EL AFILADOR
(Relato)
Esto que les voy a relatar, es un cuento que me contaron hace algunos meses, intentaré narrarlo lo mejor que pueda, pero, no se fíen, porque a veces, lo reconozco, soy tan torpe, que igual destrozo el relato o cuento algo totalmente diferente. No sé por qué, o, mejor dicho, creo, que si sé por qué, cuando pienso en él, me viene a la memoria (La Vida de Vasili Fivieski), una novela escrita por un ruso, un tal L. N. Andrieév.
Hace poquito tiempo, llegó un peregrino cubierto con una capucha gris a las proximidades de la plaza de San pedro de Roma. Su conversación debió ser muy cautivadora, porque primero fueron dos individuos quienes le oían, luego fueron cuatro, después diez, y mientras avanzaba hacia el centro de la plaza ya eran cien los que le escuchaban.
Pasadas tres horas…, EL ENVIADO, como ya habían comenzado a llamarle, se dirigía, con palabras escuetas, pero sinceras y convincentes, desde lo alto de una escalera de tijera a los miles de almas que se agolpaban en torno a su persona.
Un ruido de arrastre de sotanas, como el de miles de rabos de lagartijas invisibles, se agitaba desacompasado y nervioso por las estancias y los pasillos del Estado Vaticano.
- ¡Que desvergüenza! ¡Es un impostor! ¡Sacrilegio, sacrilegio! ¡Llamen a la policía! ¡Es intolerable! ¡Tienen que callarle de inmediato!
Estas, y otras palabras de mayor envergadura, eran dichas por los prelados y los altos dignatarios del estado, con una rabia infinita, con una cólera inútil, llena de impotencia y de indecisión, pues no se les ocurría nada inteligente y sensato que hiciera callar de una vez al locuaz peregrino. El peregrino, para empezar, ya les había arruinado el almuerzo y amenazaba con fastidiarles también la cena. Pero eso no era todo, ahora tenían la sensación de que un peligro mortal se cernía sobre ellos como una sombra. Nada igual había sobrevolado nunca sobre sus cabezas. Atrás quedaban como simples nimiedades las zancadillas que se aplicaban entre ellos, las pertinaces envidias, y hasta los odios eternos que pululaban en la sórdida y placentera tranquilidad que reinaba en el interior del recinto vaticano.
- ¡Señor, Señor! ¿Qué hacer, que hacer? ¿Qué camino tomar?
Estas y otras preguntas eran, las que una y otra vez, machaconamente, se hacían los más directos seguidores de Pedro. Debían de tomar las decisiones oportunas. Si era necesario restringir la libertad de movimientos de su santidad Benedicto XVI, lo harían, tenían la capacidad y la voluntad de hacerlo, lo harían, por su bien, y por el bien de la SANTA IGLESIA CATÓLICA.
El peregrino iba aumentando y profundizando cada vez más en su discurso. Atrás había quedado la sequedad de sus primeras palabras y de las frases lacónicas con las que había comenzado su alocución. Llevaba ya unas 7 horas de discurso, hablando sin parar, y solo en un par de ocaciones había pedido agua. Por extraño que pueda parecer a medida que iba pasando el tiempo, su voz, en lugar de apagarse se fortalecía cada vez más y, a pesar de su extrema locuacidad, sus palabras se iban recargando cada vez más de una sabiduría infinita y hasta de santidad. En La Plaza de San Pedro y en las calles adyacentes se había congregado tal multitud para escuchar al peregrino de la capucha gris, que era imposible moverse, ni siquiera los sanitarios, ni las dotaciones de protección civil habían conseguido abrirse paso entre la masa.
La voz se corrió y de toda Italia filas de peregrinos caminaban hacia Roma. La voz corrió por todo el mundo como un reguero de pólvora y miles o quizá millones de fieles, como una baraúnda de hormigas, volaban o viajaban hacia Roma. Las autoridades italianas estaban aterrorizadas, pues sentían aproximarse el colapso de su capital y de su nación si no tomaban medidas absolutamente drásticas. Por ese motivo, inmediatamente fueron cerradas sus fronteras, se pidió ayuda a la OTAN y el perímetro de la capital fue custodiado y, por zonas, hasta minado, para impedir el acceso de más personas a la ciudad.
El peregrino o EL ENVIADO, como gritaba la masa humana, les habló de Dios, y de Cristo, pero de una forma tan clara, tan desnuda de retórica y de dobleces como jamás habían oído. El papa Ratzinger también quiso salir para escucharle, pero la curia se lo impidió alegando motivos de seguridad.
