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21/1/12

LA GUERRA DE LA COCHINILLA (relato)

La Guerra de la cochinilla

(Relato)





Ernesto “El Capitán”, como le decían, de nombrete, los muchachos de la escuela, solo tenía trece años, pero era muy largo para su edad y, de flaco que era, le asomaban los huesos de los codos, pero liviano, y ateado como un mimbre, eso sí. Los chicos lo admiraban, porque era valiente, no le gustaban las injusticias, y era un tipo de palabra.

Ese día los dos hermanos habían quedado con él a las cinco de la tarde después de salir de la escuela, para ir los tres a coger un poco de cochinilla en la parte alta de Cerro Blanco, por arriba del canal. Allí, en aquel sitio, hacía tiempo que los tres tenían ojeadas las pencas de Señor Evaristo, que ese año estaban preciosas, todas blancas, absolutamente llenas, colmadas de unos grandes y redondos granos de cochinilla, que más bien parecían las garrapatas de un perro a punto de reventar. ‘Él, y Berto, el mayor de los hermanos, al que le decían “El Andoriña” porque era más negro que las alas de un totí, habían hablado esa misma mañana en la escuela, durante el recreo, mientras los demás chicos estaban afuera, unos correteando por las huertas y otros jugando a “calcetín y media” en el patio, y ellos dos cumplían estoicamente el castigo impuesto por Don Indalecio el maestro, más conocido entre los chicos por “Inda o, por El Señor Regla”. El castigo consistía, básicamente, en estar de rodillas y en silencio de cara a la pizarra hasta la hora de salida, por haber tenido toda esa mañana en clase a un gatito pequeño, escondido, metido debajo de la tapa del pupitre. La culpa fue de Berto, pues fue él quien trajo el gato a la escuela, y también fue quién lo metió preso dentro del pupitre, pero cuando el Señor Regla los culpó a los dos de gaticidio, sin resultado de muerte, Ernesto, solidariamente, aceptó también aquel castigo, por no dejar allí, solo y de rodillas, mirando pa la pizarra, al totiso de Berto el Andoriña. Lo que más le fastidiaba era, que no podía gogiarse en el recreo, aquel poquito de leche en polvo mezclada con cacao, que traía dentro una bolsita de presildá. “Cualquier rato se cogen la cochinilla de la hoya de Evaristo, Capi, – se desahogó de pronto, El Andoriña, lleno de inquietud – tenemos que ir esta misma tarde a cogerla, si la dejamos, seguro que cuando vayamos ya no está. No te acuerdas Capitán, de la jugada del año pasado, y las maguas que nos quedaron…, porque, solo, por un mísero día, el babieca de “Rico Pelo” se nos adelantó. Y, cuando llegamos nosotros a la hoya, con los cacharros y los cucharones, todos llenos de ilusiones, y ya preparados para empezar a cogerla, él ya salía allí. Lo había dejado todo limpio, más limpio que el caño de una escopeta. Ni siquiera podíamos imaginárnoslo, pues esa tarde marchábamos tan inflados y tan contentos, que ya por el camino, mientras subíamos, los tres íbamos cantando el corrido de “Juan Charrasqueado” ese que solíamos cantar cuando íbamos por los fondos de los barrancos pa que retumbara bien, pero, ¿te acuerdas Capitán? que, en un momento, nos quedamos fríos, que se nos cayeron las alas del corazón, cuando llegamos y encontramos allí al dichoso “pelo de zanahoria”. Él, fijo, que ya nunca se nos volverá a adelantar, pero seguro que no faltará un velillo que, sin esperarlo, aparezca de los celajes pa fastidiarnos…

- Sí, que me acuerdo bien – le respondió Ernesto el Capitán - cuando el muy relambío, salió como un fantasma de dentro de los mogotes de las pencas, con una sonrisa boba en los labios y mirándonos a nosotros a la cara, falsamente, como con cara de lástima el muy rebenque. Me dio un coraje que no veas, ¡Dios perdóname! cuando el tiparraco, apareció, con una mano quitándose las telas de araña de los rizos de la cabeza y con la otra mano levantando un cubo de aluminio casi lleno hasta arriba de cochinilla, restregándonoslo por la cara. La fanfarria ya no le cabe en el pecho – pensé Yo. La cochinilla que traía el Zanahoria en el cubo, era, oro puro, después de tenerla una noche entera sobre de un saco empapado bebiendo agua, puesta encima de la báscula de Pepe, seguro que no bajarían de cinco kilos, aquellos granos eran toda una fortuna, seguro, que pasarían de largo de cinco mil pesetas. Me entraron ganas de matarlo. El muy tolete estaba allí, flaco y largo, quieto, parado, mirando fijo para nosotros, con los ojos rojos, venosos y saltones como los de un conejo blanco y con aquel pelo encarnado y tieso, y encrespado para arriba apuntando pa las estrellas, posado como un nido sobre su frente estrecha. Imposible, olvidar aquella cara, que era un panal, grasiento, sembrado de barros verdes llenos de pus y, con aquella risita boba asomando siempre a la boca, tratándonos de sorullos, claramente riéndose de nosotros. “Todavía queda alguna por ahí arriba, no crean, que no me alcanzó el tiempo y no terminé de cogerla toda…”, nos dijo, pasándose el revés de la mano por la nariz a modo de pañuelo, porque se le escurría el aguerío, para luego terminar estampando el moco a la altura del muslo, sobre la pernera del pantalón; sonrió un poco, y se marchó tan fresco, caminando por la vereda, elegante, derechito como un cuje, caminando hacía las canales, después de haber arramblado el solo con toda la cochinilla. Te lo juro, Andoriña, que esa vez, ganas me entraron de matarlo.”

La hoya era una hoya llena de paredones, sembrados todos ellos de pencas (la mayoría se ellas eran blancas y resto habaneras), donde, el Señor Evaristo, tenía allí, en la parte alta, debajo del ancón, plantados como troncos secos, los corchos de las colmenas. Al amanecer, cuando salía el chorro de abejas dando remolinos hacia abajo, despejando el camino de las obreras, había que alejarse de allí aunque fuera a rastras, porque el asunto no era para tomarlo a risa, te podías jugar la vida, pues, como te picara una, es muy posible que se te viniera encima todo el enjambre.

- Entonces… a las cinco en el cruce, vale. – Le dijo El Andoriña.

- Bueno, vale, pero…, si vamos, vamos. No me vayan a dar la quintada… ¡Cabrones! Como me hicieron el otro día – le respondió Ernesto, El Capitán.

- La vieja mía no está hoy, está pa abajo pa los tomateros y no viene hasta la tardecita, ella es la única que nos podía esconchar los planes, así, que allí estaremos.

