La lectura de La Iliada, en los albores mismos de cumplir mis primeros 50 años, quizá fue lo que me empujó a emprender este viaje emocionante y emocionado por el fascinante mundo de Homero. Un mundo donde la figura del héroe se agiganta hasta casi tocar con sus dedos a los dioses del olimpo, pero a su vez, cuando su garganta es atravesada por una silbante azagaya de fresno, o su corazón es mordido por la cortante y fría espada, se desploman, y caen, y resuenan estruendosamente contra el suelo polvoriento sus armas de bronce... Llega la helada y descolorida muerte... Y entonces aparecen las parcas para conducir su alma hacia el Hades, o al tartáreo mundo de las sombras, como si el héroe caído fuera el más infeliz de los mortales...
Tratando de emular un poco, el lenguaje y la épica de los héroes, con todo mi sentimiento y con todo mi corazón he escrito esta segunda parte del poema (Navegando hacia Troya), leelo.
NAVEGANDO HACIA TROYA
(2ªPARTE)
Lentamente,
cae la noche
cual doblada sierpe
que durmiera,
bajo la palidez
de una Luna
deslucida y rota
cargada de presagios
y locura.
Sopla el blando céfiro
sobre la blancura
inmaculada y silenciosa,
de las frágiles velas,
que amparan
como simple
y ruda vestimenta
que cubre, apenas,
los vibrantes
y desnudos
palos de mi nao,
rizando, apenas,
el torvo piélago del mar,
que en la negrura nocturna,
bajo el curvado cielo,
va aproximando
mi nave cóncava
hacia las playas de Ilión,
allí donde el Janto,
incansablemente, huye
de montañas y desiertos
y vierte en el vientre
poseidónico,
ancho y profundo,
sus almibaradas aguas,
y la sangre amarga
y tenebrosa de los muertos.
Mi nave negra
y cóncava,
de innúmeros
bancos vacíos,
finalmente,
alcanza la orilla
soñada.
Cabalgando galopaba,
arrogante,
y allí quedó, varada,
hundiendo, tenaz,
como en feroz batalla,
su corva y negra quilla
sobre aquella superficie
humilde, blanda y lisa,
revestida del blanco
arenoso y mullido de la playa.
Atrás quedó
la mar profunda,
el gran piélago.
También quedó allí
mi patria y mi tiempo.
Pero ahora estoy aquí,
donde suenan
las armas de bronce
y donde mueren
en la lucha,
sin descanso,
las hornadas
infinitas
de guerreros.
Hasta aquí
me han traído:
la fuerza robusta
y monstruosa
de decenas de remeros
invisibles,
unas gaviotas
antiquísimas y extrañas
que volaban en la noche,
los hados misteriosos,
y las olas cóncavas,
ágiles y hurañas,
tantas veces revueltas
y espumadas
por caballos submarinos.
Terminado su periplo,
ya sin ansia y sin motivos,
mi nave quedó, allí, varada,
junto a las curvadas naves
de los guerreros argivos,
contemplando
la llanura, la explanada
torva y desolada,
que va, desde
la resonante playa,
hasta las puertas de Ilion,
la ciudad cautelosa
orgullo del rey Príamo,
Troya, La Grande, la rica,
la poderosa y bien murada.
Allí estaba presente
¡como no!
el gran auriga,
el gran Héctor,
el hábil lancero
de tremolante casco.
El Priámida
Homicida,
Matador de hombres,
Héctor, El Divino.
Armado su cuerpo
completo
de ígneo bronce,
si, allí estaba
presente,
en la térrea llanura,
tocado con yelmo
de alta cimera
el gran hombre,
el arrogante,
el esclarecido,
el audaz luchador
de la hermosa figura.
Aquel héroe valiente
iba sobrado de valor,
y aún cargaba, anhelante,
dentro del pecho turgente,
algunas pócimas de amor,
de audacia y de locura,
no le falló la bravura,
pero si le abandonó
el Hado venturoso,
y de la Aquílea mano
llegó el llanto clamoroso,
el dolor y el luto insano.
