(Cuento)
¡Señores! ¿Ustedes no han tenido nunca la sensación de que nadie les entiende? ¿No han sentido nunca, la caída libre, el remar contra corriente, o el halago de una caricia a contrapelo? Si es así, se puede llegar asegurar, que lleváis una vida dentro de los parámetros normales. En cambio yo, puedo afirmarles, que de continuo, me muevo en ese terreno risible y pantanoso de la incomprensión y de la duda. Para mayor INRI, siempre caigo, cometiendo una y otra vez un mismo y único pecado. De esta forma, siempre trillo en las mismas eras y chapoteo en los mismos charcos. Este, es el producto quizá, de una vanidad un tanto soterrada o de un protagonismo equivocado que intenta aflorar por alguna parte a la superficie. En público, casi siempre, me arranco con alguno de mis chistes, los cuales, río yo solo, porque, francamente, los encuentro originales y me divierten, pero si alguien más lo hace, es, más bien, ejerciendo una ironía cruel y despiadada, hecha a la medida, para reírse disimuladamente de mí.
En cambio, cuando, de contar un relato en serio se trata, a menudo me acusan de que siempre me voy por los temas más lúgubres, sórdidos y hasta escabrosos. Yo, francamente, creo que exageran. Pero, precisamente, el otro día, mientras les relataba unos hechos a un grupo de amigos me sucedió algo rarísimo. Lo califico de rarísimo, por lo casual, por la forma en que a veces ocurren los hechos y en como éstos, confluyen y se concatenan con el tiempo y con las circunstancias, sin que con ello, quiera yo rendir aquí, un tributo al destino, pero tampoco quiero aventurarme, jugando y apostando todas mis cartas al azar.
Ese día les contaba a mis amigos, un asunto que me relató un colega y amigo, reportero de guerra, un día antes de que se marchara destinado a Bagdad. El tema del mencionado asunto, por lo demás, no es que tuviese demasiada importancia ni trascendencia alguna. Son cosas, asuntos simples, conversaciones normales, temas cotidianos que se hablan entre conocidos a cualquier hora y en cualquier lugar. Mi amigo Ulises –les dije – me contaba sin alarmarse, ni inmutarse lo más mínimo, de cómo había surgido una cadena de casualidades, casualidades que habían hecho que todos sus antepasados varones y de la rama paterna, murieran en el transcurso de alguna guerra.
Mi tatarabuelo – decía mi amigo – murió en Bilbao, durante aquella guerra absurda, donde también fue abatido, y herido de gravedad mortal, el general Zumalacárregui. Mi bisabuelo era soldado y cayó luchando con las tropas capitaneadas por Valeriano Weiler durante la guerra de Cuba. Mi abuelo, a mi abuelo ni siquiera le conocí, pues murió en el centro de Madrid, muchísimo antes de yo nacer, casi al final de la Guerra Civil, aplastado por toneladas de escombros, en un bombardeo criminal de los nacionales. Y, ya, para terminarte de contar, mi padre, reportero de guerra como yo, murió en el Vietnam, en los arrabales de Saigón, junto a otro reportero australiano y varios civiles más, todos victimas, de lo que llaman fuego amigo, poco antes de que los norviednamitas entraran en la ciudad.
Yo no he querido casarme nunca – me decía mi amigo Ulises…
Cuando, de pronto, tuve que interrumpir el relato, pues, la televisión, esa caja tonta que planea sobre nosotros y que marca, queramos o no, el rumbo de nuestras vidas, cortó de súbito su programación para dar una noticia de alcance – luctuosa y triste como siempre.
“Según… según las últimas noticias… noticias… facilitadas a esta cadena por la agencia efe…– Argumentaba el locutor, falto de respiración, con los labios pálidos y con la cara aún bastante descompuesta por el golpe – el reportero, un compañero nuestro, el reportero Ulises Cardenal, acaba de fallecer en Irak, al ser alcanzado por los restos y la metralla de un coche bomba”.
Verán como nos quedamos todos, después de oída y escuchada la noticia, y, como ocurre casi siempre, y aunque lo que les contaba y la noticia, iban firmemente entrelazados, ya no escucharon el final del relato. Comenzaron a lamentar la muerte de periodistas, hablaron de la idiotez torpe y peligrosa de Buhs, del petróleo, de Oriente Medio, del peligro que sería convertir las judías verdes y los calabacines en biocombustible, del elevado coste de la vida, y de varias mandangas más, en las que ahora no quiero entrar, etc.…
Y, yo, para concluirles de alguna manera el relato les diré: que mi amigo Ulises decía… que, no se había casado nunca, porque su oficio de reportero, nunca le dejó echar raíces en ningún sitio, que habría sido una falacia, pensar, que lo hacía, por creer en premoniciones o en vaticinios escritos en el polvo de las estrellas. Él no creía en el destino. Me lo dejó bien claro esa tarde. ¿Dónde mueren los mineros? ¿Y, los pescadores, donde mueren? ¿Dónde mueren los camioneros? Piénsalo bien – me dijo – el destino no existe, nada está escrito… mis antepasados murieron en las guerras, porque dio la casualidad de que estuvieron allí. Mi oficio es ir a las guerras y contarlas. Tengo casi las mismas probabilidades de morir en ellas que cualquier soldado. Sé los riesgos y a pesar de todo, si hay que morir con las botas puestas de la noticia, se muere. Y no pasa nada, el mundo por ello no se detiene.
Y, tú – me dijo cariñosamente – como sigas contando esos chistes tan malos que te inventas, querido amigo, un mal día, te van a romper la nariz de un manotazo. – Me dio un abrazo jovial y cariñoso, como siempre, y se marchó.
Fin
Terminado de escribir el 16 de marzo de 2008.
1 comentario:
Excelente¡¡
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