El viejo fotingo de Marcelino
(Relato)
Había que remontarse hasta el tristemente famoso, “Año de la Gripe”, para encontrar posadas en el recuerdo e incrustadas como lapas, en el fondo de la memoria de los habitantes de Cerro Blanco, unas lluvias, tan fuertes, y tan continuadas y persistentes como aquellas. Desde el Puente de Las Tablas, dicen, que tal como ocurrió en aquel año de tan funesto recuerdo, se volvió, fácilmente, a tocar con la punta de los dedos el agua que corría presurosa por el curso del barranco. La cosecha tardía de tomates se malogró, se había perdido toda, igual que se perdió también la temprana: a la cosecha temprana le atacó la mancha de agua, por tanta lluvia, y allí se quedaron todos los tomates en las matas, como pasto para las cabras, ya que no valían para la exportación. La cosecha tardía, igualmente, quedaba también allí, muerta de borrachera. De tanta agua como había caído, no dio tiempo a desaguar y se habían ahogado más del 90 por ciento de las plantas. Todo se había perdido. Hasta la esperanza. Era difícil levantar la cabeza. ¡Que ironía! Esto venía a ocurrir ahora, cuando el patrón, por fin, este año, les había ofrecido pagarles a media peseta el kilo de tomates de primera, escogidos, pesados, y listos para el embarque. Aunque en el pueblo había cuatro grandes propietarios de terrenos, que sembraban tomates, la promesa y la oferta de los cuatro, siempre coincidía, siempre era la misma. Pero la realidad es puñetera; por eso, ahora, los medianeros se habían quedado solo con la promesa del patrón. Solo con eso se quedaban; con las palabras, pues no quedaban en el terreno tomates para pesar. Poquito se había salvado, algo, en Las Maretas y, otro poco, en las tierras blancas, que adsorben primero el agua. Pero total, nada, casi nada en kilos de tomates era lo que se había pesado. Se habían quedado a expensas de las cuatro papas Up-to-date que se sembraban en marzo, en la zona de medianías. De pagar en la venta, este año, ni soñando, para vivir, había que seguir apuntando en la libretita, mientras te dieran fiado. Las alpargatas casi eran un lujo, el que las tenía, debía de apurarlas, pues tenían que durar tres o cuatro veces más de lo habitual; y, siempre se conseguía, a costa de ir pisando directamente en el suelo, claro. Casi todo aquel, que tenía higos chumbos, pelaba gran cantidad de ellos, para pasarlos y llenar los cajones de porretas y, el tocino, ese, se pedía prestado, para introducirlo un ratito en el caldero mientras se cocía, para darle “gustito al potaje” decían, después se le devolvía a su dueño y éste sabe dios cuantas veces más lo volvía a prestar. Algunos de los más pobres hacían verdaderas filigranas para engañar el hambre. A veces lo lograban con algún cacharrito de suero que le pedían a los cabreros; el suero, no alimentaba mucho, pero saciaba. El cielo, es cosa irrebatible, que casi nunca abriga a todos por parejo, como dicen por aquí: “la fortuna siempre llama a la fortuna y, las desgracias casi nunca vienen solas…”. Así, que, por si fuera poco, también aquel año brotó la enfermedad de la viruela en los animales. Se perdieron burros, mulos, y camellos con las bocas llenas de vejigas, tan necesarios como eran, allí, en el pueblo, como animales de labranza y de carga. Por aquellos días las bandadas de cuervos, de guirres y de aguilillas se juntaban, y eran ellos, los verdaderos, los auténticos guardianes del cielo, planeando alto en busca de la carroña, y dicen que al sobrevolar sobre los despojos de los animales muertos, aquella masa de siluetas y de sombras desgarbadas y siniestras, llegaba casi a tapar el sol en su totalidad. Ese fue también el año, en que Felipa, la hija de Anselmo, apareció preñada. Algunos decían que la barriga se la hizo un pretendiente que tenía, pero no era verdad. Aquel bobalicón nunca le hizo nada, solamente era una víctima propicia, solo carne de cañón…
“¡Mira pá el Severiano! ¡Mira el jodido! Le callábamos el secreto – decían.”
