Viento
(Fragmentos de la guerra)
(Relato inspirado en la guerra de Irak)
Los soldados de su graciosa majestad Isabel II reina de Inglaterra, aliados en la guerra de Irak, llevaban más una semana de asedio permanente a una pequeña aldea, donde un grupo de insurgentes se había hecho fuerte manteniendo sus posiciones. Ni que decir tiene que, los humildes aldeanos que allí vivían, habían tenido que tomar sus escasas pertenencias y marchar con sus familias lejos de allí, casi con lo puesto, abandonando sus casas y sus campos sembrados de sandias y de melones a punto para la recolección. Tuvieron que dejarlo todo y partir. Salir corriendo. Huir para salvar sus pobres, sus miserables vidas, manejadas al antojo de un tirano, de la política internacional, con sus intereses y, la de sus grandes líderes, con sus calentones de cabeza como los de aquel lacónico –¡se acabó!– y sus ideas geniales sobre la mejor forma de terminar con las armas de destrucción masiva de los demás, y, sobre todo, esa manera tan peculiar de erradicar el terrorismo a base de bombardear e invadir países sin pensar en las gentes, en los muertos y en los miles de personas que como ellos vagaban por ahí, sin rumbo y sin saber a donde ir.
Los resistentes estaban cercados y a pesar de su enconada lucha sabían que la derrota era solo cuestión de tiempo. Les iban a freír. Lo sabían. Pero nadie lo entendía. Que ocultos motivos, que impulso podía llevarles a seguir oponiendo resistencia cuando el final estaba cantado. La muerte. Era esa la única certeza y sin embargo seguían peleando como si fuesen a salir victoriosos. ¡Fanáticos integristas! –Pensaba el enemigo –; mientras estrechaba más y más el cerco, en torno a ellos, como un dogal de fuego, para, de una vez por todas acelerar la desaparición y el aniquilamiento absoluto de su víctima.
Nadie entendía tampoco a los británicos. ¿Por qué ese despliegue tan descomunal de fuerzas: por el aire con helicópteros artillados y por tierra con carros blindados y fuerzas especiales de infantería si, al fin y al cabo, solo se trataba de una docena de francotiradores? ¿Por qué arriesgar vidas inútilmente, si les tenían a su merced y el pueblo, no era ni mucho menos un objetivo estratégico? ¿No sería esto también una especie de fanatismo? ¿El hecho de matar a sus adversarios, el hecho de contemplar sus cadáveres panza arriba, eso, en si mismo, no se habría convertido en el único objetivo?
Bueno, quizá la respuesta a esas preguntas habría que buscarlas en la tarde del día anterior. A pesar de su terrible fama los insurgentes hicieron gala de su mejor teatralidad y de todo su poder de fuego para cubrir la salida y la rápida evacuación de los pocos civiles que aún quedaban en el pueblo. Fue un éxito estratégico, pues los civiles en pocos minutos se habían alejado lo suficiente del pueblo por la única zona donde todavía no se había cerrado el cerco. No obstante, ocurrió un suceso bastante desafortunado. Un hecho, que, probablemente ninguno de los contendientes de uno o del otro lado hubiera deseado por nada del mundo.
- ¡No! ¡No! ¡Nooo! ¡Omar, hijo, vuelve aquí! ¡Vuelve aquiií…! ¡Vuelve aquiií…! ¡No vayas, no vayas que te matarán! – gritaba como un loco, el granjero Omar a su pequeño hijo de apenas 8 años. El niño en un descuido de sus padres ocupados en salvar al resto de sus hijos se había dado la vuelta en busca de Viento, su perro, un podenco de caza de su misma edad, que aullaba desconsoladamente porque se había quedado atado en su caseta, ante su casa, bajo el membrillo. El resto de vecinos sujetaron a Omar y a su mujer, que salían en loca carrera tratando de rescatar al chiquillo, haciéndoles ver la cruda realidad. Que si continuaban en su empeño lo más probable es que no regresara ninguno. Tenéis tres criaturas más hacedlo por ellos, –les decían sus compañeros tratando de convencerles – es más, puede que al niño solo le respeten. Quizá a él no le disparen.
El pequeño se volvió y tratando de justificar su acción ante su padre le gritó para que lo oyese bien. – Lo siento papá, es Viento, ya sabes que no puedo dejarlo, hemos crecido juntos bebiendo de la misma leche, él es otro más de mis hermanos. Perdóname papá, vuelvo enseguida. No lo haré más, te lo prometo. ¡Alá es compasivo,…papá, seguro que él nos ayudará!
