Kenir
El perro flaco de Graciliano esa mañana se levantó temprano, como siempre, llegó hasta la plaza, y no enfiló calle abajo, como tenía por costumbre, hasta no levantar la pata oportunamente, con decisión, y con una formidable puntería; para así, de este modo, en muy pocos instantes con resolución y propiedad, mear una tras otra, marcando con su orín amarillo, penetrante y espeso, en las cuatro esquinas. Siempre llevaba ese puntito de agobio en el cuerpo; pues, el animal iba jadeante de continuo, con la lengua descolgada hacia un lado un poco abandonada a su suerte, como si siempre terminara de realizar un gran esfuerzo o, como si al puñetero le pesaran las carnes, que no era el caso, pues, Graciliano, que nunca tuvo fe en las cosas, jamás apostó a fondo, por los retornos, y por las ventajas que podrían venir y llegar hasta él, después de alimentar, a conciencia, a un perro mallorquín como aquel, de foscos bigotes, y barbiquejos como los de una cabra, pero sin lustre, y, con pulgas, flaco, y absolutamente desgarbado, realmente desagradable, como si, aposta, al animal lo hubieran hecho con desgana, a base de desechos ó, solamente, con la única idea de molestar. Como ya se dijo, Kenir, que así se llamaba el perro, después de hacer la ronda pertinente y de marcar con su orina tempranera el centro del pueblo, marchó calle abajo con la satisfacción del deber cumplido, caminando de lado, contento, avanzando, cortando el aire casi de barriga, para ir, así, poco a poco adentrándose, incursionando en los dominios de Graciliano; en su patio de cuevas allí, donde también vivía él, a diario, tranquilo, instalado cómodamente en la cotidianidad; pero, lo que el can más apreciaba de todo aquello, sin duda, era su cama. Era una buena cama, un lecho perfecto, que se hallaba situado en lo alto de una pequeña montaña; la citada cama, era, toda mullida, y caliente, pues se ubicaba como un cráter, sobre el mismo centro del montón del estiércol. El animal la encontraba muy, pero que muy acogedora, sobre todo en los inviernos y en aquellas tardes nublosas, con blondas o con panza de burro, pero extremadamente grises, temblorosas y frías, ó con sorimbas, eso sí, compartiendo a ratos, aquella negra manta de moscas cojoneras, con la que se cubría la mula, e intercambiando, alguna que otra vez, para variar, algunos de los negros miembros de sus famélicas hordas de pulgas, con las de sus vecinos, los gatos.
Algunos en Cerro Blanco, metiéndose en asuntos y cosas, que no les importaban, ya que no eran, ni mucho menos, de su incumbencia, venían a reírse, haciendo mofa del perro, de“jocicudos y de relambios” como decía llena de coraje la mujer de Graciliano, cuando ellos de vacilón, le decían:
- ¿Quién le puso esa dieta al Kenir? Mira ese perro como corre, si corta el viento como un alambre de acero, sin despeinarse. Tomasa, tienes que darme la receta pa no hacer gastos, sabes, pues mira que tengo allí, en mi casa, un par de perros de caza, que, ni echándoles picos de pajarito, me oyes, ni con eso, hay dios bendito que los haga medrar… Y cositas así, por un estilo, que le soltaban al matrimonio para reírse, sin maldad, claro, solo pasando el rato, aludiendo a veces de pasada… al donaire del can, a su larga osamenta y, hasta se recreaban, en lo tocante al importante capitulo de su esbeltez. Tomasa les daba liña y, si se terciaba, no desaprovechaba la ocasión, para de forma socarrona, dejarlos también a ellos en evidencia. Un día le dijo a uno de ellos cuando la estaba fastidiando un poco con el asunto:
- Ese perro, mira que nos salió ruin de boca el confiscado, pero… ya sé que tú, muchacho, ahora vienes de jocicudo, un manganzón como tú, a tratar de reírte de una vieja como yo, mejor debiera darte vergüenza, ¡hay! Si tu abuelo, que era un hombre tan serio, levantara la cabeza, – le soltó Tomasa entre bromas y veras – pero, te voy a decir, que ese perro, casi no come nada, está vivo con dos cacitos de suero que yo le pongo cuando hago el queso, con suero vive, deja la pila siempre vacía, se lo jinca todo de golpe el pobrecito, y se queda toda la tarde como un fole, echado sobre el estiércol, con la pancita inflada. Pero mira por dónde, que algunos machangos que yo conozco comen bastante más y, a mi ver, producen bastante menos. Está flaco el pobre, así es, pero ateado, a veces se queda detrás y Graciliano, ya va trasponiendo con la mula allá abajo en las timbambas, y el Kenir, que quiere trincarlo pronto, echa a correr pista abajo y al momento, ya no ves más que la polvacera, pero al ratito, cuando vuelves a mirar, ya lo ves entre la jumasa, detrás de las mismas patas de la mula.