¡Mentían como bellacos! Todos sabían, que, aquello, también era obra del patrón. Aquel regalito, era obra suya, era indudable, pues, que, como en anteriores casos, también éste tenía su firma. Además, Felipa no lo negó, lo dijo a todo el mundo: “la barriga,… es de don Tomás”. No era tampoco la primera chica, puesta a su servicio y al de su familia, a la que don Tomás, después de dejarla embarazada, la echaba de la casa. Así, ya iban unas cuantas. De esta manera funcionaban las cosas en el reino de don Tomás.
El pretendiente, lo más, la había rozado durante el baile. ¡Lo sabían todos, pero mentían como bellacos! Para agradar al patrón, claro… Las cosas que se hacen, cuando los chicos de uno, tienen hambre, cuando la necesidad aprieta… ¡Cuando no tienes muy seguro si vas a comer mañana!
- ¡Mira pá el Severiano! ¡Le callábamos el secreto!
- ¡Que escándalo en el pueblo! ¡Cruz perro maldito! ¡Que escándalo tan grande! – Decían
- ¡Es una perdida! ¡Sió puta! ¡No hay más que verla! ¡Jocicua, mosquita muerta! ¡Es que se le ve en la cara! ¡Lo lleva escrito que es una mala mujer! – Decían así las viejas, removiendo con la lengua hacia un lado y hacia el otro las palabras, con una cierta dificultad, como las vacas le hacen al pasto, pero, al oído, sonaban, ahuecadas y pegajosas a la vez; eran unas palabras maliciosas, adheridas como sapos a sus bocas sin dientes, absolutamente moles.
Don Telmo, el cura, esta vez tampoco consiguió morderse mínimamente la lengua y mantener la boca cerrada como, sin duda, debería de de haber sido su obligación, así, que, sin cortarse ni un pelo, le lanzó a Felipa, en la misa, este comentario directo en el sermón: “¡Señor, hoy, veo con tristeza, como una joven de este pueblo con su comportamiento lascivo y concupiscente, flagela tu carne, alancea tu costado y lacera, sin piedad, tus llagas y las heridas de tus pies y de tus manos! ¡OH! ¡Señor! ¡Perdona a esta pobre pecadora! ¡No dejes que una manzana podrida eche a perder el cesto! ¡No permitas que una oveja descarriada en el monte, haga perder todo el rebaño! ¡OH! ¡Señor! Así dijo el cura. Sin contarse ni un pelo, así dijo. Mientras tanto, no paraba de llover. Los perros huyendo del aguacero se arremolinaban y, juntos, acudían a echarse, enroscados, bajo los soportales del atrio de la iglesia… En la cantina de Camilo “El Manco”, los hombres se bebían el vino, áspero, con olor a azufre, ligeramente avinagrado, y algunas copitas de caña también, y mientras que algunos jugaban al dominó, otros, lo hacían a las cartas: al envite o al subastado.
- ¡Fu… fuera de mi casa, fuera! Vete, vete fuera de mi casa. Eres una puta. ¡Una perdida! Has manchado mi honor. Eres una jodida perra. Una vulgar fulana. Ya no eres mi hija. No quiero verte más por aquí, no quiero. No vuelvas nunca a poner los pies en esta casa. – Esto le gritaba y le repetía una y otra vez, rojo de ira, y harto de copas de caña, el padre de Felipa, cuando se enteró de lo del embarazo de la chica.
