(LA LEYENDA DEL GUANCHE)
...Cuando escuché esta leyenda, había transcurrido ya muchísimo tiempo, entre lo acaecido en dicha leyenda, y el momento en que me fue contada y, confieso, que me admiró la manera tan sutil que tiene, el vulgarmente llamado, pueblo llano, para guardar y mantener presente en su recuerdo las historias y las tradiciones de sus ancestros.
Mientras me dirijo al lugar donde ocurrieron los hechos, según me aseguraron, os iré contando fielmente la historia tal y como a mí me fue relatada. Pero antes de comenzar, os diré, que esta vieja leyenda, caló tan profundo en mis sentimientos; que si bien no puedo pedirles a ustedes que la crean... sí, me ilusiona y me seduce, la idea, de que quizá la sientan como la he sentido yo.
Para un hombre de la ciudad como yo, sin la práctica diaria de la sana costumbre de caminar, resulta arriesgado y hasta penoso a mis años, aventurarme al ascenso, por descuidados caminos, donde se acumulan las piedras aluvión tras aluvión y derrumbe tras derrumbe. Pero más me puede la curiosidad que la extenuante lucha por subir, subir cruzando charaviscales, atravesando barrancos, sorteando precipicios por angostas y estrechas veredas de cabras. Arriba, arriba, casi en lo más alto, cerca de la cumbre, me han dicho que se encuentra el profundo saltadero y en él, un año sí y otro también, desde tiempos lejanos, llega la fecha señalada y cuando comienza a romper el día, al mismo borde del precipicio puntualmente se produce un extraño prodigio...
La tarde va cayendo poco a poco, y mientras..., me precede en la subida, un muchacho de unos catorce años, haciéndome de guía; él me llevará hasta arriba, donde están los cabreros con sus rebaños y allí pernoctaré.
Primera parte
I
El joven Chirche, caminaba con enorme dificultad debido a sus múltiples heridas. Sus muñecas chorreaban sangre, una sangre negruzca y espesa. En su espalda y en sus costados, el látigo había dejado su firma con grandes surcos. Como si fueran estos surcos, la única prueba para dejar constancia de una gran crueldad humana.
Aún vivía su anciano abuelo, cuando les vieron llegar. Unos velachos blancos con enormes cruces rojas en su centro se aproximaron a la costa una tarde poco antes de la puesta del Sol. Por el pestilente olor que salía del interior de aquellos inquietantes e imprevisibles barcos, (nada bueno nos podrán traer). –Se apresuró a decir su abuelo.
Claro que el abuelo poca, por no decir ninguna influencia tenía en las decisiones que se tomaban en aquel reino. Un reino, donde una numerosa pandilla de zorros y de aduladores manejaba la débil personalidad de un mencey, que lo era, por la gran e inigualable hazaña de haber heredado una corona. Desde un primer momento, aquel mencey se quedó deslumbrado ante todo cuanto traían aquellos amarillentos extranjeros astutos y llenos de codicia. Por eso, justamente, estos hombres venidos del otro lado del mar, no tuvieron que hacer demasiados esfuerzos, para convencer a un monarca ya de antemano convencido. Aquellos mismos hombres, eran los que durante años habían azolado las costas de la isla. Y utilizando el puro pillaje, consistente, en la más sangrienta de las rapiñas, se habían llevado cargados de cadenas a sus vasallos para venderlos en la Santa y Cristiana Europa. Pero ahora, era totalmente distinto, pues tenían el beneplácito del mencey para adueñarse de la tierra en el nombre de los reyes de Castilla.
Los hombres de las barbas negras y de la piel amarillenta, quizá fueron ellos mismos quienes dejaron sobre la oscura arena de la playa aquella imagen de mujer, esculpida en una madera negra y brillante. Ahora los castellanos desembarcaban y tomaban posesión de la tierra, haciéndolo en nombre de Acorán; que, según ellos, resultó ser el hijo de aquella señora de piel morena que fue encontrada sobre la arena batida por el viento. Los guanches no comprendían, les resultaba difícil de entender a los recién llegados, pues, éstos traían la imagen de un hombre flaco sujeto por brazos y piernas a dos palos cruzados y afirmaban aquellos, que aquel hombre de esta cruel manera torturado, era el propio Acorán. Si, decían que era Acorán, pero ellos no le llamaban con este nombre, pues según ellos debíase de llamar Jesús.
- ¡En nombre de Achamán!, ¡En nombre de Achamán! Toda la gente está loca. –Repetía una y otra vez el abuelo de Chirche, al ver como la gran mayoría de la gente acogía fácilmente aquel nuevo dios como al único y verdadero. Olvidávance pronto del dios de sus antepasados, aquel que sus mayores les habían enseñado, transmitiéndoselo de generación en generación. Un dios al que los guanches siempre amaron y al que adoraban de igual manera en todos los reinos de la isla.
Anudándose los blancos y largos cabellos detrás de la nuca, con una tira de piel de cabra, untándose el torso y los brazos con manteca –de aquella que se extraía de la leche de las cabras, después de ser balanceada durante horas dentro de en un zurrón – él anciano se puso su mejor tamarco y con su banot en la mano se alejó en la oscura y silenciosa noche. Chirche le vio partir hacia la montaña y sin saber porqué, tuvo el presentimiento de que su abuelo jamás volvería.
Al abuelo le resultaba difícil descargarse de su larguísimo pasado y, como tantos otros, también él, buscó un chaboco, una gruta escondida en la que jamás le encontrarían, y tapando la entrada desde el interior, allí, tristemente y en el nombre de Acorán, se dejaría morir de hambre y de sed.
II
Los castellanos cada vez ascendían a zonas más altas y los guanches a su vez eran desplazados también hacia lugares más escarpados e inaccesibles, donde solamente la cabra podía plantar su pezuña. Allí en las alturas se les oía cantar tristes canciones, canciones llenas de una viva nostalgia; que les recordaban otros tiempos. Tiempos felices, tiempos en los que fueron libres, días en los que se sintieron orgullosos de caminar la tierra que pisaban sus rebaños de cabras, sus perros y sus hijos.
Chirche tampoco pensaba en someterse y ser esclavo de los castellanos. Su orgullo era duro e inalterable como una roca de basalto. Su espíritu era rebelde y guerrero, como el de su abuelo y, como el de su padre, que murió peleándose con tres hombres que le habían sustraído una de sus cabras, y fue, una piedra cobarde, la que partió su frente y le arrojó al vacío. No, Chirche no pensaba quedarse con aquella gente que derribaba los pinos centenarios sin el menor dolor, como si fueran algo sin vida y sin valor. Aquella mala gente destruía a quienes fueron su refugio en los días calurosos del largo verano y mudos testigos de sus tragedias, de sus amores y de una parte importante de su Historia.
Para Chirche fue bastante duro alejarse del lugar donde había vivido casi todos los años de su corta vida. Allí quedaba, aquella joven de piel morena insuperablemente bella, llamada Araya; a la que amó desde niño y con la que compartió intensos momentos de felicidad en la intimidad de su cueva; donde unían sus jóvenes cuerpos y se amaban hasta la saciedad y sentían sobre sí mismos la cómplice mirada y el amor de su dios “Acorán”.
El joven tomó sus pocas pertenencias y las metió en un saco de piel de cabra. Se colocó sobre su pecho desnudo, el collar de conchas marinas, que su amada había hecho para él, reuniéndolas por la playa, una a una, para luego juntarlas y, colocando entre concha y concha dos o tres cuentas de barro, hasta formar aquel circulo brillante, cuyos destellos se apreciaban a lo lejos, al rebotar sobre las conchas los rayos del sol. Aquel collar significaba mucho para él, pues aquel era el símbolo, de ese gran amor; un apasionado amor que oprimía sus corazones y que debía unirles para siempre.
Echó delante de sí a su ganado y a sus perros y evitando la dura despedida, comenzó a subir por la vera del barranco, a la escasa luz, de una Luna mordida, en fase de cuarto menguante.
