aumentaba el nerviosismo y el pánico se generalizaba como una enfermedad contagiosa.


Oscureció y contrariamente a lo que se esperaba la goleta no apareció por ninguna parte, la noche transcurrió con absoluta normalidad, todos dejaron de sentir aquella terrible sensación de ahogo que les oprimía y algunos hasta consiguieron dormir. A la mañana siguiente amaneció cubierto por una espesa niebla que no dejaba ver más allá de un tiro de piedra por delante del barco, navegar en esa situación era una operación altamente arriesgada y difícil, debido a lo cual navegaban a palo seco para ralentizar la marcha ya que esta vez si que llevaban el viento de popa. Continuaron así durante varias horas más, hasta que bruscamente se disipó la niebla, afortunadamente, porque entonces se dieron cuenta de lo cerca que habían estado de colisionar con otro barco que navegaba en paralelo a ellos aunque ligeramente más adelantado. El barco en cuestión era un velero tipo goleta y cuyos rasgos más significativos consistían en una peculiar originalidad, llevar su casco y sus velas del mismo color, absoluta y endiabladamente blancos. Inmediatamente reconocieron al barco, como a la misma goleta que les había visitado durante varias noches consecutivas y que ellos mismos habían perseguido sin piedad, cañoneado y hundido.


Inexplicablemente ahora no les producía ni el más mínimo temor, rápidamente intentaron ponerse a su altura y lo estaban consiguiendo. Extrañamente los marineros que estaban en la cubierta de la goleta actuaban como si ignoraran la presencia del barco que trataba de abordarlos, seguían agachados, ocupados en sus faenas, ajenos a todo lo que estaba ocurriendo. El propio capitán llevaba el timón de la goleta mirando al horizonte y sin volver la vista ni una sola vez hacia atrás. Haciendo juego tal vez con su barco también el capitán vestía de riguroso blanco exceptuando su elegante gorra azul.


La tripulación del Invencible estaba preparada por si era necesario un abordaje, estaban llegando a la altura del misterioso barco y cuando Ángel García contempló el rostro descarnado y los ojos vacíos del hombre que iba fuerte y obsesivamente aferrado al timón; en un instante la mente se le iluminó y lo comprendió todo. Aquellos marineros agachados en las más absurdas y grotescas posturas, eran ya, pura y simplemente cadáveres, las grandes y bien visibles cruces rojas que estaban pintadas por todo el barco venían a confirmarlo. Alguna maldita epidemia de esas que son tan frecuentes por aquellas latitudes acabó con toda la tripulación de la goleta que ahora vagaba con las velas desplegadas errante y sin ningún control como un verdadero fantasma llevando su cargamento de cadáveres y repartiendo la epidemia y la muerte por donde iba pasando.


Cabeza de Perro ordenó lanzar unas cuantas antorchas sobre la goleta que inmediatamente comenzaron a arder, el fuego rápidamente se extendió por todo el barco y mientras se alejaban de allí a toda prisa vieron como su inmaculado velamen también se convertía en una gigantesca y humeante antorcha.


Mientras el fuego purificador consumía a la goleta como si fuese una gran pira funeraria, aquel puñado de granujas que la observaba, jamás podría olvidar al barco cuyo fantasma se les apareció tal y como era, días antes de tropezar con él por pura casualidad. Entre la tripulación se produjo una amnesia general como si se hubieran puesto todos de mutuo acuerdo y nunca más volvieron a comentar entre ellos aquel desagradable y misterioso asunto.






( Las muelas las consideraba como trozos de marfil, las cabezas
las tomaba por motones de virador; a los hombres mismos,
los trataba con tanta ligereza como cabrestantes.)

HERMAN MELVILLE.





V I I




Después de muchos días de imparable marcha por el Océano Pacífico habían llegado a la gran isla de Nueva Guinea y seguían adentrándose en el archipiélago Indonesio según los planes que el capitán cuidadosamente había elaborado a lo largo del viaje, porque en su fría y calculadora mente de pirata no faltaba ningún detalle con respecto a ésta interesante pero arriesgada empresa que les había conducido hasta allí.


Ocultando cualquier signo externo que hiciera pensar en su increíble capacidad guerrera, navegando con bandera portuguesa y simulando ser un barco mercante, bien pronto el Invencible se hizo perseguir por los feroces piratas que asolaban aquellos mares. Estos piratas orientales actuaban como auténticos carroñeros al no seleccionar en absoluto a sus presas, porque a la hora del ataque no les importaba el tamaño de su enemigo, eran veloces, eficaces y certeros, con la habilidad innata que llevan en la sangre los halcones.


Las primeras operaciones de Cabeza Perro y su gente en aquel archipiélago resultaron un gran éxito estratégico, pero un mal asunto... Un completo fracaso en lo económico, pues debido al excesivo número de piratas que actuaban en aquella zona la competencia entre ellos era brutal. En muchos de éstos barcos te podías volver loco buscando y no encontrabas un solo objeto de valor aunque utilizaras los más sofisticados métodos de búsqueda y las más grandes y eficaces lupas, y es que la gran mayoría de aquellos piratas vagabundeaba en la más solemne de las miserias.


Si bien el botín conseguido era inapreciable, por no decir que prácticamente nulo, Ángel García no dudó en reponer las bajas sufridas en su tripulación desde que salieron de La Habana, con algunos hombres de los más sanos que fueron capturados en los últimos abordajes, por lo que se podía asegurar sin pecar de exageración que en aquellos momentos el Invencible poseía la tripulación más pintoresca y variada de todo el planeta. Estos tripulantes Malayos, tenían una capacidad de adaptación increíble, pues en pocos días ya chapurreaban el castellano y lo entendían de una manera asombrosa. Estaban contentísimos de encontrarse al servicio de Cabeza Perro y abordo de un barco como el Invencible donde la comida era abundante y buena... Carne de cabra... De tortuga... etc.


El encuentro con el ron para aquellos hombres venidos de una vida de hambre y absolutamente miserable, fue descubrir para ellos un paraíso totalmente desconocido hasta entonces. Por estos motivos sentían una inmensa gratitud - aunque resulte paradójico - hacia la gente que les había apresado y, sobre todo, por el capitán, que desde el primer momento confió en ellos otorgándoles también los mismos derechos que ya poseían todos los demás miembros de la tripulación.


A través de sus nuevos marineros Ángel García pudo conocer con detalle la manera de actuar de aquellos piratas. También supo que entre ellos solo había uno verdaderamente importante, le llamaban “El Sultán” y su barco, “El Dragón Negro”, iba siempre escoltado por una flotilla compuesta por dos o tres barcos que eran los que realmente atacaban. El Dragón Negro se limitaba al transporte del Sultán con su corte de concubinas y, de su servicio, un verdadero ejército de holgazanes, melindrosos y aduladores, desparramados por todo el barco, pero sobre todo por sus salones –cuyos pisos estaban cubiertos por las más ricas alfombras, las paredes adornadas con multitud de objetos de oro y plata, y una inmensa colección de estatuillas, unas de marfil y otras de auténtico jade, acabadas delicadamente con ámbar y con las más diversas y variadas piedras preciosas – que convertían al Dragón Negro en el más lujoso y rico palacio flotante.


Después de estas valiosísimas informaciones sobre “El Sultán “y su rica y cómoda barca, estaba bastante claro cual debía ser el más importante por no decir el único objetivo que podía retener a Cabeza Perro y a sus hombres en aquel peligroso y complicado archipiélago. Los nuevos tripulantes estaban realizando una labor como guías y confidentes que no tenía precio. Serían éstos quienes les condujeran hasta El Sultán, ellos conocían mejor que nadie por donde se movía su majestad, el rey de todos los piratas del lejano Oriente. El Invencible merodeó por el Sur del Mar de la China, y recorrió la mayoría del archipiélago Malayo, la disciplinada y valerosa tripulación junto al seco, astuto y malvado capitán, pudieron comprobar de primera mano, lo difícil que era mantenerse fuera del alcance de las hordas de piratas que por aquel tiempo infectaban aquellas aguas con su maléfica presencia. Durante semanas rehuyeron el enfrentamiento con los juncos piratas que con bastante frecuencia les perseguían. Pero no siempre conseguían dejarles atrás para eludir la pelea, pues, estos juncos, son barcos de fondo plano que no tienen quilla y se deslizan por encima del agua a velocidades increíbles. En algunas ocasiones se vieron obligados a luchar, a sabiendas, de que no había nada que ganar y si todo para perder. Pero la terrible insistencia de aquellos valientes y salvajes malayos ponía ante ellos solo una salida, la de pelear para defender el barco y para conservar la vida.






(El desollado cuerpo blanco del cachalote decapitado
resplandece como una sepultura de mármol)


HERMAN MELVILLE.








V I I I






Capitán – dijo Nelson a éste una noche mientras navegaban frente a las costas de Sumatra - ¿Cree usted en toda esa historia del Dragón Negro? ¿No será un invento, una especie de (El Dorado) de esos malayos para enloquecernos dando vueltas sin conseguir dar jamás con nuestro objetivo?
- No – respondió Cabeza Perro – te aseguro que esos muchachos dicen la verdad, de eso no tengo dudas. Los pobres, Nelson, nunca tienen patria, ni bandera, son de todas partes y de ninguna, pero suelen ser fieles a quienes les respetan y a quien mejor les da de comer, por ese pabellón luchan hasta morir. Será cuestión de tiempo encontrar al Sultán, pero al final daremos con él, eso ni siquiera lo dudes. A tu edad yo también tenía mis dudas, después pasé una época de una insolente seguridad en todo lo que hacía, era la fuerza arrolladora de la juventud. Ahora,… ya ha dejado de preocuparme el futuro, porque, además de ser un esfuerzo baldío, me impediría disfrutar del presente, y cuantos más años uno va teniendo, más consciente es, de que en realidad solo cuenta el presente. Por eso, Nelson, disfruta mientras puedas de la agradable ignorancia de la juventud y perdona que me haya puesto tan serio, pero es que los años cuartean hasta los cueros de la mejor calidad.


- Ya me gustaría estar tan seguro como usted de la existencia de ese cascarón lleno de oro, aunque fuera escoltado por el mismísimo Satanás –dijo Nelson con absoluta incredulidad.