Omar quiso decir algo a su hijo, pero no pudo hacerlo, no pudo vocalizar, porque una flema de impotencia atenazó su garganta noqueando sus cuerdas vocales. Entonces, dos generosas lágrimas rodaron por sus mejillas cetrinas, apergaminadas, curtidas por el viento y por el sol, huyendo de sus ojos de labriego, cansados y resecos de tanto mirar aquel cielo ancho y calinoso, henchido de peligros y colmado de desesperanza. La madre temblaba aterida de un frío que la obligaba a encogerse sobre si misma rota por el dolor y muerta de miedo. Los ingleses completaban el cerco paso a paso. Los carros blindados trituraban con sus orugas las enormes sandias, oscuras, casi negras y los amarillos y dulces melones, en su avance irrefrenable por mitad de los sembrados.
El niño continuó su camino por el lado derecho de la calle, justo por donde habían salido para huir, ese lado era relativamente seguro. El momento crítico, sin duda, era al cruzar la calle. Pasar al otro lado era exponerse al fuego mortal, nervioso y ciego de los tiradores ingleses. El pequeño Omar se detuvo un instante. Momentos antes, él, con sus padres y sus hermanos, casi a tientas, la habían cruzado, cuando el intenso fuego de mortero produjo en la calle una niebla impenetrable de humo y de polvo.
El perro que ya veía a su pequeño amo al otro lado de la calle daba pequeños aullidos, y aunque ya estaba punto de descoyuntarse, aún tiraba con fuerza de la cadena.
“¡Por Alá, si se rompiera esa maldita cadena…!” Pensaron y desearon los padres del niño y el par de amigos que se había quedado rezagado con ellos esperando el desenlace.
Uno dos tres,… pasos, el niño comenzó a cruzar la calzada. El grupo de insurgentes iraquíes una vez más intentó despistar al enemigo con las ráfagas efectuadas al unísono por una media docena de sus francotiradores. Cuatro cinco,… seis y, una ráfaga de metralla pesada hizo un socavón en el suelo, a un escaso medio metro delante del chiquillo, que se detuvo un momento para luego sortear el pequeño cráter y correr hacia el otro lado.
- ¡Dispare soldado Christ,… dispare redios; que es usted un soldado! – Gritaba el teniente Donalt Rawlen al soldado Christian, ante sus reparos y sus justificables dudas y escrúpulos de si debía disparar sobre el chiquillo.
Siete ocho,… el niño continuaba dando pasos y cuando casi lo había conseguido un carraspeo de metralla lo elevó en el aire y lo mantuvo allí, como a un ángel, levitando con los brazos extendidos durante unas interminables décimas de segundo, después de las cuales se desplomó, y, nunca mejor dicho, porque su menudo y frágil cuerpecillo de niño fue atravesado, aniquilado y derribado por el plomo. Sus padres se abrazaron sin pronunciar palabra. El niño se arrastró apenas unos metros hacia delante, hacia Viento, rectando como una anguila por el suelo, sobre el charco viscoso que formaba su propia sangre aún caliente. El perro se levantó sobre las patas traseras y mirando a su joven amigo ladeó un poco la cabeza y lanzó un lastimero y desgarrador aullido. El chico quiso llamar al animal pero una borbotada de sangre se lo impidió y también le impidió tomar aire de nuevo para respirar y seguir viviendo.
- ¿Qué le ocurre soldado Christ? – Preguntó el teniente Rawlen al joven soldado Christ Patterson, el cual presentaba un rostro demacrado, que oscilaba, entre azulenco y verde aceituna. Al muchacho se le veía claramente descompuesto, hasta que, vomitando con grandes arcadas saltó bruscamente de su puesto abandonando la ametralladora.
- Na,…na,…nada, nada, no me ocurre nada teniente Rawlen. – Contestó Christ, aún con cierta dificultad – Pero…, pero, escriba esto en su informe, que, el soldado Christian Patterson deserta, dimite o como se llame, que se va, que se va, que este es último crimen que comete en esta inútil y loca guerra. Asesinar niños no entraba, no encaja en mis ideales de las cosas que engrandecen a un soldado.
- No sea estúpido soldado Patterson, ninguno podíamos imaginar que se trataba de un chiquillo, por lo tanto ninguno podemos cargar con la culpa de esa muerte. Por lo demás tiene usted una hoja de servicios intachable, y no solo intachable sino ejemplar. Le espera a usted una brillante carrera en el ejército, le aseguro que este que le habla ya ha cursado los informes para que le sea concedida la medalla al valor, junto a la petición de un ascenso hasta el grado de oficial; pues a este pelotón al que he tenido el honor y el orgullo de mandar, no se le olvida que, si ahora estamos aquí con vida, se lo debemos a su arrojo y a su valor, soldado Patterson.
- ¡Gracias teniente Rawlen! – Dijo Chris ya más tranquilo – Pero renuncio a cualquier tipo de medalla, lo que yo hice también lo hubiera hecho por mi cualquiera de ustedes, en cambio el crimen que termino de realizar no todos tienen el suficiente estómago para hacerlo; quizá por ello, jamás pueda arrancarlo ya de mi conciencia. Por eso, en este momento de plena lucidez lo digo: si quisiera, seguramente que yo también encontraría una justificación a este crimen, pero no quiero hacerlo y desde este mismo instante me declaro enemigo de todas las guerras, guerras que nada resuelven y que solo producen muerte, aumentando el sufrimiento y la pobreza. La cárcel de Abud Ghraid, teniente Rawlen, ha sido en esta guerra el cartel de la deshonra para todos los que hemos participado en ella, pero ese cartel se queda bastante corto para albergar todos los crímenes perpetrados.
- Abud Ghraid, no fue responsabilidad nuestra soldado Patterson – dijo el teniente poniéndose tieso, con absoluto aplomo y cargado de dignidad. –Y luego apostilló, contradiciendo el cúmulo de alabanzas que anteriormente le había dedicado – Hay sujetos que no están capacitados para aguantar los sacrificios de una guerra. – Y, ya, para rematar el asunto, salió con una especie de dicho muy usado al Norte de Gales, algo así como “esto es la guerra, nadie te prometió que aquí te darían libras a cuatro chelines”.
Los padres de Omar estaban rotos, como juguetes destrozados, o, como las hojas que arranca, que arrastra y que deseca el vendaval. En un estado absolutamente catatónico, y, con una perplejidad absoluta, tomaron a sus hijos de la mano y siguiendo la estela de sus vecinos, esa tarde, sin mirar hacia atrás, abandonaron para siempre la aldea donde habían nacido ellos y donde pensaron que también crecerían sus hijos y sus nietos. Las sandías reventadas por las orugas de los blindados se desangraban lentamente. Los insurgentes iban cayendo una tras otro y también, algunas de aquellas humildes casas de adobe, se desplomaban bajo el empuje certero de los obuses y los incesantes barridos de la metralla. El teniente Rawlen había decidido tomar y ocupar definitivamente la aldea al amanecer. Los pocos insurgentes que aún quedaban seguramente que a la luz del día presentarían la rendición.
Viento esa noche no paro de aullar. Aullaba con la monótona tozudez de un bramante agitado por la fuerza imperiosa del aire, con un desconsolado aullido de lobo o como un humano cuando llora a sus muertos, así lloraba aquel animal por la muerte de su joven dueño. Rawlen estaba nervioso, muy nervioso. No podía negarlo, era bastante supersticioso. Por la vía directa de una tradición familiar le habían transmitido aquella insana y maldita superstición. El aullido, el llanto terrible, el desgarrador lamento de un perro en la noche, ese era, quizá, el peor de todos los augurios posibles.
Lejos de disimularlo, el teniente aún consiguió compartir sus miedos irracionales con algunos de sus hombres, pasándoles a ellos unas creencias basadas en mitos vulgares que se perdían en la noche de los tiempos. Imbuido de semejantes temores ordenó el repliegue, retrocediendo y ensanchando el cerco unos centenares de metros en torno al pueblo. Todo se ponía de su parte para darle la razón en cuanto a la verosimilitud de sus sospechas. Quizá, aún no se haya dicho todo en cuanto a la propagación y el desánimo, que son capaces de verter algunos mandos en el espíritu de sus hombres.