El espanto teucro
se propagó
de boca en boca
y de mano en mano,
cuando, veloz,
a su cuerpo mortal
lo atravesó
el hierro fiero,
y, en un momento,
cuando la azagaya
cruzó el blando cuello,
le dejó la vida vigorosa,
aún en flor,
y entonces
acudieron presurosas
las parcas por ella,
¡triunfó el Pélida
Implacable!…,
le abandonaron al instante
los dioses:
aquel que hiere de lejos
Febo Apolo,
el del arco de plata,
marchó hacia el Olimpo,
y el Hado bonancible,
errando el camino
también
le dejó solo,
le volvió la espalda
ante el furibundo Ares,
se fundió en el éter
y abandonó al guerrero
e inmediatamente,
de allí voló,
como una centella
que rayara el cielo,
y el bronce de las armas
del héroe resonó
de pronto,
gritó en el espacio,
con un aullido
impotente,
angustioso y tétrico,
de rabia y de muerte
al caer el héroe,
al chocar el bronce
secamente,
al hundirse
el cuerpo mórbido
contra el polvoriento suelo.
¡Maldito Héctor!
Le gritaba Aquiles
El Pélida,
asolador de ciudades,
después de haberlo herido,
después de haberlo muerto,
cuando de frente,
a éste le venía ya
la tétrica y fosca muerte,
mientras con una cuerda
atada a su carro
arrastraba el cadáver de Héctor.
¡No tendrás descanso!
Gritaba a los vientos
insaciable,
iracundo y colérico,
el despiadado argivo
de los pies ligeros.
¡No tendrás ni tumba!
¡No descasaran tus huesos!
¡Te picotearan las aves,
te despedazaran los perros!
¡Pero ni muerto, os lo prometo,
hallará descanso
el fiero y valeroso Héctor!
Dijo… y añadió Aquiles
el destructor de hombres:
esta venganza, de veras
me place…, no va,
por complacer a los dioses,
ni por todos los danaos
que muertos han caído
en mitad de la llanura,
en esta feroz batalla,
que ya diez años dura,
ni es por la afrenta,
ni por el resabio
que guardo yo,
que aún me dura,
por perder a Briseida,
esta venganza
que a mi me da la razón,
solo la ejecutó mi mano,
con lágrimas aún
en el alma,
que ahogan mi corazón,
por la fidelidad de un amigo,
por Patroclo, mi compañero,
mi camarada y hermano.
Cuando dijo todo lo dicho
el inflexible hijo de Peleo,
ligero se fue hacia las naos,
su torva mirada, fiera,
desafiante,
miraba hacia el frente,
pero de sus ojos
salía tristeza
y en las manos, los brazos
y el rostro
quedaba aún la huella,
estaba presente
el polvo amasado,
la sangre, el sudor,
la lucha incesante,
el absoluto vacío
y la muerte.
Tras de si, sin dolor,
como una yunta
que lentamente tirara
del duro arado
por la mitad de un terreno,
así arrastraba el Pélida
de los pies ligeros,
y surcaba implacable
la áspera llanura
con el cadáver de Héctor.
No obstante, la furia
inapelable y tronante,
de Aquiles El Pélida,
así, como a veces,
de pronto sorprende
porque amaina
el torbellino trenzado
y violento, dentro
del acuciante
y fuerte ciclón,
así ésta, un poco cedió,
ante el amor oneroso
y la lealtad a su hijo
del viejo Dardánida,
el ínclito Príamo,
rey de Troya,
semejante a un dios.
El anciano querido,
alumno de Zeus,
ante Aquiles el fuerte,
ante el colérico árgivo
dobló la rodilla y lloró,
e implorante,
no más le pidió
el cadáver de Héctor
su hijo querido,
El Hábil lancero
De la hermosa figura,
El Priámida
Esclarecido,
El Audaz Luchador.
Entre Aquiles el fuerte,
rey de los mirmidones
y el viejo rey Príamo
alumno de Zeus,
sabio ilustre,
y en todo
semejante a un dios,
sellaron un pacto,
un compromiso de honor,
Príamo entregó el rescate
acordado
por el cadáver de Héctor
y Aquiles no supo negarse
a un padre abatido,
ante un viejo apenado,
se le dobló un poco el alma
al noble guerrero,
y así, como después
de una recia tormenta
se alejan las nubes,
el viento ya es brisa
y vuelven las reses al pasto,
y las lavanderas se afanan
tendiendo las ropas al sol,
del mismo modo
su corazón se ablandó
ante el ínclito Príamo,
y ya, sin dudarlo,
dijo, sea,
y se la aceptó.