- Mira muchacho, ese castillo de oro existe, de lo que ya no estoy tan seguro es de como demonios vamos a conquistarlo, tendremos que luchar por lo menos con dos o tres barcos a la vez y aunque al parecer el Dragón Negro ni siquiera va armado será suficiente la escolta que lleva para ponérnoslo muy, pero que muy difícil. De momento disfruta de estos aires orientales y vete guardando todo en la mente pues, seguramente, algún día, te complacerá contarle a tus nietos esta rocambolesca aventura, quizá en ese momento ya la piratería tal como la conocemos haya pasado a la historia.


- ¿De verdad, cree usted que se terminará la piratería?


- Si, esta profesión está llegando a su fin... Y recuerda que te lo dije yo.


- Usted nunca se equivoca capitán. - Dijo Nelson dándole la razón, pero a la vez pensaba, “Que tediosos llegan a ser los viejos.” El capitán como si le hubiera adivinado el pensamiento dijo: Evidentemente, cuando somos jóvenes los viejos en ocasiones pueden resultarnos terriblemente pesados repitiendo cosas que resultan obvias y que a veces no lo son tanto. Ahora seguiremos hacia el Sur y desde la isla de Java a la de Timor en esa trayectoria seguramente nos tropezaremos con el Sultán. - Dicho esto el capitán dio las buenas noches a Nelson y se retiró a su camarote.


Nelson consideraba al capitán, como al padre que nunca conoció, no era nada extraño, pues había empezado como grumete a los catorce años y el capitán le había aportado todos los conocimientos que poseía sobre navegación y la experiencia de como mandar un barco se la debía también a él. Hubiese sido terriblemente ingrato si no hubiera considerado todo lo que el capitán había hecho por su formación y el interés que se había tomado por su persona. Angel García tenía al parecer un hijo, pero éste jamás sintió ni la más pequeña inclinación hacia la mar, quizá fuese este el motivo por el cual Cabeza Perro se volcó en formar a este muchacho y en hacer de él un joven con la experiencia y el dominio y el valor suficiente para la dirección y el mando de cualquier barco.


Con puntualidad británica el pirata recalaba por la isla de Jamaica, pues siempre conseguía allí a los mejores marineros para su tripulación. Era el abuelo de Nelson, jamaicano, y también uno de sus mejores y más viejos tripulantes, por eso, al morir su hija, y el chico carecer de padre reconocido, éste, recogió al nieto y lo llevó con él. Inmediatamente puso al muchacho a baldear la cubierta y a limpiar las letrinas para que fuera aprendiendo bien el oficio empezando desde abajo. Dos años más tarde, al morir el abuelo, el capitán se encargó de la tutela del muchacho y cual no sería el empeño de su tutor, que cuando estaban en tierra el joven vivía en la casa de éste con su familia, y además le pagaba un profesor particular para que el muchacho recibiera una educación que el propio Angel García no había tenido jamás. En aquel momento Nelson, era ya, un joven de veinticinco años, alto, fuerte, atractivo, con el cabello negro azabache y los ojos verdes. Se notaba su sangre procedente de la vieja Europa. Estaba holgadamente preparado para comerse al propio mundo. El joven sabía que Angel García le quería como a su propio hijo, aunque el carácter estricto y seco del capitán jamás dejaba translucir el menor indicio de afecto hacia nadie y en eso tampoco él era una excepción .Por lo demás, la relación entre ambos, se basaba, en un gran respeto por parte de los dos y una especie de soterrada camaradería que era también extensible al resto de la tripulación, a todo esto se unía la gran admiración y el influjo que ejercía sobre el joven la personalidad de su adusto protector.






(A todos, que a uno solo jamás se hubiera rendido el San Juan!)
¡TRAFALGAR!

BENITO PEREZ GALDOS.





I X




Siguieron hacia el Sur cerca de las costas de Sumatra, y continuaron costeando las islas de la Sonda hasta llegar a la isla de Bali. Cuando algo está predestinado que va a ocurrir por muchos rodeos que se le de, siempre termina cumpliéndose, por eso Cabeza de Perro encontró al Sultán o no se si ocurrió al revés que fue el Sultán quién tropezó con él, pero lo cierto es que estos dos personajes desde antes de salir del seno materno llevaban escrito en sus vidas este funesto encuentro.


Sucedió una tarde, después de haber recorrido el sol las dos terceras partes alcanzado ya su cenit, cuando desde la cofa del Invencible avistaron los palos de cuatro naves, una de ellas se destacaba de las demás por su gran tamaño, por sus altas bordas y sobre todo por sus velas negras. Cabeza de Perro mandó trepar a lo alto a dos de los malayos y éstos confirmaron que efectivamente se trataba del Dragón Negro. Formando su escolta le acompañaban tres juncos, como tres feroces perros de presa dispuestos a destrozar cualquier cosa que se interpusiera en su camino.


Se encontraban frente a las costas de la isla de Bali, la hermosa isla del arroz. El Dragón Negro y su pequeña escuadra aparecieron del Sur y se notaba que éste se iba quedando rezagado, mientras los tres juncos delante de él avanzaban en formación, navegando en paralelo los tres. Con bastante antelación éstos se habían percatado también de la presencia del Invencible, por lo cual, lejos de detenerse seguían hacia él decididos a abordarle. En el Invencible también se aprestaban con la intención de luchar y defenderse hasta la muerte vendiendo a muy alto precio sus vidas. Inmediatamente el capitán mandó que recogieran las velas y decidió esperarles. Izaron una bandera blanca como señal de rendición aunque las intenciones de Angel García eran totalmente opuestas a entregarse, o al menos a hacerlo sin pelear, pues no era ese su estilo. Se trataba de una sencilla estratagema para acercarlos a la lucha cuerpo a cuerpo, que era la que a éste verdaderamente le interesaba.


- Rápido muchachos, hay que subir a cubierta este cajón – decía Cabeza Perro, mientras señalaba una caja oblonga a media docena de sus hombres. Éstos se apresuraron a subir el alargado cajón, haciendo un considerable esfuerzo debido al enorme peso de éste.


- Ese cajón, debiera haber estado arriba hace días, - Se lamentaba el capitán - tanto preparar las cosas y se me escapaba el detalle más importante, ustedes suban esta otra caja y deprisa que lo uno no funciona sin lo otro.






Las dos cajas, la una con forma de ataúd y la otra cuadrada más pequeña, rápidamente, en apenas unos pocos instantes estuvieron arriba en la cubierta. Cualquiera hubiera dicho que se preparaban para un entierro, pues en la caja grande muy bien podía venir el muerto y en la pequeña todas las cosas necesarias para un buen funeral.


Abiertas las cerraduras de ambas cajas quedó al descubierto su contenido. En la caja grande había una especie de cañón aunque realmente no lo era; pues, alrededor de un tubo central tenía una serie de seis tubos paralelos que giraban en torno a un cajón de mecanismo fijo. Una manivela accionada con la mano izquierda servía para hacer girar los tubos, mientras la mano derecha quedaba libre para ocuparse del gatillo. El invento de este extraño artefacto se debía a la portentosa inteligencia de un gringo, Richard Gatlín era el padre de esta infame criatura. Se decía que con este invento el ejército de los Estados Unidos había hecho una verdadera masacre en una reserva india donde al parecer se habían levantado en rebeldía algunos Pieles Rojas. Aunque no faltan también los que aseguran que fueron grandes intereses ganaderos los motivos para barrer de la faz de la tierra a una tribu completa, que ocupaba una zona inmensamente rica en pastos.


En la caja pequeña había una interminable cinta de balas, que como una víbora, se replegaba sobre si misma una y otra vez de un lado al otro de la caja. En lo que el diablo se estriega un ojo quedó instalado el cañón encima de un trípode y conectada a él la cinta de balas que le alimentaba de plomo. Un trozo de vela roto había servido para ocultar toda la maniobra y a esta prodigiosa arma, que el capitán, como si de una escalera de ases se tratara se había guardado tan celosamente en la manga.


Nelson, tú y los demás hombres a una banda, mientras yo me encargo de repartir fuego por la otra. - Ordenaba el capitán, mientras dejaba lista el arma para comenzar a usarla.


Ya no quedaba tiempo, estaban rodeados por los tres juncos, el griterío era impresionante, con un rumor de mil carretas o como si les atacase un verdadero enjambre de abejas asesinas los orientales se les echaron encima. Dos de los juncos se aproximaron al Invencible por el lado de estribor y las cadenas con sus correspondientes garfios fueron lanzadas sobre la cubierta del barco acosado, hicieron presa y ya, solo era cuestión de unir las bordas. El tercero les embistió por el lado de babor y también les lanzó sus cadenas, festejando todos con grandes alharacas la anunciada rendición del barco abordado. Como si de un condenado a muerte se tratara, el Invencible cubierto de cadenas, humillado y sometido, aparentaba solamente esperar el recio golpe de la mano del verdugo.


¡Ahora muchachos! - Gritó el capitán, al tiempo que el trozo de vela volaba por los aires y aparecía detrás de aquella arma infernal, cuyos seis tubos giraban sin parar lanzando llamaradas. Plomo y muerte sin cesar, salían por la boca de aquel monstruo de acero, en cuyas tripas habitaba el destino de los hombres, pero era su frío corazón de metal totalmente insensible y ajeno a cuanto brotaba de su boca.






Desde el puente, Ángel García volvió la oscura boca de la ametralladora hacia el lado de estribor sorprendiendo con la arrasadora fuerza de un tornado a los incrédulos marineros. Estos, avanzaban por la cubierta sin comprender en absoluto lo que estaba sucediendo. Y jamás ya lo entenderían, porque una lluvia de astillas, de balas y de sangre les cegaba. No obstante trataban de seguir adelante a toda costa, pero tropezaban con los cuerpos caídos de sus camaradas que ya se maceraban encima de su propia sangre. De pronto, ellos mismos estiraban los brazos y soltando al aire, el machete o el arma de fuego como electrizados, comenzaban a dar saltos en un baile dantesco, mientras a chorros a borbotones su propia sangre en una horripilante orgía les abandonaba dejándoles secas las entrañas. El espeso líquido inundó la cubierta hasta desbordarse y descender por los costados del barco, dibujando en su inexorable avance caprichosas y surrealistas formas como si quisiera con éstas dejar constancia de todo cuanto allí estaba sucediendo.


