Las Majadas es un territorio situado en la zona alta del Río de Arico, una lengua de tierra, que se halla, entre la profunda herida que forma el barranco del Río, y el barranco de La Magdalena. Tendidas bajo Las Tierras del Rey, y dormidas bajo el blando soplo de la retama que baja desde la cumbre, se encuentran Las Majadas. Allí retorno a veces, con el recuerdo, buscando entre la lechosa y fresca bruma cargada de soledades y de misterios, pedacitos de mi infancia, y me llega el olor a la pinocha, al humo, a los quesos madurando en el enorme cañizo de la casa de Las Arvejas, y a el cálido aliento de las cabras con fuerte olor a yerba fresca. Mi padre, que era cabrero, casi todos los años subía con su ganado a comer aquellos pastos de altura, de donde salían los mejores quesos. Tengo bien presente, aún, en la memoria, nuestras mudanzas a las Majadas. Mudanzas que realizábamos a lomos de camello, en los que cargábamos todos "los atarecos" – los utensilios – , llevábamos solo lo imprescindible, pero lo que nunca podía faltar, era la caja con la docena de gallinas ponedoras y el cochino ya entalladito, que se criaba con el suero de la leche. Arriba permanecíamos dos o tres meses, mientras duraban los pastos. Solamente bajábamos ocasionalmente para bajar el queso y para subir provisiones. Subí por primera vez con cuatro o cinco añitos y a pesar de lo inhóspitos que son los inviernos allá arriba, siempre guardo un gran cariño hacia aquellos lugares, lugares en los que retumbaba el sonido de los cencerros de las cabras y se escuchaba el graznido imponente de algún cuervo en la tarde placidamente silenciosa y por los que bajaba, serpenteando las espaldas de las lomas, el agua que venía del Riachuelo, por una inclinada y vieja targea, hecha con caños de tosca blanca, que un día subieron, penosamente, a lomos de camello. Nosotros nos alojábamos en La Casa de Las Arvejas, situada en una cota más alta que todas las demás casas de la zona y ya muy cerca de Las Tierras del Rey. Eran los años sesenta. Después de cumplir los diez años, era yo el que perdía el colegio, y acompañaba siempre a mi padre, allá arriba, en Las Majadas. Mis juguetes eran: coches, fabricados a partir de latas de sardinas, y rebaños de cabras hechos de gamona o de piñas verdes de pino. La naturaleza era tan potente y tan avasalladora, que desde ese momento aprendí a amarla en todas sus facetas. Por ese motivo, tal vez no temo a la bruma rastrera, esa bruma algodonosa, que camina a ras del suelo, y que en un momento lo cubre todo y lo llena todo de soledad y de misterio, muchos la odian, pero a mí me refresca el alma.
¡¡¡A esos recuerdos, tan queridos y tan entrañables para mí, y a los viejos cabreros que habitaron aquellos lugares, les he dedicado una serie de poemas que tengo el gusto de ofrecerles y de compartir con ustedes a continuación… Gracias!!!.
El rigor del frío Invierno angustia
y quema, ¡Allá arriba, en Las Majadas!
La tierra se mantiene dolorosamente mustia,
ocultando el verde en medio de manchas pardas.
En Enero y en Febrero, en esos meses,
dificultosamente, por entre las piedras,
se abren paso las hierbas, llevando plomo en las raíces,
y soltando con timidez al viento sus tristes hojas amarillas.
Las cabras, enfiladas, siguiendo a su líder surcan las veredas,
como veleros que avanzaran por las marrones gredas,
y como mástiles el brillo, de sus húmedas y retorcidas cuernas.
Eso que tan pomposamente a veces, llamamos niebla,
esa nube misteriosa que ciega y va lamiendo la tierra...
¡Allá arriba, en Las Majadas, siempre fue bruma rastrera!
Casa de Las Arvejas
Antigua casa de piedra
que preside las alturas.
Sobre los pies levantada,
de una morra orgullosa
en los mapas reflejada,
y es su nombre...
¡Las Arvejas!
su techumbre no es de tejas,
y es extraña en la comarca
por ser casa de azotea.
que preside las alturas.
Sobre los pies levantada,
de una morra orgullosa
en los mapas reflejada,
y es su nombre...
¡Las Arvejas!
su techumbre no es de tejas,
y es extraña en la comarca
por ser casa de azotea.
Todas sus vigas combadas
hacen del techo una panza,
ennegrecidas, ahumadas,
como arenques de Noruega.
Alguien, se preguntaba:
¿Pero resisten?
Y de seguro ignoraba,
que la incomparable dureza,
del corazón del pino,... ¡es, la tea!
hacen del techo una panza,
ennegrecidas, ahumadas,
como arenques de Noruega.