Por unos momentos
los dos olvidaron
los miles de agravios,
el odio fiero
y el agudo rencor,
y ambos bebieron reunidos
en sendas copas de dioses
un envolvente y suave licor,
y a sus corazones cansados,
trenzados de espanto
y rotos de agudo dolor,
les envolvió la nostalgia,
y ambos lloraron unidos:
por los hijos, por los amigos,
por el padre ya viejo
que allá, en la patria lejana,
desolado y anciano quedó,
por todos los muertos
caídos, abatidos
por el furibundo Ares
dios de la guerra,
demoledor de murallas,
y por toda la sangre
de los héroes, derramada
en la terrosa explanada,
frente a los muros de Ilion.
¡Vete ya, viejo, vete ya!
Le decía el ínclito Aquiles,
cargado de irónica sorna,
no vaya a ser, que de pronto,
del pacto,
vaya y me arrepienta,
y como el lobo
rato después de comido
me huela de nuevo
de lejos la sangre y el instinto
fieramente, sin juicio,
me impulse imperioso,
sin freno de nuevo a cazar,
o se enteren los hermanos,
los bravos y hábiles átridas
Agamenón y Menelao,
e impidan el pacto,
el uno, por que es el pastor,
el rey de las uestes aqueas,
el jefe de miles de hombres,
de guerreros que han muerto
frente a los muros de Troya,
ante las puertas de Ilion,
y al otro le sobran motivos,
¿pues hay algo más grande
que la traición y el agravio
mezquino
a un marido burlado,
por la propia mujer de éste
y el hombre necio e ingrato
de luces escasas,
al que recibes y acoges
como auténtico hermano
y le ofreces cobijo
manta, alojo y comida
en tu propio palacio,
como hizo el átrida,
el magno lancero,
con el bello Paris,
tu ínclito hijo,
el de la hermosa figura,
y éste le vino a pagar,
llevándose a Helena,
la argiva traidora
esposa de Menelao,
el aguerrido y digno
hijo de Atreo.
Así el ingrato y seductor
Paris, la fue a sacar
del mullido, caliente
y sagrado,
tálamo conyugal,
así, es como él le paga,
como serpiente
tullida a la que dieras alojo
en tu seno y una vez recobrada
te produce la herida y la muerte?
¡Vete ya, viejo, vete ya!
No sea que del pacto
sin quererlo me olvide
y se me borren de golpe
las caras promesas
y vuelva la ira hacia mi,
y finalmente me ronden
y me cerquen de nuevo
las sombras funestas
del odio y la muerte.
¡Vete ya, viejo, vete ya!
No tientes al Hado propicio,
atiende mis sanos consejos,
toma el cadáver de Héctor
tu hijo, el hábil lancero
y corre hasta Ilion ,
tienes doce días completos
en los que Ares se detendrá,
en que se parará la guerra,
como pedías, como deseas
para su entierro y exequias,
y ahora que en el Olimpo,
tal vez reine el sosiego,
puede que duerman los dioses,
azuza a tus corceles
con ahínco
para que partan veloces
y haciendo temblar la tierra
de nuevo, en tu carro,
tal como tú deseas,
Príamo, alumno de Zeus,
rey de Troya
semejante a un dios,
colmado de orgullo de padre
y de honra,
cruces las puertas Esceas.
Dijo el arrogante argivo,
y allí junto a las naos,
en la soledad nocturna
rulando la mirada
hacia el hendido cielo
volvieron a resonar
de nuevo en sus oídos
las palabras haladas
del moribundo Héctor.
¡Silencio escuchad!
“Despiadado Aquiles,
valiente y brutal guerrero,
asolador de ciudades,
por fin,
el tronante Crónida
te arrebató la égida,
y te soltó de la mano,
ahora la veo
claramente,
dentro del carcaj,
ya esta elegida
por Febo Apolo,
el del arco de plata,
separada está,
la ínclita flecha
que te hará caer,
que traerá tu muerte
como el lobo fiero,
no te salvará tu gente
e inútiles para la guerra
se desplomarán tus armas,
y cuan poco te valdrá
tu fama de valiente,
pues morderás el polvo,
y prestas llegarán
las hórridas parcas,
soplando la muerte fría,
sobre el cuerpo inerte”.