No fue el único que se declaró en rebeldía, pues también había muchos otros, que como él, vivían cuales fieras montaraces, caminando por lugares donde solamente las cabras más audaces podían hacerlo y arriesgando la vida en cada paso.
A esta gente huida, los castellanos dieron en llamarla “Los alzados” porque estos guanches preferían andar huyendo sin descanso, antes que doblegarse al yugo extranjero. La mayoría de los Alzados contaba con la ayuda de algún familiar, que le dejaba un poco de comida en el monte, en algún lugar convenido de antemano, pero no siempre era posible, pues los castellanos, sometían a éstos a una estrecha vigilancia ante la menor sospecha. Por las noches se escuchaba el ronco sonar de los bucios, (Llámase bucio a la caracola marina) y, era soplando una de estas caracolas, la manera más rápida y eficaz que tenían, aquel puñado de guanches rebeldes, para comunicarse entre sí al amparo de la oscuridad.
Por aquella zona del menceyato, Chinche, había sido elegido jefe por parte de los demás Alzados... Por su valor, por su coraje, por su fuerza extraordinaria y por su astucia, pero... sobre todo, por aquel temperamento rebelde que tenía, el cual, era imposible de doblegar a la fuerza, cuando sus convicciones y el orgullo de su raza estaban en juego.
Chirche, en ese momento, era el campeón de lucha guanche de su menceyato, además, también lo era de levantamiento de piedras; pues fue capaz de levantar y colocar sobre sus hombros “La Piedra Negra” una piedra redonda y muy oscura como su nombre indica. Fue un verdadero asombro para los hombres jóvenes que le vieron hacerlo y no tanto para los viejos, porque éstos, hacía ya muchos años, habían visto a su abuelo levantar con la misma facilidad, la mítica piedra, un belillo redondo, de más de cien kilos de peso. Esta hazaña aún se recordaba y, a los más viejos, al verla realizada de nuevo, les parecía haber vuelto atrás en el tiempo. Para su abuelo era un gran orgullo y se llenaba la boca diciendo: “Ese es mi nieto”; incluso aseguran que llegó a decir: “Ya puedo morir tranquilo, pues anda mi sangre sobre la tierra”.
III
Como el tiempo iba pasando lentamente, pero sin pausa, y aquella vida de ocultación y de huida permanente, se hacía cada vez más dura para Los Alzados, éstos decidieron que el propio Chirche fuese a hablar con los extranjeros. No pedían más que un poco de tierra para pastar sus rebaños y que se les respetasen sus costumbres; no era mucho exigir por parte de quienes, habían sido desposeídos, en un corto espacio de tiempo de la totalidad de su propia tierra.
Cuando Chirche bajó al valle, pudo ver de cerca las viviendas que habían levantado los conquistadores. El joven caminó bajo el sol por el centro del pueblo. Melena al viento, vestido con el tamarco, un fino y reluciente banot en la mano y en su pecho bronceado destacaba, aquel espléndido collar de cuentas de barro y conchas marinas. Unos pasos más atrás le seguía, el amigo fiel, aquel que no le abandonaba nunca. Era éste un hermoso y elegante ejemplar de perro, de color atigrado y de un generoso medio metro de alzada. En el centro del pequeño pueblo, buena parte de la gente trabajaba afanosamente en la construcción de una iglesia. Chirche vio a muchos hombres de su misma raza trabajando en aquel templo; volteando pesadas rocas y amasando el barro y la argamasa que servirían para unir las piedras y formar con ellas los gruesos muros; dentro de los cuales albergaría para siempre el espiritud de Dios. Chirche miró a los de su raza y ellos también le miraron; ninguno vestía ya el tamarco, sino las mismas prendas que usaban los castellanos; estaba prohibido vestir al estilo de los guanches y por eso se apartaban de él temiendo las consecuencias de su descarada osadía. Además, ellos detestaban su antigua propia forma de vestir, les habían convencido de lo arcaico e inadecuado de ésta, que ahora se avergonzarían de llevarla. Y lo mismo sucedía con todas las demás costumbres y con la propia lengua, que iba quedando relegada al uso, casi exclusivo, por los individuos de mayor edad, más reacios a los cambios.
Dentro de unas ropas castellanas, Chirche descubrió a uno de sus mejores amigos; un amigo suyo de la infancia. Estaba allí entre los que trabajaban en la construcción de aquel templo. Era un joven de su misma edad, y uno de los cinco hermanos de Araya. Cuando el muchacho vio que Chirche desde lejos le reconoció, palideció y bajó la vista disimulando, haciendo ver que él no le había reconocido y deseando ser engullido por la tierra. Y como Chirche le hablara y éste se mantuviera en un silencio indignante, impropio de su cultura y de su raza, el joven rebelde se acercó a él y tomándole de ambos brazos, le zarandeó y poseído por la cólera lo elevó del suelo, diciéndole:
- ¿Es que ya, no reconoces, ni a quién fue..., tu mejor amigo? ¿Hasta ese punto llega tú cobardía? Te diré una sola cosa más; que prefiero morir que vivir como tú vives –Y diciendo esto le soltó en el suelo y en ese instante, al mirar a su joven amigo a los ojos, vio como de éstos salían gruesas lágrimas que le mojaban el rostro. Y ya, sin poderse contener, los dos se fundieron en un emotivo abrazo.
- Ven por aquí –Dijo el joven, conduciendo a Chirche al abrigo de otras miradas, tras los muros a medio construir del templo – aquí podremos hablar tranquilamente, sin exponernos a ser azotados, acusados de holgazanería.
- ¡Holgazanería! ¿Qué es, holgazanería? –Preguntó muy extrañado Chirche.
- Cuando los guanches no trabajamos como nos mandan los castellanos, nos llaman holgazanes y nos castigan azotándonos con un látigo –y mientras contestaba a la pregunta, el joven descubrió su torso y Chirche lanzó una maldición al ver las cicatrices dejadas por aquel instrumento de infernal tortura. Un instrumento que los castellanos habían desembarcado, junto a sus imágenes impolutas, prestas para el culto y, al lado también de sus benditas cruces.
- Son..., malvados..., esos..., castellanos. –Recalcó Chirche cada una de sus palabras – Pero dime: ¿Dónde está Araya? ¡Necesito verla, tengo que verla!
- No Chirche, no debes verla. ¡Te lo ruego Chirche! Ni siquiera debes preguntar por ella. –Dijo el amigo poseído por una tremenda congoja y asustado de verdad –
- Por eso no quería hablar contigo. Solo por eso, porque le temía a esa maldita pregunta y sabía que me la ibas a hacer. Amigo, es mejor que te marches sin esperar mi respuesta. Créeme es lo mejor para todos y sobre todo para ti.
- ¡Respóndeme! Nada puede ser peor, nada hay más terrible, que no saber nada de ella.
IV
Y el amigo le contó, como el Señor; aquel Señor marqués de los infiernos; que era un viejo de más de sesenta años, había puesto los ojos en su hermana en cuanto llegó a tomar posesión de sus nuevas propiedades y le echó la vista encima. Marqués de La Peña Fría, era el singular y ampuloso titulo que ostentaba el viejo y malvado Cacique; aunque a sus espaldas, solían denominarle: “El marqués de Alma Retorcida” en un excelente castellano; pero lo más común entre la gente del pueblo, era, que, para nombrarle, dijesen: “Marqués del Ánima Cambada”.
