La semilla de calabaza
(Relato)
Antonio el del Lomo siempre fue muy afamado, no solamente como camellero experto y criador de camellos, hojalatero, y lañador, sino que además, y sobre todo, a él, le venía la fama por sus calabazas. Las cultivaba hermosas, en un terrenito suyo, heredado de sus padres, en la parte alta del pueblo donde llaman el Cercado, en una tierrilla arenosa, con algo de jable; era tan solo una media docena de paredones donde le dicen La Hoya de Las Tanquillas. La semilla se la trajo del norte, su cuñado Edelmiro, en una época en la que trabajó allá por El Realejo Alto. Eran unas calabazas renegridas, enormes, divididas en porciones bien marcadas, como si fueran las duelas de una barrica, cernes (compactas), y muy pesadas, donde todo en ellas era masa, con muy poquitas semillas. Pero mira lo que son las cosas, de los camellos sacó provecho y no pocas satisfacciones, y lo mismo le pasó con la hojalata y las reparaciones, que le daban sus pesetillas, para los gastos de guerra, como se suele decir, pero sin embargo, un negocio que prometía bastante, como era el de las calabazas, no solo que no le dio nada, sino que le llevó a la ruina y a dar con sus huesos en la cárcel. Y allí sigue todavía, si no se ha muerto, porque años le echaron de duro. Antonio nunca fue un mal hombre, eso lo reconocen hasta los familiares del muerto. Por eso mismo, a menudo, dicen algunos, que al mundo hay que contemplarlo, con un ojo cerrado y con el otro abierto, “cerrar uno, para no ver a los delincuentes que se pasean bien trajeados, libres, y rezumando honorabilidad, y abrir el otro, para observar como cumplen pena en las cárceles algunos que ni siquiera deberían de estar allí…”. El mundo es así, pero a mí, que me registren, pues yo no lo hice, porque si hubiesen dejado para mí esa tarea, seguramente que aún sería peor…
Anico, el de Don Avelino, me hizo la relación, de cómo fue el mismo Antonio el Del Lomo, el que se lo contó. Fue una vez que acudió a la cárcel a entrevistarse con él asunto de unos terrenitos que tenía en la costa y que le quería arrendar para plantar tomates de embarque para la exportación. “Anico tu vienes ha hablarme de mis terrenos, – le dijo – pero es que a mí me da lo mismo que los siembres o que los dejes sin sembrar. Los chicos míos, los dos están en Venezuela, salieron huyendo del país, escaparon de este cuartel de hambrientos, “de la cerca del general” como llegaron a decir algunos de bacilón. Hicieron la maleta y emigraron de aquí con otros tantos jóvenes, tan desesperados y asustados como ellos, se fueron una noche a escondidas, a su suerte, en un velero. Me escriben, me mandan cosas, pero a mis chicos hace años que no los veo. Ya nada me queda, ya nada me llena en la vida. Solo me queda matar el tiempo, mientras el tiempo poco a poco me consume y me va matando también a mí. Lo único que me quedaba en el mundo era la pobre Constanza y, también ella se fue. Por culpa de lo mío, sé que fue por culpa de lo mío, por el disgusto, fue que le apareció el cáncer. El cáncer tenía prisa; así, que no duró casi nada, vino por ella, vino por ella y enseguida se la llevó. No me dieron permiso ni para irla a enterrar. Así, que pá que coño vive uno, gastando una comida que a otros les rendiría más. Anico, tu vienes a hablarme de los terrenos míos, allá abajo en las Maretas, pero es que a mí me da igual, si quieres sembrarlos siémbralos, pero a mi me da igual… Me da lo mismo estar en la cárcel o salir de ella,… estoy aquí, Anico, pero es como si no estuviera, mientras vivió mi Constanza, tenía siquiera el consuelo de ese ratito, de poderla acariciar, ese poquito, siquiera con la vista, a través de esta suave calima que forma el vaho en el cristal… Después perdí hasta ese pequeño