Digo.
Con este horrendo vaticinio
del héroe que se moría,
el Gran Héctor,
El Hábil Lancero
por todos los siglos,
hacia el que iba a morir,
el deiforme Aquiles,
sin duda, el más valiente,
y el mejor de los aqueos,
el despiadado argivo
de los pies ligeros,
me voy ya despidiendo,
de la térrea llanura
frente a los muros de Ilion
donde suenan las armas
de fulgente
y de metálico bronce,
donde ruedan veloces
a veces los carros,
tirados por colosales
e impetuosos corceles,
guiados por hábiles
y expertos aurigas,
mientras las miles
de saetas voladoras
como mosquitos,
suenan rasgando el aire,
y las relucientes espadas
que violentas se entrechocan,
y se hunden en la carne,
y relucen las azagayas,
las lanzas de fresno
que en el pecho se te clavan
después de atravesar
el broncíneo escudo
forrado con siete pieles de cabra.
Ahora he retornado desnudo
y he dejado allí mi negra nao
para que en ella,
eternamente,
sigan rompiendo las olas
del viejo mar
azul celeste y cárdeno.
Jamás podré ya olvidar
todo lo que allí quedó:
a los héroes dardánidas,
que surgían como hormigas
derramadas
saliendo de las murallas,
ni a todos los que llegaron
en negras naves curvadas,
armados de fúlgido bronce
de los confines de acaya,
ni las hogueras prendidas
bajo la noche
en la terrosa explanada,
ni el boreas perfumado,
ni las ofrendas:
las libaciones
y los sebos derretidos
cerca de las murallas
para agradar
a los belicosos dioses
que allá sobre el Olimpo
libraban sus personales batallas.
Para digerir el presente
eché a caminar mis ojos
y me puse a andar de lado,
y paseando de repente
por los versos de La Iliada,
me vi de pronto en la fuente
del anchuroso pasado.
Luego quise ponerme recto
y dejé de andar de lado,
bajo los caminos nuevos,
vi los viejos senderos
completamente borrados,
y al momento, fui consciente
una vez más,
de que manera el presente
se asienta como una loza
sobre las cosas,
sobre los hombres,
y los hechos del pasado.
Doy gracias a los dioses
y a los aedos que cantaron
y guardaron la palabra,
a Homero que la escribió
y consiguió eternizarla,
por eso cuando leemos
cada una de sus hazañas,
vemos que aquellos héroes,
cada día están más vivos
en los cantos de La Iliada.
Lentamente,
cae la noche
cual doblada sierpe
que durmiera,
bajo la palidez
de una Luna
deslucida y rota
cargada de presagios
y locura.
Sopla el blando céfiro
sobre la blancura
inmaculada y silenciosa,
de las frágiles velas,
que amparan
como simple
y ruda vestimenta
que cubre, apenas,
los vibrantes
y desnudos
palos de mi nao,
rizando, apenas,
el torvo piélago del mar,
que en la negrura nocturna,
bajo el curvado cielo,
va aproximando
mi nave cóncava
hacia las playas de Ilión,
allí donde el Janto,
incansablemente, huye
de montañas y desiertos
y vierte en el vientre
poseidónico,
ancho y profundo,
sus almibaradas aguas,
y la sangre amarga
y tenebrosa de los muertos.
Mi nave negra
y cóncava,
de innúmeros
bancos vacíos,
finalmente,
alcanza la orilla
soñada.
Cabalgando galopaba,
arrogante,
y allí quedó, varada,
hundiendo, tenaz,
como en feroz batalla,
su corva y negra quilla
sobre aquella superficie
humilde, blanda y lisa,
revestida del blanco
arenoso y mullido de la playa.
Atrás quedó
la mar profunda,
el gran piélago.
También quedó allí
mi patria y mi tiempo.
Pero ahora estoy aquí,
donde suenan
las armas de bronce
y donde mueren
en la lucha,
sin descanso,
las hornadas
infinitas
de guerreros.