El caso cierto, es que ni siquiera aquel absurdo repliegue evitó que una granada anti – carro, venida de no se sabe donde penetrara dentro de uno de los blindados reventándolo y saltando éste por el aire hecho pedazos. Murieron sus 4 ocupantes y a resultas de la metralla despedida murieron dos soldados más y 5 quedaron malheridos. El soldado Christ Patterson salvó la vida milagrosamente porque como ya sabemos unas horas antes había desertado después de abandonar su puesto en el blindado que luego sería destruido. El teniente Rawlen mantenía bajo arresto al soldado Christ, hasta que este fuera evacuado junto con los heridos y puesto en manos de un tribunal militar, donde sería severamente juzgado y castigado por haber abandonado su puesto en primera línea de fuego en el frente de batalla. En la noche un soldado herido, en su delirio, en su agitado sueño de morfina, pedía que le devolvieran sus ojos; pero sus ojos habían reventado con la onda expansiva y ahora detrás de aquel lienzo ensangrentado solo quedaban un par de cuencas vacías. Viento continuó aullando casi hasta el mismo amanecer. La casa estaba totalmente horadada por la metralla y de un momento a otro amenazaba con derrumbarse. Sin embargo resultaba imposible acallar el desgarrador e incesante aullido del perro. Los insurgentes hacía horas que no daban señales de vida. El tronco del membrillo que no pudo resistir el tableteo de la ametralladora, fue cercenado por la mitad y cargado de fruta como estaba, su copa cayó aplastando la caseta del perro.
Todo el mundo estaba nervioso. Apenas despuntaba el alba cuando una ráfaga de viento levantó por una caja de cartón y la hizo voltear y volar por el centro de la calle, pero al momento fue abatida por los hombres de Rawlen. Los sanitarios tardaban demasiado en llegar y, en la espera, dos soldados más habían muerto desangrados. El aire de la mañana dejaba pequeñas gotas heladas de rocío sobre las hojas verde mate de los melones. Las sandias continuaban desangrándose lentamente cuando ya, en masa, las hormigas y los mosquitos se habían adueñado de su carne. Sin saber en concreto de que lugar, apareció una niebla espesa, casi metálica, que se movía a ras de suelo; comenzó por los melonares y en pocos minutos la nube de guata había devorado el pueblo, mientras su húmedo y balsámico bao, embalsamaba y envolvía como un sudario los cuerpos fríos de los soldados muertos. Viento aullaba de forma más nítida, ahora la voz de su aullido era más acorde, más limpia desgarradora y penetrante que nunca. Rawlen sudaba, sudaba, pero no era un sudor normal, era una grasa maloliente y pegajosa, una especie de lubricante, producto de una tensión nerviosa extrema y del miedo contenido. Era un miedo irracional y humano como el que cualquiera de nosotros pudiera haber sentido alguna vez. El, ciertamente, pensó, que el maldito perro había sido aplastado por el membrillo. Se equivocó. Totalmente se equivocó. El membrillo solo consiguió romper su cadena y ahora al animal no se le veía, porque la niebla se lo había tragado todo, pero permanecía allí en medio de la calle, junto al cadáver de su dueño.
Ese día amaneció más tarde que nunca debido a la pelágica y profunda niebla, que agudizaba el oído e impedía totalmente la visión. Hasta las 9,30 de la mañana no comenzó a levantarse aquel coloso gris, pero cuando lo hizo, fue con la rapidez del caminante que se despierta y doblando su manta reanuda el camino de nuevo sin apartar bien los telares que la noche había construido en los talleres de sus ojos.
Rawlen ordenó avanzar de una vez sobre el pueblo y tomarlo. Los insurgentes no daban señales de vida. Los carros blindados avanzaban en primera línea y al reflujo de éstos, soldados especiales de infantería iban revisando casa por casa para asegurarse de que el enemigo o estaba muerto o se rendía. A la entrada del pueblo unas cuantas cabras abandonadas aceraban despiadadamente con sus dientes, la corteza blanda, del tronco de una higuera joven. La verdad, es, que en aquella ocasión no hubo prisioneros, porque los que aún no estaban muertos, o salieron disparando a bocajarro y les acribillaron, o ellos mismos se dispararon en la boca con su propia arma y les encontraron muertos. Una docena de gallinas picoteaba la sangre oscura, amasada con la tierra amarilla, de uno de los insurgentes abatidos. El cuerpo sin vida del pequeño Omar desapareció del lugar donde había muerto, en el centro de la calle y, por más que el soldado Patterson lo buscó no pudo hallarlo. A Viento, su perro, le vieron trasponer, desvaneciéndose por completo su pista al final de la aldea. El teniente ordenó seguirle de inmediato.
- Droper, Hank, James, que no escape con vida, persigan a ese maldito perro. –Decía Rawlen fuera de si, mientras el mismo, tomaba la ametralladora y encaramado en lo alto del blindado encabezaba la persecución.