El marqués quedó prendado al instante de la extraordinaria belleza de la joven y, por eso, al siguiente día, vinieron cuatro soldados, que le exigieron a su padre la entrega inmediata de ésta, en nombre del marqués. El padre naturalmente se negó a lo que le pedían y él mismo salió también en su defensa. Pero no tardaron mucho en apresarlos a los dos y en colgarles de los brazos, azotándoles salvajemente hasta que perdieron el sentido. Se habían cebado en el castigo, pues éste significaba un escarmiento ejemplar para todo aquel que se atreviera de nuevo a desobedecer una orden del señor marqués. Y de esta manera fue como Araya pasó a ser, a la fuerza, la querida del Señor. Una más, entre tantas jóvenes que se vieron obligadas a compartir el tálamo, las babas y los caprichos de aquel libidinoso marqués. Araya fue la favorita del Señor hasta que quedó embarazada; porque, en cuanto comenzó a notársele la barriga, éste se apresuró a casarla con su mayoral, un hombre cincuentón y de carácter agrio, pero que valoraba escasamente cosas como: la dignidad, la honra o el prestigio. La joven parió una criatura que fue un varón y el marqués fue el padrino de su propio hijo. Lo había sido de todos los nacidos de su irrefrenable concupiscencia, y lo sería también, de los que aún habrían de nacer, pues en eso cumplía religiosamente lo que consideraba su deber. El mayoral le dio su nombre y sus apellidos al hijo de Araya y del marqués, y lo hizo propio. Y el mayoral se convirtió en un hombre inmensamente feliz al lado de aquella joven y bella mujer con aires de princesa, pero que no le amaba y que jamás llegaría a amarlo; pues el corazón de ésta pertenecía a un joven rebelde que andaba huyendo al amparo y al peligro de los riscos.
- ¿Así... que no puedo verla? ¡Achamán, Achamán! ¡Acorán... me ha abandonado! –Dijo Chirche llorando de impotencia y de rabia.
- Es lo mejor –dijo el obrero guanche – pues de lo contrario lo pagarían con ella y con nosotros su familia. Ese temor me obliga a obedecer y acatar todas sus órdenes. Pero no creas que me he dado por vencido. No soy un Alzado porque no creo en vuestra lucha ni en la victoria, que sería la de todo nuestro pueblo, pero admiro vuestro valor y vuestro orgullo. Yo seguiré aprendiendo las costumbres de los castellanos y, una vez que muchos de nosotros hayamos aprendido su cultura, la lucha con ellos será de igual a igual. Perder nuestras costumbres y nuestra lengua, será el precio que deberemos de pagar por sobrevivir.
- Un alto precio ¿No te parece?
- Muy alto Chirche, muy alto. Pero recuerda que somos un pueblo vencido y, si nos resistimos, entonces, ya no seremos un pueblo vencido, sino un pueblo exterminado. Si conservamos siquiera la vida, nunca podrán quitarnos esa savia, en la que permanecerá siempre, algo, de lo que un día fuimos.
- Yo no tengo la sangre tan fría –dijo Chirche – prefiero morir luchando que vivir así, pero te respeto, quizá, sea la gente como tú el futuro de nuestro pueblo. Y como hablas ya perfectamente el idioma de los opresores, quisiera que fueses tú, mi intérprete, para hablar con la autoridad que manda a los castellanos.
- La autoridad, la autoridad aquí es el Señor marqués; que ahora ocupa el lugar que ocupaban antes el mencey y su familia. Él manda en todo este valle y en buena parte de la isla. Y conociéndolo sé que no irás a sacar gran cosa de él. Pero te acompañaré y le transmitiré palabra a palabra todo cuanto tú me digas.
Chirche contó a su amigo la decisión que habían tomado los alzados, de mandarle a él a parlamentar con la autoridad castellana y a negociar una rendición digna para aquel puñado de patriotas, que vivían en las montañas siempre huyendo, corriendo por las finas aristas de los altos precipicios.
El amigo le acompañó ante la omnipotente presencia del Señor marqués; el cual, en ese momento se encontraba en el ancho patio de su hacienda, vestido con una armadura de hierro de la cabeza a los pies. Luchaba con dos de sus soldados a la vez, adiestrándoles en el manejo de la espada. Los dos jóvenes guanches hubieron de esperar a que terminara aquella feroz clase de instrucción en el manejo de la espada, antes de recibir la audiencia del Señor marqués. Mientras tanto, fueron testigos mudos, de aquella lucha desigual, desde el amplio portalón de la entrada. El marqués había sido en su juventud, un experto soldado y, un osado guerrero, cruel y carente de magnanimidad con el vencido. Ahora a pesar de su madurez y de su gran corpulencia, aún conservaba una agilidad, fuerza y destreza, envidiables. Y lo demostraba haciendo multitud de fintas y de movimientos rápidos que engañaban y desorientaban a sus dos contrincantes. Éstos se limitaban la mayoría de las veces a cortar el aire con la espada y en muy pocas ocasiones llegaban a rozar siquiera la espada o el escudo del marqués y éste, para mayor lucimiento suyo, les daba con la espada de plano un golpe en las posaderas y luego se reía escandalosamente de la torpeza de sus hombres. Pero la carcajada de esa risa, sonaba doblemente malévola al producirse dentro del yelmo de acero que le cubría la cabeza.
La lucha entre adversarios, vestidos con armadura y cota de malla, era una lucha genuinamente caballeresca, y no era lo propio vestir de tal manera cuando el combate se celebraba a pie. Pero al marqués le complacía entrenar a sus soldados y a sí mismo, con el suplementario impedimento de aquellas pesadas e inapropiadas armaduras. Cuando hubo terminado la instrucción, los dos soldados lograron salir del recinto donde se había celebrado, casi a rastras, por el cansancio enorme que tenían y el exagerado peso de sus trajes. El marqués a su vez, entregó el yelmo y la espada a la servidumbre y se aproximó a donde estaban los dos jóvenes guanches.
V
- Así..., es… ¿Qué queréis hablar conmigo? –Preguntó el marqués dirigiéndose a los dos. Chirche le lanzó una mirada cargada de un odio incontenible.
- Este es Chirche –dijo su amigo al marqués – y desea hablar con vos, en su propio nombre y en el de sus compañeros huidos. Yo solamente les sirvo a ustedes de intérprete.
El marqués de La Peña Fría presentaba un aspecto fiero, con la cara cubierta por una tupida barba gris, de la que sobresalía una afilada y generosa nariz y a ambos lados de ésta, casi por obligación, residían, un par de ojos sanguinolentos. Su mirada era astuta y penetrante, más, se desconocía el lugar donde terminaba su ancha frente y donde comenzaba la roja calva cubierta de pecas y de pequeñas gotas de sudor. Chirche miraba aquella calva y aquel rostro odioso y repulsivo y no podía, por más que lo intentó, asociarlo a la joven y bella Araya. Pero tampoco aquel impresionante y reluciente traje de metal que vestía el marqués, era algo que impresionara al joven Alzado. Éste pensaba que no existía nada que fuese invulnerable para el golpe de una buena piedra, lanzada por una mano fuerte.
- A ti te conozco, tú eres hermano de Araya –dijo el marqués, dirigiéndose al joven acompañante de Chirche – ¿Entonces..., este salvaje es el jefe de los Alzados? Ya estaba deseando yo, echarle la vista encima. Claro..., que no pienso hablar con él, hasta, que sea bautizado y acoja a la cruz de Cristo. Explícaselo, dile, que antes de hablar, ni de pedir nada, tendrá que pasar por la pila de la iglesia.
El amigo le tradujo a Chirche lo dicho por el marqués y el joven respondió:
- Eso no lo haré nunca y no lo entiendo. ¿Por qué me hacen creer en algo, por la fuerza?
- Está bien..., no quiere creer –dijo el marqués, cuando el amigo le tradujo lo dicho por Chirche - ¡Deténganlo! –Ordenó a varios de sus soldados y enseguida éstos cumplieron la orden atando al joven por las muñecas y los pies. Y cuando se hubo cumplido esta orden lanzó otra nueva: – ¡Llamen al padre prior y a los demás hermanos para que cristianicen a este rebelde! ¡Llévenlo a la plaza pública, para que todos vean como se convierte el jefe de los alzados, abrazando al cristianismo y las sagradas leyes de la Santa Iglesia Católica!
