(Relato)
Por aquellos tiempos – empezó a decir el viejo Tomalín, deteniéndose un momento en medio del camino, para carraspear un poco y sacar del fondo del bolsillo del pantalón la bolsa de tabaco negro, de picadura, y llenar de nuevo la cachimba, mientras bajaban por Las Canales – no te lo podría asegurar, Luciano, pero creo que fue el año del volcán, el caso, es que en Cerro Blanco, por esos días los muchachos andaban muy alterados, era, “como si les hubieran echado gasolina en el culo” como se suele decir. Y es que la cosa no era para menos, pues, no se les ocurrió otra cosa a la jarca de magallotes del pueblo, que andar haciéndoles socorijos en la escuela a los monifatos, sabes, ná más que por hacer la machangada, por reírse, Luciano, con un bulo, que dicen que llegó en la guagua, de arriba de Santa Cruz, y no crees tú, que los muy bergantes se estiraban como cujes y, poniéndose serios, con cara de guardia civil y aguantando la risa, pá disimular, les decían a los más chicos, algo terrible, maldita sea su estampa, la noticia, de que en el aeropuerto de los Rodeos habían visto bajar del avión al “Estrangulador de Londres”. Y no crees Luciano, que daba hasta algo de grima, cuando los muy jodidos se recreaban dando detalles de cómo era el tipo: de su cara de piedra, y de su tremenda corpulencia, con el cogote grueso como un tronco de tabaiba dulce enterrado dentro de los hombros, de la inmensa fuerza que tenía, de sus manos grandes y venosas con dedos largos y gruesos como manillas de plátanos, y de su forma única de matar, estrangulando, partiendo el cuello, siempre con la misma badana engrasada, y hasta de cómo andaba y de cómo vestía el fulano daban detalles los confiscados. A la capotilla de menudos les fue entrando una chaflija en las patitas que no veas, andaban todos asustaditos, cagaditos de miedo, espantados, y con los ojos abiertos y brotados pá fuera como esas cabras que se pierden y que se hacen salvajes en los barrancos. Los chicos estaban siempre escuchando y mirando a rabo de ojo a toda persona y a todo coche extraño que paraba por el pueblo. Y, como te estaba diciendo, Luciano, eso duró como unas dos semanas, hasta que empezó la rebambaramba aquella, de que se iba a casar Angelito el del Jaro con Lourdes la viuda de Procopio.
Todo empezó desde por la tarde. No te lo podrás creer, pero te aseguro que el pueblo entero se estremecía como una conejera derrengada. Los perros se juntaron en manada y salieron todos corriendo desgalgados por las huertas, ladrando detrás de los muchachos, y las gallinas no paraban de cacarear, corriendo asustadas por los patios y hasta dentro de los gallineros se agitaban “despavoridas”, (como decía Luisito el de don Tomás, de resabido, para darse importancia cuando venía por el pueblo de vacaciones), por el ruido y por la tremenda algazara que se había formado, y ante el temor a los bimbazos de los bucios, que parecían roncar como si fueran grandes animales que estuvieran durmiendo o resoplando entullados en el mismo fondo de la tierra. Los muchachos, los muy noveleros, se olvidaron enseguida del Estrangulador de Londres y, todos, unos con bucios, y otros con latas, con cubos de aluminio y hasta con jierras de a tres pesetas (cencerros grandes), salieron corriendo por las huertas detrás de los hombres, todos tocando bucios y gritando:
“¡Hay Angelito! ¡Hay mi niño! ¡Hay mi niño querido, que te nos vas a casar! ¡Hay Angelito de dios, que a ti, también te quiere enterrar la viuda! ¡Hay que Lourdes te manda pá allá, pá El Valle de Canilla! ¡Que te manda pá allá, pá el hoyo, como al pobre Procopio!”
Pero ya na se podía hacer, a ves que en los últimos días Lurdes y Angelito ya habían ido juntado los arritrancos y, Lurdes, que tenía un anca ancha y era fuerte como una yegua, por la mañana encargó un armario en la Villa y por la tarde cuando se lo trajeron lo pagó, se puso un ruedo, se lo cargaron a la cabeza y con él subió las canales sin descansar hasta llegar a la casa.
