La alegría se envolvió
en su ropaje de colores
y vino
rauda a posarse como un pájaro
en la rama más alta, la alta rama
del viejo árbol roído por el tiempo,
sobre ese espacio azul
niquelado de ausencia,
grabado por las sequias,
surcado por las huellas de los pesares,
posada sobre ese pobre gajo
teñido de añoranza,
abatido de solemnidad,
impregnado por el polvo
y por ese sabor amargo
que sazona de continuo
las pulcras alas de la derrota,
el miedo, y la desesperanza…
Vestir la alegría,
vestirla,
pero vestirla bien,
no como a un inválido,
sino como se viste a un pájaro
que trina hacia la multitud,
hacia el eco grande
que reverbera en cada pecho.
No se puede atrapar la alegría
por mucho que lo intentes,
porque se esparce como el humo,
se te escurre como el agua entre los dedos
y, si la aprietas, la destruyes,
la asfixias como a un pequeño pájaro
que agoniza entre las manos…
¡Qué difícil es vestir de colores la alegría!
Qué difícil, cuando la tristeza del mundo
viene sentada a horcajadas, montada,
cabalgando sobre el lomo musculado
vigoroso y reluciente de un caballo blanco.
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