Colocaron unos grilletes en los pies de Chirche y arrastrando una pesada cadena, el preso fue conducido calle arriba, al calvario, una pequeña colina donde se situaba la plaza pública y una pequeña ermita; pues la iglesia, como se ha dicho anteriormente, estaba aún en el comienzo de su construcción.
Por fin llegó el total de la comitiva... soldados, frailes y todos los habitantes del pueblo que habían sido convocados con gran celeridad. Pues era de sumo interés su asistencia a este espectáculo de conversión y sobre todo de sumisión a la cruz y al yugo castellano.
La plaza era un espacio rectangular, medianamente amplio y con el suelo cubierto de oscuros adoquines. El fondo estaba ocupado en buena parte por una capilla, en la que contrastaba una falta total de elegancia en su construcción, con la impecable blancura de sus gruesas paredes. A la derecha de ésta y adosada al alto muro de piedra que rodeaba la plaza, había una gran cruz de madera. De cada uno de los extremos de la cruz pendía un grillete y a los pies de ésta también había otro par. En muy poco tiempo, aquellas cuatro anillas oxidadas sirvieron para inmovilizar al joven Chirche, cerrándose en torno a sus muñecas y tobillos. Le volvieron el rostro hacia la cruz y le desnudaron el torso, quedando su espalda vuelta hacia el gentío. En torno a él se situaban: un cura con la sagrada Biblia entre las manos y el padre prior con un pequeño crucifijo de plata entre las suyas. Un soldado se había detenido a un escaso par de metros del guanche con un tenebroso látigo en la mano. Varios soldados se mantenían vigilantes a los lados del estrecho pasillo que habían formado con su presencia. Al fondo de dicho pasillo el Señor marqués de La Peña Fría presidía, con los brazos cruzados sobre el pecho, el siempre gratificante espectáculo de una conversión. Comenzó la ceremonia con la lectura, al joven rebelde, por parte del clérigo, de un corto pasaje de la sagrada Biblia. Pasaje, que el improvisado traductor, tradujo a su amigo guanche lo mejor que supo. Chirche le escuchaba y le miraba extrañado, como si le estuviese contando la irreal historia, ocurrida tal vez, en el interior de alguna estrella lejana.
Ahora fue el padre prior el que acercándose al joven, con voz severa, y acercando el crucifijo a la cara de éste, le demandó de esta forma:
- ¿Crees en la santísima trinidad y en nuestro Señor Jesucristo, como el único y verdadero dios?
- No, no creo en ese dios. Mi dios... es Acorán. –Respondió Chirche con arrogancia y muy convencido de lo que decía.
El prior se retiró y entonces el Señor marqués hizo una señal al soldado que se mantenía a la expectativa esperando el momento de hacer uso del látigo. El soldado obedeció la orden y por la expresión su cara se adivinaba el inmenso placer que le producía llevar a cabo la orden recibida. Restalló en el aire el oscuro látigo muchas veces, yendo a hundirse una y otra vez en la morena espalda del joven guanche; pero éste evitó que en su cara se reflejasen las muestras de aquel terrible dolor y se mordió la lengua para que no pudiera escapar de su boca una sola queja. La sangre manaba ahora abundante de su espalda, después de aquellas tremendas heridas producidas por el látigo, sin embargo, Chirche se mantenía erguido como antes de comenzar aquel indigno y cruel castigo.
Entre el padre prior y el marqués de La Peña Fría se realizó un cruce de miradas. El prior en la suya demandaba al marqués que se detuviese ya el castigo y éste así lo hizo, sin necesidad de palabras.
- ¡Muchacho, muchacho! –Le dijo el prior casi gritándole a Chirche - ¿Por qué te resistes y no aceptas a nuestro señor Jesucristo? ¡Cristo es el verdadero dios! Y él es bueno y compasivo. Si lo aceptas el te perdonará y te ayudará.
- A mi dios, jamás me lo impusieron por la fuerza. –Contestaba Chirche al padre prior y los religiosos, que en vano trataban de que besara la cruz de Cristo.
Yo respeto a vuestro dios –continuó el joven – pero no puedo creer en un dios que se me trata de imponer a golpes de látigo. Acorán es mi único dios, yo le he visto en sueños con su barba rizada y con su larga y blanca cabellera, mientras curaba con manteca las heridas de sus hijos y consolaba en su gran tragedia al pueblo guanche. Por lo tanto yo rechazo hasta la muerte a vuestro dios y les rechazo a ustedes, porque habéis venido a nuestra tierra a dominarla y a poseerla y, no, a compartirla en paz, con el guanche; para así enseñarnos, y ofrecernos lo mejor de vuestras costumbres. –Y dicho esto el joven cerró los labios y no dijo nada más.
- ¡Enciérrenlo! –Dijo el padre prior, enojado por su fracaso, dirigiéndose a los guardias que le custodiaban.
- ¡Es un... blas-fe-mo! –Apostilló el Señor marqués de La Peña Fría. A ver si con el encierro se ablanda y con él esa banda de ladrones que le sigue.
VI
El marqués ordenó que Chirche fuese liberado de los grilletes para ser conducido hasta un oscuro y sombrío calabozo, lleno de mohoso verdín, que se encontraba en una cueva de su propiedad, bajo los muros de su casa. Pero ese momento en que fue liberado de los aros de hierro que le apresaban, fue aprovechado por el joven, a pesar de su lamentable estado físico, para hinchar su pecho llenándolo de aire y lanzar un agudo y potente silbido. Todos los que asistían al cruel espectáculo se miraron unos a otros un tanto desconcertados. De pronto un enorme perro apareció en lo alto de la tapia que rodeaba la plaza. Y no hubo tiempo para nada más, pues el can voló desde lo alto avalanzándose con una ferocidad inusitada sobre los soldados que sujetaban a Chirche para conducirle al calabozo. El guanche por un instante se vio libre. Pero el soldado que aún mantenía el látigo entre sus manos, lo blandió tratando de hacer presa con él en la garganta del joven; pero éste, que lo vio venir, lo cogió con ambas manos y tiró de él con tanta violencia, que el soldado pasó por encima del cura y del padre prior y fue a estrellarse de cabeza en el muro.
Chirche miró al frente y allí en primera línea se encontró con la mirada de su amigo, que no podía disimular la enorme alegría reflejada en su rostro. Y éste, en la lengua que ambos compartían le dijo:
- ¡Huye, huye amigo! No te dejes matar por ellos. –Y diciendo esto le tendió el banot y el collar; pues de ambas pertenencias su amigo se había hecho cargo. Chirche volvió a colocar el collar sobre su pecho y apretando con fuerza el banot le dijo:
- ¡Acorán nuestro dios, el dios de todos los guanches, estará siempre contigo en la vida y en la muerte!
Los soldados que habían sido atacados por el perro se debatían por el suelo doliéndose de sus heridas y algunos casi desangrándose por ellas. Otros que no habían sido atacados por el animal, reaccionaban ya, intentando capturar de nuevo al evadido. No era nada fácil, pues el perro continuaba protegiendo la retaguardia a su dueño.
- ¡Quietos! ¡Déjenmelo a mí! –Ordenó el marqués interponiéndose en el camino de Chirche espada en mano y cortándole a éste la retirada.