Felipa no le contestó nada, y se fue al cuarto, directamente, hacia la cómoda. Por un momento miró aquel espejo con manchas, de marco dorado, que tenía delante de si, y sonrió. Desde allí, desde el fondo de aquel mismo cristal, una joven bastante hermosa, a su vez, hizo lo mismo y, devolviéndole una sonrisa, también la miró a ella. Con el embarazo, la chica observó como sus pechos estaban, si cave, aún más prietos y hermosos y, en sus mejillas, había un brillo distinto, especial, era, como, si en ellas, de pronto se reflejara, la luz brillante y clara del amanecer. Luego, Felipa, bajó la mirada hacia el viejo arcón, levantó la tapa, y sacó un paño a cuadros, lo tendió sobre la cama y comenzó a poner encima toda su ropa, para hacer con ella un atillo, pues no disponía ni de una triste maleta para hacer el equipaje.
- ¡No eches a la chica de la casa! – Decía la madre – Donde quieres que vaya, Anselmo. Es tu hija. Quieres que se vaya a hacer la calle, para salir adelante. Eso quieres, Anselmo, que tu hija se vaya a la capital a trabajar de puta… Y tú, a reírle las gracias al patrón, a reírle las gracias como siempre, a beber copitas de caña con él y a seguirle adulando como hacen todos los demás. Eso quieres Anselmo…
- ¡Cállate Maruca, cá-lla-te, mujer! ¡Cállate! Porque… si no te callas, te aseguro… que te voy a… a partir… a partir… la boca. Es que la chica…, aparte, de la vergüenza que me está haciendo pasar, porque es una fulana, – amenazó el padre, medio asfixiado por la excitación, por el alcohol, por el tabaco y por la rabia – aparte de eso, es que también, es boba. Mira que andar diciendo por hay, que eso se lo hizo el patrón. Es que parece boba. No te digo. No te digo. Aquí por mucho que quieras escupir pa arriba, mujer, tú yo y todos los demás, sabemos, que aquí, vivimos todos del patrón… venir a deshonrarme a mí, diciendo que la barriga es de don Tomás. Teniendo el novio que tiene, de quien iba a ser el embarazo, sino de él, de Severiano. Si es que esta chica, parece tonta… Es una babieca… El patrón, hasta los habría ayudado con algo de dinero para casarse o, les habría cedido un par de cuevas o un cuartito en el que se pudieran desposar… Como hizo con las demás. Tú bien sabes que a ninguna de ellas la dejó nunca desamparada. Pero, claro, ella, Felipa… venga a darle a la lengua, que si esto que si lo otro, que si la barriga se la hizo el patrón… que si la amenazó y, venga a darle, y a darle, que si la forzó y venga a darle…y a darle. ¡Que deshonra señor, que deshonra! ¡Esta si que no nos la perdona el patrón! ¡Ésta si que no!
- No se preocupe más por mí, padre, que ya me voy. – Mientras le hablaba, Felipa se volvió hacia su padre, desafiante, retándolo, mirándole, clavándole directamente sus pupilas en los ojos. – Me voy. Pero me voy, con la cabeza bien alta. No sé a que llama usted “amparo”, ni a que puede llamar “deshonra”. Usted sabrá padre. Usted sabrá. Para mí, padre, el amparo es algo que a veces los padres suelen darles también a los hijos. Hasta, sin poder, algunos lo hacen. Deshonra, padre, sabe, deshonra es cargar a alguien con un hijo que no es suyo; eso, eso es, lo es para mi una deshonra. El patrón me esta forzando y obligando a acostarme con él desde hace bastante tiempo, cuando era apenas una niña y, allí seguiría, si no es que me deja preñada; y, Yo, aguantando, porque necesitábamos ese dinero en la casa, para sacar adelante, la casa y a mis hermanos; pero claro, ya sé, que lo que haga el patrón, para usted, padre, nunca es una deshonra…
- ¡Putaaa! ¡Te voy a matar! – Gritó Anselmo dándole una bofetada, tan fuerte, que la hizo caer contra el suelo del cuarto y rodar por él.