Desde hacía ya bastante tiempo que Graciliano sabía que la debía. Por eso tampoco le cayó de sopetón, pues ya se lo esperaba, y, la verdad, es que se esperaba una trastada aún mayor que aquella, pues la mala baba y los desaires, al fin y al cabo, siempre se pagan, eso también lo sabía él. Cuando, una mañana, Milo, su cuñado, se presentó por sorpresa en el patio de su casa, y lo vio, que venía con el sombrero en la mano, haciéndose el importante, y con aquel perrillo legañoso y enclenque en los brazos, enseguida supo que se las venía a cobrar. Que todas juntas, ahora, en un mismo día, aquel buen hombre se las venía a cobrar. Él de momento se hizo el desentendido, como si la cosa aquella no fuera con él. Siguió medio agachado como estaba, haciéndose el despistado, fingiendo como que no lo veía, desenredando con parsimonia una a una, las sogas, y entretenido y centrado, con la mirada clavada en los arreos, poniéndole el cango a la mula. Trataba, sin más, de esquivarlo, de ponerle un saco encima a la evidencia, intentaba, de pronto, hurtar el camino a la realidad, y, lo hacía, rechazando e ignorando, mentalmente, aquella manzana envenenada, que Milo, le venía a ofrecer a él como si se tratara de un gran regalo.
- ¡Hombre, Milo, que alegría de verte! – Dijo por fin, mientras la hipocresía se le salía por los ojos a borbotones – ¿Pero que traes ahí cuñado? Nunca en mi vida, había visto un hurón, ni tan grande ni tan peludo…
- ¡No seas bruto, como puedes ser tan bruto, Graciliano! –Dijo Milo – ¿Cómo se te puede ocurrir tal cosa, hombre? Bien dicen cuando dicen el dicho ese de: “Que sabrá un burro, lo que son caramelos”. No ves criatura, que esto es un perro de raza. Esto que te traigo aquí no es cualquier cosa, esto un perro mallorquín. No ves los pelillos de pita éstos, éstos que le salen por los lados de la boca, esta es la señal, es inconfundible que es un perro mallorquín.
-¡Claro, claro! – Dijo enseguida Graciliano enderezándose, levantándose el sombrero y poniéndose serio – Milo, todavía no sé como me pude equivocar. Claro que es mallorquín. Flaco como un espicho, pero mallorquín. Mira que nunca me suelo escarpiar mucho cuando veo las cosas; pero viéndolo así, encogido como lo traías, como si fuera un pichón, a mí, de repente, me pareció otra cosa. ¿Y, dices, que es pá mí el perrillo ese, Milo? Yo, es que no tengo suerte con los perros, que quieres que te diga Milo… el último que tenía, me lo reventó la mula de una patada… Y, es que en tener perros, si te soy franco, Milo, yo no había pensado hasta ahora…
- ¿Y tú… que te pensabas que te iba a traer,… acaso querías una machorra? ¿Eso te pensabas? Que te venía a traer una machorra. Que cara tienes, pá una machorra. Malagradecido, – le contestó Milo subiendo el tonillo que traía – encima que me levanto a las cinco de la mañana en La Villa, para coger la guagua, y venir enseguida a traerte el cachorro, para que desde chico lo hagas a tu mano, que si se dejan crecer, después los animales no conocen dueño, y me contestas con esas… No, si es que de mal agradecidos, como dice el dicho, está el infierno lleno… Con la ilusión, con la que yo le traía el cachorro, cuñado, y usted me salta con esas…
- ¡Hombre, cuñao! No se lo tome usted así… que solo era, hablar por hablar. “Zorrocloco como venía – pensó Graciliano – pero bien me fastidió éste cabrón, que ya me tiene la cabeza como una zumbadera”.