Ernesto llevaba ya bastante rato esperando por ellos a la sombra de la higuera de Seña Matilde, en el cruce del camino que sube para El Pinito, pero todavía no los veía aparecer. Él venía equipado con un par de latas y un cucharón especial, que se había fabricado el mismo, con una latita pequeña de esas que venían con carne de vaca molida, clavada en la punta de una varilla de unos cuarenta centímetros; para alcanzar la cochinilla que se encontraba más lejos, alguna incluso, clavada en las hojas que se hallaban en el centro de los mogotes de las pencas…

Mientras Ernesto esperaba al Andoriña y a Luisito el hermano pequeño, de unos once años, al que le decían el “Sarantontón”, porque era rojo de piel, como uno después de pasar un día entero debajo del solajero, y muy pecoso el condenado, pintado como un huevo de perdiz. El Andoriña no lo trataba nada bien, lo trataba de manera despótica, casi brutal, no como se trata a un hermano, sino como a un criado suyo y, casi de forma exclusiva lo empleaba como porteador de todos sus cacharros y de todos los atarecos necesarios para la recolección de la cochinilla. ¡No señor, no lo trataba nada bien! Cuando vendía el producto, el Andoriña le tiraba un par de duros al Sarantontón como el que le echa las sobras a un perro, o el que le tira unos hierbajos a las gallinas, era un mal bicho, “a mí me da pena del chico” – pensaba siempre el Capitán – no, no lo trataba nada bien, no señor. El capitán por un instante se miró las lonas, “alpargatas” absolutamente blancas, impolutas como dos palomas, porque un ratito antes las acababa de estrenar, después contempló con resignación las negras costras de las heridas de sus rodillas que sobresalían como volcanes por los bajos de su pantalón corto; hizo un repaso de su corta vida y, especialmente, de la campaña pasada y, concretamente, en lo tocante al episodio aquel de la cochinilla en la hoya de Evaristo y aquel final inesperado y trágico de Rico Pelo, que él llevaba, desde ese día, clavado en el fondo del alma como un pecio. Se sentía claramente culpable del triste final de aquel muchacho, no porque hubiera participado en el, pero si por la inútil y estúpida inquina que tuvo hacia él, por sus negros pensamientos y, sobre todo, por haberle deseado la muerte en un momento de obcecación y de rabia. Delante del Andoriña le daba a la lengua y, alardeaba de la rabia y del desprecio que sentía hacia el Pelo de Zanahoria, porque, lo que no quería, es que el Andoriña lo tomara por un flojo, por un marica, como decía él, pero en el fondo sentía una gran pena por la muerte de Rico Pelo. Sabía que el pueblo había perdido a un gran chico, no lo conoció bastante, eso era verdad, pero estaba seguro, ahora, aunque tarde, tenía la sensación y casi hasta la certeza, que habría resultado muy interesante haber sido su amigo. Muchísimo más interesante que la falsa amistad aquella de alguien sin alma, la amistad, de un absoluto totiso, “¡un bellaco!” le habría gritado El Capitán Trueno, pues, eso, es lo que era Berto el Andoriña, un bellaco o, como decían en el pueblo, perdonando la palabra, “un come mierda”. Ahora mientras lo pensaba sentía asco de sí mismo. Siempre, durante todo el tiempo trascurrido, uno año se había cumplido hacia pocos días, había evitado por todos los medios pensar en ello. Tenía la onda sensación de poseer una mente absolutamente dañina. Una mente que truncaba mortalmente las vidas que se cruzaban en su camino… Por eso prefería no pensar.

- Ernestito… ¿No estarás esperando hay a los Andoriñas? – Le preguntó Antonio Tata, el canalero, que bajaba. – Es que acabo de bajar alistando la tajea por la hoya de Evaristo y, allí, estaban cogiendo la cochinilla los dos hermanos, Berto y Luisito. Te lo digo,… porque como ustedes siempre andan juntos.

- Pues ya no, Señor Antonio, ya no. – Le contestó algo brusco el Capitán. Le fastidiaba, que fuera, precisamente, Tata, al que tenía por un fachento, (engreído, dándose aires), quien se lo preguntara – Nos enfadamos. Berto el Andoriña es un singuango. Señor Antonio, créame, el totiso ese no tiene ni fisco de palabra.

- Si tú lo dices... – Dijo el canalero con socarronería.

- ¡Cabrones! – Gritó Ernesto poseído por la ira y ya sin poderlo remediar – ¡Claro que los estaba esperando! ¡Me engañaron otra vez! ¡Ya no me voy a juntar más con ellos!

-¡Tranquilo muchacho! – Le dijo Tata – Los amigos suelen darnos ésos disgustos. Lo bueno, es que ellos mismos se destapan. Se dejan el culo al aire, sin ton ni son y, si somos listos, ya no pueden engañarnos más… como dice el dicho “a perro macho una vez lo capan”.

- Me voy señor Antonio. Me voy. – Dijo Ernesto apurado, recogiendo todos sus apatuscos.

- Así, que te vas corriendo detrás de ellos a recoger las sobras, será… ¡Cuidado no cojas pulgas! - Le respondió Antonio Tata, picándolo, por oír al muchacho.

- Mire, Señor Tata, ya se lo dije antes, con Luisito no sé, porque es chico y el pobre sé que no tiene la culpa de ná, pero con Berto el Andoriña, yo no me junto más; y eso lo cumplo Señor Antonio, por esta – dijo besándose el nudillo del dedo gordo de la mano derecha – por eso los chicos me llaman el Capitán… porque, tengo palabra, me oye, y odio todas las injusticias como hace siempre el Capitán Trueno cuando va caminando por el mundo al encuentro de aventuras… Ahora mismo, me voy para la hoya de Los Gatos, que no crea usted que está mala de cochinilla, los granos son gordos y grandes como la grana del balo blanco; en lo que queda de tarde, todavía, si me doy prisa, puedo coger cerca de un kilo de cochinilla y darle a esos dos por los besos.

- Si vieras que me alegro que no vayas a la maldita hoya esa… Dicen, que Cho Evaristo, al ver como siempre le cogían la cochinilla, y que nunca le dejaban ni unos granitos ni siquiera pa consolarse, se encabronó tanto el hombre, que se fue a La Villa y se lo dijo a su tía Nora, que es una vieja que ronda el siglo, toda cerrada de negro, y con un pañuelo amarrado siempre debajo del guargüero, que apenas si se le ven los ojos, petuda, y con una mantilla que arrastra los flecos por el suelo haciendo surcos como si fueran las lanas de un carnero, así es la tal señora, como te digo, es una verdadera bruja. Al parecer, a Cho Evaristo, su tía Nora le preparó una buena sopa, mezcla: de patas de rana, del cuerpo de algunos sapos, rabos de lagarto, y también hígado de perenquén. Dicen que tuvo aquel cocido al fuego hasta que, la sopa aquella, redujo tanto, que ya cabía dentro de un dedal. La vieja, después de eso, dicen que puso los ojos en blanco, invocando al maligno, y, “El Perro Maldito”, al toque de su llamada, enseguida se presentó. Evaristo cogió el amarre aquel que le dio su tía, y volvió a la hoya y repartió sobre los cuatro linderos todo lo que iba dentro del dedal. Desde entonces, dicen que el perro, aunque nadie lo ve, allí está, y que baja y que sube como un chacal, con los dientes fuera, cuidando los linderos de la hoya. Que, ni un solo grano de cochinilla, va a aprovechar a nadie que no sea Evaristo, el dueño. De eso se encargan bastante bien, la vieja Nora y el perro, para que nadie haga, ni lo negrito de una uña, de negocio, a costa de la cochinilla de su sobrino… Pero tú no hagas caso, que todo esto no son más que cuentos Ernestito, sin embargo, me alegro de que no vayas para la hoya esa… no es por nada, pero me quedo más tranquilo…

- Señor Antonio, que hace tiempo que yo dejé el biberón, y ya no creo en esos cuentos de brujas y chupasangres y, mire, cuando estemos solos, ¡por favor!, no me llame Ernestito, mejor, llámeme Ernesto, Capi, o, Capitán.