El joven guanche le esquivaba dando saltos espectaculares y efectuando una serie de hábiles piruetas e inesperadas engañadillas. Ante semejante habilidad el marqués reaccionaba lanzando maldiciones, rojo y sudoroso, y dando rápidos sablazos a diestro y siniestro. Lamentaba ahora, de veras, llevar puesta aquella pesada armadura; pues, de lo contrario, habría tenido doble agilidad para moverse. El marqués estaba recibiendo algún que otro pequeño golpe del banot, en sus orejas y en la calva y eso le encolerizaba aún más. Aún así sus largos años como militar y su experiencia en el combate le valieron de mucho a la hora de acorralar, astutamente, al joven guanche, hasta hacerle caer al suelo. En ese duro momento para Chirche, se hizo un silencio impresionante en toda la plaza. Todos esperaban la dura imagen; pues, sabían de sobra, que no habría piedad para el guanche. Bastaría un solo movimiento. Un solo y único golpe de la espada del marqués, sería más que suficiente para seccionar el cuerpo del joven, separando su cabeza del resto del cuerpo; pues, era eso lo que acostumbraba realizar en situaciones semejantes el viejo guerrero. Así es que cuando éste levantó la pesada hoja de acero, todos sabían, que ya no había retorno. Aquella iba a ser una ejecución rápida, limpia y segura. Algunos cerraron los ojos para no ver y se taparon los oídos instintivamente para no escuchar nada. Pero... ¡Oh sorpresa! ¡Oh destino inescrutable! Azar extraño, ciego y justiciero.
VII
Ocurrió algo tan complicado y extraño a la vez; como, que, antes de ausentarse hasta el día siguiente, los últimos rayos de sol, de aquella luminosa tarde rebotaron con intensidad segadora sobre las brillantes conchas del collar, que pendía otra vez del cuello del guanche, el cual yacía tendido sobre el duro suelo adoquinado. Cuando el marqués levantó la pesada hoja de acero, una mueca de rancia vanidad le iluminó el rostro. Pero por un pequeño instante los cegadores destellos, que salían del collar, hirieron su visión y dudó. Y esa duda le detuvo un segundo. Pasó un solo segundo para sentir aquel agudo pinchazo en su garganta. Su cara se desfiguró y los ojos se le abrieron de forma desmesurada y cómica, mientras sus pies iban alejándose del suelo. La fina y aguda punta del banot se habría paso con rapidez a través de su garganta buscando la parte más recóndita de su cabeza, allí donde generaba y modelaba a su antojo, los más ruines y sórdidos pensamientos. El hombre que fue capaz de levantar sobre sus hombros la “Piedra Negra”; ahora sostenía, muy por encima de su cabeza, con la garganta atravesada por su lanza, el cuerpo sin vida del marqués De La Peña Fría.
La gente permanecía consternada. La sangre del marqués, huía de él a grandes borbotones y llenaba con enorme rapidez el interior de su armadura. Pero la gente por más que lo veía con sus propios ojos, aún se resistía a creer en la muerte del tirano. Hasta que el valiente joven no le dejó caer al duro suelo y vieron rebotar estruendosamente la armadura en él y quedarse inmóvil, no se convencieron de su muerte. Chirche también se desplomó, cayendo al suelo exhausto y a punto de perder el sentido.
Los soldados se apresuraron en atender y en tratar de levantar el cuerpo del marqués; pero enseguida vieron que ya nada se podía hacer por él. Fue entonces, cuando quisieron de nuevo, hacer presa, en el agotado cuerpo del guanche. Cual no sería su sorpresa cuando vieron como el amigo de éste se interponía entre ellos con sus manos desnudas. Y como si premeditadamente lo hubiesen decidido, hombres y mujeres guanches, formaron varias filas, que cerraron totalmente el paso a todos los soldados que intentaban apresar al joven. Cuentan además que a los guanches se les sumaron también, algunos castellanos civiles; no se sabe, si por la simpatía que les inspiraba el valeroso Chirche o por solidaridad con todos aquellos guanches que ya formaban una parte inseparable de sus vidas y a los que respetaban, querían y cuyas sangres desde hacía algún tiempo habían comenzado a mezclarse con las suyas. Chirche al ver la insólita respuesta de todas las gentes de su raza e incluso, hasta la de aquellas que no lo eran, se emocionó y recobró parte de las energías perdidas. El joven no lo pensó más y dando uno de sus acostumbrados saltos trepó a la tapia del muro que rodeaba la plaza. Desde allí sonrió a su amigo de la infancia, que se despedía de él, moviendo la mano entre la masa de gente. Y pensando Chirche, en lo que éste le había contado, y sabiendo que ya no le volvería a ver, se despidió de él levantando el banot a modo de saludo y se alejó de allí ladera arriba, seguido por su perro, que era también, su fiel amigo y, en este caso, también su salvador.
VIII
Él no pudo verla; pero Araya si que le vio. Ella, asomada a la puerta de su casa y con su pequeño hijo entre los brazos, le vio corriendo ladera arriba alejarse del pueblo y le vio voltear grandes piedras montaña abajo para que los soldados desistiesen de seguirle. De Igual modo, ese mismo día, el alma de la bella joven, seguramente, debió marchar siguiendo a la de Chirche. Pues, la joven, perdió por completo el juicio; hasta que, ya entrado el invierno, se extravió, alejándose de manera definitiva y para siempre de su casa. Una semana más tarde, su amante esposo, encontró su cadáver cerca del filo de la cumbre, poco después de fundirse la nieve. El esposo le dio sepultura cristiana, porque la creencia suya era esa, y se limitó a, depositar en tierra sagrada, los despojos de un cuerpo que fue tan querido para él. Un cuerpo, inmensamente bello, mientras estuvo habitado, por un alma, que marchó, alejándose de él, dejándolo abandonado algunos meses antes de morir.
Mandaron a un emisario a la ciudad del Adelantado, para dar a conocer de inmediato a éste, la desgraciada muerte del marqués de La Peña Fría. Según le explicó el mensajero, al Adelantado, don Alonso Fernández de Lugo; la muerte le sobrevino a consecuencia de una desgraciada y estúpida, caída del caballo. El hecho ocurrió mientras trataba de atravesar un pequeño barranco, en los dominios de su basta propiedad, rompiéndose el cráneo en ella y a efectos de la cual le sobrevino la muerte de inmediato. Así es como quedaría oficialmente reflejado este suceso para la posteridad. Pues ante la ingente cantidad de represalias que podían haber sobrevenido, sí, el Adelantado, hubiese llegado a tener conocimiento de la verdad, todos se pusieron de acuerdo: la Iglesia, el pueblo llano y las autoridades militares. Allí mismo en la plaza entre todos, y ante el cadáver aún caliente del tirano, redactaron aquella carta oficial que llevaría escrita y firmada para siempre en su interior, una solemne mentira.
Para el De Lugo también debió resultar mejor de esta manera; pues si hubiese llegado a ser conocedor de la verdad, eso le hubiera obligado por su honor, a tomar venganza por la muerte del marqués; con lo cual, el aumento en agravios y el derroche en miles de maravedíes, hubieran dejado, seguramente, al Adelantado, en una situación embarazosa y muy comprometida.
A la muerte del marqués de La Peña Fría, toda su enorme fortuna pasó al dominio y propiedad de la iglesia, pues éste, hizo testamento en vida, legándole a ella todas sus propiedades y dineros. Con éstos últimos se terminó de construir, en una docena de años, la iglesia, un hermoso templo para orgullo de dios y de todo un pueblo. En una de sus capillas, bajo una loza de rojiza cantería, con el nombre muy borroso ya, reposan los restos del marqués. Nunca, aquel pueblo, a pesar de que hablar de ello, era tabú, pudo olvidar al joven y valeroso guanche, que una luminosa tarde, les libró, limpiamente, de aquel brutal Cacique con derecho de pernada. Tampoco pudieron olvidar jamás, como fue capaz, aquella fina y lisa vara de viñátigo, de vencer..., quizá con la ayuda del propio Acorán, al afilado y duro acero.
Chirche sabía ahora que en cuanto el Adelantado fuera conocedor de la muerte del marqués, no descansaría hasta verle muerto; a él y a todos los Alzados. Por eso, esa misma noche, Chirche tomó el bucio y comunicó a todos sus hombres su inminente marcha en cuanto rompiera el alba. En la quietud de la noche los bucios sonaron más roncos que nunca y si las caracolas lloran, esa noche se las oyó llorar como jamás lo habían hecho antes de ese día e hicieron llorar a todo aquel que hubo de escucharlas.
