UNA TARDE
Silbaba suave la brisa
en la tarde amarilla
y somnolienta,
dos chicos sentados
en un choza,
allí
en lo alto del cerro,
sacaron de la mochila,
para comérselo,
el bocadillo de la merienda,
a sus pies cazando moscas
se echaba un perro,
y rebotaba
triste,
el balido de las cabras
en medio de las tabaibas
perdido entre el zumbido
alegre
de los cencerros...
mientras,
llegaba del campo,
el olor dulzón del pasto,
que recordaba a la miel,
a incienso
o, al viejo cajón
de los higos pasados,
apeñuscados
y blancos de azúcar,
recordaba
aromas,
a la meloja de los higos de leche,
a la paja del granero
o, a las propias hojas de la
higuera...
Unos cuantos baifos,
ya con el cuerno fuera,
retozaban arriba y abajo
por la vereda…
El tiempo pasaba
lento,
increíblemente lento,
gota a gota,
como el agua cayendo
una a una,
gota a gota,
saliendo del culantrillo,
resbalando
como lágrimas dulces
por la piedra
de la destiladera.
Ese día.
El parte radiofónico
había hablado
de: aviones
de bombardeos,
habló de americanos,
del horror…
del agente naranja,
de napalm,
de comunistas
y de soldados del Vietcom.
Poco a poco la tarde
se volvió naranja…
Los chicos allí,
jugando al pinto,
sentados
en la choza,
mientras,
la manada de cabras,
pastaba lentamente,
ingrávida,
y
unas cuantas gaviotas
volaron alto
hacia el Este
como cometas
elevadas por el viento,
y un cuervo,
¡Guaah, guaah!
salió volando
hacia el poniente,
en la tarde,
aquella tarde,
la tarde aquella,
lejana,
sobre un sol ya rojo
a punto de extinguirse.
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