LA ISLA DE SAN BORONDÓN
A través del largo catalejo
se percibe en la distancia
la forma oblonga de una isla,
San Borondón,
su ignota presencia,
se alza del piélago marino
como un espejismo,
entre la densa bruma
y los vapores oceánicos,
y se remonta
mucho más allá
del límite del tiempo,
mientras sobre la tarde azul
se dibujan las alas de los pajaros,
aparece tenue ante nosotros
a lo lejos
la figura de la isla,
y se oye
un trapear de velas,
que se agarran como manos
invisibles
a las vergas de los mástiles.
Mientras
los moradores de la isla,
los atlantes,
viven su cotidianidad isleña,
felices, en su sencillez
ausente de arpegios,
dignos entre harapos,
absolutamente ajenos
al ruido de monedas.
Nosotros, mientras,
nada les llevamos,
enfilamos la proa del barco
hacia ese ansiado promontorio,
llenos de vanidad,
cargados de estúpida cordura,
anhelantes de riquezas,
aprendimos a medir las distancias
con tarjetas de crédito,
a poner precio a todo
con nuestro sucio dinero,
arrogantes fuimos,
extendiendo la codicia
como una cinta métrica
interminable...
por eso el espejismo
de nuevo se esfuma,
San Borondón, una vez más
se diluye entre la espuma
de las olas,
la isla se deslíe en el fino horizonte
como la nieve de septiembre,
y los ojos se nos quedan
otra vez impávidos,
repletos de tanta nada
como hicimos cada día,
de tanta hiel que fabricamos
para endulzar nuestra codicia.
Tendríamos que volvernos todos
niños,
y volver a ser capaces
de atrapar el Sol
en el hueco de una pequeña mano,
y entonces quizá,
la isla apátrida
dejaría su errante vagar
por el océano,
echaría de una vez el ancla
en el archipiélago,
para ser San Borondón,
finalmente,
y pese a todo,
una isla más de Las Canarias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario