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22/8/15

SEÑOR DOMINGOS (EL HERRERO) (Relato)




SEÑOR DOMINGOS (EL HERRERO)

(Relato)
       

      Recuerdo perfectamente bien a Señor Domingos, (El Herrero). Era el herrero del pueblo, el fontanero y, el juez de paz, cuando era preciso; una bella persona, como se suele decir. Pero en este mundo nadie es perfecto. 
   El ínclito Domingos siempre fue muy aficionado a la pesca, y su orgullo más grande, consistía, en una gran caña para  pescar, de más de seis metros de larga. Era una de esas cañas que siempre se empleaban en la agricultura, para hacer los burros donde se ataban las tomateras, y que él había preparado bien, a su estilo, con una punta fina de cuerno de cabra. 
     Sin embargo, nunca sabremos el por qué, ni a asunto de qué, el mar le cobró tanta  tirria, ni a que venía tanto odio hacia él, pues se podría afirmar sin miedo a equivocarse, que no llegarían ni a media docena de peces, los peces que él le había arrancado al mar. Por este motivo, jamás se podría decir que el Herrero, lo hubiera esquilmado con su caña. Pero, lo cierto, es que ya, cuando los vecinos lo veían bajar andando hacia la playa calzando sus alpargatas nuevas con orgullo, una mañana cualquiera de tiempo bonancible, con el morral a la espalda y la caña sombre el hombro, enseguida se subían a calzar las tejas sueltas, poniendo piedras vivas sobre los tejados.
    Estos vecinos conocían perfectamente, la guerra existente entre Señor Domingos y el mar y, sabían, que antes de que el hombre llegara a mitad de camino, el mar subiría a su encuentro. Y, con toda seguridad, sabían también, que a cuatro o cinco kilómetros de la orilla, el viento huracanado lo zarandearía de lo lindo,  le arrancaría sin piedad el sombrero de la cabeza, y las terribles vibraciones de la ventolera harían silbar su caña y  el aire húmedo, como un escoplo, le ungiría la frente de frío salitre una vez más. Pero, señor Domingos, tercamente, no daría su brazo a torcer y, paso a paso, con el sombrero entre los dientes, la cabeza gacha y la camisa y los pantalones inflados como una vela por el viento, arrastrándose y cogiéndose a duras penas de los matojos de las orillas del camino: de los cerrillos, de los balos o de las carnosas tabaibas, seguiría. Le sangrarían los dedos de tanto agarrarse, lanzaría más maldiciones que un camellero, y con las cejas y con el bigote completamente blancos, encanecidos por el polvo de la pista y, aún así y pese a todo, él continuaría…, seguiría, pasito a pasito, como un soldado, en su obcecación, avanzando con lentitud hacia la orilla. Y, una vez allí, se metería en el fondo de un veril y, allí aguardaría, pacientemente, echado en una cama de barrilla, un par de días, hasta que el mar agotado de cansancio le permitiera echar un par de lances con su tremenda caña y, con algo de suerte, podría sacar para tierra un par de tamboriles, o alguna vieja despistada, para no marcharse con el sabor amargo de que los peces habían despreciado su carnada. Justo, se le terminaba la carnada para pescar, cuando ya tampoco le quedaba tabaco de picadura para meter en la cachimba y, ya había hecho café un par de veces, con las borras del día anterior, para matar el vicio. Entonces, el hombre, acorralado por la escasez, se echaba el morral a la espalda y la gran caña sobre el hombro, se calaba bien el sombrero y, con la cabeza bien alta, se batía en retirada hacia el pueblo. 
   La mar, se retiraba, también, pacífica, y la orgullosa espuma descendía un par metros bajo las rocas, y en ese instante se callaban todos los bufaderos de la orilla, y la mar se quedaba tranquila, como una charca, ya, sin recelos, viéndolo de espaldas alejándose de allí. 
    En ese mismo momento, entre el Herrero y el mar se firmaba un pacto, uno más, pues aquello era solo una tregua escrita en el viento hasta la próxima batalla. 

      Por aquel tiempo, así eran las cosas, ésta era la puñetera relación que había entre Domingos el Herrero y el mar…

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