Hasta aquí
me han traído:
la fuerza robusta
y monstruosa
de decenas de remeros
invisibles,
unas gaviotas
antiquísimas y extrañas
que volaban en la noche,
los hados misteriosos,
y las olas cóncavas,
ágiles y hurañas,
tantas veces revueltas
y espumadas
por caballos submarinos.
Terminado su periplo,
ya sin ansia y sin motivos,
mi nave quedó, allí, varada,
junto a las curvadas naves
de los guerreros argivos,
contemplando
la llanura, la explanada
torva y desolada,
que va, desde
la resonante playa,
hasta las puertas de Ilion,
la ciudad cautelosa
orgullo del rey Príamo,
Troya, La Grande, la rica,
la poderosa y bien murada.
Allí estaba presente
¡como no!
el gran auriga,
el gran Héctor,
el hábil lancero
de tremolante casco.
El Priámida
Homicida,
Matador de hombres,
Héctor, El Divino.
Armado su cuerpo
completo
de ígneo bronce,
si, allí estaba
presente,
en la térrea llanura,
tocado con yelmo
de alta cimera
el gran hombre,
el arrogante,
el esclarecido,
el audaz luchador
de la hermosa figura.
Aquel héroe valiente
iba sobrado de valor,
y aún cargaba, anhelante,
dentro del pecho turgente,
algunas pócimas de amor,
de audacia y de locura,
no le falló la bravura,
pero si le abandonó
el Hado venturoso,
y de la Aquílea mano
llegó el llanto clamoroso,
el dolor y el luto insano.
El espanto teucro
se propagó
de boca en boca
y de mano en mano,
cuando, veloz,
a su cuerpo mortal
lo atravesó
el hierro fiero,
y, en un momento,
cuando la azagaya
cruzó el blando cuello,
le dejó la vida vigorosa,
aún en flor,
y entonces
acudieron presurosas
las parcas por ella,
¡triunfó el Pélida
Implacable!…,
le abandonaron al instante
los dioses:
aquel que hiere de lejos
Febo Apolo,
el del arco de plata,
marchó hacia el Olimpo,
y el Hado bonancible,
errando el camino
también
le dejó solo,
le volvió la espalda
ante el furibundo Ares,
se fundió en el éter
y abandonó al guerrero
e inmediatamente,
de allí voló,
como una centella
que rayara el cielo,
y el bronce de las armas
del héroe resonó
de pronto,
gritó en el espacio,
con un aullido
impotente,
angustioso y tétrico,
de rabia y de muerte
al caer el héroe,
al chocar el bronce
secamente,
al hundirse
el cuerpo mórbido
contra el polvoriento suelo.
¡Maldito Héctor!
Le gritaba Aquiles
El Pélida,
asolador de ciudades,
después de haberlo herido,
después de haberlo muerto,
cuando de frente,
a éste le venía ya
la tétrica y fosca muerte,
mientras con una cuerda
atada a su carro
arrastraba el cadáver de Héctor.
¡No tendrás descanso!
Gritaba a los vientos
insaciable,
iracundo y colérico,
el despiadado argivo
de los pies ligeros.
¡No tendrás ni tumba!
¡No descasaran tus huesos!
¡Te picotearan las aves,
te despedazaran los perros!
¡Pero ni muerto, os lo prometo,
hallará descanso
el fiero y valeroso Héctor!
Dijo… y añadió Aquiles
el destructor de hombres:
esta venganza, de veras
me place…, no va,
por complacer a los dioses,
ni por todos los danaos
que muertos han caído
en mitad de la llanura,
en esta feroz batalla,
que ya diez años dura,
ni es por la afrenta,
ni por el resabio
que guardo yo,
que aún me dura,
por perder a Briseida,
esta venganza
que a mi me da la razón,
solo la ejecutó mi mano,
con lágrimas aún
en el alma,
que ahogan mi corazón,
por la fidelidad de un amigo,
por Patroclo, mi compañero,
mi camarada y hermano.
Cuando dijo todo lo dicho
el inflexible hijo de Peleo,
ligero se fue hacia las naos,
su torva mirada, fiera,
desafiante,
miraba hacia el frente,
pero de sus ojos
salía tristeza
y en las manos, los brazos
y el rostro
quedaba aún la huella,
estaba presente
el polvo amasado,
la sangre, el sudor,
la lucha incesante,
el absoluto vacío
y la muerte.