Chirche dijo a su gente que eran libres de elegir lo que habrían de hacer mañana; nadie les tacharía de cobardes, si, por fin, decidían unirse a los extranjeros. Él había tomado la decisión de marchar hacia el reino de Acorán, pero no quería hacerlo en la oscuridad de la noche, por ese motivo aguardaría a la salida del Sol.
IX
Chirche no durmió en aquella larga noche de espera, se dedicó a preparar todo lo necesario para el ritual que habría de venir con la llegada del amanecer. Y mientras aguardaba hablaba a sus perros, y éstos le observaban, como si de veras comprendieran su lenguaje y de vez en cuando alguno de ellos levantando el hocico lanzaba un potente y desgarrador aullido, como si de verdad presagiara lo que aún estaba por llegar.
Llegó por fin la mañana y el Sol comenzó a levantarse lentamente por encima de la tierra que se alzaba enfrente de la isla, al otro lado del mar. Había llegado el momento en que habría de ejecutarse la inmolación y el joven estaba preparado. Primero se untó los brazos y el torso con manteca; luego se anudaría tras la nuca su larga cabellera con una tira de piel de cabra, y después se colocaría al cuello aquel hermoso collar, que una vez le regalara su amada, formado por cuentas de barro y conchas marinas. Hecho esto, ya estaba preparado para comenzar y comenzó. Ordeñó una de sus cabras en un gánigo de barro, y no paró de ordeñarla hasta que, éste, hubo quedado lleno de leche hasta el borde. Acto seguido ofrecería a su dios Acorán la mitad del cuenco, vertiéndolo dentro de una pila que había sido excavada en la roca para ofrecer el sacrificio y seguidamente se bebió el resto de la leche mientras no paraba de pronunciar el nombre de su dios. Chirche había elegido al mejor de sus perros para que le acompañase en su viaje al encuentro con Acorán. Era el más fiel de todos, aquel que no le abandonaba nunca, aquel que siempre le seguía a todas partes y aquel que le ayudó a escapar de su cautiverio. Chirche le llamó con todo el dolor de su corazón y mientras le halagaba la cabeza, le pedía perdón, por haberlo elegido a él como compañero de camino en su largo viaje hacia la eternidad. Sin parar de hablar a su perro, el joven blandió con fuerza su afilado cuchillo de obsidiana en la parte posterior de la cabeza del animal, quedando este, muerto de inmediato, sin exhalar ni un solo gemido, mientras seguía mirando a su dueño. La sangre del perro fue vertida en otra pila y mientras su perro se desangraba, a su dueño, que le corrían las lágrimas por el rostro, no le tembló el pulso para abrirse con el cuchillo un enorme tajo en el antebrazo, del que salió la sangre a borbotones yendo a mezclarse con la de su perro y ambas, como si fuera una sola, se le ofrecieron a su dios Acorán.
Cuando la sangre de su brazo se hubo coagulado y ya no brotó de él ni una sola gota más, retiró el brazo y tomando su banot en la mano gritó: -“¡No hubo quien ante mí te ofendiera, Acorán, por eso pido que me acojas en tu reino! Mi banot aquí lo dejo, ha terminado mi lucha; enséñame el camino que me ha de llevar hasta ti, verás dos sombras que avanzan entre las sombras, una es la del guanche y la otra, es la de su perro, que seguirá siempre fiel a su dueño por toda la eternidad.”
Los rayos del Sol destellaron por un instante en el cuerpo formidable, musculoso y bronceado del guanche, que al borde del abismo, llenó los pulmones de aire y abriendo los brazos se lanzó a él.
Mientras el joven caía al vacío no pudo ver el fondo del precipicio, porque ante sus ojos, se abrió todo un reino cubierto de verdes pastos, de inmensos retamares, caminos y veredas por que las avanzaban numerosos rebaños de cabras y de perros. Y guanches viviendo en paz con los guanches y niños jugando alegremente entre las tabaibas dulces y los cardonales. Y le vio. Acorán... habitaba en la cima de la montaña sagrada, la gran montaña, esa que a veces resopla y desde la cual, cuando no hay nubes ni calima, se divisan asomando por encima del mar, cada una de las tierras que forman la nación guanche, y, desde allí, con su propia mano repartía el agua, que discurría fresca y cristalina por todos y cada uno de los barrancos de la isla.
Cuentan que fueron muchos los guanches que se inmolaron de esta misma manera o tapando la entrada desde el interior de alguna cueva y permaneciendo allí hasta morir de hambre y de sed; pero, aunque solamente lo hubiese hecho uno, habría sido más que suficiente para salvar el orgullo de un pueblo, que fue noble y valeroso. Un pueblo, que vino de lejos, e hizo suya a una tierra en mitad del Océano Atlántico, en la que aún no habían dejado de rugir los volcanes.
Así terminó su vida el valiente Chirche, pero a medida que los guirres esparcían sus huesos por las montañas, también algunos de sus hombres iban esparciendo su leyenda entre las gentes de su raza y estos se sentían tremendamente orgullosos de formar parte de ella, aunque por entonces algunos al escucharla, ya exclamasen... ¡Hay señor, amén, Jesús!
Segunda parte
I
Por fin, cuando creí que iba caer al suelo, cuando el Sol hacía ya tiempo que se había marchado, cuando en mis pies ya no había sitio para una ampolla más, cuando solo la inercia me empujaba, pues no me quedaba ánimo ni aliento, entonces,... salió como un relámpago, la palabra mágica, de la boca del muchacho. –¡Allí está, aquella es la casa! -¿Dónde, dónde? –Pregunté incrédulo al muchacho. Y éste a su vez me respondió con otra pregunta. -¿Es que no ve el humo saliendo por la chimenea? A estas horas, el ganado, ya se encuentra recogido en las majadas para pasar la noche, al abrigo del terral, ese viento frío, que baja por las noches desde la cumbre. ¿No nota, el olor de la leña al quemarse? Parece que hasta la oigo crepitar desde aquí; debe ser la costumbre –Dijo el joven bien metido en su salsa.
- ¡Padre ya estamos aquí! –Llamó el muchacho desde la puerta de la casa.
Cuatro hombres se encontraban sentados en una mesa de pino, muy cerca del fuego y a la luz de éste y de una lámpara de carburo, sus rostros, aparecían de un color amarillo cerúleo. Aparentaban haber salido directamente de una escena nocturna de uno de esos cuadros que cuelgan en el Museo del Prado; pues tal era su estampa, con sus poblados bigotes y con la barba crecida de varios días sin afeitar, la cabeza cubierta con sombreros de paño muy usados, luciendo algún que otro agujero y bastantes manchas de sudor. Eran éstos, los cabreros, que se pasaban buena parte del año, allí, en las tierras altas, cerca de la cumbre, donde crecían las mejores hierbas que servían de alimento para el ganado.
- ¡Buenas noches! –Dije al entrar en la vivienda.
- ¡Buenas noches! –Respondió levantándose uno de los pastores, los otros tres le corearon con el saludo pero permanecieron sentados. – Debe usted venir muy cansado, pues, es bastante lejos desde el pueblo y los caminos están tan malos...
- Cansado dice usted, lo que vengo es muerto, no me explico todavía como he podido llegar, seguro que debo tener los pies sangrando.
- ¡Ah! No se preocupe usted, ahora mismo le pongo una palangana con agua tibia y sal, para que meta los pies dentro y, ya verá, como enseguida se le alivian, luego cena con nosotros y, mañana, ni se acordará que le dolían.
- Gracias, pero no se como podría pagarle. Me llamo José Buenaventura, pero si quiere me puede llamar Ventura a secas. –Dije para presentarme.