- Capi, Capitán ¡Ah! Ya veo, que tú también estás envisiao en esos colorines del Capitán Trueno, como los chicos míos. Pero, pa que veas, que yo también te voy a contar un secreto, Capitán. El secreto es,… – comenzó a decir Tata, quitándose lentamente el sombrero de la cabeza, con la actitud, la parafernalia, y el recogimiento, del que va a hacer una gran revelación – te voy a decir, que, cuando nadie me ve, yo también miro esos colorines, pero, me da mucha rabia, es que soy un inútil, pues no me entero de nada de lo que dicen, porque a mí, mis padres nunca me mandaron a la escuela. Ernesto, el caso, es que no se hacer ni la o con un canuto y nunca aprendí a leer. Bueno Capi, corre ya para la Hoya de los Gatos, que se te va la tarde. ¡Ah! Y, me puedes llamar Tata y, da lo mismo, que estemos solos o que haya gente, de cualquier forma, y según te cuadre,… ¡puedes llamarme Tata!

Esa tarde, estaba ya pardeando cuando Ernesto regresó para su casa de la Hoya de Los Gatos. El muchacho venía enseñando los dientes como un curiel, pues traía la boca abierta todo lo que le daba, de más lejos se le notaba la alegría y que regresaba más contento que unas pascuas. El motivo, era, que tal y como le había dicho al canalero, las pencas aquellas estaban bien cargadas, y apenas si tenían de ese polvo blanco y molesto que a veces acompaña a la cochinilla, pues en las hojas, solamente se apretaban apeñuscados y a punto de estallar, los oscuros granos de cochinilla repletos de pura sangre morada. Por eso mismo, la tarde le cundió bastante. Estuvo raspando las pencas todo el tiempo, y por eso, lógicamente, cuando el Capitán regresó a su casa, no era extraño que viniese contento y alto de moral, pues, en el cacharro grande, traía algo más de un kilo de cochinilla.

-Ernestito – le recriminó su madre – cualquier día te vas a matar por esos andurriales corriendo detrás de la cochinilla.

- No se preocupe madre, que yo tengo cuidado.

- Cuando se hace de noche y no llegas, hijo, me pongo nerviosa, tengo miedo que te haya pasado algo, a tu padre le da lo mismo, él ni se entera, se pasa la tarde en la cantina jugando al envite y, allí se olvida de que el mundo existe y hasta de que tiene hijos.

- ¿Se acuerda madre de Marcos, el hijo de Candelaria, y que los chicos, de nombrete, lo llamábamos Rico Pelo?

- Claro, pues no me voy a acordar y, la desgracia, del pobre, caerse al ir a cruzar el canal. Si no es por los cacharros y la cochinilla desparramada por el suelo no se hubiera sabido nunca que se lo había llevado el canal. Lo fueron a encontrar allá abajo, atravesado dentro de la tanquilla, antes de coger el sifón que cruza cerca del Puente de Las Tablas. Pero… ¿Por qué me preguntas por el chico ese, hijo?

- Madre, es que el día en que a Marcos le pasó eso, el se nos había adelantado y cuando llegamos nosotros, El Andoriña, El Sarantontón y Yo, él ya salía de la hoya de señor Evaristo con un cubo lleno de cochinilla. Me dio mucha rabia, madre, porque Rico Pelo se la había cogido toda, y él seguía sonriendo y sonriendo sin parar, en ese momento, le odié tanto, madre, que pensé ¡muérete!, no lo pensé de corazón, fue la rabia, madre, sin embargo, Marcos se murió, y yo llevo ese peso en el alma, pienso, si habrá sido mía la culpa de su muerte, madre.

- ¡Qué dices, loco! Si los pensamientos malos mataran, hijo, yo hace tiempo que hubiera terminado con medio pueblo. El chico, fue a pasar el canal por donde no debía, los chicos a veces olvidáis el peligro, a él se le fue el pie, se dio en la cabeza, y se lo llevó el canal y se ahogó. Creo que estaba de ser así, que ese era su destino, eso es todo, y tú, no te atormentes más, hijo mío, que vas a terminar con la cabeza como una zumbadera. Si quieres un culpable. El destino. Un consejo de madre, hijo, “si uno se acompaña siempre de la prudencia, el destino suele hacerse esperar…” Este dicho, de chica, siempre me lo decía mi padre, y creo que no le faltaba razón.

- ¡Gracias madre, gracias, que haría yo sin usted! – le dijo Ernesto abrazándola.

Esa noche, cuando Ernesto se fue a la cama, soñó cosas muy extrañas, pero a la vez, tan absolutamente reales como las noticias que daban todos los días y que él escuchaba a la una y media en el parte de la radio. ¡Maldita sea! Si, a los norteamericanos, hasta ese momento, hasta ese mismo día, él los había considerado sus amigos, si eran ellos, los valientes, los héroes, que siempre luchaban contra aquellas fieras sin alma, aquellos malditos rojos del Vietcong, comandados, por aquel, al que llamaban, Iluminado, Ho Chi Minh. Solo oír pronunciar la palabra Hanói, ya le producía espanto, porque aquella ciudad era la capital de los comunistas, de allí venían los soldados del Vietcong, lo contaba Cirilo Rodríguez, que informaba por la radio desde Nueva York. Por eso, no podía entenderlo, “que les habíamos hecho nosotros a los norteamericanos – se decía – para que nos estuvieran bombardeando con NAPALM desde los gigantescos B 52”. A él, no le cabía ninguna duda, los americanos se habían vuelto locos, porque, si no, como se explicaba, que, como malditos demonios, a base de fuego, estuvieran arrasando todo el pueblo. ¿Para eso nos mandaban la leche en polvo que nos repartían en la escuela? Para engolosinarnos y podernos matar mejor… Antonio Tata se había quitado el sombrero, lo había estrujado entre las manos y lo había tirado al suelo con rabia y poniéndose la mano en la frente en forma de visera, contemplaba, desolado, como la tajea que bajaba de las Canales se había convertido en una serpiente fuego, porque el agua que corría por ella se había incendiado con el NAPALM y, la tajea, las altabacas, y todos los hierbajos secos a su alrededor, ardían. Después, como cuatro cuervos de metal, pasaron en vuelo rasante cuatro aviones Fhantom, lanzando bombas rompedoras sobre el pueblo, como si los perros y las cabras de los vecinos del pueblo, fueran un cuerpo de ejército, o una columna terrible de soldados atrincherados del Vietcong, armados hasta los dientes. Aquello, era una absoluta locura. Para rematar la operación aérea, y así doblar de una vez y para siempre el espinazo al enemigo, pasaron sobre el pueblo un par de helicópteros, tableteando y barriendo el suelo con las hélices. Los aparatos venían muy bien artillados, equipados a la última, provistos de excelentes lanzallamas, para incendiar los peligrosos gallineros y borrar, finalmente, de la faz de la tierra a todos los enemigos de América, que permanecían ocultos, agazapados, quizá, tras las boñigas, la nube de moscas o en aquella nublazón etérea, de vapor gris, que exhalaba aquel orín intensamente amoniacado de los corrales de las cabras. El tableteo de las aspas se fue apagando perdido en la distancia, pero los pobres animales quedaron allí con las patas abiertas, achicharrados como cucarachas dentro de los goros, tan chamuscados y tiesos, como cuando se ponen a asar en una vara verde, una sarta de pajaritos. Aquello ya era demasiado, Ernesto pensó entonces, mientras dormía, que, aquello, era tan horrible, que solamente podía ser un sueño. Las imágenes se iban sucediendo y encadenándose unas a las otras, como un corro espantoso de brujas, danzando en una orgía macabra, todas cogidas unas a otras de las manos. Con el relumbrar de los lanzallamas, Ernesto el Capitán, por un instante, levantó los ojos y miró hacia la hoya de Evaristo que permanecía sumida en la penumbra y, allí, vio brillar como dos brasas encendidas, los ojos de una fiera, y su silueta, difusa, apenas perceptible, que recorría el terreno sin descanso, subiendo y bajando sin cesar a lo largo de los linderos de la finca, rugiendo de manera achaflanada y bronca, como el sordo gruñir de un cochino, y arañando el suelo con las uñas, soltando espumarajos y ajeno por completo a la batalla. “¿Que será del Andoriña y del Sarantontón, estaban allí, en la hoya, cogiendo la cochinilla? Debería de ir a ayudarlos,… pero ahora no, ahora no puedo,… tengo las piernas de trapo y no puedo levantarme” – Pensó Ernesto mientras dormía.