Tras de si, sin dolor,
como una yunta
que lentamente tirara
del duro arado
por la mitad de un terreno,
así arrastraba el Pélida
de los pies ligeros,
y surcaba implacable
la áspera llanura
con el cadáver de Héctor.
No obstante, la furia
inapelable y tronante,
de Aquiles El Pélida,
así, como a veces,
de pronto sorprende
porque amaina
el torbellino trenzado
y violento, dentro
del acuciante
y fuerte ciclón,
así ésta, un poco cedió,
ante el amor oneroso
y la lealtad a su hijo
del viejo Dardánida,
el ínclito Príamo,
rey de Troya,
semejante a un dios.
El anciano querido,
alumno de Zeus,
ante Aquiles el fuerte,
ante el colérico árgivo
dobló la rodilla y lloró,
e implorante,
no más le pidió
el cadáver de Héctor
su hijo querido,
El Hábil lancero
De la hermosa figura,
El Priámida
Esclarecido,
El Audaz Luchador.
Entre Aquiles el fuerte,
rey de los mirmidones
y el viejo rey Príamo
alumno de Zeus,
sabio ilustre,
y en todo
semejante a un dios,
sellaron un pacto,
un compromiso de honor,
Príamo entregó el rescate
acordado
por el cadáver de Héctor
y Aquiles no supo negarse
a un padre abatido,
ante un viejo apenado,
se le dobló un poco el alma
al noble guerrero,
y así, como después
de una recia tormenta
se alejan las nubes,
el viento ya es brisa
y vuelven las reses al pasto,
y las lavanderas se afanan
tendiendo las ropas al sol,
del mismo modo
su corazón se ablandó
ante el ínclito Príamo,
y ya, sin dudarlo,
dijo, sea,
y se la aceptó.
Por unos momentos
los dos olvidaron
los miles de agravios,
el odio fiero
y el agudo rencor,
y ambos bebieron reunidos
en sendas copas de dioses
un envolvente y suave licor,
y a sus corazones cansados,
trenzados de espanto
y rotos de agudo dolor,
les envolvió la nostalgia,
y ambos lloraron unidos:
por los hijos, por los amigos,
por el padre ya viejo
que allá, en la patria lejana,
desolado y anciano quedó,
por todos los muertos
caídos, abatidos
por el furibundo Ares
dios de la guerra,
demoledor de murallas,
y por toda la sangre
de los héroes, derramada
en la terrosa explanada,
frente a los muros de Ilion.
¡Vete ya, viejo, vete ya!
Le decía el ínclito Aquiles,
cargado de irónica sorna,
no vaya a ser, que de pronto,
del pacto,
vaya y me arrepienta,
y como el lobo
rato después de comido
me huela de nuevo
de lejos la sangre y el instinto
fieramente, sin juicio,
me impulse imperioso,
sin freno de nuevo a cazar,
o se enteren los hermanos,
los bravos y hábiles átridas
Agamenón y Menelao,
e impidan el pacto,
el uno, por que es el pastor,
el rey de las uestes aqueas,
el jefe de miles de hombres,
de guerreros que han muerto
frente a los muros de Troya,
ante las puertas de Ilion,
y al otro le sobran motivos,
¿pues hay algo más grande
que la traición y el agravio
mezquino
a un marido burlado,
por la propia mujer de éste
y el hombre necio e ingrato
de luces escasas,
al que recibes y acoges
como auténtico hermano
y le ofreces cobijo
manta, alojo y comida
en tu propio palacio,
como hizo el átrida,
el magno lancero,
con el bello Paris,
tu ínclito hijo,
el de la hermosa figura,
y éste le vino a pagar,
llevándose a Helena,
la argiva traidora
esposa de Menelao,
el aguerrido y digno
hijo de Atreo.
Así el ingrato y seductor
Paris, la fue a sacar
del mullido, caliente
y sagrado,
tálamo conyugal,
así, es como él le paga,
como serpiente
tullida a la que dieras alojo
en tu seno y una vez recobrada
te produce la herida y la muerte?
¡Vete ya, viejo, vete ya!
No sea que del pacto
sin quererlo me olvide
y se me borren de golpe
las caras promesas
y vuelva la ira hacia mi,
y finalmente me ronden
y me cerquen de nuevo
las sombras funestas
del odio y la muerte.