Sobre la plaza de San Pedro aún flameaban los últimos rayos de sol incidiendo impunemente sobre una nube rosada que se había rezagado un poco de sus hermanas adoptando la forma inconfundible de un gran pez. El peregrino de la capucha gris continuaba en su oratoria sin tregua ni descanso. De pronto apareció una paloma blanca, que, aleteando blandamente, cruzó a lo ancho la plaza y fue a posarse sobre su hombro derecho. La multitud que le rodeaba tomó aquel detalle como un vaticinio, una señal, y fueron muchos los que cayeron de rodillas, y, perplejos, en estado de éxtasis profundo gritaron:
¡Tú,… eres Pedro, tú,… eres Pedro! ¡Loado sea dios! ¡Pedro ha vuelto,… ha vuelto,…! ¡Dios le ha enviado de nuevo,… de nuevo!
Algunos lloraban ruidosamente, otros lo hacían en silencio, muchos con júbilo se abrazaban y, algunos, con el rostro desencajado, simplemente, extendían los brazos y mirando al cielo rezaban.
En un estado de euforia y de histeria colectiva aclamaron una y otra vez, en una sola voz, al peregrino de la capucha gris:
¡Tú, eres Pedro,… tú eres Pedro,… eres Pedro,… eres Pedro!
De pronto la voz de la multitud se fundió en una sola voz y como un trueno retumbó clara en toda la plaza:
¡Este es Pedro, el pescador! ¡Dios le ha enviado!
Por si todo esto no fuese aún suficiente, dentro del recinto papal, de pronto comenzaron a suceder hechos inusuales o sorprendentes, por no ir más allá, como podían ser, imágenes que, visiblemente, cambiaban su postura original o, rostros que habían cambiado su tremendo rictus de dolor, por verdaderas sonrisas cargadas de alegría y de dulzura. Para mayor sorpresa y desconcierto de la curia romana, la radio y la televisión del Vaticano estaban bloqueadas y solo emitían la voz y la imagen de aquel peregrino que ocultaba su rostro dentro de aquella sombría y enigmática capucha gris.
Media hora más tarde las puertas de la basílica de San Pedro produciendo un enorme estruendo, se hicieron hacia ambos lados y se abrieron. Por el amplio hueco que daba salida a la plaza asomó el santo padre Benedicto XVI luciendo la mitra sobre su cabeza, el humeante incensario en una mano, un báculo en la otra y seguido de cerca por toda su cohorte de religiosos. La gente de la plaza, trabajosamente, haciendo un supremo esfuerzo, se replegó y abrió un estrecho pasillo para qué, por él, avanzara el jefe supremo de la iglesia. El papa Ratzinger moviendo el incensario y acompañado por los religiosos continuó hasta llegar a la altura del peregrino y, una vez allí, el papa hincó sus dos rodillas en tierra y solemnemente, humillando su cabeza, dijo:
¡Verdaderamente, tú, eres Pedro! ¡Loado sea dios! ¡Por Cristo, que no soy digno ni de atar las correas de tus sandalias!
…Y una vez oídas las palabras del santo padre, levantó los ojos y miró hacia la nube rosada. Se había hecho de noche, la nube se había esfumado y ya no estaba allí. Una vez más, al final, cuando ya estaba de sobra convencido, de que por fin, uno de sus grandes sueños se iba a cumplir, de pronto despertó.
¡Oh, no! Otra vez se había parado el carrusel y, por enésima vez, su gran obra onírica se desplomaba y rodaba por los suelos, aplastada una vez más, por la cruda y absurda realidad. No quedaba ni un solo aedo, ni una sola alma homérica, que pudiera traducir y mostrar un solo milímetro de su obra. Condenado por y para siempre a la soledad infinita y al olvido, no le quedaba nada, solo el silencio.
Oyó un sonido familiar e inconfundible. Una sonrisa cínica, como de quien ya no está dispuesto a creer en nada, apareció ensombreciendo el semblante de su cara. Movió la cabeza. El afilador, era el afilador, sin duda, que era él. Después de permanecer durante años desaparecido, sin dar señales de vida, su silbato acababa de sonar bajando la calle. Se movió en la cama, tiró de las sábanas hacia arriba y se arropó un poco, miró fijamente la lámpara del techo, como buscando algún tipo de respuesta, y concentrado en ella pensó:
“¿Será esto una señal? Volvió a sonreír con cinismo. Un profesional, uno de los más humildes, de sus cenizas, como el Ave Fénix, por fin, acabó por resucitar.”
* Terminado de escribir el día 8 de diciembre a las cinco de la tarde.
No hay comentarios:
Publicar un comentario