- No. Si ya me parecía a mí. – Continuó Milo – Es que después de tomarme las molestias que me tomé y de acordarme de ti como me acordé, no me esperaba otra cosa. Desde que me lo trajeron, pensé, este es un perro de raza, un verdadero perro mallorquín. Este perro es para mi cuñado Graciliano me dije, y nadie como él para lucir este perro, pues le viene que ni pintado, nadie como él para llevar un gran ejemplar, un gran perro de raza como éste.
- Cuñado. ¡Por dios! – Dijo por fin Graciliano – ¡Déjeme ahí el perro! ¡Muchas gracias! Y, mire, no se hable más, que igual le rechazo a usted el perro y, luego, va y sale un perro de campeonato y, si esto pasa, seguro, que las maguas a mi me matan.
- No, si de campeonato, ya es el perro. – Afirmó Milo – La duda ofende, Graciliano. Bueno, me dices de una vez, por donde te pongo el cachorro, que horita mismo me tengo que ir. Y, mire, cuñado, que no es por molestarlo, ni mucho menos, pero, déjeme que le cuente: resulta, que tenía yo una cabra y una baifa, que me estaba remirando en ellas y, va mi mujer, la otra tarde, y les hecha unos cenizos verdes y, no cree usted cuñado, que la baifa, me amaneció muerta de cagalera. La cabra escapó de manganilla, pero la infeliz, va a tumbar el goro, belando, la pobre, del desconsuelo… sabe. Por eso, le decía, cuñado, que, como usted suele criar todos los años algunas baifas, ya sé, que al menos, media docena crió este año, a ver si me dejaba una, para llevármela, por ver, si poniéndole compañía, la pobre se queda tranquila y se le calla la lengua de una vez la dichosa cabra…
- Mira, Emilio, como puedes ver, yo me tengo que ir, que hoy voy a arar con la mula, unos huertos que tenemos allá arriba, en La Hoya de Las Tanquillas. Así, que le dejas el perro a tu hermana Tomasa, que está en el corral ordeñando las cuatro cabras y le dices a ella, que yo te di permiso, para que eligieras una de esas baifas que tenemos y que están ya con los cuernos así de grandes – dijo, señalándose a si mismo de medio dedo índice para adelante – y te la llevas… Y antes de que te marches, si no has comío, te comes como bien te parezca, un cazo de leche cruda o, bien, una talvina de gofio y vino…pero no te vayas sin comer.