- ¡Quieto! ¡Que la vas a matar, desgraciado! – Intervino Maruca, la madre.
- ¡Claro que la mato! ¡Comoo… se atreve… a contestarme! ¡Ahora mismo, me voy cas de Camilo, pá no matarla! ¡Cuando vuelva no te quiero ver por aquí! – Le amenazó el padre.
Eran tan solo las siete de la tarde y, puestas así las cosas, Felipa no sabía donde pasar la noche, pues, hasta las seis y media de la mañana del día siguiente, no pasaba ninguna guagua por Cerro Blanco, que la llevara hasta Santa Cruz. A su madre, entonces, se le ocurrió una idea y se la dijo:
- Escucha hija, Marcelino va todos los días para Santa Cruz, de pirata, porque no tiene licencia, con el fotingo viejo ese que tiene, dicen que sale a las cuatro y media de la mañana, y el precio es el mismo que el de la guagua, eso si, algún riesgo se corre, no vamos a decir que no, alguna vez se ha quedado por el camino: una vez, parece que se le quedó, allí, por Los Gavilanes y, otras dos en El Escobonal, y subiendo por La Cuesta Las Tablas, eso, es como un clavo, siempre se para, para ponerle agua. Siempre se aprovecha ese ratito, para meterse uno los dedos en la boca y devolver, por las revolturas que lleva uno del mareo del viaje, y también para hacer las necesidades. La ventaja que tiene esto, mi hija, – terminó por decir Maruca – es, que como va por delante, si se queda uno a medio camino, después, siempre se puede coger la guagua. Vamos a casa de Marcelino, a ver, si Adela, la mujer, se conduele y te busca un rincón en la casa, donde puedas pasar la noche…
Felipa, esa tarde, al despedirse entre lágrimas y sollozos de sus cuatro hermanos varones, todos ellos pequeños, de menos de doce años, en ese momento tuvo una especie de sensación sobre el futuro, lo imaginó para ellos, sin saber bien el por que, como un sendero largo y verde, luminoso, y todo sembrado y reverdecido de esperanza. En cambio, fue distinto, al momento de abrazar a su hermanita Elisa, una adolescente de trece años, pues, al notar sobre su propio pecho, la dulce presión de aquellos dos cálidos senos, de aquellos dos pechitos recién aparecidos en el pecho de la niña, sin poderlo evitar, sintió espanto. Vio la pequeña figurita de Elisa; y observó en el fondo de su imaginación, como su pequeño cuerpo, por momentos, iba transformándose, adquiriendo forma y andares de mujer y, observó con terror, aquellos dos pechitos amenazantes, que comenzaban, como dos focos de linterna, alumbrando ya, trazando ante si, con sus pezones erectos, el abrupto camino que le esperaba, conteniendo ya en ellos, con toda certeza, el escandallo de su propia perdición.
- ¡Perdóname hija! ¡Perdóname Felipa! No sé si alguna vez podrás perdonarme hija. – Sollozó Maruca, mientras se despedían con un abrazo en el patio de la casa de Marcelino. - ¡No volveré a verte más, Felipa!
- ¡Cállese madre, no diga eso madre! ¡Nada tengo yo que perdonarle madre, que bastante ya hace usted con sobrevivir! – Le respondió Felipa, encargándole luego – ¡Cuídese madre, cuídese…! ¡No le lleve la contraria al viejo, sobre todo, tenga cuidado, cuando llega por la noche jarto de caña! ¡Que la mata madre, que la mata!
- Vete tranquila Felipa, que todavía tengo cinco hijos por criar. Vete tranquila hija, vete. Guarda este dinerito, que es lo poquito que he podido ir escondiendo de los ojos de tu padre. – Le dijo mientras le ponía en la mano cuatro billetes arrugados de cien pesetas y salía corriendo hacia su casa, agachada, y con los dientes apretados, para que los vecinos no la oyeran sollozar.