Pronto terminó aquel infierno. Cuando el capitán miró a su alrededor; con los ojos inyectados en sangre, como un lunático; a él, que jamás le habían impresionado ni la sangre ni la muerte, - pues no en vano siempre había vivido de ellas– la masacre que contempló, le dio un asco tan intenso que cambió de color y estuvo a punto de vomitar. Mientras duró la refriega luchando por salvar la vida, no fue consciente, de que aquella manera de terminar con sus adversarios no estaba escrita en sus particulares y excéntricos códigos de honor. Por eso con un gesto repentino y maquinal, - cuya orden sin duda no había partido de su cerebro, sino que directamente había emergido de sus tripas – con el rostro tremendamente contraído de rabia y furor, como si le quemara en las manos, arrojó aquella maldita ametralladora por la borda.


- ¡Nelson, Nelson! –Llamó el capitán con voz imperativa, pero no obtuvo respuesta alguna.


- ¡Nelson! –repitió una vez más, pero nadie le respondió, se volvió a sus hombres que le contemplaban con los rostros pálidos y las ropas ensangrentadas. En sus miradas había algo trágico, como una inmensa pesadumbre que se derrumbaba ante los ojos ansiosos del capitán que exigían una respuesta. Ellos se limitaron a fijar sus miradas en el mar. Allí se encontraba la verdad. En aquel turbulento remolino de aletas y de sangre estaba la respuesta a la pregunta del capitán.


Cabeza Perro miraba atónito como los tiburones arrancaban grandes pedazos a los destrozados cuerpos que aún flotaban en medio del torbellino. Allí también había caído el cuerpo de Nelson; después de recibir al parecer, una pequeña herida de machete, la cual le hizo caer de espaldas precipitándose al Océano.


¡Nelson hijo!, ¡Hijo mío! – exclamó el capitán con voz temblorosa, mientras con el brazo extendido señalaba hacía donde la voraz manada se disputaba los últimos restos humanos. -¡No fui capaz!, ¡soy, soy... un cobarde! Decía Ángel García. - ¡No, me, no me atreví a,... decirle que,... era mi,... mi hijo! –tartamudeó dirigiéndose a sus hombres, mientras éstos veían como dos brillantes lágrimas surcaban el feo y desagradable rostro del capitán. Por ironías del destino, sus más fieles e implacables amigos, los tiburones, le habían jugado la más desconsoladora e irremediable de las pasadas.


Fue una sorpresa para todos, la desgraciada muerte de Nelson; pero no lo fue menos, que el propio capitán, reconociera que Nelson era su verdadero hijo. Si bien, algunos de sus más antiguos marineros, siempre habían tenido fundadas sospechas al respecto, aunque jamás se atrevieran siquiera a comentarlo. Los marineros, no lo entendían, ¿por qué, el capitán había mantenido durante tantos años este secreto? Ahora resultaba más terrible que nunca y no por el secreto en sí, pues éste, ya les había dejado de importar. Lo verdaderamente doloroso era, que Nelson, jamás sospechó la verdad, y ya no la sabría nunca. Aquel había sido, sin duda, el típico producto, la cosecha conseguida, pero jamás reconocida, de una quizá, tórrida y romántica historia de amor.


¡Tuerto! – llamó el capitán, mientras se secaba la mejilla con el torso de la mano.


- ¡A la orden capitán! – respondió el tuerto, un tal Dámaso de nombre y de apellido Gutiérrez, aunque para todos era solo... “El Tuerto” y con razón: pues Dámaso, solamente conservaba un ojo.


- De ahora en adelante... tú ocuparas su puesto. – Dijo el capitán y añadió – Y si tienes algo que decir... dilo ahora.


- ¡Como usted mande capitán! ¡Estoy a sus órdenes! – casi gritó El Tuerto.


- Bien, pues desde este momento Tú,... eres el segundo de a bordo. Ocúpate de que se traspase todo el botín que encontréis en cada uno de los barcos, a las bodegas del Invencible, pero primero ocúpense del Dragón Negro. Es por él, por lo que verdaderamente hemos luchado y ahí está frente a nosotros tratando de alejarse. Yo me voy abajo, porque no me siento nada bien.




Después de almacenar el cuantioso y valioso botín en las bodegas del Invencible, - quedando éstas casi a rebosar- dejaron libres a todos los barcos enemigos, con los escasos supervivientes que quedaron. Y sin pensarlo dos veces, se alejaron de aquellos mares a toda prisa, pues no tenía sentido permanecer por más tiempo en un lugar, al ya le habían extraído la cosecha, pero donde podían ser atacados en cualquier momento por grupos de hambrientos piratas. Y de esta manera victoriosa y triste a la vez por la muerte inesperada de un joven valiente, pusieron fin a su aventura en el Oriente Lejano.










( ¡Hijos míos: en nombre de Dios, prometo la bienaventuranza
al que muera cumpliendo con sus deberes!)
¡TRAFALGAR!

BENITO PEREZ GALDOS.



x






El capitán, ahora mantenía una sola obsesión, llegar al archipiélago canario, justo y concretamente a su centro. Donde estaba la isla de la gran montaña blanca. Sí, efectivamente, Tenerife con su enorme pico volcánico, El Teide, ese era su verdadero objetivo y pensaba llegar aunque fuera la última tarea que realizara en este mundo. (Ya eran conocidas sus escalas en la isla muy cerca de la casa donde nació para aprovisionarse de agua, precisamente en la también casualmente llamada “Cueva Del Agua”).Pusieron rumbo al Cabo de Buena Esperanza, lo bordearon y, después de infinidad de vientos y desesperantes calmas llegaron al Sur de la isla de Tenerife.


El lugar donde llegó el pirata estaba situado en el antiguo reino guanche de Adeje. Era una pequeña y miserable cala de pescadores, que precisamente era conocida por las gentes de la comarca, como La Caleta. Nadie ha sabido nunca a ciencia cierta porque eligió este lugar para su desembarco, aunque si nos imaginamos, que el sujeto protagonista de nuestra historia, debió considerar, que éste lugar bastante alejado de la capital, le ofrecía una serie de garantías en cuanto a su seguridad, la de su barco y la de su gente.


Una mañana casi calma apenas despuntaban los primeros rayos de Sol llegaron frente a La Caleta y allí botaron el ancla. Poco más tarde arriaron un bote y en él, bajó Cabeza de Perro con varios de sus hombres, que seguidamente remando le conducirían a tierra. Una docena de chiquillos les observaba desde la orilla.


Los más atrevidos fueron corriendo para ayudarles a sacar el bote del agua. Mientras los demás se mantenían medio ocultos detrás de los arbustos, con los ojos muy abiertos, sorprendidos y asustados al ver aquella gente tan extraña, que había bajado de aquel barco desconocido, tenebroso e inquietante. Pronto perderían ellos también el miedo, nada más advertir, como aquel hombre terriblemente feo repartía monedas entre aquellos muchachos que les habían ayudado en la tarea de varar el bote sobre los callaos de la playa y, ahora, todos hacían corro alrededor de los recién llegados, observándoles con asombrosa curiosidad y sin perderse detalle alguno.


En La Caleta, solamente había un edificio que se podía llamar casa. Era un galpón, cubierto con tejas rojas y que servía de almacén de mercancías, de venta, de cantina y de vivienda. Lo demás, eran chozas, con las paredes de barro y piedra, y cuyos techos eran de cañas y torta de barro. Estas viviendas, estaban tan pegadas unas a otras; que constituían una pequeña aglomeración, en la cual era difícil o más bien imposible distinguir la una de la otra, dada escasez y la pobre uniformidad de su sencilla construcción.


Las mujeres asomadas a las puertas de sus humildes chozas, descalzas y con sus niños pequeños en brazos, también curioseaban, pues rara vez ocurría algo diferente en aquella aldea de pescadores. Allí habían nacido sus padres, nacieron ellas, y también en ésta parieron a sus hijos a veces con intenso dolor y mucho sufrimiento.


Desde su más tierna infancia, vivieron siempre paralizadas por el temor a: un “Dios Represor y Justiciero” pendiente siempre de todo cuanto hacían y hasta de sus más íntimos pensamientos. Asustaditas, por las tradiciones de sus mayores, que contaban cosas; como aquello sucedido a algún que otro pescador, por no respetar la fiesta del Viernes Santo y haber salido a faenar, el castigo fue: “La captura de un pulpo con cabeza humana o morenas con cabezas bífidas y sin ojos o seres diabólicos que se asomaban a la superficie del mar y que a veces tiraban desde las profundidades hacia abajo de sus pequeñas embarcaciones e intentaban hundirlas. Pero quizás, la más terrible resultó una historia bastante reciente y de la que ellas mismas fueron testigos, ocurrió ese día tan señalado; la mar no podía estar más tranquila, cuando salió un abuelo con su nieto de doce años, tenían la intención simplemente, de calar unos tambores para coger morenas y volverse inmediatamente a tierra, después de dejarlos convenientemente señalizados. En total la faena no duraría más de una hora, pero ellos nunca regresaron. Dicen que unos pescadores de la isla del Hierro, vieron pasar cerca de la costa un bote a la deriva, en el que viajaba un venerable anciano de barba blanca, al que acompañaba un chiquillo de unos doce años aproximadamente. Gritaron los pescadores a los ocupantes del bote, pero éstos continuaron adelante sin volverse ni una sola vez. El bote siguió a la deriva a una velocidad endiablada, hasta que le perdieron de vista, como si fueran remolcados por algún monstruo marino o por el mismísimo Satanás.”


Los hombres de la aldea pronto aparecieron frente a la playa a bordo de sus pequeños botes, avanzando rápido a golpe de remo. Inquietos, por la presencia de un gran barco, desconocido y que permanecía mansamente fondeado frente a La Caleta.


Angel García hablaba animadamente con dos ancianos, que sentados en la mañana aprovechaban los primeros rayos de Sol en beneficio de su precaria salud, cuando varios pescadores saltaron de sus botes. Ya en tierra, caminando descalzos y sin abandonar los remos se dirigieron al grupo de marinos.


-¿Que buscan por aquí? – Preguntó uno de los pescadores, sin poder disimular su alteración y nerviosismo.


-¡Tranquilos señores! – Dijo Angel García – Somos comerciantes y nos vemos en la necesidad de trasladar unas mercancías por tierra.


- ¡Pagaré bien, al que me consiga varias bestias de carga, que las quiero comprar! – Dijo Cabeza de Perro, levantando bastante la voz para que le oyeran bien. Pero su acento caribeño lo traicionó.


¡¡Son indianos!! – Dijeron los pescadores al percibir éste acento inconfundible y familiar en las palabras del capitán y, ya sin ningún temor se tiraron a abrazarles, dándoles fuertes achuchones, y callosas palmadas en la espalda.