-¡Cabrones! – Les gritaba Antonio Tata a los de los aviones, furioso, desafiándolos con el puño y más blanco que las cartas, mientras los veía alejarse - ¡Toletes! ¡Belillos! ¡Hijos de la gran puta! ¡Cabrones! ¡Yo soy el canalero! ¡Yo soy! ¡Tírenme a mí! ¡Cobardes! ¿Por qué? ¿Por qué me están haciendo esto? ¡Por qué atacan a mis tajeas! ¿Por qué me están quemando el agua?

En ese momento, El Señor Regla, repeinado y tieso como un junco, salió al patio de la escuela seguido por la señorita Remedios, la maestra. Los dos estaban discutiendo. Ella era una ferviente defensora de los valores del estado, de los sólidos pilares y de todos los sagrados fundamentos instaurados por el Régimen y la santa madre iglesia. Hacía formar a diario en el patio a todos los alumnos y las alumnas (separados por sexos, claro), con el brazo derecho bien estirado, hasta casi tocar con los dedos el hombro del que iba delante, y de esta manera los hacía desfilar marcialmente hacia la clase, mientras iban cantando el “Cara al Sol” o el “Himno Nacional”. Indalecio, aunque manejaba la regla como nadie y tiraba de los pelos de las patillas como el mejor, en cambio, él, aunque solamente fuera por simple desidia o por apatía, lo cierto, es que no sentía ningún interés por mantener inalterables las consignas aquellas de La Santa Cruzada o, las llamadas del espíritu del Régimen, creado, decían, para durar cien siglos. Cuando la Señorita Remedios faltaba, los chicos hacían filas y entraban a clase sin cantar himno alguno, hablando entre ellos e incluso, si Regla no estaba mirando, algunos se atrevían a echarse entre ellos la zancadilla.

- Pues yo, me niego. – Respondió Inda.

- Claro, que tú te niegas. No solo te niegas Indalecio, sino que nunca haces nada. No mantienes los sagrados valores de la patria; ni siquiera eres capaz de mantener el orden y la disciplina. Eres nefasto. ¡Nefasto! ¡Dios Santo! Con gente como tú, enseguida volverá, como antes, a reinar el desorden y el libertinaje en las escuelas…

- Remedios, – le dijo Regla, despacio, muy despacio, tratando de mantener la calma – eres una mujer inteligente, de eso no me cabe la menor duda, usas gafas de pasta, eres católica, incluso, eres una católica ejemplar, y tu padre, como bien sabemos todos, es un coronel retirado del ejército de tierra, un mutilado de guerra con el pecho entero cargado de medallas, un héroe, un patriota, todo eso es cierto, lo sé; entonces, por eso mismo te lo digo, mujer, si tan segura estás, dala tú misma, dala, y no lo me pidas a mí, no le pidas a un pobre maestro, que de esa orden criminal.

- ¡Americanos! – Gritó, ásperamente, la Señorita María de los Remedios, saltando como un resorte ya harta de esperar. – ¡Americanos! ¡Yo les ordeno, americanos! ¡Les ordeno, que bombardeen de una vez con el agente naranja! Como maestra de este pueblo y, como defensora de los valores de la patria, de Cristo, y de nuestro invicto Generalísimo, caudillo y general de todos los ejércitos, Yo, os lo ordeno, bombardeen. ¡Bombardeen! Sequen de una vez todas las pencas de Cerro Blanco. ¡Aniquílenlas! Que los chicos no encuentren jamás un solo grano de cochinilla. La cochinilla los vuelve insolentes, los llena de codicia, porque les da, dinero, y el dinero les da una cierta libertad. Y, eso, no puede ser. La libertad, no, no puede ser. ¡Eso es la perdición! ¡Irán al cine… y comprarán revistas… y muchas, muchas golosinas…! ¿Dónde está el sacrificio? ¡No habrá! ¡Entonces, esto será Sodoma… y, Gomorra!

¡Bombardeen las pencas yaaaah! – Gritó, finalmente, dirigiéndose a las oscuras siluetas de los aviones que volaban como buitres encima de sus cabezas, ya en un último esfuerzo, casi al extremo del paroxismo y con la voz completamente rota de tantas órdenes y de tantos gritos.

Una avanzadilla del ejército de tierra cruzó en ese momento sobre el Puente de Las Tablas, eran tres soldados americanos, además de un cabo primero y de un sargento; venían subidos en las espaldas de un jeep, un Willis, algo destartalado. Los norteamericanos subieron curveando la carretera y se detuvieron en la plaza. Los cinco militares, traían, como camuflaje, los cascos adornados con ramas de balo y algunas varas de cornical.

Don Telmo, el cura, a quien la muerte, decían en el pueblo, que hacía tiempo que le daba de lado, pues parecía que se había olvidado de venirlo a recoger, quizá, porque allá, bien, en el averno, en la corte celestial, o donde fuera, aún, no lo necesitaban, o bien pudiera ser, también, que se debiera, a que temían aquella tremenda fetidez, recocha, que emanaba de su aliento, proveniente de lo más hondo de sus entrañas; lo cierto, es que ahora estaba allí, que salió de la casa parroquial, y avanzando, lentamente, encogido de hombros y cheposo como un viejo erizo, se acercó a los soldados que, sin apearse del Willis, apuntaban nerviosos con su fusil ametrallador, mirando hacia todos lados. El sargento se apeó del jeep, se cuadró delante del cura y lo saludó a la manera militar, levantando la mano y situando el dedo corazón al lado derecho del casco, luego relajó un poco la postura y le dio la mano al cura.

- Yo, soy Telmo, el cura – Se presentó el párroco.

- ¡Ah! Temu, eh cuga… ¡Ah! Entiengo. Yo, sagento Smith. A… ga… oden. – Chapurreó el sargento.

- Sean ustedes bienvenidos – continuó el cura – pueden hacer su trabajo, libremente, nada hay que se lo impida, pero, tengan en cuenta, que a la casa parroquial y a la iglesia, han de respetarlas, que eso es un lugar sagrado. Me entiende, sargento.

- Entiengo, pefetamente. ¡A… ga… oden! Olray, Temu.

- Olray, sargento Smith. Ahora le ruego me excuse, pues me retiro a orar, por el pueblo y, por ustedes, sargento. Adiós, sargento. – Le dijo Telmo mientras enfilaba su enorme nariz hacia su madriguera, avanzando hacia ella con pasos lentos y con el cuerpo encogido, echado sobre si mismo como un gato entecado.

Los soldados se quedaron allí, en la plaza, y siguieron apostados sobre el jeep, con la bandera de las barras y de las estrellas ondeando sobre sus cabezas y, con sus armas listas, apuntando hacia todas partes, seguramente esperando refuerzos para entrar en combate.

