(Relato)
Cierto día, dos amigos se encontraron, por pura casualidad, en una ciudad en la zona norte de la isla de Tenerife. Como ya se aproximaba la hora de la comida entraron juntos en una antigua taberna, un lugar, por lo demás, bastante conocido y transitado por los visitantes que, diariamente, desembarcan en la ciudad y pidieron de comer.
En el transcurso de dicha comida y, algunos tintos de La Victoria, no pararon de hablar, bueno…, hablar… Ambrosio (Ambro, para los amigos) era el único el que lo hacía. Aunque, a decir verdad, más que hablar, lo que hizo, simplemente, fue quejarse por todo y de todos… De su familia, de sus amigos, de sus empleados, de los empresarios de su gremio, cuando más, de sus más directos adversarios, del ayuntamiento de su pueblo, echó también pestes del alcalde, de los políticos, de los médicos, del gobierno del país y hasta de las gasolineras…
Su amigo o, más bien su camarada de la infancia, hacía de mudo interlocutor en una conversación en la que no podía meter ni una sola baza. Por eso, el bendito, se limitaba a levantar los ojos de las papas con costillas que tenía en el plato y a asentir con la cabeza de vez en cuando a la tremenda perorata, que de manera tan persistente y desconsiderada le estaba soltando su amigo, enmaromándole las ideas.
Por fin, a los postres, cuando ya estaba casi finalizada la comida, Aníbal miró distraídamente hacia uno de los rincones del local y, entonces, su cara se iluminó y sonrió maliciosamente.
- Mira –le dijo Aníbal a su amigo – allí está el pintor, dile que te haga un retrato. Lo más que pinta son giris, pero es genial, verdaderamente genial. El otro día me hizo un retrato a mí y quedé maravillado de su trabajo, veinte euros me cobró. Fue una ganga. Considero, por los resultados, que fue una verdadera ganga.
- Ese…, pero,… pero si parece…, un pordiosero – se apresuró a decir Ambro.
- Tu lo has dicho, eso, eso es lo que parece; en cambio, no quiero parecer pedante, pero, la genialidad del tipo, raya lo sobrenatural. No te rías, pero me atrevería a decir, y hasta afirmar que, este hombre, es capaz de captar y reflejar el alma de las cosas.
- Vale, no insistas –dijo Ambro – me has convencido, pero no porque crea en tus exageraciones, que quede claro.
Por fin llamaron al pintor, (un tipo con pinta e indumentaria jipi) y, Ambro, adoptando una postura bastante arrogante, impostada y falsa, supuestamente, para quedar bien en el retrato, se dispuso a dejarse pintar por éste.
Cuando el viejo pintor firmó y le entregó el retrato que le había hecho, Ambro se quedó perplejo y mudo por el asombro. Ambro esperaba, sin duda, que aquel papel le devolvería una imagen suya, pero, una imagen, si cave, aún más elegante y mejorada y, en cambio, aquel tipo estrafalario le entregaba aquello.
- Aníbal, creo que esto no ha sido una buena idea – dijo Ambrosio a su amigo con el rostro contraído y demacrado como una vela cera. Luego, mirando al pintor, con incredulidad y con acritud le soltó:
- ¡Quiere usted convencerme, de que este soy yo! A otro perro con ese hueso, amigo, que yo por ahí no entro. Los giris son tipos raros y puede que se lo acepten, pero yo, no. Vamos a ver… ¿Si es dinero lo que quiere, dígamelo? Le pagaré bien…
- Por lo visto usted no entiende nada. – Respondió el pintor – Yo, solamente puedo pintar aquello que veo. Y esa es la imagen que usted proyecta hacia fuera, hacia los demás, y no la que usted observa frente al espejo, ni la que lleva enredada dentro de su cabeza. Además…, está el tiempo.
- El tiempo… – se extrañó Ambro – como…, que el tiempo.
- Si, el tiempo. El tiempo es el único que hace algo de justicia. Cuando se le termine, también tirará de cartera, para comprar el tiempo. Hágame caso, porque vale mucho, porque, al fin y al cabo es lo único que cuenta, no desperdicie el tiempo.
– Terminó por decir el viejo harapiento que hacía retratos y, luego, con un calma infinita, volvió a sentarse de nuevo en su rincón.