- Yo me llamo Antonio Valdivia. –Se presentó el cabrero que se había levantado de la mesa para recibirme. Era éste, un hombre con el pelo medio gris, como de unos cuarenta años. - Aunque todos me llaman Valdivia y estos compañeros son: Andrés, José el Largo y Dominguito el Del Ancón; aquí todos somos cabreros, pero no se equivoque, que aquí compartimos casa y compañía, pero lo que son las cabras y el cañizo, eso sí, que cada uno tiene el suyo, lo mismo ocurre con las mujeres, que se quedan abajo en el pueblo para que los chicos puedan ir a la escuela y se pasan semanas y no las vemos, pero aunque estén allí, eso se respeta. ¡Ah! Y este que le acompañó, es Nicolasillo, el chico mío, el mayor.
A pesar de aquel tremendo cansancio, aquella fue una noche inolvidable para mí. Se me aliviaron los pies con el agua y la sal y después pude disfrutar de una entrañable charla, mientras cenaba con aquellos hombres de la tierra, tan sabios tan sensatos y tan conocedores de una naturaleza a veces generosa, pero también en ocasiones imprevisible y rebelde. Me resultaba tremendamente agradable el suave olor a resina que desprendían las piñas secas de pino canario al quemarse en el fuego y ese olor se ha quedado guardado en alguna parte de mi cerebro para siempre, pues cuando lo recuerdo, inmediatamente sin saber de donde, surge ese agradable olor.
- ¿Así... que viene por ver al guanche? –Me preguntó de pronto Dominguito, el Del Ancón, con un gesto de incredulidad, como pensando: “ Que habrá venido a hacer éste aquí; si no tiene ni puñetera idea, mira los zapatos que trae, hombrecillo de la capital... de milagro está vivo.”
- Domingos, no te metas con el hombre. –Le atajó enseguida Valdivia. Cada uno sabe muy bien por que hace las cosas y nadie debe meterse en ellas.
- No señor Valdivia, déjele que pregunte lo que quiera. –Dije yo. Y no solamente porque él está en su derecho de preguntar, sino que no habrá mayor honor para mí que poder contestar a ustedes cualquiera de sus preguntas como yo buenamente pueda. Y, respondiendo a la pregunta del señor Domingo, le diré que sí..., que cuando me contaron esa vieja leyenda del guanche también me dijeron lo de ese extraño prodigio; por lo cual, no dudé ni un instante en que debía subir hasta aquí para verlo con mis propios ojos.
- ¿Quiere usted decir entonces…, que subió para tranquilizarse comprobando, que aquí no ocurre nada? –Ahora, el que hizo esta socarrona pregunta fue José, El Largo.
- Mire Don José –dije contestándole. No es que toda esta historia, a mis años, me produzca ningún tipo de inquietud, pero si le diré, que ciertamente me ha conmovido, y, estoy seguro, que en todo aquello que permanece así en el pueblo a través de los tiempos, siempre hay un fondo de verdad. Pero díganme: ¿está muy cerca el lugar donde ocurre ese..., llamémosle, fenómeno extraordinario?
- Sí, el risco está, a un tiro de piedra de aquí; serán, como unos diez minutos cerro arriba. –Me contestó Valdivia.
- Pero lo que allí aparece no es un fenómeno, es solamente un guanche. –Terminó diciendo Dominguito el del Ancón, queriendo meter algo de chusca en la conversación.
- ¿Cómo es, ese risco, del que me hablan? –Pregunté poseído por la curiosidad.
- Es muy alto, se te va la vista cuando miras hacia el fondo del barranco. –Me contestó Valdivia y luego continuó – ¿Te acuerdas Andrés, cuando de muchachos bajábamos a sacar las cabras del andén, que está justo encima del risco?
- ¡Hombre, no voy a acordarme! Si una vez..., casi nos quedamos allí para siempre. –Dijo Andrés y continuó – Las cabras, apenas les enseñamos la salida..., se botaron fuera como rayos, pero nosotros no podíamos pegar para arriba y si no es la navajita que yo llevaba, aún estaríamos allí, pues con ella haciendo hoyitos, salimos a punta de dedo, pero no crean..., nos llevó casi medio día.
- Pero el andén –continuó Valdivia –es una repisa algo estrecha, no más de veinte metros por lo más ancho y como de medio kilómetro de larga, pero en ella crecen como por encanto los escobones y las jaras y hierba de la buena; por eso las cabras que no son tontas bajan al andén al ver tanta comida; además, tiene varias cuevas en las que se ven señales de que allí vivió gente y en una laja a la orilla del risco, aún permanecen excavadas en la piedra las pilas donde los guanches hacían sus ofrendas. Encima de esa laja es donde se aparece el guanche.
II
A la mañana siguiente, apenas se oyó cantar el gallo, también comenzaron las toses y las voces de los cabreros hablando entre ellos. Se encendió la luz de carburo y se encendió también el fogón en la cocina. Se hizo café, y, con estudiada parsimonia, se llenaron de tabaco y se prendieron las cachimbas.
Algo roto todavía, me levanté del catre, a pesar de todo, y compartí el desayuno y la interesante charla que mis madrugadores anfitriones tan animadamente mantenían. Según me dijeron luego, había que estar a la hora justa, frente al risco, pues llegar con un minuto de retraso supondría tener que esperar al año siguiente para contemplar, si había suerte, aquel extraño e inusual fenómeno objeto de mí improvisada visita.
Empezaba a notarse la suave claridad que anuncia la alborada y, era, esta hora, la calculada por los cabreros para ponernos en marcha hacia el risco. Uno tras otro, los cabreros fueron saliendo de la casa y después de tomar en sus manos cada uno, su propia lanza, se dirigieron a las majadas donde resguardaban a sus rebaños durante la noche. Cada uno soltó al suyo, abandonando éstos los apriscos, con un ruido de cencerraje atronador. El ganado, enfilado, rápidamente, subía monte arriba, pero siguiendo rutas diferentes, por distintas veredas marchaba dividido en cuatro grupos sin juntarse nunca, como si se tratara de cuatro batallones perfectamente disciplinados. El Sol aún pugnaba por salir y Nicolasillo y Yo les seguíamos a cierta distancia, allí donde la nube de polvo medianamente nos permitía ver y respirar. Los cabreros se fueron rezagando dejando que sus rebaños continuaran solos por sus diferentes rutas, mientras ellos cuatro volvían a juntarse para esperarnos.
Continuamos subiendo por el duro espinazo de una loma, casi en silencio, éste, solamente roto, por el continuo y monótono golpear de los acerados regatones de las lanzas contra el suelo; mientras los primeros rayos de sol comenzaban a iluminar las partes más elevadas de la cumbre. De pronto aquella loma que subíamos desapareció a nuestras espaldas y el aire frío que descendía por el barranco nos golpeó de lleno en la cara. Estábamos al borde mismo de la profunda senda y la lava convertida en picón suelto crujía bajo nuestras pisadas.
- Ventura, acérquese, este es el sitio –me dijo Valdivia que encabezaba la marcha, deteniéndose.
No había luz suficiente para distinguir el fondo del barranco, pero si se veía claramente, ya, el enorme murallón que se levantaba enfrente de nosotros, situado en el ala izquierda de la corriente. El risco impresionaba no solamente por su descomunal altura, sino porque además a esto se le sumaba aquella estructura de paredes lisas, como, si se tratara, de un inexpugnable castillo de muros sumamente agrietados, rotos por infinidad de sendas, como la greda abierta por el sol y, en ellas, solo crecía algún que otro arbusto que se había agarrado tercamente, atenazando la roca con sus raíces como el águila cuando abraza a su presa.
Los cabreros se habían agazapado en el suelo, y rodilla en tierra habían clavado sus lanzas ante sí, para continuar apoyándose en ellas con una mano, mientras con la otra se destocaban la cabeza de sus sombreros y permanecían en silencio. Un silencio, que, se asemejaba bastante a la solemnidad y el respeto que rodea a quién se encuentra en el interior de algún templo. El sol comenzaba a rebotar en las aristas de las rocas. Lo confieso, yo me hallaba turbado y perturbado por aquel ambiente en el que se respiraba la certeza de que algo inesperado podía suceder en cualquier momento. Lo confieso, hasta no encontrarme frente al risco, nada parecía haber ido en serio; todo había sido pura teoría, solo ideas intangibles suspendidas en el aire, y mantenidas solamente por el débil filamento de la curiosidad. Pero ahora, me encontraba allí, ante la inefable veracidad del risco, ante la realidad y el renacer de un nuevo día, mientras cuatro hombres y un muchacho permanecían allí, de rodillas esperando la inminente visión de un milagro.