Alguien, se preguntaba:
¿Pero resisten?
Y de seguro ignoraba,
que la incomparable dureza,
del corazón del pino,... ¡es, la tea!
Y dentro de aquella casa
¿Quién presidía la estancia?
tratábase, de un gran cañizo
que de sus vigas colgaba.
Repleto estaba el cañizo
de buenos quesos de cabra,
los daban los ricos pastos
de aquellas tierras tan altas.
Al humo que la lumbre daba
quedaban muy bien curados,
sabiendo a humo y a leña
y a los pastos de los campos,
a trabajo y a cabrero
a rebaño y a montaña
al aire de las alturas
y a paraje solitario.
Tu espalda daba a la cumbre,
al Sur tu puerta miraba,
y desde ella, yo contemplaba
con tristeza y pesadumbre,...
como entre los dispersos pinos,
uno se destacaba...
La silueta deforme, asimétrica,...
es la ausencia, de unas ramas amputadas,
que aún así, eternamente acusaban...
La inconsciente e ignorante crueldad
de unas anónimas manos...
Que por siempre le condenaran
a cargar con esa figura triste, jorobada,
penosa,... ¡y tan dolorosamente humana!
Casa, ¡vieja Casa de las Arvejas!
el camino tiene curvas, tantas,...
como tus negras vigas de tea.
Cuarenta pasos de un asno
nos separan, por una recta vereda,
del agüita del Durazno
¡que cantando,... corre, por la tarjea!
A un lado está La Fuente Nueva
cruzando dos barranqueras...
Es esta, una montaña
llena de huertas.
En otros tiempos allí crecieron,
hermosos, los verdes
campos de papas
y hasta dorarse espigaron
generosas sementeras,
pero el pasar de los tiempos,
a éstas las transformó,
en humildes pastizales
donde abundan esguagarzos
jaras e infinidad malezas.
Más abajo, está la Casa Torta,
la adivino, pues no la veo desde tu puerta,
a lo lejos, si que diviso algunas casas...
podrían ser La Cisnera,
y en el Pinalete, hay una casa vieja,
sin techo, dos solitarios muros de piedra
y entre muro y muro,
¡aún les une una cumbrera!
Hacia el naciente, el corazón me lleva,
y partiendo de Las Arvejas...
Cruzo el barranco, veréis que vale la pena
ascender por esa empinada ladera
solo por contemplar lo que la vista nos deja,
es un valle muy hermoso, todito lleno de huertas...
¿No sé, por qué? Le llaman: ¡La Magdalena!
pues allí reinan frutales, las viñas y las higueras.
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Cuando son las autoridades las que, “a conciencia”,
destrozan la naturaleza, aún duele más.
Temibles e infernales máquinas de acero.
Máquinas terribles de corazones oxidados,
y apáticos hombres con sentimientos de cuero,
mutilaron, torpemente, la naturaleza de tus laderas.
¡Pasajirón! ¡Hermosos recuerdos de mi infancia!
Un escueto camino, se enrollaba serpeando ambas laderas,
dando vueltas y más vueltas para llegar hasta abajo,
al barranco, al espíritu del agua, al eco y la resonancia.
La naturaleza ha sido herida y rasgada
y rotos mis recuerdos más amados.
Algunos hombres apuntan y suman cifras
y estudian y sonríen y se muestran petulantes
y prosiguen marcando líneas y obras encima de los mapas;
no les detiene nada. Justifican los fines, obras aberrantes
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recuerdos de Las Arvejas.
El recuerdo de la vieja casa de Las Arvejas,
raudo me transporta a los días de mi infancia,
y al hacerlo, observo entre brumas y candilejas
a dos camellos subir cargados con la mudanza.
Para un chico, era, la aventura de abandonar,
por un tiempo, el pequeño y tranquilo pueblo
y allí en las alturas descubrir lo nuevo y amar
la naturaleza salvaje y libre y de lejos, añorarlo.
Recuerdo a mi padre en cuclillas, alegremente, ordeñando
sus cabras y aquellas, con su cálido aliento de yerbas
llenando el corral. En el cubo la leche seguía cantando.
Por las tardes,... a menudo, me afanaba en recoger leña de jara
o en llenar un saco de piñas secas para poder cocinar, mientras,...
oía voces lejanas y en un prodigio la bruma rastrera las acercaba.
(Este de la foto soy yo y, como podéis ver, no he salido nada favorecido, pero mi intención no era esa, si no que pudieran ustedes contemplar como estoy situado dentro del gran agujero, quemado y horadado por los resineros en el tronco del Pino de Cogote. A mis espaldas se ve una ventana abierta hacia el naciente y las cascadas de resina que brotan de las entrañas del árbol.