A las cinco menos cuarto de la mañana, después de que se subieran los cuatro pasajeros, de atar los equipajes en la baca del coche, y de echarle un toldo por encima, para que no se mojaran, Marcelino se caló la gorra y puso en marcha el fotingo y, éste, bajo el lento aguacero, con un ruido bronco y asmático como el de un ser viviente con problemas de salud, poco a poco fue sorteando los baches y dejando detrás las últimas casas del pueblo, alejándose de él camino de la ciudad.
Don Telmo, que no descansaba nunca, y que venía a esas horas de ocuparse en alguno de sus asuntos, dios sabe dónde, (pues, de estas cosas, jamás hablaba con nadie de aquí abajo, solo con dios) con los faldones de la sotana escurriendo barro, recogidos en una mano y un paraguas viejo en la otra, vio alejarse entre las lanzas cruzadas de lluvia, galopando con brusquedad sobre las cuatro ruedas, un bulto inconfundible, móvil, y ruidoso, aquel auto, no era otro el viejo fotingo de Marcelino. “Ahí debe de ir la Felipa. Ya se la llevan. Mejor así. – Pensó el cura – Esa chica estaba alterando la vida de la parroquia. Que se vaya, mejor así. Está perdida. Es una pecadora, que no tiene solución. Ya, nada podemos hacer por ella. ¡Hay! ¡Hermano Pedro Bendito! ¡Hay! ¡Señor de La Salud! Está chica está, perdida… Por más que quieran…Es, que es terca, la muy jodida… Por más que lo intenté, y que traté de ayudarla con buenos consejos y de convencerla, una y otra vez, siempre me decía, no. Y lo mismo les pasó a su padre y, al bueno de don Tomás, lo sé de buena tinta. Todos queríamos ayudarla pero ella siempre decía, no. Por eso digo, que por más, que le doy vueltas y más vueltas, a La Felipa, yo no le veo… ninguna solución.” Y así, metido en estas reflexiones llegó hasta los soportales de la iglesia. Se sentía bastante incómodo. ¿Culpable quizá? Y, frustrado, consigo mismo y con el mundo. Tal vez por eso, fue, que descargó su ira, a patadas, contra la media docena de perros que dormían allí, arrebujados unos con otros, protegiéndose los desdichados animales, del frío impenitente y la llovizna. Algunos de ellos, enfurecidos por aquel castigo recibido sin más ni más y, sobre todo, por molestarlos, le enseñaron los blancos colmillos, pero el párroco no se arredró, pues, el reto, le enfureció aún más y, enseguida, dijo, aquí estoy yo, y a modo de lanza, puso en fuga a los valientes, pinchándolos certeramente con la punta del paraguas. Luego, muerto de cansancio como venía, cerró la puerta de su casa, le dio un par de vueltas a la llave y se fue a dormir.
Marcelino, por ahí arriba, carretera adelante, le sentó a fondo la chancleta al fotingo; y, el tiempo, francamente, les cundió, solo pararon unos minutos en La Cuesta de Las Tablas, el fotingo se portó bien y, poquito después de las ocho de la mañana, ya estaban en Santa Cruz. Allí, en El Bosque, cerca de la parada de las guaguas, Marcelino detuvo el auto y el pasaje se bajó. Los que volvían para el Sur, que eran todos ellos, menos Felipa, quedaron en aquel mismo sitio para el regreso a las dos. Más tarde, a la chica, la acompañó a buscar acomodo, el propio Marcelino, para que se alojara, de momento, como bien pudiera, y que al menos no se quedara tirada allí, en la calle, que la joven tuviera, al menos, esa poquita seguridad, que ofrece, ese trozo de techo descascarillado del cuartucho de una pensión…
Antes de despedirse de Marcelino, mirándole a los ojos, Felipa le preguntó:
- ¿Oiga, Marcelino, por qué hay tantos secretos en Cerro Blanco, que, no son secretos, pero sin embargo, todos los tratan como si fueran secretos? ¿Dígame, por qué son todos tan falsos?