Señor Agustín, el carpintero, inquieto, y con recelo, miraba desde el interior de su carpintería al pequeño grupo de soldados norteamericanos que aún permanecía apostado sobre el jeep aparcado al borde de la plaza. Los observaba con los ojos abiertos como platos y con las palmas de sus manos muy blancas, absolutamente pálidas, casi lívidas a consecuencia de estar apoyadas tanto rato sobre el frío cristal de la ventana empañado por el vaho.

Antonio Tata bajaba en ese momento de Las Canales hacia la plaza. El hombre venía sudando y con la frente toda cubierta de ceniza blanca. Traía el sombrero arrugado como un churro en una de sus manos, y aún conservaba al caminar una cierta arrogancia, innata en él, seguro, pero desde lejos se le notaba que traía el semblante descompuesto, totalmente desesperanzado. Nada más ver a los soldados, soltó el sombrero y se apropió de una media docena de piedras que había al borde de la calzada y, enseguida, comenzó belillazo va y belillazo viene contra ellos y a insultarlos. Una de las galgas le dio de lleno en el casco a uno de los soldados y de lejos se oyó el campanazo. Los soldados, al ver avanzar hacia ellos, al loco aquel, apedreándolos, por orden del sargento, se limitaron, de momento, a tirarle algunas ráfagas de bala, delante y alrededor suyo, para intimidarlo y que se detuviese, pero sin descartar abatirlo, finalmente. Las balas silbaban y echaban chispas al rebotar en el empedrado a los pies del canalero, yendo a empotrarse finalmente en los muros de las casas, y levantando una enorme polvareda al tirar al centro mismo de la calle trozos blancos de encalado. Sin embargo, Tata no se detuvo hasta que no les tiró la última de las seis piedras, después se agachó para coger otra tanda de piedras y, en eso estaba, cuando una enorme sombra cubrió el cielo dejando todo a oscuras “ya están hay otra vez, los malditos aviones” – se dijo pensando que volvían los B52 – pero se equivocó, pues lo último que vio al alzar los ojos, fue, al jeep aquel, levantado por las poderosas garras del Ave Roc y a los pobres soldados, tratando de sujetarse a los hierros del Willis para no caerse, mientras soltaban el armamento de las manos y éste caía al suelo quebrándose en pedazos. Antonio Tata, que no sabía nada hasta entonces de aquel gigantesco águila, pues ni siquiera sabía de su existencia, ni de que se trataba del célebre Ave Roc; un animal, bastante singular y legendario que a veces aparece volando sin saber de donde, aleteando misteriosamente en el curso de algunos de esos sueños difíciles y atormentados que tenemos, pero él, de momento, se sintió más tranquilo, por eso se pasó mecánicamente la mano por la frente, despejándola un poco de todo el sudor y la ceniza acumulada, desarrugó el sombrero y se lo puso. Por un momento se paró allí, respiró hondo, y llenó los pulmones profunda y tranquilamente. Tal vez ahora, si que comenzarían a cambiar las cosas, se dijo. Vio, al Ave Roc, volar majestuosa, adentrándose en el cielo y contempló como el pájaro aquel, poco a poco iba tomando altura, llevándose al jeep entre sus garras. Tata continuó allí, parado, mirándolo, impertérrito, viéndolo alejarse, hasta que el Willis, era ya para sus ojos, más pequeño, más insignificante y diminuto que una simple cajilla de fósforos.

-¡Atiza! – Dijo Crispín, agarrándose a las cuerdas, desde la barquilla del globo del Capitán Trueno – Mira, allí, es el Ave Roc que se aleja con una máquina de hierro entre las garras. ¡De buena nos salvamos!

- ¡Por el gran Batracio Verde! – Exclamó Goliat – Descender fue nuestra salvación, Capitán. Como siempre, diste en el clavo, acertaste de nuevo, Capitán. ¡Por todos los Batracios Verdes del mundo! Descender el globo y ocultarnos dentro de las cerradas paredes del cañón de ese barranco, finalmente nos libró de las garras de ese pajarraco.

- A ver si ahora la providencia nos envía algunos vientos favorables, que eleven e impulsen con fuerza a nuestro globo, para llegar pronto hasta el Reino de Tule, la patria de Sigrid. – Dijo el Capitán Trueno sonriendo, mientras el globo se levantaba, flotando, majestuoso, y moviéndose ligero como una pluma arrastrada por el viento, volando lejos de allí al encuentro de nuevas aventuras…

No bien había partido el globo del Capitán Trueno, cuando Ernesto, situado todavía dentro de la piel estirada de su propio sueño, revivió de nuevo una escena acaecida unos años atrás. Fue en un día de lluvia, cuando él regresaba de la escuela. No fue ese, precisamente, su día de suerte, pues, tropezó, y fue a parar cuan largo era, en medio de un gran charco; aunque a decir verdad, aquello más que un charco, lo que era, es un enorme lodazal y, con él, también cayeron, dos tanques, y varias piezas de artillería, su pequeño Willis, y un pelotón entero de infantería de sus diminutos soldados de plástico. Se trataba de auténticos marines, eran de color verde oscuro y totalmente equipados: con su casco, camuflaje, botas, un fusil ametrallador y además, también, como no, llevaban sus correspondientes granadas, no podían llevar menos, unos dignísimos hijos del Tío SAM como aquellos; aunque él bien sabía, que habían sido alumbrados a este mundo, por la abertura de las bolsas de Rol, el magnífico detergente en polvo, que su madre utilizaba siempre para lavar la ropa.

Y así, de esta manera, fue como se despertó, con él allí, tendido de barrigas sobre el lodo, lo mismo que su pequeña tropa, también hundida por completo, y reducida a la tremenda humillación y a la deshonra que suponía caer sobre aquel charco de fango maloliente. La Luna llena estaba inmensa esa mañana, aparecía allí frente a él como un gran globo repleto de luz, y él la miraba absolutamente deslumbrado, sin poder siquiera abrir los ojos, como si se tratara de una fantástica yema de huevo, amarilla y muy brillante, suspendida sobre la tierra a pocos metros sobre el suelo. Su resplandor entraba por la ventana y lo iluminaba todo en un tono amarillento, como si las cosas en su cuarto estuvieran enfermas y asomara ahora en ellas de pronto, la ictericia. Por la calle para arriba iba un perro de caza caminando en zigzag, y haciendo sonar a hueco, al arrastrarlo, un tanganillo grande que llevaba colgado al cuello. A esa hora ya se escuchaban los cantos de los gallos contestándose unos a otros desde los diferentes gallineros de Cerro Blanco. La burra de Cuco, que andaba suelta esa mañana luciendo sus mataduras, con pasitos cortos se dio un par de vueltas por la plaza, seguramente, buscando agua, y arrastrando un trozo de soga roto se volvió a marchar por donde mismo vino.

¡No lo podía creer! – Ernesto el Capitán, respiró a pleno pulmón – Pero si no olía, ni a pólvora, ni a NAPALM, ni a cabezas de fósforos ardiendo, ni a la chamusquina de los corrales y de los gallineros incendiados… Solamente llegó hasta su nariz, aquel olor tan marcado, tan conocido y tan familiar; como era, la fuerte pestilencia, el tufo, intensamente acre, a las meadas de los gatos, que impregnaba asquerosamente todo el pueblo. ¿Entonces el pueblo seguía en pié? ¡Fantástico! – Se dijo - ¡Ños! ¡Que alegría! ¡En los bardos de pencas seguirá reinando para siempre la cochinilla! – Pensó.