Tú por ese tiempo, Luciano, creo que andabas por Venezuela, pero…, te voy a decir, que bucios siempre se habían oído en Cerro Blanco, pero como aquellos ningunos. Cerca de una semana duró aquel rebumbio, sin que nadie pudiera pegar un ojo, al menos lo que es de noche, mientras los locos aquellos estuvieron tocando bucios. Aquello, ya más que una frescura era un abuso, pues ya no se los tocaban de lejos, sino que llegaban hasta su misma puerta. Pasaban en tropel tocando bucios por enfrente de la puerta de la casa de la viuda y también por encima de las cuevas y por delante del patio de Angelito. Tanto los fustigaron, que el muchacho salió encochinado disparándoles con una escopeta de balines de copa que le había comprado su tío Cesáreo, allá arriba, en Santa Cruz, en la Óptica Rieu, pero con tan mala fortuna, que el infeliz resbaló en una penca toda podricalla que los mangantes habían tirado en el empedrado del patio y se fue al suelo de varetas y, del lomazo que se dio casi no se mata y le rompió la culata a la carabina, y así que te digo, Luciano, que el chico por poquito no consuma el matrimonio por la rotura del espinazo. Con todas estas cosas el muchacho fue guardando pa dentro y garrando nervios, viendo que estaban haciendo “menos del” y se encabronó tanto, que un día por la mañana sin ser de día, cogió la guagua y se fue a presentar una denuncia al cuartel de La Guardia Civil, allá, en La Villa.
Pero con todo esto no se acabó el jilorio, y bien le dieron los jodios guardias civiles, la quintada al muchacho, pues, como a don Tomás, el patrón, estas cosas le divertían bastante, así, que no lo pensó dos veces, fue al cabrero suyo, y le dijo que le matara un baifo que le tenía allí, ya con el cuerno fuera, y que el cabrero le estaba guardando pa recental. Después de que el cabrero descueró el baifo, don Tomás lo empaquetó bien, y se lo mandó al sargento, y le mandó a decir, que no moviera el asunto, que lo dejara estar así, que no había razón pa que el pueblo no echara unos días de fiesta, que ya sabía él lo aficionados que somos a la parranda en este pueblo y, así lo hicieron, ya sabes tu el peso que tenían por aquel entonces las decisiones de don Tomás. Y como te estaba diciendo, Luciano, pa mi ver que esto fue el mismo año del volcán, no te lo podría asegurar, pero yo creo que fue.
-Y ¿en qué te basas pa decir que fue el año del volcán, Tomalín? – Le preguntó finalmente Luciano, más que nada por decir algo.
- Eso, eso es lo de menos, Luciano. Déjalo estar así de ese tamaño. – Le respondió Tomalín algo molesto, frunciendo un poco el entrecejo y mordiendo la boquilla y calcando la picadura dentro de la cachimba con el dedo completamente negro de ceniza. – Lo importante, es que, finalmente, Sención la madre de Angelito hizo las veces de madrina y, Juanillo, el hermano de Lourdes, de padrino y, que don Telmo, el cura, con dos de sus monaguillos, tieso como un brazao de estacones y con la sotana toda llena “de amores secos” subió la morra, y allí arriba, en la cueva grande, sobre la cómoda de Seña Sención les dijo a los monaguillos que pusieran el crucifijo que traían, y allí mismo en aquella sala blanquita, brillando como un palmito de albeadita que la tenían, los casó el cura y celebraron la boda. Dicen que dijeron los monaguillos que tampoco faltó la carne de conejo, ni los rosquetes de limón bien almibarados, hechos por la viuda de Procopio, y que en el banquete también tenían licor de mistela y hasta tortas de Vilaflor.
Te voy a decir una cosa, pero esto que no se sepa, Luciano. ¡Por tus muertos! ¡Que no se sepa! Pero yo sé de buena tinta, que don Telmo, que estaba celoso como un gato, se apuró en celebrar aquella boda, sabes, los bucios a él le importaban un carajo. Fue ná más que pá joderlo, por hacerle la puñeta a don Tomás. Porque el patrón, también lo jodió a él bien jodido, pues, de buenas a primeras, le quitó la putanga que tenía y que unos días antes compartían entre los dos, prohibiéndole a ella acercarse al cura. La chica misma me lo contó. Fue al poco de morir la pobre Luciana, que la muchacha esa me venía a la casa, pa hacerme algo de limpieza y pa lavarme la ropa. Así que un día, una tarde cuando ya se iba, va y no se me ocurre otra cosa que decirle: “Fidela, éstos días de verano, son tan grandes, que de uno se sacan dos, todavía es media tarde, y si te quedan ganas, como eres joven, muchacha, todavía te da tiempo de ir y limpiar un poco en la casa del señor cura”. Y, ¡pa qué fue eso! Yo esto, Luciano, lo dije, más que nada por decirlo, como aquel que dice, pero en mala hora, pues, no crees, que la muchacha se enfoguetó. Se puso toda colorá y con las venas del cogote tiesas y verdes y gordas como tallos de cebollino y me dijo:
-¡Ese a mi no me jode más Tomalín! ¡No, ese cabrón no me jode más! ¡Por ésta que no! – Dijo la pobre Fidela besándose con rabia el nudillo de su dedo gordo, un dedo gordo que tenía, colorao y purruñento.