Por un instante observó la silueta del perro que desaparecía bajo un cambio de rasante de la calzada y eso le encabritó aún más y, en su cara roja y grasienta había ahora una sonrisa malévola. Era el presentimiento y la certeza, de que tras aquel cambio de rasante terminaría todo. Todo acabaría con el aniquilamiento de aquel pobre animal; esa era su obsesión, sin ello nada habría merecido la pena para él, ni siquiera la toma de la aldea habría significado nada, ni llenado aquel agujero negro que como un pozo ciego había ocupado el fondo de su alma sucia.
La obsesión siempre ha sido una mala compañera viaje para todos, pero Rawlen, no la vio o quizá no quiso verla. Por eso tampoco pudo ver como varias minas anti – carro agazapadas, perfectamente disimuladas le esperaban en las primeras estribaciones de aquel maldito cambio de rasante. No fue hasta el último momento cuando sus ojos desorbitados vieron como el acero del blindado se abría en mil pedazos,… y su sangre y sus huesos y su carne se fundía en un segundo con el hierro retorcido con el fuego y con el polvo acementado de la calle.
Si el teniente hubiese estado vivo, sin duda, que habría determinado, que en aquel humo entre rojizo, azul y gris de la explosión, podía apreciarse la clara y nítida figura de un perro.
El cielo aparecía denso, y, tan increíblemente bajo, por el humo asfixiante de las explosiones y con los restos de la niebla aún evanescente, que parecía querer aplastar a las criaturas erguidas sobre el suelo. Un par helicópteros habían evacuado a los heridos y el tableteo de sus aspas barrió el suelo polvoriento y rompió la solemnidad de un silencio apenas alumbrado. Los reporteros de la televisión llegaron al lugar casi al mismo tiempo que el coronel que mandaba aquella zona. La chica comenzó la entrevista al coronel (un hombre joven y bastante atractivo) de un modo insinuante, con una sonrisa perversa, casi pecaminosa, que no correspondía ni con el lugar ni con la situación tan trágica que allí se había producido; pero siembra semilla que algo nacerá. Seguramente que nacería en cotización y en multitud de ofertas televisivas, en las próximas fechas de fin de año. El coronel respondió al par de preguntas que habían sido pactadas de antemano y dio las gracias a sus hombres ante las cámaras de la televisión, por haber erradicado uno de los mayores bastiones de la insurgencia terrorista, y habló del honor del soldado, del orgullo de ser británico, de la patria, de la reina y de todas esas sarandajas que dicen los militares para darse importancia y quedar bien.
La aldea era el verdadero paisaje después de la batalla. Todo era silencio. Un anciano, probablemente el único superviviente de la pequeña aldea, completamente ajeno al grupo de soldados que le rodeaba, salió lentamente de entre los escombros con la mirada perdida, infinitamente gastada. Fue dando pasos inseguros hasta llegar al borde mismo del melonar y allí tomó en sus manos temblorosas uno de los melones más maduros y rompiéndolo en dos contra una piedra, llevó una de sus partes a su boca desdentada, para matar la sed y para endulzarla, mientras de sus ojos resecos se despeñaban un par de lágrimas amargas.
*Así me lo contó, quizá para desahogarse el ex - soldado Christ Patterson.
Eliot Parker, corresponsal.
Terminado de escribir el domingo, 9 de julio de 2006.
4 comentarios:
Un crudo relato como lo son todos aquellos que tengan la guerra por argumento. Triste destino siempre el de los civiles y más si son pobres, sean de donde sean, siempre son las víctimas.
Comparto, Servilio, y te dejo un abrazo.
Un crudo relato como lo son todos aquellos que tengan la guerra por argumento. Triste destino siempre el de los civiles y más si son pobres, sean de donde sean, siempre son las víctimas.
Comparto, Servilio, y te dejo un abrazo.
Muchas gracias, Maite, por tu comentario. Como tú dices, triste destino siempre el de los civiles, yo quise o, más bien, intenté en lo posible, ponerme en su lugar y escribí el relato y, cuando, finalmente lo terminé de escribir y le di una lectura completa para detectar los fallos, (soy un flojo, lo confieso) te aseguro que me emocioné, parecía que el relato lo había escrito otra persona. Un abrazo querida Maite.
Muchas gracias, Maite, por tu comentario. Como tú dices, triste destino siempre el de los civiles, yo quise o, más bien, intenté en lo posible, ponerme en su lugar y escribí el relato y, cuando, finalmente lo terminé de escribir y le di una lectura completa para detectar los fallos, (soy un flojo, lo confieso) te aseguro que me emocioné, parecía que el relato lo había escrito otra persona. Un abrazo querida Maite.
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