Verdaderamente, el dibujo era desconcertante. El retrato recogía una imagen suya de medio cuerpo, cintura para arriba. Pero, extrañamente, las bocamangas de su americana aparecían vacías, sin manos. Esto, aún, a pesar de todo, no era lo peor.
Ambro, aterrado, lo miró. Con los ojos como platos observó de nuevo lo que parecía ser su imagen. Su rostro, sin llegar a ser una caricatura, muy bien podría parecerlo, porque… Porque aquellos ojos, casi desorbitados, y mirando hacia todas partes, si que eran los suyos. La cara era un bulbo, con nariz, pero carente de orejas. Y, la boca, incapaz de contenerla, amoratada y sanguinolenta dejaba escapar su lengua.
- ¡No lo quiero! – dijo Ambrosio lacónico y casi con ira.
Pagó la cuenta de la comida y los dos amigos tomaron sus pertenencias y resueltamente se encaminaron a la salida. Sin embargo, antes de pisar la acera, Ambro, como tocado por el rayo o, impulsado por un resorte invisible, desanduvo los pasos, le puso un billete de veinte euros en la mano al pintor y cogió el retrato.
Ya en la calle, antes de despedirse, Ambrosio le preguntó a su amigo:
- ¿Qué piensas de todo esto, Aníbal?
- ¿Te refieres al retrato? Me parece magnífico… Realmente bueno. Ya te lo decía yo, el viejo Andrés es capaz de pintar hasta los secretos que se guardan en lo más hondo del alma.
- ¿El… alma? – se preguntó Ambro así mismo, mirando hacia los grandes ventanales de un edificio al fondo de la calle – ¿No sé por qué, pero creo que te estás burlando de mí?
- Nada escapa a la profundidad de su mirada. – continuó Aníbal, ignorando su última pregunta – Detalles que a nosotros mismos se nos ocultan, él, los ve. Algo así, como si la frondosidad de los árboles nos impidiera ver nuestro propio bosque.
Ambro le habló ahora, casi con humildad:
- No sé, Aníbal, pero…, me siento realmente confundido. Es como si algo se revolviera dentro de mí. Adiós Aníbal. – se despidió del amigo – Espero verte pronto.
- ¡Adiós, Ambro! Dale saludos a tu mujer.
Aníbal sonreía mientras le veía alejarse. Si, ahora se le habían bajado los humos. Realmente no parecía el mismo.
Pasaron los días y los meses y Ambrosio poco a poco comenzó a escuchar a los demás. Se bajó del falso pedestal en el que se había subido hacía tiempo y empezó a tratar a la gente de igual a igual, sin cargar las tintas en los defectos de los demás y reconociendo los suyos propios. Abandonó la crítica ácida y constante y, llegó a ser hasta generoso. Su mujer volvió a reconocer en él, al hombre lleno de proyectos e ilusiones de tantos años atrás, cuando aún eran muy jóvenes. Por esta conducta suya, tan inusual, algunos llegaron a pensar que, seguramente, estaría enfermo. Más no era así. Y, para asegurarse, volvió al norte, en busca de aquel viejo y desarrapado pintor de cabello largo y canoso y, allí le encontró.
- ¿Me recuerda, hace menos de un año, me hizo un retrato?
- No, no le recuerdo, – contestó el viejo Andrés, extrañado – son tantas las caras que pinto a diario que la mayoría se me olvidan…además mi memoria cada día está, peor. – Resaltó a propósito esta última palabra.
- Le comprendo, solamente pretendo que me retrate de nuevo.
- Siéntese por ahí, amigo, que ahora mismito le pinto.
Cuando el viejo Andrés hubo terminado el retrato, lo firmó y se lo volteó hacia él para que la viera. Ambrosio lo miró y, sin pretenderlo, se le cayeron un par de lágrimas. Porque, ahora…, sus ojos, su boca, sus orejas, su rostro era normal… y de las bocamangas de su chaqueta, tímidamente, comenzaban a salir unas pequeñas manos.
Fin
*Terminado de escribir 3 de mayo de 2009.
4 comentarios:
¡Hermoso, muy hermoso! Mágico y al mismo tiempo muy real. ¡Muchos saludos!
¡Hermoso, muy hermoso! Mágico y al mismo tiempo muy real. ¡Muchos saludos!
Sabio relato que nos debe poner a reflexionar sobre nuestra conducta para ser mejores cada dia.
sabio relato que nos hace reflexionar para ser mejores cada dia.
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