- ¡¡Muchachos!! – Dijo el capitán dirigiéndose a sus hombres - ¡bajen el ron! – y el barril de ron fue bajado y la cantina fue abierta y a esa hora tan temprana de la mañana se celebró tremenda y animada fiesta. Con gran júbilo, aquellos sencillos hombres de la mar, de uno y otro lado, festejaron la vuelta a su patria de un hombre de la tierra, después de largos años de ausencia.


Cuentan, que el temido y detestado pirata Cabeza de Perro, fue ampliamente generoso con aquella buena gente y ellos a su manera y dentro de sus humildes posibilidades también lo fueron con él. Lo cierto es que un año más tarde, algunas de las chozas fueron reemplazadas por casitas bien cimentadas, y con sus correspondientes tejaditos, para envidia y asombro de quienes iban de visita, que solían exclamar: “¡Dicen que la pesca no da! ¡No da! ¿Quién dice que no da? ”


En pocas horas, el capitán disponía ya, de las bestias de carga, que él mismo había mandado comprar. Dichos animales eran; dos mulos –al parecer un par de pencos flacos y viejos – y un camello – este, dicen, que joven y fuerte. El camello, sería el que transportaría el pequeño cargamento, compuesto de: dos grandes cofres; llenos hasta rebosar de objetos valiosos, joyas y monedas de oro de incalculable valor. Este tesoro pertenecía a una parte considerable del botín le había correspondido al capitán. El viejo bucanero había decidido trasladarlo al interior de la isla, con el propósito de esconderlo, enterrándolo en algún lugar apartado. La idea no era nueva, docenas de piratas antes que él también habían llevado a cabo ésta misma operación, casi ritual entre este tipo de gentuza. El continuaba ésta tradición, con la esperanza de que fuese para él un salvoconducto, que le ayudase algún día a sobre llevar los difíciles años de su ya cercana vejez.






El capitán volvió al barco y mandó bajar sus dos cofres a tierra. La operación había sido secreta hasta ese mismo momento, en que dio a conocer los planes que él tenía a toda su tripulación. El y dos hombres que voluntariamente le acompañarían, llevarían a cabo la tarea de trasladar y buscar un lugar apropiado en el que pudiesen esconder aquel valioso tesoro. Tenían que encontrar un sitio no lejano de la capital, pero a la vez apartado, seguro, y libre toda curiosidad. Y llevar a termino todo esto sin levantar algún tipo de sospecha, no era cosa fácil. El tiempo les apremiaba, pues esta isla podía resultar para ellos una enorme ratonera. Pasar por delante de las autoridades entrañaba poseer un par de narices y jugarse el tipo sin duda alguna, pero a él le gustaba volar como a la mosca, dentro de la boca del león.


Al parecer, Dámaso, recibió ordenes estrictas de cargar allí mismo, agua y víveres, sobre todo papas e higos pasados, y comprarían también; jaréas –pescados secos – a los pescadores de La Caleta. Hecha la tarea de aprovisionamiento faena, en la que contaban con la ayuda inestimable de las gentes de La Caleta, deberían esperar en el barco, dispuestos a salir pitando ante la menor señal de alarma; pero si todo marchaba normalmente, al segundo día apenas despuntara el alba marcharían a la búsqueda del capitán. Este y sus acompañantes ya les estarían esperando, en un lugar previamente acordado, fijado y convenido sobre un detallado y auténtico mapa de la isla.


Serían las tres de la tarde, cuando Cabeza de Perro montado ya en su flaco rocín, se despidió de los pescadores que poblaban la pequeña cala. Dos de aquellos hombres se ofrecieron gustosos y acompañaron la comitiva hasta que ésta enlazó con el camino principal. Allí, les dieron detalles de cómo seguir adelante y se despidieron con tremendas maguas, al no poder continuar hacia delante haciendo el camino con ellos.








( Llegó, por último, un momento en mi cuerpo quemado y retorcido,
apenas halló sitio para él, apenas hubo lugar para mis pies en el suelo
de la prisión)
" El Pozo y el Péndulo”

EDGAR ALLAN POE.





X I




El camino era terriblemente angosto y sinuoso. El trasladarse por tierra, para el capitán y sus dos tripulantes, era sencillamente agotador. No estaban acostumbrados a caminar y mucho menos a navegar a bordo de unas torpes cabalgaduras, sin estar habituados a ello y con nulos conocimientos en el arte de la equitación. Sus delicadas posaderas pronto comenzaron a resentirse, no terminaban de compenetrarse ni con los mulos, ni con sus viejas albardas. A tramos, no les quedaba otro remedio que echar pié a tierra y caminar con las piernas muy abiertas, para aliviarse del intenso calor generado en sus partes posteriores e inferiores. Avanzar se convertiría en un continuo sufrimiento, pues terreno llano prácticamente no existía, y todo consistía en un intenso quebrantahuesos de bajar y subir permanentemente. Descendían por estrechas sendas que les llevaban hasta el fondo de profundos barrancos, de lisas y pulidas paredes, labradas por el agua durante miles de años, semejantes a viejas heridas, que surcaban casi toda la isla desde la cumbre hasta la mar. Después de un infernal descenso, volvían a subir interminables laderas, cual Gólgotas que les dejaban agotados, y casi al borde de la extenuación.


La gente que se cruzaba con ellos por el camino, les miraba espantada, con cara de sorpresa, como si no terminaran de creerse lo que estaban viendo. Sin lugar a dudas, aquella caravana compuesta por: el propio Cabeza de Perro, un hombre de raza negra y un malayo, resultaba extraña, y tremendamente absurda, pero original y pintoresca. Entre el negro y el oriental se repartían el trabajo de conducir al camello, a lomos del cual, viajaba aquella valiosa carga, culpable de tan descabellado y torturante viaje.


Al atardecer del segundo día de viaje, después de cruzar varias aldeas y algunos pequeños pueblos, llegaron a un pequeño caserío de la comarca de Abona, dentro ya del municipio de Arico. El citado caserío, se asentaba a la vera de un profundo barranco, él cual se extendía desde el mismo borde del anfiteatro de Las Cañadas del Teide hasta la mar, por la vertiente Sur- Este. El caserío se llamaba El Río, y el nombre suponemos le venía del caudaloso barranco que cruzaba ante sus pies y que se denominaba de igual manera: “Barranco del Río”; quizá, porque en años lluviosos solían discurrir por él las claras aguas, sin interrupción, durante meses enteros. En un tramo más elevado sus aguas son permanentes. Éstas habían sido canalizadas, cruzando inclinadas laderas y profundos precipicios que daba vértigo mirar, hasta salir a un esplendoroso valle, que cuenta con una pequeña aldea, llamada Las Vegas, perteneciente al municipio de Granadilla de Abona. Eran aprovechadas estas aguas para mover un molino de gofio, enclavado muy cerca de Las Vegas, y además; en el valle, se situaba una zona de regadío inmensamente fértil y próspera.


Como ya he dicho anteriormente, casi anochecía, cuando después de ascender una calleja cuidadosamente empedrada, cruzaron un ancho portalón detrás del cual se extendía un amplio patio de forma perfectamente cuadrangular, de unos veinte o veinticinco metros de lado; en torno al cual, todo estaba edificado hasta dos plantas de altura. Por delante de la segunda planta había una serie de corredores de madera, cubiertos por un tejadillo y que daban directamente al patio. Del techo de la primera planta sobresalían hacia afuera las vigas unos dos metros y, eran éstas, las que sostenían un sólido entarimado a la inglesa, que formaba el piso del corredor, y a cuyo extremo, el que daba al vacío, quedaba protegido a lo largo por un pasamanos; esto, además, de una maderas de medio metro de alto le servían como única protección. De tramo en tramo, unos pilares de madera que salían desde el suelo sostenían todo el conjunto de corredores. En la parte baja del caserón estaban las cuadras de los animales, dormitorios para los criados y para los viajeros más humildes, además del almacén de mercancías, la bodega, la cocina, la cantina y el comedor. En la parte superior estaban los dormitorios de los dueños de ésta fonda, posada o como se la quiera llamar y junto a ellos disponían también de habitaciones limpias y decentes, para todo aquel viajero que se las pudiese costear. En el centro del patio había dos dornajos de madera, protegidos éstos de la intemperie por una especie de templete; que culminaba en un tejado de dos aguas. Un dornajo servía de abrevadero y el otro para la comida de las bestias.


Al llegar, les atendió un muchacho, de unos catorce o quince años; seguramente hijo del dueño de la fonda, a juzgar por la veteranía y soltura con que se desenvolvía.


-¡Señor! –Se apresuró a decir el muchacho- ¿van a quedarse a dormir, o solamente quieren descansar un poco y seguir? Lo pregunto, solamente..., para servirles mejor.


- ¡Gracias muchacho¡ puedes llamarme ¡Capitán! Nos quedaremos, pero saldremos muy temprano; llevamos mucho retraso. Por eso, en cuanto salga la Luna continuaremos camino. Necesitamos comer, descansar unas horas y agua y comida para los animales. “Por el dinero,... chico, no te preocupes, llevo el suficiente para pagarte bien –terminó diciendo Cabeza Perro y para que no quedaran dudas sobre lo dicho, sacó una bolsa llena de monedas de oro y le entregó una al chico. El joven, que no estaba acostumbrado a recibir propinas tan sustanciosas, miró la moneda asombrado y luego dio las gracias repetidamente, sin poder contener una amplia sonrisa de oreja a oreja.


- ¡Capitán!, les ayudaré a descargar el camello, para que también el pobre animal descanse y pueda comer. Los mulos pueden atarlos ya. Podrán dejar el equipaje y la carga en esa habitación de ahí enfrente; así les será más sencillo a la hora de marcharse. Yo me encargo de los animales, como... van a salir temprano, lo mejor es dejarlos aquí afuera en estos dornajos del patio.


- ¡Bien chico,…bien!, ¿como es tu nombre? –le preguntó el capitán.


- ¡Aaah,… mi nombre!, Servilio, me llamo Servilio, para servirle a usted, capitán.


- ¡Que extraño nombre!, he viajado por todo el mundo conocido y hasta por el que muchos desconocen y de veras jamás había escuchado un nombre tan extraño. ¿Y a ti que teee... parece?


- Bueno..., la gente lo encuentra raro y no lo pronuncian bien. Pero a mi me gusta, y creo que no lo cambiaría por ningún otro. Me lo puso mi padre. Cuando él estuvo en la guerra, allá por tierras lejanas, “las tierras de afuera” como dice la gente por aquí, conoció a un tipo que se llamaba así y al parecer a mi padre le gustó, por lo extraño y porque no conocía a nadie que se llamara igual.