Antes de acostarse de nuevo, para seguir soñando, ahora, ya, solo, en nopales, cubiertos todos ellos, por las espumas y el oleaje de verdaderos mares de cochinilla, Ernesto vio salir corriendo en batilongo de la casa del cura, a Juanilla, la criada. Más tarde, ya por la mañana, en la venta de Pepe, cuando él fue a llevarle la cochinilla, oyó la rebambaramba, pues en el pueblo no se hablaba de otra cosa, se enteró, que, como habría dicho Antonio Tata o, incluso hasta su propio padre, “a Don Telmo, esa mañana de madrugada, lo habían venido a buscar, y que, finalmente, el viejo cura había entregado su alma al diablo”.

- Aquí tienes un kilo y cien gramos de cochinilla – Dijo Pepe el ventero, con el semblante bastante serio, mirando por encima de las gafas, después de vaciar el contenido del cacharro, dentro del platillo niquelado de la balanza DINA, situada en el lado derecho del mostrador. – Ernesto, no mires de esa forma la aguja de la pesa, que parece que se te van a saltar los ojos. Ya sé que la aguja pasa de los doscientos gramos, ya lo sé, pero es que yo, si no descuento los cien gramos por kilo de cochinilla, pierdo dinero, con lo que esto merma, cuando la pasen a recoger, en kilos cuento las pérdidas. Así, que el que quiera vendérmela, con esa condición la compro. ¿Me entiendes?

- Yo no le he dicho nada a usted, Pepe. Usted sabe lo que tiene que hacer en su venta. Pero a mí, desde chico, mi madre siempre me ha dicho “Ernestito, mira siempre la báscula,… mira que no se vayan a equivocar en el peso” y usted sabe, Pepe, que yo siempre le hago caso a mi madre, siempre.

- Eso está bien, Ernesto. Usted, hágale caso a su madre, que así no va mal encaminao.

- ¡Como pa no hacerle caso Pepe! Todavía, mi madre se quita la chola y me atiza con ella en el nalgatorio. Mi madre manda mucho en mi casa, pero es la mejor madre del mundo, Pepe, eso si.

- Y la más que te quiere, Ernesto, de eso puedes estar seguro. Mira, son mil ciento veinticinco pesetas. Y no es que me importe, pero ¿qué vas a hacer tú con tanto dinero? – le preguntó el ventero, garabateando la cuenta, multiplicando aquellos números grandes y dispares como callaos de la mar, sobre la superficie rugosa del papel vaso.

- ¿Qué que voy a hacer…? ¡Qué que, voy a hacer! ¡Le diré! Lo primero, sáqueme la libreta de los fiaos del mes, de mi madre, a ver si me alcanza el dinero pa pagárselos. Pero, hasta que ella no venga a pagarle, usted hágase el tolete y mejor no le diga nada. Pa darle una sorpresita, Pepe. Ya sabe, pa que se lleve ese poquito de alegría…

- Espera, que te voy a hacer la cuenta. – Le dijo Pepe sacando la libreta de los apuntes y sumando las cantidades – A ver, a ver: sumando, cero, cero, mata cero, y no llevo nada, ta, ta, ta, ta, taá…, y cinco, y nueve, y dos, y seis, y ocho, y ta, ta, ta taá… y siete, y nueve, y cero, y uno, y cinco, y ta, ta ,ta taá… ya y, ejem…, ejem,… en total, ejem, son: ochocientas ochenta y siete pesetas, lo de la cuenta de tu madre. Así, que si me cobro de las mil ciento veinticinco, te tendría que dar, a ver,… de siete a quince ocho, llevo una, de nueve a doce tres, llevo una, y de nueve a once dos, así que son, exactamente: doscientas treinta y ocho pesetas… ¿Qué te parece Ernesto?

- ¡Estupendo! Pepe, si todavía hasta me sobra dinero. Ponme: dos tortas de Vilaflor, un par de tiras de regaliz, una libreta de resorte, dos lápices y una goma, y si la tienes por hay, también la última aventura del Capitán Trueno a todo color. Estoy intrigado, tengo ganas de saber si por fin llegan en globo al reino de Thule.

- Bueno, a ver si mañana, me traes otra vez, tanta cochinilla como la de hoy. Después de lo que les pasó ayer a los chicos, a Berto y, sobre todo a Luisito; no cuento, de momento, con más cochinilla que la que puedas traerme tú. ¡Pero, da gracias a que te engañaron y que se fueron solos pa la hoya de Cho Evaristo!

- ¡Cuéntemelo Pepe! ¿Qué fue lo que les pasó? ¡Dígamelo! Yo, de esto, sí que no sabía nada…, primera noticia… ¡Cuéntemelo!

- Ya sé que no sabías nada del asunto. Antonio Tata me lo contó esta mañana. Me dijo que los chicos te la habían jugado bien jugada, ayer, y que tú te habías marchado cabreado pa la Hoya de Los Gatos. Más tarde, ya casi de noche cerrada, cuando Tata subió a asomarse al agua, se encontró a Berto con Luisito al hombro, desmadejado como un trapo.

Al parecer, los dos estuvieron cogiendo cochinilla hasta que los cogió la noche en la hoya de Evaristo y, Luisito, como tú debes saber bien, era siempre el encargado de llevar el cacharro grande con toda la cochinilla y de cargar con toda la morralla de cacharros más pequeños que también llevaban para raspar las pencas, para que Berto no perdiera de coger cochinilla mientras bajaban. El caso, es que en eso iban, cuando les cayó detrás un perro de presa, un tajúl grande, ladrando como una fiera, con unos ladridos, tan fuertes, tan potentes, que, según dijo Berto, a los dos chicos de cagados de miedo como estaban se les sacudía el corazón pa arriba y pa bajo, como si llevaran un pájaro suelto dentro del pecho. El bicho venía alborotado, soltando espumarajos y babas, los ojos brillando como dos brasas, y con los colmillos por fuera de la boca dispuesto a destrozarlos. Ellos no sabían, ni se imaginaban siquiera, que Cho Evaristo tuviera un perro. Los chicos dice que corrieron todo lo que las patas les dieron por la hoya pa bajo y, que, Luisito, fue soltando latas, hasta que se quedó solo con la lata grande, una lata cuadrada y con tapa, de esas que vienen con galletas y donde iba toda la cochinilla que habían recogido esa tarde. “¡Corre Luis, corre! ¡Corre Luis, por dios, corre a ver si llegamos al canal!” Le gritaba Berto, que iba delante de él porque corría más, dándole ánimos, pero, ni por un segundo se le ocurrió, ni se le pasó por la cabeza si quiera, quitarle al chico de las manos la lata de cochinilla. Así, que Luisito venía con el perro detrás, pegado a él, apunto casi de cerrar los colmillos sobre sus corvas como la boca de unas tenazas. Mira como es la cosa, que el chico venía tan trancado, del miedo que tenía, que ni siquiera podía llorar. Con la lata aferrada contra el pecho, Luisito bajaba corriendo, al tuntún, sin ver bien el terreno donde ponía los pies y cagándose por las patas pa abajo, claro. Unos cuantos metros más y llegarían al canal, ellos saltarían al otro lado y allí, en seco, seguramente se pararía el perro. Eso pensaban ellos mientras corrían, pero vaya usted a saber lo que pensaba el perro. Bueno, esto último, lo pongo yo de mi cosecha. Los chicos tenían ya el canal bastante cerca, solo los separaban de él cuatro o cinco zancajos más. El caso, es que cuando tenían la salvación ya, a la vista, el Sarantontón tropezó en un matojo y salió volando por los aires, para estamparse contra el suelo un par de metros más allá. En ningún momento soltó la lata donde llevaban toda la cochinilla, pues el chico la aferró con todas sus fuerzas contra el pecho y así cayeron al suelo los dos, aplastando totalmente la lata, y dejándola hecha una pura chapa con el peso de su cuerpo. No se salvó ni un solo grano de cochinilla. Y a punto estuvo Luisito de caer al canal, lo paró precisamente, el muro, que se estampó contra su frente. A esto, dice Berto, que el perro una vez que vio al chico destrompado, allí, en el suelo, dio unos cuantos resoplidos y, con la misma, se volvió a ir por donde mismo vino, ¡mira el jodido!