consuelo, y ya no me quedó nada, lo perdí todo, no quedó ni el más pequeño asidero al que agarrarme. De todas formas… desde el día en que maté a Fidencio el de “Los Gatos”, tuve claro que todo se había acabado, que había terminado mi vida, y que me habría de morir detrás de los muros de la cárcel… Anico, si quieres sembrar Las Maretas, siémbralas, allí se dan muy buenos tomates, de calidad, duros como riscos, yo no te voy cobrar renta, que buen provecho te haga, eso sí, si mis hijos un día vuelven, si te lo piden, devuélveles el terreno, aunque solo sea, pá que tengan algo por lo qué pelearse entre ellos. Yo nunca encontré suficientes motivos para pelearme con nadie, hasta que me pasó lo que me pasó… A los paredones aquellos que teníamos allá arriba en la de La Hoya de Las Tanquillas y que malvendimos para tener un abogado que me defendiera en el juicio, yo los abonaba bien, me pasaba meses subiendo sacas de estiércol en el camello, pero valía la pena, el terreno lo agradecía y me devolvía el favor, con papas, batatas, millo, calabazas… lo que le plantaras se daba como por encanto, bueno y frondoso, y la producción no podía ser mejor. Mí cuñado Edelmiro, un día fue y me trajo unas pipas de calabaza que le dieron allá en el norte y, me dio por sembrar tres huertos de aquellas calabazas. En la primera cosecha salieron redondas, macizas, y pesadas y grandes como ruedas de camión. Se las llevó un gangochero de La Villa, porque, en Cerro Blanco, en ese tiempo, no había nadie que se dedicara a ir con verduras a la Recoba (el mercado), “Ciano” le decían al gangochero, Ponciano el de “Las Canales” para mejor decir, y, según me dijeron, él les hizo dinero todo el que quiso a mis calabazas, a mí también me contentó con algo, más bien poco, ya sabemos como son los gangocheros, como una ves que cogen y hacen presa en lo de uno, lo mucho que después les cuesta soltar… Así, que a la cosecha siguiente planté todo el terreno, me arriesgué y los seis gochos los sembré de una vez de calabazas. Pero esta vez, desde el principio, el diablo empezó por hacerme la puñeta, cuando las calabazas ya estaban en sazón, curaditas y apuntito para cogerlas, cogí la guagua y me fui a casa de Ciano para avisarle, pues, en eso habíamos quedado desde que las sembré. Anico, te aseguro, que ese día me llevé el chasco más grande de mi vida cuando, se vira pá mí, y con toda su pachorra y cara dura, va y me dice:
- Antonico, vas a tener que esperar unos días para coger las calabazas. Pues, ahora, estoy llevando las de Carrillo, allá en La Vera, que, si a mal no viene, es la misma semilla, pero están mucho mejores que las tuyas. Míralas, ahí las tienes, llevo más de medio camión, cuando termine con él entonces iré a buscar las tuyas… ya te avisaré.
Me quedé frío, sin una sola gota sangre en el cuerpo, cuando a uno le mienten así, tan a bocajarro, sin darle otra vueltita a las cosas, a veces a uno se le nubla todo y no sabe ni que decir… Miré a las calabazas, las contemplé largamente y, me puedes creer, Anico, pero, en ese momento, como si fueran ellas mis hijas, sin ninguna duda, las reconocí. Me entró una flojera en el cuerpo y como medio ido, con la boca seca, solo alcancé a decir:
- De La Vera… de Carrillo ¡Ah! Si que están buenas las calabazas… Ponciano.
Aquellas calabazas eran de las mías. Estaba, tan seguro de eso, como de que un día habría de morir. Hacía solo dos días que yo había pasado por la Vera a reparar unos cacharros y, Carrillo y yo, estuvimos viendo sus calabazas, eran de esas alargadas con forma de cuello de botella, él no tenía de otras, me lo dijo, y estaban bastante ruinajillas por cierto, tanto, que hasta un poco de pena me dio, así que le prometí dejarle semilla de las mías, para que sembrara en la próxima cosecha.