- Mire –me dijo Valdivia – observe aquella laja, la ve, encima del risco, allí donde comienzan a rebotar los rayos del sol. Ese es el lugar donde los guanches ofrecían sus sacrificios. No aparte la vista de ahí, porque ahí sucederá todo.
- Entonces... esa es la laja –dije yo – como brilla ¡Ah! Pero... me ciega, ¡No puedo, no puedo continuar mirándola!
- Al contrario –dijo Valdivia ahora es cuando no debe apartar la vista de ella ni un solo momento.
A fuerza de voluntad y de lágrimas mantuve la mirada sobre aquel espejo, y de su resplandor y mi ceguera, surgió la metamorfosis que transformó la simple luz del sol en la bronceada, poderosa y bella silueta de un hombre joven. Un hombre que se mantenía allí con la figura erguida, posados bien los pies, sobre aquella roca de sacrificios y a escasos centímetros del borde del abismo. Solamente hubo un par de detalles en él, que me llamaron poderosamente la atención: su cabello intensamente negro y largo, anudado tras la nuca y el refulgir en su pecho de un espléndido collar de conchas marinas. Además, pude contemplar, atónito y en medio de un sobrecogimiento casi delirante, como a sus pies también se apreciaba, la indudable, cierta y familiar imagen, de un hermoso perro. Y, era este perro, el fiel compañero del guanche, que, atentamente, le miraba desde el suelo, mientras el dueño a su vez desde arriba, parecía indicarle algo.
No sé cuanto tiempo duró aquel encantamiento, pero os puedo asegurar que la poderosa imagen del guanche se me quedó fundida para siempre en la memoria. Era la suya la imagen auténticamente espléndida de un hombre formidable, y sin duda, del más noble y singular ejemplo del orgullo de un pueblo. Era el retrato del titán que ha vencido, del titán que ha regresado vivo de todas las batallas. Su traslación, entre este mundo y el otro, le hacían aparecer como un ser sobrenatural, pero, os aseguro, que aunque se hubiese quedado allí convertido en un monolito de piedra, igualmente continuaría desprendiendo un torrente de humanidad y de nobleza.
- ¿Se encuentra bien? –Me preguntó Valdivia. Todo había terminado y la pregunta me devolvió a la realidad.
- Si, estoy bien, como acabado de despertar.
- ¿Le ha visto? –Me interpeló Dominguito el del Ancón.
- Si que le he visto, vine a ver al guanche como usted decía y le aseguro que ahora jamás volveré a olvidarle.
- Señor Ventura –me dijo Dominguito el del Ancón – le pido mil perdones, pues dudé que viniera usted en plan serio.
- ¡Ah! No se preocupe, le comprendo, pues solo con mirarme los zapatos ya era más suficiente para desconfiar – le dije de broma.
- Nos tenemos que marchar, pues el ganado va solo, pero aquí..., tiene a unos amigos y comida, y un catre, para cuando guste volver, Nicolasillo le acompañará hasta el pueblo. –Dijo Valdivia, estrechándome fuertemente la mano y los demás hicieron lo mismo, y, mientras se alejaban Dominguito el del Ancón se volvió para decirme –¡Vuelva el año que viene, que ese día le aseguro que mato a una machorra!
- Vendré –si no me muero. –Le dije – ¡Le prometo que vendré!
Les vi alejarse, seguidos de cerca por sus perros, y, en ese momento me di cuenta, que, cada segundo de nuestra vida, era irrepetible. Por eso, lo que sintieron aquellos que nos precedieron, jamás llegaremos a saberlo y aunque lo supiésemos creo que nunca lo entenderíamos. Cuatro hombres, cuatro cabreros que, un día no lejano, desaparecerían, y con ellos también, una forma distinta de vivir..., borrada para siempre incluso del recuerdo, pues, estoy seguro, de que, ellos, no tendrían la fortuna de quienes se quedaron a vivir para siempre en la leyenda. De todas formas, humildemente, por lo que a mí respecta, seguro que les llevaré continuamente en el corazón y la memoria.
Final
Nicolasillo y yo bajamos hacia el pueblo, hablando tranquilamente como dos antiguos camaradas. Me sorprendió gratamente, la tremenda madurez, que demostraba el joven en su conversación. Me confesó su enorme cariño por la gente, por sus costumbres y sobre todo por la tierra. Y al decir tierra se refería a la naturaleza en general; aunque a él, le interesaba sobre todo la Geología. Sentía una gran curiosidad por los enormes secretos que sin duda, guardaba dentro de sí la madre tierra. Pero sobre todo a él, lo que le habría gustado, es buscar el agua que indudablemente se encontraba bajo ella y, así, poder calmar la sed casi perpetua que asediaba nuestra tierra. Pero esto solamente eran fantasías que él se formaba en su terca cabeza, pues la pobreza de su familia le impedía cursar ningún tipo de estudios y esto el muchacho ya lo había aceptado; pero aún así, hacía todo lo posible, por conseguir algunos libros para continuar estudiando por su cuenta.
Ventura –me dijo Nicolasillo - ¿Cómo es que viene usted por primera vez y nada más llegar, ve al guanche?
- He tenido mucha suerte, seguramente, o quizá se debió a mis tremendas ganas de verlo, pero... ¿Por qué me lo preguntas?
- Bueno..., yo..., sé..., que puedo confiarle un secreto.
- ¿Un secreto? –Pero que secretos puedes tener tú, muchacho, pero vale, si te empeñas puedes confiar en mi, seré una tumba.
- Es que yo, llevo mirando..., desde hace años en la amanecida y aunque todos creen, que veo al guanche, yo..., jamás le he visto.
- ¡Que no le has visto! Pero..., si todos le vimos.
- Nada me gustaría más que ver al guanche, pero nunca lo he conseguido. De pequeño decía que lo veía, porque..., como los mayores le veían yo quería ser como ellos. Y luego ahora de grande, ya..., no me atrevo a darle ese disgusto a mi padre sabiendo que su abuelo, su padre y él..., todos han sido testigos del guanche. Por eso me disgusta tanto no verlo, no solo por mí, sino por ellos y por ese motivo..., continuo con la farsa.
- ¡Ah! Ya lo verás, algún día, seguro que le verás y si no, te quedará al menos el consuelo de haber visto nuestras caras de asombro mientras le veíamos.
No cabe la menor duda de que los tiempos están cambiando de forma acelerada. Quizá Nicolasillo, y su tremenda amargura al no poder contemplar la aparición del guanche, algo que solamente veíamos los más viejos, era una de las pruebas de este cambio ya latente. Quizá los jóvenes ahora necesitan otra clase de milagros. Tal vez, algo que no les ate demasiado al pasado, para de esta manera afrontar un futuro glorioso y prometedor, sin ningún tipo de cadenas. Por eso..., aunque no se lo he dicho a Nicolasillo, me he propuesto hacer todas las gestiones necesarias, para que el chico pueda venir a estudiar a la ciudad. Porque, si puedo, ese joven, algún día contemplará con sus propios ojos el milagro de tener un titulo universitario en la mano, conseguido solamente con su tesón, voluntad y esfuerzo. Pues, milagrosamente, éstas cualidades a pesar del ambiente tan hostil para el estudio que le ha tocado vivir, van ingnatas en el carácter del muchacho.
FIN
* A mi tierra, a mi familia, a nuestra gente, y, a toda la gente que respeta la lengua, la cultura, las
costumbres y las raíces de los demás.
* Escrito el año 1.999
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