- Una última pregunta Virgilio –dijo el capitán.


- Eso, eso es lo malo de llamarse Servilio, me llaman de todas formas menos Servilio –repuso el jovenzuelo– pero pregúnteme lo que quiera y queda disculpado ahora y para el futuro.


- Si quería preguntarte: ¿cómo se llama este pueblo?


- Capitán esto se llama El Río, pero esto no es un pueblo, es un pequeño caserío, con una docena de casas y otras tantas cuevas. El pueblo, está más adelante y se llama Villa de Arico, allí si que hay una iglesia como “Dios manda”, y hacen tremenda fiesta.


- ¡Arico!, ¡Villa de Arico! –Dijo el capitán- ¡muchas veces lo he oído nombrar!






Cuando hubieron acomodado el cargamento y los equipajes en la habitación que les había señalado el chico, uno de los dos hombres que le acompañaban se quedó guardando el cargamento, mientras Angel García y el otro se fueron a cenar al comedor de la posada. El joven llamado Servilio les sirvió la cena, mientras su madre se ocupaba de la cocina y su padre; un hombre corpulento, de ancho carapacho, como de unos cuarenta y cinco años, atendía con agilidad y destreza la barra y las mesas de la cantina.


Cabeza de Perro y sus dos acompañantes –relevándose éstos en el cuidado del cargamento – ya habían cenado, cuando un hombre de unos sesenta años, con un sombrero negro de fieltro, sudado y aplastado por la parte frontal, se acercó a la mesa donde se encontraba el capitán tomando vino con uno de sus hombres.


-¡Perdone!, ¡es usted,... forastero!, ¡claro!,... que tontería, si no lo fuera nos conoceríamos– El hombre hablaba mientras acercaba una silla con intenciones de sentarse con ellos.


¡Siéntese con nosotros! – Se apresuró a decir el capitán. Y el hombre no lo pensó dos veces y así lo hizo.


-¡Aaah, son ustedes indianos, les pido mis mayores disculpas!– continuó el hombre – Miren,… es que hoy al mediodía me ocurrió un suceso muy extraño,... bueno y tanto,... y tal es así, que perdí mi carabina. Si, una preciosa carabina que me servía para cazar,... no la hubiese dado por todo el oro del mundo. Con decirle que fue una herencia de mi padre, se lo digo todo, bueno,... ya sabe, lo que son esas cosas,... el valor de los recuerdos,... los sentimientos y todo eso.


- ¡Así, que perdió su carabina,... ¡cuénteme, cuentemé! Le dijo el capitán.


-“Verá, hoy al mediodía, llevaba yo varias horas vigilando las palomas que suelen ir a beber al Charco de Guasiegre y cuando ya me encontraba cansado de esperar, doliéndome los ojos de tanto mirar, y lo confieso, me hallaba un poquito traspuesto, entonces apareció un ave grande,... muy grande, zancuda, de plumaje azul, pero un azul muy delicado y suave. El ave se posó en la orilla del maldito charco, y estirando su largo cuello comenzó a beber. Fue entonces cuando yo apunté mi carabina por entre el ramaje de mi escondite y en cuanto tuve el cuerpo del ave en el punto de mira disparé. El ave se desplomó y cayó seca en el sitio; quedó con la cabeza dentro del agua y el cuerpo en la orilla del charco. Solté la carabina y salté fuera de mi escondite emocionado por recuperar una pieza tan valiosa ¡no me lo iban a creer cuando lo contara!


Pero cuando hube llegado donde la espectacular pieza había caído fulminada ésta ya no se encontraba allí. Tampoco flotaba encima del agua, miré a mí alrededor pero no había absolutamente nada. Alcé la vista por encima del charco pero solamente pude ver las azuladas y lizas y agrietadas paredes de roca viva, en que se hallaba encajonado y recluido el charco. En ese mismo momento escuché un leve crujido y entonces al levantar la vista hacia mi escondrijo vi como mi carabina serpeaba hacia abajo deslizándose por encima de las rocas para acabar hundiéndose con un sonido ronco y profundo en el mismo centro del charco, en cuyas aguas se produjeron negras ondas que llegaban hasta la orilla. Huí de allí aterrorizado, subí a toda prisa la deslizante ladera, sin mirar hacia atrás. No había llegado aún arriba cuando escuché voces y risas estridentes, como si éstas se hubiesen generado dentro de un cubo de metal. Me quedé sin fuerzas en las piernas y a duras penas conseguí escapar de allí.


- Sí, parece un asunto muy extraño – Dijo el capitán cuando el desconocido hubo acabado de hablar.


- ¡Extraño, extraño,... es horrible!, ¡toda mi vida es una suma de cosas terribles y extrañas. – Repuso el curioso sujeto visiblemente afectado.


- A todos nos ha tocado vivir situaciones dramáticas a lo largo de nuestra vida – Decía el capitán – pero, por lo demás, la pérdida de una simple carabina, no me parece que sea una gran tragedia. Espere, da la dichosa casualidad, que en mi equipaje llevo un par de carabinas nuevas, por lo que le ruego,... que acepte una de ellas, ¡Ismael! –Dijo Ángel García, al joven de color que le acompañaba – tráele una de las carabinas al Serñoor...


- ¡Leopoldo! – Dijo el desconocido- me llamo Leopoldo.


- Mire, Leopoldo, ya sé que mi carabina, no se podrá comparar con la suya,... no le tendrá el mismo afecto, pero de igual manera le servirá para ir de caza. Pero dígame, ahora que nadie nos puede oír, - Dijo Ángel García bajando mucho la voz – tengo una enorme curiosidad por saber donde se encuentra El Charco de Guasiegre -terminó el capitán de decir estas palabras con un interés y una curiosidad inusitadas.


- ¡El Charco de Guasiegre!, ¡no debe acercarse a él!, es un lugar endemoniado. No se como tuve el valor de acercarme de nuevo a él, no sé como pude, después de mi terrible desgracia. –El Señor Leopoldo pronunciaba estas palabras terriblemente afectado, casi llorando. –En dirección a la capital - Continuó- primero cruzará un barranco llamado El Azúcar, siga adelante, encontrará un segundo barranco, ese es, el de Guasiegre. Como a cien pasos del camino Real hacia abajo, ahí está el charco, redondo, oscuro y siniestro. Incrustado dentro de las paredes y del fondo del Barranco de Guasiegre. -¡Capitán!, oí como sus acompañantes le llamaban capitán- ¡aléjese de ese maldito charco!, ¡le aconsejo que cuando pase por el camino Real, ni se le ocurra mirar hacia abajo!


- La carabina, capitán –dijo Ismael, con el arma entre sus manos.


- ¡Dásela! –dijo Cabeza Perro mirándolo con los ojos brillantes y una mirada llena de delirio. Desde que oyó la historia del charco, estaba ansioso, y se removía inquieto como un poseso.


-¡Gracias, capitán! –Dijo Leopoldo acariciando el arma y antes de marcharse dijo nuevamente al capitán - ¡Por el amor de Cristo o por el temor a Satanás, no se acerque al maldito charco!, “¡ah, mi niña, mi niña, con las manitas cerradas, flotando con sus manitas cerradas! ¡Que blanquita estaba mi niña con las manitas cerradas... flotando!” –Leopoldo salió corriendo y llorando se alejó de la cantina.


- ¡Señor, perdone que me entrometa! –dijo el posadero acercándose –pero es que estaba escuchando el cuento de Leopoldo y no ha debido usted hacer eso.


- Disculpe pero no sé a que se refiere. –contestó el capitán.


- Me refiero, a que no debió entregarle una carabina.


- ¿Por qué, un hombre, no puede cederle a otro su carabina? –preguntó extrañado el capitán.


- Mire, con todo respeto, he de decirle, que Leopoldo hace años que cuenta siempre ese serie de majaderías. No ha existido, carabina, jamás ha tenido una. Esa historia del charco, es pura patraña, todos los días se inventa una diferente; quizá, eso le ayude a sobrellevar el horror de su desgracia.


- ¡Horror, desgracia! –dijo el capitán.


- Leopoldo, está loco. –repuso el posadero.


- ¿Quiere decir entonces, que el Charco de Guasiegre, no existe? –preguntó Angel García


- ¡ah!, ¡no!, naturalmente que existe. –contestó el posadero.


- ¿Qué quería decir Leopoldo, con eso de las manitas cerradas...? Confieso que me impresionó. –acabó por decir el capitán.


- El maldito charco –siguió el posadero- esa es la verdadera causa de su locura.


- Cuénteme de una vez, que pasó o que pasa con ese maldito charco. –Se impacientó el capitán.


- Verá hace unos treinta y tantos o quizá cuarenta años. Leopoldo vivía tranquilo y feliz con su joven esposa, a la que amaba con delirio. Luego les nacería una criatura, fue una niña preciosa. La dicha y la felicidad eran completas dentro de aquel hogar. Pero un día, la desgracia barrió por completo de aquella casa hasta el último gramo de aquella exultante felicidad. Una tarde, al llegar como siempre del trabajo, con sorpresa comprobó que su esposa y su niña no estaban. Las buscó por todas partes; anduvo por barrancos, cuevas y montes, pero no encontró nada; bajó a la costa y se recorrió las orillas del mar y tampoco encontró nada. Al retornar, muerto de hambre, agotado y desalentado, se recordó que la única zona que no había inspeccionado era el Barranco de Guasiegre, su saltadero y su inquietante charco. Desde lejos, vio el cuerpecito de la niña encima del agua, con sus ropitas blancas, flotando con la carita hacia abajo, y sus manitas cerradas. Ese momento debió impresionarle de tal manera, que para Leopoldo, desde entonces, dejo de existir el pasado el presente y el futuro, pues permanentemente solo vive en ese desgraciado instante.


- ¡Lamentable!, ¡Asombroso!, - pero dígame y su esposa- ¿Qué fue de ella?, ¿También la encontraron en el charco, junto a la niña?