Y de ésta manera fue como Milo, el cuñado de Graciliano, le endosó a él, aquel perrucho flaco y, sin gracia, que más que un regalo, más bien parecía el escupitajo que sin querer, a veces se suelta tras un insulto y, a cambio, su cuñado, el muy ideista, anduvo metiendo la nariz, huroneando, hasta que se llevó, escogida, una de sus mejores baifas…
Esa mañana, desde que el Kenir entró como venía andando de medio lado, al patio de las cuevas, pasando por el caminito empedrado que cruzaba entre los altos mogotes de pencas habaneras, al instante, su propio instinto le dijo que algo no iba bien. La mula a esa hora, estaba ya en el patio con la albarda puesta, pero se la veía, tensa. En los ojos desorbitados del animal se le notaba el miedo. El perro la miró tratando de averiguar lo que pasaba. La mula sacudió las orejas, se dio media vuelta y miró, espantada, hacia el negro agujero del brocal del aljibe abierto. Enseguida el perro comprendió. Y se dio cuenta de lo que pasaba en ese mismo momento, porque, además, en ese instante principió también a escuchar, claramente: los sonidos, los quejidos, el violento rebullir y el chapoteo aquel que venía, directamente, desde dentro del pozo. Kenir acercó la nariz al brocal e instintivamente retrocedió un poco, al notar en su nariz aquel aliento cálido y un tanto viciado, oliendo como a podrido, que exhalaba la húmeda y oscura boca del aljibe.“¡Aaay….ay…aaah…aaah…aaah…aaay, ay…aaay…!”, así sonaban los gritos desesperados y, a la vez, casi apagados, de Graciliano, devorados, como por un ogro enorme, por el oscuro y ancho vientre del pozo. A Kenir se le podía reprochar de todo, lo primero sin duda y por notarse más, habría sido su falta de belleza, sin embargo, alguien que le conociese un poco más, habría puesto en valor en primer lugar la agudeza de su instinto y, exactamente, fue esa cualidad, la que le hizo comprender de inmediato y darse perfecta cuenta de la situación. Graciliano al parecer, se había subido para alcanzar algo, sobre la tapa de madera, medio podrida del aljibe, se le desfondó, y ahora permanecía, milagrosamente, colgado, como cogido por el garfio de un anzuelo, asido por el vuelto de una de las perneras del pantalón, suspendido de uno de los clavos que sobresalían del marco de la tapa, que aún permanecía intacto. La mula se quedó parada tal cual se había girado, observando, quieta, clavada, mirando, impertérrita, la reacción de Kenir. El perro en un principio, comenzó a mirar de lado, a gemir y a dar pequeños gruñidos de impotencia, al ver a su dueño así, de esta guisa, a punto de caerse, como un sargo atrapado, colgando de un anzuelo; y, mientras, el animal permanecía indeciso, y sin saber que hacer para ayudarle, con la patas delanteras apoyadas en el borde del brocal.
Hacia el Este, por debajo de la oscura panza de burro, con un fulgor blanquecino ya comenzaba a clarear el día. En ese momento el gallo de Tomasa que hasta esa hora ya había cantado unas cuantas veces cantó de nuevo y los palomos también comenzaron a oírse con sus arrullos. Un camión que venía de arriba, apareció brincando como un cigarrón sobre sus duras ballestas, acompañado por un ruido desesperado y bronco, bajó resoplando por la calle, y tosiendo, se alejó de allí, lomo abajo, directo hacia las canteras.
“¡Últimas noticias de la Habana! – Subía gritando un momentito después, Rafaelito, “El loco”, como le decían en el pueblo, porque había que estar verdaderamente loco, para atreverse en plena dictadura a decir y, a gritar, las cosas que él gritaba a bocajarro, sin cortarse ni un pelo, corriendo el riesgo de que alguno de sus vecinos lo delatara y enseguida llamaran a la guardia civil. – ¡Viva la revolución! ¡El tirano va a caer! ¡Batista, el tirano, va a caer! ¡Va a caer el dictador! Ayer llegó la noticia… ¡Fidel Castro y cien guerrilleros más, tomaron por las armas El Cuartel Moncada…! ¡Viva la revolución! ¡Viva Fidel Castro! ¡Viva Fidel! Ayer llegó la noticia… Noticias de La Habana… ¡La revolución! ¡Aquello es una revolución! ¡Fidel y un puñado de guerrilleros más, hace cuatro días… tomaron El Cuartel Moncada!”