- Mujer, no te pongas así, que no sabía yo queee… - le dije yo sin saber bien que decirle.
- Tomalín, usted es como los demás, un zorrocloco. Se hace el que no sabe, pero bien que sabe. ¡Mire coño, mire! – Y entonces se levantó el jato parriba la puñetera y, no crees, que el nalgatorio y los muslos eran puros cardenales de sangre molida.
-Pero jija ¿Quién te hizo eso? – Le pregunté yo asustado.
- Quien va a ser Tomalín, el gato…Usted bien que lo sabe, Tomalín.
Dice, el muy asqueroso, que ya no se le levanta el ánimo, si no es pegándome… primero le bastaba con darme unas nalgaditas, después le dio por echarme por encima el espelme hirviendo de las velas y levantarme tremendas bolsas… cosas de loco, no le digo. ¡Mire, mire las cicatrices! Y ahora, el muy rebenque, todavía tiene gandinga pa darme una tollina que casi me mata, llamándome pecadora, hija de la gran puta, y diciéndome groserías, pa darse gusto el muy jediondo… fue él quien me desvirgó, cuando era todavía una niñita…. Yo, tenía poco más de nueve años. cuando ya mi madre me mandaba a casa del cura. Me decía: “vete a barrerle y a fregarle los pisos a don Telmo, que no tiene quien se lo haga”. Pero la vieja sabía muy bien pa que me quería el cura. Bien que sabía. Y pensar, que fue él quien unos meses antes me dio la primera comunión… Soy la putanga del pueblo, pero yo odio a los hombres, Tomalín, los quiero por su dinero, pero solo me dan, asco… Ahora me tendré que marchar del pueblo. Pues don Tomás cuando me vio se puso verde y salió arrojándose todo y, cuando se recompuso, me preguntó que quien había sido, y yo le dije. “Ese cabrón, que no te toque más, y tú no vuelvas más por allí, que no me entere yo que el hijo puta ese te vuelve a poner siquiera la mano encima… ¡Que no me entere!” Así me dijo, como si hubiera sido yo la culpable de hacerme los cardenales, así me dijo Tomalín, me dio cuatro billetes canelos de a cien pesetas, por nada, me los tiró sin mirarme siquiera a la cara. Nunca me había sentido mayor basura. Yo le di las gracias y me fui llorando, y no he vuelto más por allí. Por eso le digo que cualquier día de estos cojo la guagua por la mañana y me voy para Santa Cruz, a la calle Miraflores, a trabajar de puta, como dios manda y, tenga presente Tomalín, que ésta por el pueblo si puede no vuelve más.
Y no volvió. Cogió los cuatro rejos de ropa y se marchó para siempre.
Así, que te digo, Luciano, que ni siquiera con esas el cura consiguió parar los bucios. Dos días más siguieron tocando, hasta completar la semana y, pararon, porque ya estaban todos descoyuntados y las huertas de papas las tenían más trilladas que la paja de las eras… – En esto, habían llegado hasta la plaza, Tomalín golpeó la cachimba apagada contra el tronco del árbol, sacudió la ceniza, sacó una navajilla y se entretuvo limpiándola, pero sus ojos se perdieron por encima de las ramas buscando algo contra el pasado y entonces levantó el dedo y como en una sentencia se limitó a decir:
Todo esto que te cuento, Luciano, estoy seguro de que pasó el mismo año del volcán… si, así debió pasar.
- ¿A que volcán te refieres? – Le preguntó Luciano.
- ¡Hombre! ¿A cuál va a ser? Sino, al de Fuencaliente…
- ¿Tú quieres decir al Teneguía, no?
- Sí, eso mismo quería decir… pero ese nombre nunca me lo aprendí, nunca se me quedó en la cabeza… para mí sigue siendo el volcán de Fuencaliente. Lo que si te digo, es que unos días antes de que reventara, corrió la rebambaramba de que por el Norte, allá por la zona de Buenavista y Los Silos, de un barranco salían unos tremendos chillidos que venían del fondo de una galería. Unos decían que era una cosa y otros que era otra. No se ponían de acuerdo en lo que pensaban y venga a darle a la barrila que si esto que si lo otro. Unos, daban por seguro, que era alguna fiera que se había escapado de algún barco. Otros aseguraban, que era una serpiente de siete cabezas, Dragón de Magia, pues el grito aquel que taladraba en la distancia y el humo de olor de azufre que brotaba de las entrañas, decían los periódicos “no cave duda de que se trata”.
Mira, Luciano, lo acertaditos que estaban, que a los tres días reventó el volcán de La Palma.
El grito fue solo un aviso. Bien dicen, Luciano, que El Padre Teide, tiene en las siete islas todas sus zarpas clavadas…
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