- ¡Ah! –Dijo el posadero- Ese es, el gran secreto del charco. Leopoldo, cuando vio a su hija flotando, se tiró al charco; la sacó, y a pesar de que el cadáver de la criatura, se encontraba ya en franca descomposición, desprendiendo un desagradable y nauseabundo mal olor, no hubo manera de separarlo de ella. Así permaneció hasta el mismo momento en que se la arrancaron de los brazos para introducirla dentro de la fosa. Después, permanecería semanas enteras, casi sin apenas comer; velando la tumba y repitiendo siempre lo mismo como una letanía: “¡Mi niña, con sus manitas cerradas,... flotando, mi niña, mi niña...!”. En el Río, por aquel tiempo, eran bien contados los que sabían nadar. Diego, era un joven del pueblo robusto y saludable, de unos diecinueve años; de los pocos expertos en nadar por encima y por debajo del agua. Le llevaron para que buscase en el fondo del charco, por si la mujer estaba atrapada en alguna de las oscuras oquedades de las paredes del charco. Diego llegó con su enérgica y arrasadora juventud, muy animado, y sintiéndose protagonista de la situación; dispuesto a no desistir hasta no haberla encontrado. Se tiró varias veces a ciegas, porque la oscuridad y la turbulencia del agua no dejaban ver ni pasar el menor rayo de luz. Creo que fue a la tercera o cuarta vez que se sumergió en el charco, y cuando salió por última vez a la superficie; su cara estaba lívida. Los que allí estaban, enseguida se dieron cuenta de que algo iba mal y se apresuraron en ayudarle a salir del agua. La sorpresa fue enorme, cuando vieron el intenso chorro de sangre que salía de una herida abierta, que comenzaba en el bajo vientre y terminaba en el pecho, dejando ver parte de sus órganos internos. Lo primero que dijo al salir fue: -¡he tocado sus pies!, ¡sus pies fríos... los he tenido en mis manos! Y, seguidamente se desmayó. Rápidamente, como buenamente pudieron, le vendaron y le condujeron hasta su casa y con muchos cuidados, pudo salvársele la vida. Nadie se atrevió jamás a buscar de nuevo en el charco. Diego sanó de aquellas heridas, que seguramente se produjo al rozar en algún afilado borde de las paredes del charco. Pero de la esposa de Leopoldo, nunca más se supo y el charco quedaría maldito para siempre. Si bien, Diego, se curó de sus heridas, en un plazo razonablemente corto, desde aquél día en el charco, ya nunca sería el mismo. Sentía un extraño miedo y unos temores sin fundamento. A diario, vomitaba infinidad de veces, apenas comía e iba perdiendo peso de una manera alarmante. A los seis meses de lo sucedido, el joven murió. Y esto ya dejaría al Charco de Guasiegre con una maldición que ya no le abandonará jamás.


- Bueno, entonces –continuó el capitán. ¿Quiere usted decirme que fue lo que pasó con la madre y la niña? Quiero decir,… ¿por qué ese absurdo desenlace, por qué la madre, eligió el charco?, ¿realmente se tiró ella con la niña? –Cabeza de Perro, se había tranquilizado. Se había sosegado y preguntaba ahora con interés distinto al anteriormente descrito. Sus preguntas, terminaron por parecer tan familiares, que su tono rayaba en lo fraternal.


Me desconcierta, siempre que llego a estas alturas del relato. Es como si el personaje de Cabeza de Perro, en tierra diese un giro de 180 Grados. En la mar, su maldad se veía, siempre estaba ahí, era transparente y él la empleaba sin ningún freno ni escrúpulo para conseguir todos sus fines; sus caprichos o su insaciable codicia. Pero aquí, en tierra, el personaje adquiría una ambigüedad en su proceder, que directamente le hundían en la más oscura e impenetrable sordidez. ¿Cómo sondear en su alma negra, si es que la tenía, como adivinar si su presente actitud era sincera, o era la horrible máscara del más abominable y cruel de todos los cinismos?


Puede ser..., que, con el paso del tiempo yo haya perdido esa admirable y cándida ingenuidad en la que, por desgracia, siempre me desenvolvía pero..., es que ésta caída del burro del capitán, a lo Saulo de Tarso, nunca me ha ofrecido la menor garantía.


- Mire capitán –comenzó su respuesta el posadero- con respecto a su preguntas, le diré que no existe una respuesta clara, quiero decir que no hay pruebas tangibles que esclarezcan y afloren una verdad absoluta. Lo único cierto es la buena relación que existía al parecer, entre Leopoldo y su esposa, así como el gran amor que ambos sentían por su pequeña hija. Se han manejado varias opiniones. Una de ellas, es que la niña pudo morir de manera repentina; pudiera ser que su madre al verla muy mal, la tomara en sus brazos, y corriendo tratara de llevarla a un doctor que había en Villa de Arico. Puede que a mitad del camino, al darse cuenta de su muerte, su madre perdiera la razón y se arrojara al charco desde lo alto del risco, con su pequeña en los brazos. Lugar este que al parecer ella conocía perfectamente.


Otros dicen, que pudo planear con bastante antelación, premeditadamente, un parricidio, y utilizó el charco para deshacerse de su hija; pensando quizá, que el oscuro pilón guardaría para siempre su secreto bajo sus verdes aguas; mientras a la vez, le caía de paso, para seguir alejándose en dirección a la capital, donde muy bien podía haber alguien esperándola.


Y ya, para terminar, están las palabras del pobre Diego, en las que aseguraba que había tocado sus pies. En cuanto al muchacho, no estamos totalmente seguros, de que éste no estuviese bajo los efectos de una tremenda sugestión, debido quizá, al ambiente tan dramático que rodeaba toda aquella trágica situación. Puede ser que lo él creyera unos pies, fuese pura y simplemente el saliente de alguna roca. De todas formas, también son muchos los que siguen creyendo en las palabras de Diego como en la Sagrada Biblia y aseguran que el cadáver de la mujer aún continua en el fondo del charco o dentro de alguna de las cavernas laterales que según afirman posee el charco.


Pronunciaba el posadero estas últimas palabras, cuando les sobresaltó el inconfundible ruido que produce el fogonazo de un disparo de fusil. El sonido venía directamente del patio. Enseguida se oyó a las bestias revolverse nerviosas y como tratando de encabritarse. Los dos o tres clientes que aún quedaban en la cantina salieron pitando a ver lo que sucedía en el patio. Detrás, salió el posadero con un farol en la mano y de cerca, tras él, le seguía Cabeza Perro, con una enorme pistola cargada y amartillada.


Con la luz del farol, se vio en el centro del patio, un viejo sombrero de fieltro desgarrado y cubierto de sangre, con un gran boquete en su parte central. Atravesado en uno de los dornajos; entre el camello y los mulos yacía el cuerpo de un hombre con la cabeza destrozada. Acercaron la luz y levantaron el cadáver de donde estaba, entonces pudieron ver su cara terriblemente mutilada, pero aún, a pesar de ello, podían distinguirse en esta unas duras facciones, labradas con el tosco cincel del sufrimiento y la locura. Aquella cara ensangrentada era la cara del pobre de Leopoldo. La carabina que había caído a sus pies, era la misma que momentos antes, en forma de un generoso y desinteresado regalo le había entregado el capitán. Este último, no se explicaba, de donde diablos había aparecido el cartucho que terminó con la vida de Leopoldo; Pues, aunque llevaban munición en el equipaje, las carabinas siempre iban descargadas. Estaba muy claro que aquella muerte había sido un suicidio. “¿Cómo consiguió Leopoldo, la maldita bala que acabaría con su vida?, La respuesta es..., que no lo sabemos, ¿como habríamos de saberlo?, Lo que yo afirmo y les aseguro con rotundidad, es, que no me gustan las armas de fuego y, entre muchas razones, quizá una de las principales..., porque que a todas ellas, las carga el Diablo.”


Como había suficientes testigos del suicidio, a propuesta del posadero, levantaron el cadáver, que se encontraba de aquella forma tan inhumana y grotesca, atravesado en mitad de los animales y lo llevaron a una habitación de la parte inferior de la casa; lo tendieron en un viejo catre y lo taparon con una manta. A primera hora de la mañana irían a Villa de Arico a dar parte a la autoridad.


- Me siento en parte, culpable de esta muerte, pero yo desconocía que el pobre hombre estuviese loco. –Se lamentaba el capitán.


- ¡Loco!, ¡Loco! –Decía el posadero sorprendido. – se equivoca usted, capitán.


- ¿Cómo?, ¿Qué... quiere decir?, ¡No consigo entenderle! –Dijo el capitán, con evidente desconcierto.


- ¡Me engañó!, ¡Me engañó! –Decía el posadero. ¿Cómo se puede,... de repente, recobrar el juicio?, ¿No se da usted cuenta capitán?, ¿Cómo puede, planear su muerte,... de esa manera, un loco?


- ¿Quiere usted decir... que la historia de la carabina fue un plan?


- Saque usted mismo las conclusiones –dijo el posadero – pues para mí, están muy claras.


- Si –dijo el capitán. Era un hombre demasiado inteligente, y, en los escasos momentos que tuvo de lucidez lo demostró suficientemente.


- ¡Si que lo era! –Dijo el posadero. No mereció llevar una vida tan amarga. Casi me alegro, que se haya ido.


- Quisiera hacerme cargo de los gastos de su entierro. –Dijo el capitán alargando una pequeña bolsa con dinero al posadero.


- ¡No por favor! No tenemos mucho dinero, capitán, pero nunca dejaríamos a un vecino sin darle una buena sepultura. ¡Gracias capitán, pero puede guardarse su dinero!


- ¡Insisto, pues me siento en la obligación de hacerlo y le ruego que no me rechace, tómeme si quiere, por un vecino más. Además quisiera que en su tumba colocasen una inscripción grabada en una loza, en la que diga: “Aquí descansan eternamente en paz, Leopoldo y su pequeña hija y si apareciese algún día, también su esposa.”


- Capitán, en ese caso acepto el dinero en nombre del difunto. –Dijo el posadero y añadió – esta noche, mi esposa y yo, nos quedaremos aquí velando el cadáver y alguna persona más que vendrá, como es la costumbre y mañana sin falta se dará sepultura al cuerpo. Usted debe irse descansar no le queda demasiado tiempo para ello, si como me dijo el muchacho, piensan marcharse en cuanto salga la Luna. ¡Buenas noches capitán! Duerma tranquilo, que yo me encargo de llamarle en cuanto salga la Luna y alumbre en el patio.


Este es el verdadero, el auténtico Charco de Guasiegre. Situado entre el barrio de El Río y el barrio de La Cisnera, ambos pertenecientes al municipio de Arico. A sus orillas arribé siendo niño y, allí, como un verdadero náufrago me alimenté de sus ignotos misterios. Su fantasía me rodeó en la infancia y, aún hoy, desde lejos su influencia me envuelve como un sudario de misterio. Quizá los náufragos jamás pierdan su condición y lo sean para siempre; tal vez por ello yo, aún continuo soñando a las orillas del Charco de Guasiegre.