No obstante, como podéis ver, asombrosamente, sus ramas aún se yerguen sanas, verdes, y poderosas.Yo he visto así al pino desde mi infancia. Es como un mutilado de guerra en su vejez, con el cuerpo atravesado por una gran herida).
Al Pino de Cogote
Brotó en la ladera un pino, hoy magno y leñoso,
y se desarrolló lenta y parsimoniosamente
acurrucado, en la insondable lejanía del tiempo…,
entre las torvas canículas y el invierno riguroso.
Ahora vemos la corteza de su añejado tronco
agrietada, rota como la oscura greda...,
da lástima mirar su tronco, de un lado al otro
trepanado, por una lóbrega y negra cueva.
El viejo Pino de Cogote, antaño, atisbó la inquina,
la rabia insolidaria y sorda, la indiferencia
y el desprecio de los recolectores de resina.
Pero, aún, no haría falta ser un genio, ni tampoco un visionario,
para atisbar al dorso de sus vetustas ramas, entre la bruma,
algo que recuerda a la forma impar y ruda de un viejo dinosaurio.
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En el sitio más recóndito de nuestra alma…, permanecen los recuerdos.
¿A quién le importa ahora, uno solo... de mis recuerdos?
Daría risa explicar,... la sublime poesía del agua, la del fuego,
y esa contenida en el silencio roto por el graznido de un cuervo,
o la de esos pastos escarchados que crujen y brillan como luceros.
¿Acaso, os importaría ahora, alguno de mis queridos recuerdos?
Es, que os podría sobrecoger, un balar triste y lastimero o, acaso
os arrodillaríais frente a un turbión o ante el lamento de un perro.
Cuando el alma se desnuda cubre todo habitando los silencios.
Amanece, se cuelan los rayos del sol por debajo de la puerta,
con timidez primero y luego, llenan toda la casa, alegremente.
Tres piñas y unas pinochas bastan para encender la candela.
Un modestísimo caldero, lleno de leche pura de cabra, sobre
Tres teniques de piedra y soplado por roja llama, como un velero
navega. Huele a gofio, a resina a pinocha y a la leche del caldero.
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Las Majadas cubiertas de bruma…, eran mágicas.
Las Majadas del Río, viven perennes siempre
en los confines del recuerdo. Era un territorio
adusto y legendario; una lengua de tierra que avanza
sigilosamente hasta lamer las gargantas de la cumbre.
Engullendo al monte, sin piedad ni sombra de desconsuelo,
a veces, asomaba, allá por El Contador, la bruma rastrera,
venía avanzando rauda, como un tren gris, de puro acero…,
los balangos se atragantaban y los pinos iniciaban la lloradera.
La bruma rastrera envolvía totalmente a Las Majadas.
Un toro lanzaba un mugido desconsolado y ronco…,
y por lo alto de las lomas van ascendiendo las cabras
con un cencerraje atronador de cascajos destemplados…,
a prender el fuego, sentarse y tomar café, invitaban
los rigores de aquellas tardes, brumosas y altamente desoladas.
22
Al agua (líquido escaso y maravilloso)
El agua…, ¡como recuerdo el sonido único del agua!
Aquella que huyó corriendo por targeas inclinadas,
la que cayó en lavaderos venida de las montañas,
o, la de aquel aljibe generoso por el cubo penetrada.
Todas ellas ocupan mi corazón y reblandecen mi alma,
las turbias, achocolatadas, que colmaron los torrentes,
y aún sin aquietarse limaron los ojos de los puentes
hasta llegar a la mar, rotas, después de besar la playa.
Las aguas verdes, que dormitan en los charcos,
llenas de musgo y de ranas y que alegran
por las noches los fondos de los barrancos.
Y aquella agua misteriosa, llena de magua y nostalgia…
Era el agüita del Durazno, que cantando, corría por tubería,
en mi infancia, el deje de su sonar fue mi principal melodía.
23
A la casa de Los Hornitos
Pasando la Morra de las Arvejas
en un remanso, en un suave declive,
derruida, se encontraba La Casa Vieja,
en el llamado cercado de los Hornitos.
¿Que misterios se ocultaban dentro
de aquellos gruesos muros, caídos,
derrumbados por el peso de los años
y olvidados como la cara de un muerto?
¿Que riquezas guardaban los dobles muros?
¿Cual sería el que de su cuenta y de su mano
encerró en el muro la olla repleta de dineros,
sortijas , monedas y un sin fin de abalorios raros…?
Allí pensé, con mi corazón de niño: “seguro que fue un indiano,
que, entre las mudas piedras, sembró el peso de sus pecados”.