- Eso, hija, lleva así muchos años, viene de antiguo, son una jarca de falsedades que ponen los curas y los patrones, para tapar la realidad y la verdad, saliéndose con la suya, porque les conviene a sus intereses, pero por mucho que tapan la verdad, siempre se nota, quieren taparla toda, pero las patas quedan por fuera… Mira, Felipa – dijo Marcelino echándose la gorra sobre los ojos y cogiendo aire – el mayor secreto de todos lo llevas en tu barriga y, ese, seguro que no lo sabes…
- Se equivoca, Marcelino, lo sé todo… Lo primero: y, lo que más asco me da, es que don Tomás, es mi padre, porque Anselmo, solo es un borracho y, un cornudo, al que casó con mi madre… Lo segundo: es, que en el pueblo, todos consienten y callan, unos lo hacen por mansedumbre, otros por rastreros y adulones que, por agradar al patrón, critican y hablan a su favor y, otros, por miedo al hambre, se callan como tusos… Y, lo tercero: es, que don Telmo, el cura, es un pervertido, que está retorciendo almas, un hijo de puta, que nunca debió de llevar sotana, que mi madre, fue, la mayor consentidora de todas, lo sé, pero, a una madre como ella, con seis hijos, maltratada, y con un marido borracho, créame Marcelino, yo no puedo, yo no me atrevo a juzgarla. ¡Perdóneme Marcelino! No solo, que me ayuda a encontrar casa, sino, que se para usted, a escucharme a, que le cuente mis desgracias, Marcelino, es usted un ángel. ¡Perdóneme Marcelino! Pero tenía que soltar todo lo que llevaba dentro, para aliviarme, y que por fin, alguien lo escuchara.
Los dos como un padre y una hija, se abrazaron en el rellano de la escalera, luego Marcelino se caló la gorra, y va y le dice: - ¡Adiós mi hija, que tengas mucha suerte! “Que la vas a necesitar” – Esto último no se lo dijo, pero lo pensó para sí, mientras se marchaba.
Aquella noche, Anselmo llegó temprano de la cantina del Manco, venía sonriente, que venía de buen humor, de lejos se le notaba “este viene contento – pensó Maruca – o ganó al envite o la partida del subastado, pero esto no es normal siempre o, viene perenqueniando o llega todo atufado, pero así, como si le hubiera tocado el gordo, a eso este hombre no nos tiene acostumbrados en esta casa.”
- ¿Qué te pasa hoy, Anselmo, por qué vienes con esa cara?
- Te parece poco, que va y se me acerca el patrón, y yo, que pensé que lo tenía enojado… Y va y, sin esperarlo, me suelta: “la patrona dice que tiene mucho trabajo, que quiere unas manos nuevas para que la ayuden en las faenas de la casa y, enseguida, me quedé pensando y, me acordé de la chica tuya, esa que te queda, que ya está despuntando maneras… sí señor, casi una mujer y, tan noble como se ve, tan tranquila y tan callada… y le dije, pues, no se hable más, Obdulia, yo, se lo digo a Anselmo, y aquí la tienes mañana, ya sabes, que Anselmo a mí nunca me niega nada.”
- ¡Esa si que es una buena noticia! – Se alegro Maruca - Voy a decírselo a Elisa, que lo prepare todo, para que empiece mañana mismo…
En Cerro Blanco, desde el Año de la Gripe, nunca hubo un año como éste, en el que cayera tanta agua… ahora mismo, sigue lloviendo y no para…hasta los riscos están ensopados, cubiertos todos de verdín… desde el puente de Las Tablas, con las manos, tranquilamente, sin el menor esfuerzo se toca el agua…Ahora mismo, mira, todavía sigue lloviendo y no para…
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