( Una blanca llama envolvía aún el edificio como un sudario, y, derramándose
a lo lejos en la quieta atmósfera, brotó un resplandor de luz sobrenatural;
mientras que una nube de humo se posaba pesadamente sobre las almenas
en la distinta y colosal figura de un caballo.)
“Metzengerstein.”

EDGAR ALLAN POE.

XII




Siguiendo los sabios consejos del posadero Cabeza de perro se fue a descansar; no sin antes haberle liquidado a éste todos sus gastos, los suyos y los de sus acompañantes –se entiende, claro. Hacía un par de horas que sus dos sicarios dormían plácidamente. Y lo hacían en un camastro que había en la misma habitación donde además se alojaba el cargamento y sus respectivos equipajes. El cansancio acumulado en todo viaje les evitó tener que presenciar los dramáticos acontecimientos de aquella noche.


La habitación del capitán estaba situada en el piso superior; al fondo del corredor, donde éste formaba el ángulo; por eso la puerta de ésta daba de frente al pasillo. Tenía una cama limpia, amplia y con un mullido colchón. Pero ni aún así el capitán logró conciliar el sueño; así que a la hora de haber entrado en ella, del mismo modo la volvió a abandonar, y de nuevo, volvieron a oírse sus pisadas por el entarimado, caminando nervioso de un extremo al otro del corredor. El mismo, fue testigo mudo, de la tímida presencia de la Luna; y cuando ya le pareció que ésta se había levantado cerca de un tercio sobre el gris y caliginoso horizonte, y, que alumbraba de manera suficiente, con lentos pasos descendió las escaleras para seguidamente despertar a sus hombres. Estos se levantaron aturdidos, como si les hubiesen despojado de los sesos o, como si permanecieran aún, en mitad de una bestial y desordenada borrachera.


El posadero se encargó de ayudarles a cargar y asegurar de forma precisa, la pesada mercancía a la silla del camello, de manera que ésta no saliera, fácilmente, rodando por la ladera de algún barranco. Angel García, le dio las gracias por todo al posadero y se despidió de él con un fuerte apretón de manos; seguidamente éste quitó la tranca al portalón y lo abrió, dejando la salida franca a los tres sujetos, que lo cruzaron uno tras otro, hasta desaparecer como tres fantasmas en medio de la noche, camino Real, hacia adelante. Y esa fue la última vez, que ojos vivos les vieran por aquel lugar.






(Glorias…, felicidad…, mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra
Imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos,
¿Para qué?, ¿Para qué? Para encontrar un rayo de luna.)

“GUSTAVO ADOLFO BÉQUER”.





XII




Fue a los ocho o nueve años, cuando comencé por primera vez a escuchar algo referente a la historia de este misterioso charco. Desde ese momento comencé a interesarme por todo lo que en cuanto a él se decía, y por este espíritu quedé atrapado y subyugado a él para siempre.


Como de costumbre, ese día, entré corriendo a la cocina y como siempre que venía del colegio, fui inmediatamente a dar un beso a mi querida abuela. Maquinalmente, cogí una silla y me senté a la mesa, pero cuando miré al frente, del susto di un salto y me quedé en cuclillas encaramado encima de la silla. Al otro lado de la mesa había un hombre estrafalario. Era un sujeto de unos setenta o setenta y cinco años; de piel muy oscura –como los hindúes – con los restos de un sombrero en la cabeza, y un blanco bigote lacio, cuyas antenas apuntaban hacia el suelo. Como luego me diría la abuela, éste señor se llamaba E... Y su pinta encajaba totalmente con su manera de hablar, sus gestos, y en general toda su extraña forma de conducirse.


- ¡El niño, ze azustó! –Dijo el señor E... dirigiéndose a mi abuela.


- ¡Ah! Es que él,... no le había visto. –Dijo la abuela y luego casi me ordenó – ¡Anda hijo! Saluda al señor E...


- ¡Buenas tardes, señor E...! –Dije poniéndome en pié de inmediato.


- ¡Zientezé joven, Zientezé! –Dijo el señor E... poniendo cetas a destajo, donde no había que ponerlas.


- ¡Sígame contando...! –Le dijo la abuela al señor E... Para que éste continuara con su conversación.


- Como le estaba diciendo –prosiguió el señor E..., - Cabeza de Perro nada más tener conocimiento de aquellos terribles zucesos acontecidos en el Charco de Guasiegre –dicen... ¡Malaya la madre que lo parió!...que el muy tunante, no pensó en otra cosa más que en esconder el tezoro en el fondo del charco.


- ¡Ay! –Se lamentó la abuela – ese hombre debía estar loco.


- ¡Ja, ja! –Se rió el anciano- ¡loco, loco!, ¡De loco nada! Lo que,... lo que,... lo que era, es un hombre zabio.


- ¡Pues no lo entiendo! –Se obstinaba la abuela- ¡Porqué, ha de dejar uno sus pertenencias, cerca o en el mismo sitio por donde ronda el Diablo!


- ¡Verá... verá! Déjeme que se lo explique –le decía el viejo E... Con la rotundidad y el orgullo de quién se encuentra en posesión de la verdad.- El pirata penzaba, zeguramente al igual que yo mismo, que no se pueden unir los sucesos a los lugares en que ocurren, y sobre todo si en lo acaecido hubo crimen o algún tipo de maldad. Pienzo que las cosas ocurren porque ocurren y nada más, sucedan aquí, o sucedan allá. Hay que ser bastante astuto, aunque si lo pensamos bien y nos pusiéramos en su lugar, en su caso zeguramente hubiésemos pensado de la misma forma; ¡Que lugar más seguro podía encontrar para esconder su tezoro, que aquel charco maldito! ¡Donde podía hallarse más protegido que allí; un lugar habitado por cuatro pares de Demonios y cuyo nombre daba verdadera grima solamente de mencionarlo.


- ¡Por favor señor E..., no bromee con las cosas del demonio, que a mi me da mucho miedo!, ¡hay Jesús, líbranos del mal amén! –Decía la abuela asustada como siempre que alguien hablaba de forma irreverente, o que se salía de lo que la mayoría opinaba en cuanto a lo sucedido en el charco.


- Por ezo –continuó el anciano – Ángel García, esto para que conste, no me lo dijeron aquí, zino que me lo contaron en cuba, Ángel García y sus dos zicarios –cuando salieron del Río – fueron directamente a las proximidades del charco y al parecer valiéndose de unas largas cuerdas, descolgaron los dos pesados cofres, primero uno y luego el otro hasta la orilla del charco y todo a la luz de la Luna. Dicen, que la parte interior los cofres, estaba forrada por una lámina de bronce de varios milímetros de espesor y cerrados herméticamente, siendo necesario para abrirlos el cortar ésta lámina o fundir las costuras por donde habían sido soldadas. Se cree que fue desde un zaliente de la roca, el lugar preciso, desde el cual lanzarían los dos cofres al mismo centro del charco. Hay quién asegura que fue en ese mismo instante cuando el pirata aprovechó para disparar a sus dos acompañantes.


- ¿Usted cree que él mató a sus hombres? –Le preguntó enseguida la abuela.


- ¡Más que en la Biblia, lo creo! –Afirmó el señor E...- además no es ezo lo que siempre hicieron los piratas con sus ocasionales zocios, ¿por qué, éste, habría de ser diferente?


-¡Señor E...! –Contestó enfadada la abuela- además de blasfemar, faltando al respeto a la Sagrada Biblia, creo que se apresura usted llegando a esas conclusiones tan a la ligera; es que acaso, podría usted decirme: ¿que fue lo que hizo con los dos cuerpos?, Pues que yo sepa, jamás los encontraron.


- ¡Ah!... ¡La Biblia! Con todo respeto hacia usted, pero no creo en esa zarta de mentiras. Y en cuanto a los cuerpos, nada más sencillo para él. La zoga, con la cual habían bajado el tezoro hasta el charco, zirbió para atar los dos cadáveres a una gran piedra que haría de lastre, manteniéndoles para siempre en las profundidades del charco.


- ¡Alabado sea Dios! –Se santiguó la abuela- ¡Qué crimen tan grande!, ¡Se me hace difícil de creer! Pero dicen, que el muy canalla, hasta inocentes niños mató... sin la menor consideración, ni remordimiento alguno. Quizá usted tenga algo de razón.


- Además –prosiguió el viejo E...- a los pocos días las gentes pudieron ver, como legiones de guirres y de cuervos acudían a disputarse los restos de un camello que, misteriosamente apareció muerto, despeñado debajo del profundo saltadero que se encuentra varias docenas de metros mas abajo del charco.


- Pero... ¿Pero quién puede asegurar, que aquel camello, era el camello del pirata? –Preguntó enseguida la abuela


- ¡Nadie!, ¡Nadie podría azegurarlo! –Respondió el viejo- pero yo ce, que el tezoro está en el fondo del charco; me jugaría el pescuezo.


- ¡Una corazonada! –Dijo la abuela, con evidente desconcierto.- solo tiene una vulgar corazonada. Lo mejor, es que se olvide usted de toda esa historia; está usted demasiado viejo para seguir soñando con tesoros y demás diabluras.


- ¡Ah! ¡Ezo zi, que no! –Respondió el anciano- mientras yo viva no abandonaré la idea de rescatar el tezoro. Zeguiré tratando de conseguir un zocio que me ayude; pues yo con este maldito reuma no puedo hacerlo solo. En una ocasión, tuve un zocio, al que le ofrecí la mitad de todo cuanto encontráramos. Teníamos material suficiente para intentar zacar el tezoro: picos, palas, azadas, cuerdas, rondanas y hasta una bomba para achicar el agua del charco, además; de una mula vieja, que zeguramente nos iba a zervir de gran ayuda. Pero quizo el destino, o la maldita casualidad, que el pobre Cordelio, al que usted conocía perfectamente; amaneciera, justo eza misma mañana, con el cuerpo agarrotado como una horqueta y de allí le llevaron para el cementerio, y yo me quedé desamparado como un pobre huérfano, sin saber donde encontrar un nuevo socio para llevar hacia delante mi empresa.


- ¡Sí... el pobre Cornelio! –Se lamentó la abuela- nunca antes anduvo enfermo y amanecer muerto de aquella forma tan repentina, ¡la verdad es que a todos nos desconcertó bastante, acostarse bueno y no volver a levantarse! ¡Pobre hombre! ¡Que desgracia tan grande!