La voz de Rafaelito “El Loco” se fue disolviendo en el aire como las estrellas a la luz del amanecer, atrás, solo quedaba flotando en el viento, la sombra de un ansia de libertad y el retumbo, de una más que lejana revolución, pero mientras sus piernas le acercaban cada vez más hacia las cuatro esquinas…Su aguda lengua no paraba de moverse ni su garganta tampoco de gritar…
El perro comenzó a ladrar desesperado y a dar saltos alrededor del brocal del aljibe mientras la mula sacudía las orejas, nerviosa. Cuando, Tomasa, al oír los tremendos ladridos de Kenir, salió de la cocina, (pues hasta ese momento no había escuchado nada, afanada como estaba terminando de preparar el potaje, añadiéndole las costillas de cochino y unos pocos de macarrones), ya estaban allí los dos hombres. Los vio trabajando en la boca del pozo, eran un par de vecinos que cruzaban a esa hora temprana, por la vereda, para coger el camión y bajar a trabajar de peones en las fincas de tomateros…
-¡Ay mi Graciliano, que ya se me ahogó! – Gritó en la madrugada, la pobre Tomasa, con la voz rota, tirándose de los pelos y más amarga que los chochos - ¡Hay mi niño, hay mi niño querido, hay mi niño, que ya se me ahogó!
- ¡Tranquila Tomasa, tranquila! ¡Graciliano está vivo; está trabado por una pata sí, pero… vivo¡ – Dijo uno de los dos hombres – ¡Gracias al perro ese que tienen ustedes… que vale, el doble de lo que pesa en oro, a pesar de que ustedes lo mantienen con solo un par de jarros de suero, él nos llamó! Gracias a los ladridos del perro y a que lo vimos saltando junto al brocal, vinimos, y, menos mal, pues, el pobre de Graciliano, ya estaba a puntito de caerse, cuando llegamos nosotros. Mira, le echamos un lazo corredizo con la soga por arriba del tobillo y, ahora solo hay que jalar con fuerza y, para arriba con el pescado, que por suerte no llegó a meter la cabeza en el agua, solo se le mojaron algunos pelos…
Desde aquel día, la fama de Kenir no paró de crecer y de crecer en Cerro Blanco; era el gran héroe del pueblo y el orgullo de los muchachos. Sus hazañas: unas inventadas y otras ciertas, se contaron durante muchos años, tras la barra del bar, en la venta, o bajo el atrio de la iglesia, en algunas de esas tardes plomizas, nubosas y frías, las condenadas, con brisa y, a veces hasta cayendo posma. Dicen que aquel perro mallorquín vivió bastante, y que se murió absolutamente viejo y que, hasta última hora, se paseó de medio lado por el pueblo, y contaban también, que mientras le acompañaron las fuerzas y pudo levantar la pata, cumplió con la obligación y con el sagrado deber, de ir meando desde primera hora de la mañana, una tras otra, a las cuatro esquinas.
En cuanto a Graciliano, después aquel incidente en el aljibe y, a causa, seguramente, de aquella posición tan extrema que sufrió, las ideas ya se le debieron de quedar fijadas para siempre en la cabeza; y el hombre, debió de sentirse francamente agradecido; pues, llegó a reconocer hasta en público, que salió ganando con aquel cambio y, que, si su cuñado, hubiera llegado siquiera a sospechar el devenir del futuro y las cualidades del perro, jamás hubiera aceptado por él, solo, una sola baifa, escogida, “menudo es, el zorrocloco de Milo – decía ahora, lleno de entusiasmo por el rumbo que al fin habían tomado las cosas – conociéndolo como yo lo conozco, seguro que él ni se lo imaginaba, pues, si lo llega a saber, por un perro de raza, por un perro mallorquín como éste, es indudable que él no se hubiera conformado con cualquier cosa. ¡Ay, si lo llega a saber, me deja en la ruina, habría arramblado con medio corral de cabras, menudo es él!
¡Menudo, es el zorrocloco! ¡Menudo es!
En Cerro Blanco, durante bastante tiempo, se habló mucho de Kenir, y se comentaron gran cantidad de cosas sobre él: muchas verdades se dijeron y también bastantes mentiras se contaron sobre el asunto…
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