¡Vete ya, viejo, vete ya!
No tientes al Hado propicio,
atiende mis sanos consejos,
toma el cadáver de Héctor
tu hijo, el hábil lancero
y corre hasta Ilion ,
tienes doce días completos
en los que Ares se detendrá,
en que se parará la guerra,
como pedías, como deseas
para su entierro y exequias,
y ahora que en el Olimpo,
tal vez reine el sosiego,
puede que duerman los dioses,
azuza a tus corceles
con ahínco
para que partan veloces
y haciendo temblar la tierra
de nuevo, en tu carro,
tal como tú deseas,
Príamo, alumno de Zeus,
rey de Troya
semejante a un dios,
colmado de orgullo de padre
y de honra,
cruces las puertas Esceas.
Dijo el arrogante argivo,
y allí junto a las naos,
en la soledad nocturna
rulando la mirada
hacia el hendido cielo
volvieron a resonar
de nuevo en sus oídos
las palabras haladas
del moribundo Héctor.
¡Silencio escuchad!
“Despiadado Aquiles,
valiente y brutal guerrero,
asolador de ciudades,
por fin,
el tronante Crónida
te arrebató la égida,
y te soltó de la mano,
ahora la veo
claramente,
dentro del carcaj,
ya esta elegida
por Febo Apolo,
el del arco de plata,
separada está,
la ínclita flecha
que te hará caer,
que traerá tu muerte
como el lobo fiero,
no te salvará tu gente
e inútiles para la guerra
se desplomarán tus armas,
y cuan poco te valdrá
tu fama de valiente,
pues morderás el polvo,
y prestas llegarán
las hórridas parcas,
soplando la muerte fría,
sobre el cuerpo inerte”.
Digo.
Con este horrendo vaticinio
del héroe que se moría,
el Gran Héctor,
El Hábil Lancero
por todos los siglos,
hacia el que iba a morir,
el deiforme Aquiles,
sin duda, el más valiente,
y el mejor de los aqueos,
el despiadado argivo
de los pies ligeros,
me voy ya despidiendo,
de la térrea llanura
frente a los muros de Ilion
donde suenan las armas
de fulgente
y de metálico bronce,
donde ruedan veloces
a veces los carros,
tirados por colosales
e impetuosos corceles,
guiados por hábiles
y expertos aurigas,
mientras las miles
de saetas voladoras
como mosquitos,
suenan rasgando el aire,
y las relucientes espadas
que violentas se entrechocan,
y se hunden en la carne,
y relucen las azagayas,
las lanzas de fresno
que en el pecho se te clavan
después de atravesar
el broncíneo escudo
forrado con siete pieles de cabra.
Ahora he retornado desnudo
y he dejado allí mi negra nao
para que en ella,
eternamente,
sigan rompiendo las olas
del viejo mar
azul celeste y cárdeno.
Jamás podré ya olvidar
todo lo que allí quedó:
a los héroes dardánidas,
que surgían como hormigas
derramadas
saliendo de las murallas,
ni a todos los que llegaron
en negras naves curvadas,
armados de fúlgido bronce
de los confines de acaya,
ni las hogueras prendidas
bajo la noche
en la terrosa explanada,
ni el boreas perfumado,
ni las ofrendas:
las libaciones
y los sebos derretidos
cerca de las murallas
para agradar
a los belicosos dioses
que allá sobre el Olimpo
libraban sus personales batallas.
Para digerir el presente
eché a caminar mis ojos
y me puse a andar de lado,
y paseando de repente
por los versos de La Iliada,
me vi de pronto en la fuente
del anchuroso pasado.
Luego quise ponerme recto
y dejé de andar de lado,
bajo los caminos nuevos,
vi los viejos senderos
completamente borrados,
y al momento, fui consciente
una vez más,
de que manera el presente
se asienta como una loza
sobre las cosas,
sobre los hombres,
y los hechos del pasado.
Doy gracias a los dioses
y a los aedos que cantaron
y guardaron la palabra,
a Homero que la escribió
y consiguió eternizarla,
por eso cuando leemos
cada una de sus hazañas,
vemos que aquellos héroes,
cada día están más vivos
en los cantos de La Iliada.