Solo tenía una idea dentro de la cabeza, y como la idea aquella, cada vez crecía más y más, me nublaba la vista y amenazaba con estallar mi cabeza, sin pasar por mi casa, me fui derechito a La Hoya de Las Tanquillas y, paredón por paredón, me puse a mirar y a revisar… No me cogió de sorpresa. Lo supe desde que las vi dentro del camión. Una de las huertas estaba sin calabazas, se las habían llevado todas… Me puse a pensar, y en mi recordar, en Cerro Blanco, nunca se había dado un robo tan vil y tan descarado como aquel, como si quisieran hacer menos de nosotros,… es que ni siquiera se dio algo así, ni en los años más terribles del hambre y de la escasez… Anico, te lo aseguro, lo que más me dolía, no era el valor de lo robado, lo que de verdad me dolía, era, que nos estaban diciendo, que éramos una porquería, que no valíamos nada…
Fui corriendo a decírselo a mi Constanza y, con la misma, sin almorzar siquiera, me fui de nuevo a esperar la guagua, para ir a la Villa a poner una denuncia en el cuartel de la guardia civil, poniendo en conocimiento lo del robo y también mis más que fundadas sospechas. Inocente de mí, en ese momento no podía, ni de lejos, llegar siquiera a imaginar que, Roncero, el comandante del puesto, y Ponciano el de Las Canales, aparte de estar en la familia, por ser cuñados, es que eran los mismos, los dos cojeaban de la misma pata, quiero decir: que, al parecer, ambos llevaban bastante tiempo unidos en el negocio de extorsionar y de abusar de la gente para sacarle el dinero. “Váyase tranquilo, – me dijo el cabo1º ante el que hice la denuncia – haremos una investigación, váyase tranquilo, esto queda ya a cuenta de nosotros… ¡Nosotros nos ocuparemos!”. Y así mismito fue: tres denuncias llegué a poner, y las tres veces me contestaron lo mismo: “¡nos ocuparemos!”. ¡Vaya si se ocuparon! Eladio Roncero, comandante del puesto de la guardia civil, hizo bien su trabajo, hizo valer su cargo y se ocupó de que los guardias civiles se ocuparan de muchas otras cosas y de que no se ocuparan de aquellas denuncias que se repetían y a las que tenían el deber de hacerles frente y de ocuparse en darles una pronta y adecuada solución. Roncero había llegado a la Villa, de La Península, unos 20 años atrás, de guardia civil raso, como un perro lamiendo pilas; pero subió de prisa, decían que era muy eficaz en su trabajo, al parecer no había detenido que se le resistiera, sus compañeros comentaban ufanos, en una mezcla, en una especie de admiración y de orgullo: “¿Quién, Roncero? ¡No hay quien se le resista! ¡Antes de 20 minutos… Roncero. ¡Roncero siempre los hace hablar!” Del resto se ocupaba Ponciano el de Las Canales. Como yo no podía vivir, fijo, donde las calabazas, porque teníamos unos tomateros sembrados allá abajo en Las Maretas y, Constanza y yo teníamos que bajar casi a diario, de madrugada, con el camello, para atenderlos, entonces, Ciano, se hacía el zorrocloco, y dando vueltas se ocupaba de acecharme y, mientras nosotros bajábamos él, y un empleado que tenía, subían y cargaban el camión de calabazas. En dos semanas, Ponciano les había dado salida, se había llevado ya más de la mitad de las calabazas. Pero, por más que los dos se esforzaron en borrar con una escoba de altabaca, las marcas, que al pasar, dejaban las ruedas del camión; para que yo no me diera cuenta, no lo lograron y, claramente, se notaban, pues siempre quedaba marcada e imborrable, la huella ancha y profunda que dejaron en el polvo amarillento de la pista, las dos dobles ruedas traseras del camión, cuando pasaba cargado de calabazas.