Recuerdo perfectamente, que ese día la abuela, invitó a almorzar al señor E..., y jamás se me olvidará. Ese día la comida consistió en: papas negras, arrugadas, con pescado salado y mojo colorado, además del gofio amasado y los higos pasados, que esos, si, que nunca faltaban a la mesa. Y tengo grabada para siempre el mi mente, la imagen del viejo E..., cogiendo las papas con sus manos huesudas, oscuras y arrugadas, tan parecidas, tan idénticas a las propias papas; que yo, en ese momento me planteaba, si ambas, no serían la misma cosa.


Los años pasaron muy deprisa, y el señor E..., continuó haciéndose aún más viejo todavía, y fue perdiendo la razón si es que algún día la tubo. Ahora se dedicaba a perseguir con saña a los pobres perros, hasta darles muerte, y los infelices canes ya no estaban seguros en ningún parte y en el pueblo por esta causa llegaron a escasear de forma alarmante. La locura del pobre anciano le dio por imaginarse; que sus higueras y sus almendros requerían para que diesen frutos grandes y en abundancia, tener siempre acumulados cerca de sus raíces, una cantidad considerable de perros muertos pues, cuando aquellos, entraran en franca descomposición, afirmaba –esto sin lugar a dudas es el mejor abono que se haya podido lograr. Por esta causa, él los mataba a garrotazos, llevándoselos en un saco para luego enterrarlos a la sombra de sus queridos árboles. Y él, mientras... se alimentaba casi en exclusiva de grillos y de saltamontes crudos y como bebida única el agua de pasote. Con ésta espartana dieta, el infeliz, se consumía poco a poco y su cerebro iba perdiendo la imprescindible sustancia vital, por lo cual, aceleradamente se fue quedando seco como un trozo de corcho; y por este motivo, la locura avanzaba en su terrible proceso de destrucción y la muerte estrechaba su cerco entorno a la patética figura de aquel viejo testarudo. Cuando encontraron su momia, era eso, solamente una momia. Su cadáver se encontraba totalmente seco, ya no despedía ningún olor y ni siquiera se podía determinar el tiempo que llevaría de muerto. Aunque pronto, la gente comenzaría a especular y a echar cálculos, ha hacer conjeturas y cábalas sobre el preciso momento, desde el cual, habían cesado de manera repentina aquellas extrañas y continuas desapariciones de perros. En torno a esa fecha debió ocurrir el fallecimiento del anciano.


El viejo E..., desapareció de este mundo sin haber encontrado un socio lo bastante loco para ayudarle a sacar el tesoro. Ni halló tampoco, al hombre lo suficientemente cuerdo e inteligente para comprender que era necesario aflorar aquella inmensa fortuna que se deshacía bajo los limos que cubren el fondo del charco.


Quise comprobar por mi mismo, si eran ciertas, todas aquellas asombrosas historias que se contaban acerca del charco; los extraños ruidos, los murmullos y las voces que decían oírse; así como las cosas tan misteriosas que al parecer se sucedían en torno al charco. Algunos defendían con verdadera pasión la idea de que allí habitaban los fantasmas. Acudía yo, a las proximidades del charco, en mitad de la noche, de manera absolutamente discreta y silenciosa. No les podría asegurar, si mi raro proceder, se debía, a la impaciente necesidad en descubrir algo sobrenatural en todo aquello, o por el contrario, se trataba simplemente de poner a prueba un supuesto valor juvenil no constatado aún. He de decir, que después de permanecer interminables horas atentamente a la escucha, sin apenas respirar, con el corazón galopando enloquecido, como un potro montaraz; solo conseguí oír el desagradable y monótono canto de las ranas y, en medio de éste, ruidos extraños e incalificables, que no podría asegurar si provenían del charco, se generaban en el interior de mi oído, o afloraban de la insondable profundidad de mi cerebro después de tan prolongado esfuerzo.


De igual manera, las noches de Luna Llena, sin hacer el menor ruido me levantaba de la cama y sin que se oyera la más mínima de mis pisadas, me deslizaba fuera del dormitorio y sigilosamente abandonaba la casa sin que me viesen, pues, no quería en absoluto, que por mi extraño e inusual proceder, llegaran a pensar mi familia y allegados que no me encontraba en mis cabales. Tomando toda una serie de precauciones, me dirigía al charco por ver si a la luz de la Luna podía ver alguno de los fantasmas que en la oscuridad no había conseguido distinguir, ni moverse, ni ver en absoluto. Pero he aquí, que después de acudir puntualmente, durante varias lunas, los fantasmas debían estar atemorizados por mi insistente y terca presencia y se ocultaban de tal manera que era imposible verlos. Ya casi estaba apunto de desistir en mi anhelo de echarles la vista encima; ya incluso, me había fijado una última noche de observación para dejar aquel asunto por imposible. Era, pues, ésta, la última noche que acudiría a las inmediaciones del charco en pos de aquellas descabelladas y absurdas contemplaciones. Fui más temprano que nunca, la Luna aún permanecía oculta; pero lo hice a propósito, con la intención de no perderme ni un segundo desde que comenzara el lento proceso de la salida de ésta. El charco estaba envuelto por el manto de la negra noche y solo se presentía que estaba allí, por el croar de las ranas y por la desproporcionada fuerza con que mi corazón bombeaba la sangre a mi cerebro y el temblor de mis manos y el intenso frío que paralizaba de mis pies. Fue en el instante justo en que la Luna Llena comenzó a levantarse por encima de la isla de enfrente. Cuando los primeros rayos penetraron en la espesa oscuridad del barranco, entonces y solo entonces le vi. Entonces pude contemplar la inconfundible, pero extraña e inusual silueta de un hombre con las piernas medio flexionadas y que permanecía inmóvil en esta postura medio incorporada, mirando impertérrito hacia el negro ojo del charco como si pudiese ver a través de éste. Durante más de media hora le observé y en todo ese tiempo no se movió ni un solo milímetro. Yo también permanecía quieto, y solo respiraba a grandes intervalos, como solamente saben hacerlo los buceadores expertos. Agazapado en el suelo, quise fundirme con las rocas que tenía bajo mi vientre. Temí, por momentos, que aquel hombre volviese la vista hacia arriba y pudiese descubrirme. Temí que éste al sentirse descubierto se encolerizase: “Por ser espiado por un insolente muchacho imberbe, por ser descubierto su secreto y turbada su paz en la quietud de la noche; por todo eso, podría yo despertar su cólera y a éste le podrían entrar terribles ganas de asesinarme. Quizás él me lanzaría al vacío, y mi cuerpo aparecería destrozado debajo del profundo saltadero o tal vez, éste disfrutaría mucho más atándome una potala al cuello y lanzándome en medio de la noche al agua quieta y oscura como la pez del Charco de Guasiegre.” Por toda esta serie de descabellados pensamientos, sentía, el apremiante impulso de salir corriendo, pero a pesar de todo me mantenía en mi sitio, hasta que la Luna llenó con su foco de luz por completo el barranco y entonces si que escapó de mi pecho, un alarido, un angustioso y terrible gemido involuntario. Y huí corriendo de aquel lugar y jamás he vuelto; porque... entonces si, que pude ver cada uno de los duros y desagradables rasgos de su cara y su cabeza grande, abultada y casi redonda, tocada por aquella siniestra e inconfundible cachucha.




Como ya dije anteriormente, jamás he vuelto por las cercanías del charco; aunque no descartaría yo una próxima visita a éste, pues no en vano el dichoso pilón marcó mi infancia, mi juventud e incluso su recuerdo, he de confesar que me acompaña siempre por donde quiera que voy, pero os ruego, eso si, que no me preguntéis que fue lo que lo vi aquella noche en el charco. ¡Señores a eso no les podría responder!, ¿fue una alucinación producto de mi exagerado empeño por descubrir algo, quizás la sombra de una roca proyectada por la luz de la Luna?, os juro que no lo sé... “Acaso conseguiríamos explicarnos porque a veces los perros ladran con tanta insistencia a la Luna.” También, he de deciros, que tampoco he podido olvidar a mi querida abuela, ni al señor E..., del cual estoy completamente seguro que si hubiese querido sacar el tesoro del charco, seguramente lo hubiera hecho; pero él, al igual que yo mismo, ambos seguramente seriamos, lo suficientemente imbéciles, que preferiríamos continuar manteniendo un sueño a costa de renunciar a toda una inmensa riqueza. Reconozco, que siento hacia el dinero una actitud de cierta apatía, o mejor si se quiere, una verdadera falta de ambición que raya casi en la insolencia; quiero decir hacia la acumulación de riquezas, que no, hacia el dinero como forma de vivir con dignidad. “¿Pero..., es que acaso no son unos cretinos, esos granujas “de bolsillo lleno”, que no sabiendo que hacer con el maldito dinero, porque lo tienen en demasía, terminan poniendo en su casa las griferías y la cadena de su retrete de oro macizo?” ¡Y toda la escatimación, todo el robo, toda la impiedad y la usura hacia los demás,… toda la acumulación para eso,... cuanta podredumbre y cuánta estúpida vanidad, absurda!




¡Sí, amigos! Fácilmente, hoy en día, podríamos vaciar el charco. Quitar el cieno que cubre el fondo y cuando hubiésemos terminado con todo el lodo, comenzaríamos a retirar unas cuantas toneladas de guijarros, arrastrados por las torrenteras de otros tantos años y quizá bajo éstos, encontraríamos lo que quede de aquellos dos pesados cofres y dentro de ellos un valioso tesoro oscurecido y oxidado. Y seguramente, tal vez, a pesar de todo conseguiríamos volvernos inmensamente ricos, y humanamente tendríamos nuestra vida materialmente resuelta. Pero en lo tocante a seguir soñando, nuestra vida quedaría hundida en la miseria, porque habríamos perdido, de un plumazo y para siempre, el gran sueño que siempre entraña un misterio y ya, jamás encontraríamos otro pilón, que como éste, continuara alimentando y llenando nuestras vidas de ilusión y de curiosidad.






*****






• Nota: En cuanto a Cabeza de Perro, tristemente volvió a vérsele y volvió a hablarse de él por diversos rincones del Mar Caribe. Pero como sin duda sabéis, él retornó a Tenerife y aquí, nada más llegar encontró la muerte. No tuvo tiempo de reflotar su tesoro, porque antes de que pudiera hacerlo, fue fusilado. Pero... esto ya, pertenece a otra historia.


FÍN





























































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