“¡Luisito, Luisito!” Lo llamaba el Andoriña desde el otro lado del canal, desesperado, porque su hermano ya no se movía. La lengua negra y maloliente del agua del canal, pasaba moviéndose, arrastrándose en la oscuridad, lamiendo como un gato el fondo y las paredes del canal, avanzaba sin tregua, pero serena y sin hacer el menor ruido, solo acompañada desde lo alto por una inmensa y molesta nube de mosquitos. Como el perro se había marchado, Berto saltó de nuevo al otro lado del canal, y entonces vio a Luisito, allí tirado en el suelo y blanco como un papel, porque se le había abierto una tremenda jeta en el centro de la frente, y por ella se le escapaba la vida a borbotones. Sin poderlo remediar en poco tiempo el chico se estaba desangrando. La sangre negra escurría por la cara de Luisito, espesa como una fuente de piche. Berto El Andoriña, dice que no se lo pensó dos veces, y al ver que su hermano no reaccionaba, le dio unos cuantos estampidos en el pecho hasta que Luis espirró pa fuera y dando unos cuantos resoplidos y toses echó la sangre que tenía en la boca y la que le taponaba la nariz. Así mismo, me lo contaba Tata, ésta mañana, todavía sin ser de día. Y que con la misma sangre fría, Berto se bajó los pantalones, se quitó los calzoncillos, y se los metió en la cabeza a su hermano y aprovechando que los gayumbos tenían una pretina ancha, de elástico, le hizo un torniquete con un palo, dándole vueltas por detrás de la cabeza, apretando fuerte hasta que fue parando de salir la sangre. Ya era de noche cerrada cuando El Andoriña trabó el palo del torniquete en el cuello de la camisa de Luisito para que no dejara de hacer presión y, después, como pudo se echó al hombro al muchacho, que iba jediendo como un muerto, porque se cagó y se meó todo en los pantalones, y caminó con él a cuestas, arrastrando los pies por los huertos de pencas y de altabacas, andando en dirección a Las Canales, pues, con el chico al hombro, no podía saltar por allí el canal. Y, bajando Las Canales estaban, cuando los encontró Antonio Tata que subía a darle una vuelta al agua. De allí pa bajo fue Tata el que se echó al hombro al Sarantontón y lo llevó hasta su casa. Los padres del chico, pensaron que el chico venía muerto. El padre enseguida fue a casa de Celestino, que ya sabes, que hace las veces de taxi, con el coche viejo ese que tiene y, de pirata, se los llevó pa arriba pa Santa Cruz. A La Casa de Socorro, dice que llegaron con el tubo de escape del coche echando fuego, pero llegaron. Así mismo me lo contó, antes, cuando vino a comprar el pan, Julita, la del correo, que la llamó por teléfono de arriba, Celestino, pa que le dijera a la familia, que el chico ya había cobrado el tino, que había salido de peligro y, que si no había novedad, esta misma tarde le daban el alta y volvía con él para abajo. Y eso es todo lo que te puedo contar, porque, lo de Don Telmo, ya se esperaba, porque el cura era ya más viejo que el mato de la plaza, pero anda,… que si se nos llega a morir Luisito, después de morirse Marcos, El Rico Pelo, como le decían ustedes, el año pasado, saliendo de coger cochinilla de la misma hoya… ¡Anda, que, si también se nos muere el Sarantontón! – Exclamó, finalmente, Pepe, con el alivio de aquel que se desprende de un gran peso.

-¡Pepe, mi jijo! A ver si me destupes el infiernillo. – Le dijo Seña. Modesta, una viejilla, bajita y culona, nada más entrar en la venta, amenazando al público desde la puerta con aquel artefacto del infierno entre las manos.

-Ya se lo dije el otro día, Dña. Modesta. Que ese cacharro no tiene arreglo… - Le respondió Pepe algo contrariado – tire el chamizo ese de una vez por el puente de Las Tablas, y cómprese un una cocinilla Benavent, de gas butano, como ésta. – Dijo Pepe, mostrándole con orgullo a la vieja, una cocina pequeña de dos fuegos.

-¡Que no sirve! ¡Que no sirve mi infiernillo! ¡Serás tolete Pepillo! ¡Mía que ay que tener gandinga! ¡Tú lo que quieres siempre, es vender! Pues, que sepas, guanajo del carajo, que en este infiernillo, hice la comida de mi marido, la mía, y, hasta que se hicieron hombres y mujeres, la mis siete hijos. ¿Quieres matarme a disgustos, Pepe? diciéndome, que lo tire por el puente de Las Tablas. Pues no. En mi cocina se queda, aunque sea colgado de escapulario. Pepe, jijo, no me partas el corazón.

-¡Bueno, bueno! No se ponga así Dña. Modesta, que no lo decía por ofenderla. Llévese la cocina de gas butano… que ya me la irá pagando… A mediodía voy a su casa con la bombona y a ponerle la manguera del gas butano.

-Pepe, no vamos a decir: ¡Hay Jesús que Ave María! Pero, a vender, mi jijo, no hay quien te gane. ¡Que pena jijo! Si lo mismo fueras pa gautaquiar. Mira pues… ¡Llévamela! Pero, no vayas tarde, que después quiero ir a acompañar un rato el cadáver del finado. No vayas tarde, Pepe, no vayas tarde…, que quiero despedirme de Don Telmo antes de que lo entierren. ¿Sabes que llevaba en el pueblo casi cuarenta años?

Eran ya las nueve menos diez, cuando Ernesto salió de la venta de Pepe. Precisamente, se tenía que marchar, ahora, que era cuando la venta iba llenándose de gente y cobrando vida. Calle abajo bajaba un camión Pegaso lanzando volutas de un humo, azulado, casi transparente, por el tubo de escape. El camión iba a cargar cantos blancos, en la costa, en las canteras de Cerro Blanco. Calle arriba había dos hombres parados en el mismo centro, estaban comentando, sorprendidos, la cantidad de trozos de encalado que habían caído sobre el empedrado de la calle.

-Esto no se explica. ¡Quién diablos tiró al suelo estos trozos de encalado! – Dijo Cuco, que, todavía, después de buscarla desde tempranito, no había dado con el paradero de la burra.

- Si que es raro, Cuco. En la guerra, cuando tomábamos un pueblo, las paredes, por la metralla que les habíamos metido a los rojos, quedaban todas llenas de agujeros y, el suelo, también quedaba todo desparramado de cachos de cal y de trozos de cemento. Pero, por aquí, no ha pasado ningún ejército. Debe ser, que ni sirve la cal, ni tampoco sirve el cemento… Pero… ¿Para desprenderse así? ¡De verdad, Cuco, que esto, yo tampoco lo entiendo! ¡Cruz perro maldito! – Dijo, muy sorprendido, Florencio el de La Gatera, levantando una ceja y desmenuzando entre los dedos un trozo de encalado.