¡Anico, puedes sembrar las maretas! De verdad te lo digo, siémbralas como si fueran tuyas… Aquella tierra, no sé si es por que le llega la brisa del mar a la siembra, pero, te aseguro… bueno, ya lo verás… que no hay tomates más buenos y más sabrosos que los tomates de Las Maretas…
Como te estaba antes diciendo, aquel jodido gangochero me estaba pisando el cogote de mala manera y la guardia civil, también; así, que una madrugada a medio camino, como el bichillo hacia tiempo que me venía taladrando la cabeza, y ya no lo soportaba más, fui y le dije a mi Constanza que siguiera montada en el camello pá bajo, pá Las Maretas, que fuera tranquila pues “El Mosquito” (el camello), sabía ir solo. Y, Yo, en mala hora, con el palito de almendrero en la mano, desande el camino, me volví para atrás y subí derechito como un rehilete hacia la Hoya de Las Tanquillas. Cuando llegué a La Hoya, la Luna Llena estaba ya apunto de esconderse en el horizonte. Allí, todo permanecía quieto y silencioso, a no ser por una coruja, que bajó aleteando torpemente, por la hoya para abajo, derechita hacia la costa. Me acosté detrás del muro del pasil para que no me vieran, y allí esperé un rato, sin saber bien lo que hacía, me puse atento a mirar y a vigilar hacia los tres gochos, donde todavía quedaban calabazas, por la almena de la pequeña ranura del desagüe. Al cuarto de hora de estar allí, ya me parecía que no iba a llegar nadie, miré el reloj y vi, que eran las cinco menos cuarto de la mañana, “Después de las cinco no creo que aparezcan, ésa es más bien la hora de marcharse” – pensé. Sin embargo como a los cinco minutos o algo así, oí rodar unas piedras y, enseguida, cogí y apagué el cigarro, para que no vieran el humo. Un fulano venía bajando a tropezones por la ladera. La Luna hacía un par de minutos que se había puesto y, solo quedaba de ella, ese pequeño resplandor blanco en el que algo se ve, pero aún así, no se distinguen bien las cosas; por lo tanto, aunque yo no le podía es columbrar muy bien la cara, sin duda, estaba seguro, que aquella figura y aquel cuerpo, era el suyo: alto, delgado, bastante cargado de espaldas, pantalones oscuros, chaqueta también oscura, y en la cabeza, un sombrero… Era él. No podía ser otro, que Ponciano el de Las Canales. Lo dejé que bajara, tranquilamente, sin interrumpirlo, llegó caminando, despacio, hasta colocarse en el mismo centro de uno de los paredones. El tipo venía bien preparado, sabía muy bien lo que quería y lo que venía a buscar, porque, allí mismo, raspó un fósforo, encendió un cabo de vela que traía dentro de un farol, y enseguida se puso a buscar y a rebuscar dentro de las calabaceras. Lo dejé tranquilo, lo dejé que buscara, que buscara bien, sin apuros, hasta que sus dedos encontraron algo, palparon con codicia los costillares de la hortaliza. Apreté con fuerza los nudos del palo que tenía en las manos, porque las manos me sudaban y me temblaban tanto que tenía miedo que se me fuera a caer, no obstante, aún me contuve un momento, y lo dejé que se cargara sobre los hombros, con mucho esfuerzo, aquella enorme calabaza, que había buscado con tanto tesón y que al fin consiguió encontrar gracias a su tacto y la luz temblorosa del farol. Aún lo dejé dar unos cuantos pasos más, hasta que ya, sin poder contenerme más, salté del pasil con el palito de almendrero fuertemente apretado en mis manos, mientras le gritaba: “¡Ponciano, cacho cabrón, espera, que las calabazas voy a cargártelas yo!”. El hombre tiró el farol, pero sin soltar aún la calabaza de los hombros quiso huir. Enredándose las piernas una y otra vez en las guías de las calabaceras el tipo intentó correr, digo bien, intentó, pues, el infeliz, mientras se libraba de una pierna se trababa de la otra, así que yo, como iba descargado, de cuatro saltos me le acerqué por detrás y le aflojé, con rabia, un palo por detrás de las dos corvas, pues no quería, de ninguna manera, que se me fuera de allí. Y, de nuevo le volví a gritar: “¡Ahora las vas a pagar todas, Ponciano…, las vas a pagar!”. El desgraciado lanzó un grito, un solo grito, desgarrador, solo uno: “¡hay mi madre!”- gritó el hombre – y después se fue yendo hacia delante, inclinado, trastabillando, y, finalmente, soltó la calabaza que fue a estamparse, con un sonido hueco y ronco, como el de un enorme tambor, sobre las piedras que remataban el pretil del paredón, mientras él, sin poderlo evitar, voló de cabeza más de tres metros y fue a caer bajo la pared de la huerta, hundiéndose entre las mullidas hojas, como lijas, de las calabaceras. Cogí aire y me quedé esperando sobre la pared por ver si el tipo se levantaba. Estaba oscuro, ahora más que antes, se podía cortar la oscuridad. Llevaba más de diez minutos allí, esperando, y el fulano no se levantaba. Empecé a preocuparme, el tipo no quería salir. A lo mejor, como yo no lo veía desde arriba, seguramente que intentaría arrastrarse y escapar de allí, y si te he visto no me acuerdo, adiós muy buenas… Así que de nuevo le grité: “¡levántate Ponciano y, da la cara como un hombre, levántate!”. Pero el individuo aquel, seguía sin contestarme “¡que está pasando!” – Me dije – “¡el tipo, se habrá escapado!” – y mientras pensaba esto, se me ocurrió una idea. Cogí el farol que traía el hombre, lo encendí de nuevo, y alumbrando fui al paredón de abajo. Allí estaba el hombre, no se había ido, según cayó de arriba, así mismo, allí quedó. Lo viré para arriba, pá verlo bien, el hombre aquel estaba muerto, ya estaba poniéndose frío, en la caída se desnucó y, no sé, si podrás creerme Anico, pero, quise morirme. En aquel momento envidié al muerto, por no haber sido yo, pues, no era el hijo puta de Ponciano, el que estaba allí desnucado, sino que era mi compadre y buen amigo Fidencio El de Los gatos, que dos días antes le regalé una calabaza hermosa, para sacar semilla, la separamos y le dije: “ven por ella cuando quieras o, cuando te venga bien compadre, que aquí está”. Lo demás ya lo sabes Anico, yo no quise matar a nadie, pero me encontraron culpable, me condenaron por su muerte y, aquí, pagándola estoy.
Ponciano, poco a poco, se fue llevando todas las calabazas que quedaban y, fíjate, lo que son las cosas… que en el último viaje que dio, dicen, que le echó tantas al camión, pá no volver por el pequeño resto que le quedaba, que bajando por La Vera de don Fulgencio, y con tanto peso como llevaba, al camión se le fueron los frenos y, que por más que quiso, no pudo pararlo. Los chicos de Domitila vieron el accidente desde el otro lado del barranco, cuando subían, tempranito, para El Cercado, y también lo vieron unas mujeres, que subían para arriba pá Las Canales a lavar la ropa en los lavaderos y, contaron, que fue algo espantoso, que el camión se fue haciendo pedazos, mientras rodaba y volteaba como un cesto de caña ladera abajo, hasta estamparse contra las puntas de los riscos y de aquellos grandes cardones que hay en el fondo del barranco, y allí sigue, aunque, dicen, que apenas si se ve desde el camino, porque los cardones, han ido creciendo tanto entre los hierros, que ya tapan casi todo el esqueleto de la cabina y del chasis. A Ciano y al empleado suyo, creo que costó lo que no está escrito, para sacarlos de entre los hierros. Gracias a la dedicación y al empeño que puso Roncero, movilizaron a toda la guardia civil y a los medios que hicieron falta y al fin pudieron sacar los cadáveres… Para poderlos enterrar, enterrarlos como dios manda, como se hace siempre con toda la gente de bien. De las calabazas ni te cuento, pues me dijeron que quedaron hechas pedazos y enterradas, por si solas, allí mismo, en el mismo fondo de la barranquera.
Anico, ¿sabes una cosa? ¡Que ahora las maguas me comen! Me matan, y es no te imaginas por qué… Pues, te diré…, es que mi cuñado Edelmiro, el pobre, como tú bien sabes, hace ya tiempo que se marchó también al campo de la verdad y, nunca se me ocurrió, ni se me pasó siquiera por la cabeza, preguntarle, quien diablos le dio a él, aquellas jodidas pipas de calabaza.
Así, que, Anico, una cosa si que te voy a encargar, y es que, si te ofrecen por ahí, una semilla nueva de calabaza, niégate en rotundo a aceptarla ¡diles que muchas gracias! Pero, que no, que Tú ya tienes la tuya y, que te va bien con ella, que no la quieres cambiar.
¡Si quieres sembrar Las Maretas, Anico, como ya te dije, siémbralas, siémbralas de tomates, como si fueran tuyas…!”
Así mismo me lo contó el propio Anico el de don Avelino, que habló con él dentro de la cárcel y, esto, según Anico, fue todo lo que le dijo…
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