- No, y pa colmo, ¿sabes, Florencio? que anoche se soltó y se me perdió la burra. Y, ahora, que quería echarme un cigarro pa calmar los nervios, no puedo, porque antes, cuando salí de mi casa dejé detrás la fumada. – Dijo Cuco aplastándose el sombrero sobre la cabeza y devorado por la angustia.

-No te comas el sentío, Cuco, y toma esta media caja, que yo ya me voy pa mi casa. ¡Que mira, las horas que son!, y yo aquí parado y con las cabras todavía sin comer – le dijo Florencio metiéndole media cajetilla de Kruger en el bolsillo de la camisa.

Ernesto el Capitán, se apoyó un momento en el tronco del árbol de la plaza y, como lo vio venir, esperó allí a que llegara Tata, el canalero, que bajaba caminando por la orilla de la tajea, de arriba de Las Canales, pálido, con los ojos rojos, y todo desmelenado.

- Tata, ¿Qué te pasa hoy? Pareces un loco, con esos pelos…

- ¡No me digas nada, muchacho! Estoy, que muerdo… No, mejor no me digas ná. – Le contestó Tata, obstinado – Que llevo toda la noche buscando y buscando, tajea arriba y tajea abajo, y no encuentro el sombrero. No sé si se lo llevó el viento, el agua o que diablos pasó con él. Se me debió caer cuando cargué a Luisito, pero, lo único que sé, es que las maguas me están matando, porque era un sombrero nuevo, y de paño del bueno. Me lo compró mi mujer.

- Tata, vete a dormir ya, que bien ganado te tienes un sueñito a pierna suelta. Yo también me voy a la escuela, que no veas cómo se pone cuando llegamos tarde, el Señor Regla. Pero en el recreo, te lo prometo, Tata, que vamos a venir unos cuantos chicos y, por esta, – dijo Ernesto besándose el nudillo del dedo gordo de la mano derecha, que era su forma de jurar – que vamos a andarnos toda la tajea y vamos a encontrar tu sombrero. Vete a dormir tranquilo, Tata.

Ernesto El Capitán cogió la vieja carpeta de cartón con la enciclopedia Álvarez dentro, y las libretas, las aventuras del Capitán Trueno y un par de libros más, se la metió debajo del brazo y comenzó a caminar lentamente hacia la escuela. Se sentía tranquilo. Incluso hasta sonrió. Pues, aquella guerra tan feroz de la noche anterior, que al parecer todos ignoraban, y que él había vivido tan espantosamente desoladora y real, insospechadamente, a pesar de todo aquel tremendo artificio, solo se había saldado: con un herido a punto de darle el alta, con una burra recorriendo sola, a su aire, los muladares del municipio en busca de cerrillos, una calle toda sembrada de cascotes, y un viejo cura, al que, finalmente, vino a buscar la muerte, además, de un buen sombrero que, hasta el momento, continuaba desaparecido.

Ernesto sonrió, tenía ganas de encontrar aquel sombrero y, también de darle un abrazo y unos cogotacillos al totiso de Berto, El Andoriña. No le guardaba ningún rencor a pesar de todo lo que le hizo, es más, ahora, hasta se lo agradecía. El tipo demostró tener mucho coraje y bastante sangre fría, salvando a su hermano Luisito, El Sarantontón.

Esa mañana en el recreo, Ernesto y algunos chicos más, se escaparon de la escuela y fueron a buscar cerca de las tajeas, y al ratito de andar buscando entre las zarzas, allí mismo, encontraron el sombrero de Tata, estaba medio aplastado, metido dentro de unas altabacas y, en él, rápidamente, una ratona preñada ya había comenzado a construir su nido, juntando trozos viejos de tela y algunos rollos de pelo de cabra y de camello.

A la una y media, ya en su casa y, como todos los días antes de volver por la tarde a la escuela, Ernesto El Capitán se puso a escuchar el parte de las noticias de la radio, se sentó frente al transistor, y allí se quedó, parado, mirando fijamente las líneas y los números marcados en la pantalla por donde se desplazaba como una mosca la aguja que sintonizaba la emisora, esperaba de un momento a otro, ver salir por allí a los dueños de las voces. Un día más, Cirilo Rodríguez retransmitía desde Nueva York. El periodista hablaba casi con entusiasmo de los avances del ejército norteamericano, de su inconmensurable poderío, y de los últimos bombardeos con NAPALM sobre algunas aldeas del Vietcong, para tomarlas. Por primera vez en su vida, ese día, Ernesto no se alegró de las victorias de su héroes, y se puso en el pellejo de aquellos pobres aldeanos norvietnamitas, sintió terror, porque, sin saber por qué, o porque sabía, se sintió uno de ellos. Por eso, después de asistir a aquella batalla onírica, que él llamó, Guerra de La Cochinilla, que azoló por completo las casuchas, los patios de cuevas, y los corrales de Cerro Blanco, perdió a sus héroes, y ya jamás recuperó la confianza perdida en el todopoderoso ejército norteamericano, ni tampoco en la señorita María de los Remedios, pues ella, sin saberlo, también fue blanco de esos rencores larvados, que se quedan para siempre grabados a cincel, como surcos, en el fondo de la mente. Aunque, ella, no tardaría en marcharse del pueblo; pues, su dedicación y su extremado celo en favor de la rectitud y de la enseñanza, junto con las influencias de papá, abrieron el camino que la llevó directamente hasta un colegio de prestigio y de pago, especializado en educar, principalmente, a hijos de militares, en un barrio que estaba ubicado cerca de la capital. Y, lo que es la vida, Inda, flechado por el amor, se casó a los pocos meses con la maestra que sustituyó a María de los Remedios. Y, si bien, es verdad, que El Señor Regla no cambió demasiado, pues siguió utilizando como nadie, tanto el tirón de pelos, como también la regla, la llegada de nuevos maestros mucho más jóvenes que él, junto a la marcha de Remedios, tuvo un efecto sedante que fue suavizando la vida de la escuela y pronto hizo desaparecer de allí aquel antiguo funcionamiento cuartelero.

En cambio, lo que si se afianzó, fue su amistad con Antonio Tata y, también, de nuevo volvió compartir muchas tardes de cochinilla y tríos, cantando el “Juan charrasqueado” con Berto El Andoriña y con Luisito, El Sarantontón, que, el muy jodido, se espabiló, y rompió de una vez y para siempre aquellas cadenas que le ataban a su hermano, por su cuenta o, con la ayuda del “Perro Maldito”, pero, lo cierto, es que se creció, y ahora trabajaba para si mismo, mientras, Berto, permanecía callado como un tuso, porque… El Sarantontón, por fin, como un pescado resbaloso, se le fue, se le escapó de las manos, y ahora, ya nada podía hacer para evitarlo.



En la hoya de Evaristo jamás volvió a entrar nadie, pues ni los gatos se atreven a pasar por allí, de hecho, el viejo, hace ya bastantes años que murió, y a las colmenas hace mucho tiempo que se las comió la traza… Pero eso si, lo que son las pencas, aún siguen allí, mejor que nunca, y todas colmadas de cochinilla… Por eso, el pueblo sigue atento, con la vista puesta en la hoya, esperando… Por ver si un día aparece… Porque todavía, aún hoy, no ha llegado el guapo, que se haya atrevido a cruzar la linda.






















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