Este relato que les cuento a continuación le sucedió a mi abuelo paterno, cabrero, nacido en las Palomas, un pequeño barrio en las medianías, perteneciente al municipio de Granadilla de Abona. Los hechos acontecieron en la Morra de Garaboto, lugar donde hoy se asienta el aeropuerto del Sur de Tenerife, Reina Sofía.
Los hechos ocurridos aquel día a mi abuelo Marcelo, a pesar de no hallarles ninguna explicación, son absolutamente verídicos...
La extraña mujer
La manada de cabras pastaba tranquilamente, al peso del sol, en los aledaños de la morra de Garaboto, entretenidas ramoneando con parsimonia la grana de los balos, algún cerrillo, greñas moras, salados, y algunos de esos hierbajos rastreros y humildes, tan propios de la costa. El mar desde allí lucía copado, intensamente florido de olas y espumaje, sin embargo en tierra, la brisa era condenadamente suave. La Montaña Roja se acunaba como una criatura, perfectamente arropada, entre la arena blanca de los médanos, el azul del mar y, el blanco bifurcado y centelleante de las olas. Roja, en su espléndida orondez, casi colosal y, hundida como estaba en el azul espumoso del piélago oceánico, se asemejaba mucho, al perfil chato y redondeado de un gigantesco elefante marino sentado sobre la arena. El cielo estaba despejado, no obstante hacia el este, sobre Pelada, asomaba un liso, gris, fino, con forma de chicharro, que al punto se desintegró en varios pedazos hasta disolverse en el éter, en medio de la calígine, en esa especie de vaho, tenue y pesado, del caluroso mediodía. El silencio era de tal intensidad que se escuchaba el vuelo de una mosca y el bombeo continuo de la sangre se percibía molesto golpear en los oídos. La costa aparecía tremendamente solitaria pues, hasta el propio sonido de los jierros (cencerros) de las cabras, había sido literalmente tragado, engullido por el silencio y por la sorda y vacua soledad. Marcelo, el pastor, miró la altura que había logrado el Sol, y se detuvo a una escasa docena de pasos de la chocita que estaba en lo alto de la morra. De un poderoso golpe de muñeca clavó la lanza hasta hundir la mitad del regatón en la tierra reseca. Se levantó el sombrero echándolo hacia atrás sobre la frente, sacando, ya de forma mecánica, el pañuelo para limpiarse el sudor y luego, llamó por su nombre a la cabra de la que siempre solía comer leche. Ésta acudió rápidamente a su llamada, balando cariñosa y dispuesta a ser ordeñada por su dueño. Marcelo destapó el cuerno de búfalo que llevaba colgado por cantimplora y se dejó caer un pequeño chorro de agua sobre la lengua reseca. La cabra pasó varias veces rascándose la barriga, con mimosería, como un gato, en torno a las piernas del pastor. Éste abrió la mochila y sacó de ella un zurrón blanco de piel de baifo curtida, ya con el gofio en polvo dentro, para amasarlo, como acostumbraba siempre, con la leche de la cabra y, hacer unas pellas de gofio para el almuerzo. El cabrero se puso en cuclillas, tomó la ubre de la cabra entre las manos y despuntó ambas tetas en el suelo. Pronto brotaron de ellas dos gruesos chorros de leche, momento en el cual éste comenzó a ordeñar la espumosa y caliente leche dentro del zurrón, hasta que consideró que, tenía ya, más que suficiente, para amasar todo el gofio en polvo contenido en él. Después de realizar ésta operación, Marcelo soltó a la cabra y la dejó marchar, sacudió un poco el zurrón, zarandeándolo para que la leche y el gofio se aunaran bien y, luego, con energía, lo sobó con ambas manos sobre la rodilla. Cuando abrió de nuevo el zurrón, el gofio humeaba. Buscó una piedra lo suficientemente alta y se sentó disponiéndose a comer. Se echó la primera pella de gofio a la boca y, cuando levantó la frente hacia la brisa, entonces la vio. La sorpresa y la lividez de sus ropas lo cegaron casi por completo. También él se puso lívido y, la pellita de gofio se le quedó atravesada sin poderla bajar, atenazada, como una nuez, hecha un perfecto nudo en la garganta. Algo, entre la sorpresa y el miedo, le recorrió en un instante todo el cuerpo, sacudiéndolo, y erizándole todo el bello. Sintió como un gran agujero en el estómago y, hasta en el propio pelo de la cabeza, bajo el sombrero, sintió aquella especie de calambre. En la choza que estaba en lo alto de la morra, donde hacía unos instantes había mirado y, no había visto a nadie, ahora se sentaba una mujer, como una aparición, deiforme, vaporosa y fluctuante y vestida completamente de blanco. Llevaba un bebé pequeño en los brazos e iba descalza. Sus pies eran extrañamente finos, no parecían humanos, “parecen los pies de un santo, pensó” ni presentaban las huellas, ni las señales ni la aspereza de aquellos caminos tan difíciles y pedregosos. De igual manera, ni la finura tan extrema de sus manos, ni aquellos rasgos tan blancos y delicados, ni la sublime belleza de su rostro le parecieron al cabrero cosas de este mundo. Un pequeño perrito de color blanco, dócil y callado, acompañaba a la mujer echándose a sus pies… El cabrero la miraba de soslayo, pues la luminosidad de su rostro y de sus ropas le impedían mirarla de frente.
Marcelo quiso decir algo y no pudo articular palabra. La mujer, como adivinando la turbación y el calvario por el que estaba pasando el pastor, le sonrió discretamente, pero eso, lejos de tranquilizarlo aumentó, aún más si cave, el temor y la inquietud en el ánimo del cabrero. A éste no se le ocurrió otra cosa, por hacer algo, que introducir la mano en el zurrón y, sacando una pequeña pelotita de gofio se la echó delante del perrito, pero éste levantó las orejas y miró a la pellita de gofio y luego a la mujer y, como ésta negara con la cabeza, el perrito bajó de nuevo las orejas y de allí no se movió.
Aquella costa no dejaba de albergar sus secretos y sus misterios pues, no en vano, la cueva del Santo Hermano Pedro, se encontraba dos o tres barrancas más allá, con sus cuentos y sus leyendas, de cuando el santo, que también era pastor, habitaba por temporadas los lajiales de la costa y su figura endeble y menuda andaba sobre los médanos.
Marcelo que siempre se había tenido por un hombre animoso, y que jamás ni en la costa ni en la cumbre había sido nunca doblegado por el miedo, ahora sin embargo, allí a plena luz del día, en la morra de Garaboto, se hallaba quizá por primera vez en su vida, sobrecogido por el pánico. Un miedo atroz. Un pánico tal vez irracional, pero que le tenía agarrotado y, que le ahogaba cada vez más, pues le faltaba el aire, era como si sus propias costillas se cerraran como garras, atenazando y aplastando poco a poco a sus pulmones, dejándolos completamente secos y sin aire. Una sola idea le pasó por la cabeza, huir. Este pensamiento se le atravesó en diagonal en el cuesco de la mente como una biga, apuntalando y bloqueando cualquier idea y cualquier otra forma diferente de salida. Por este motivo, envolvió el zurrón y lo guardó a toda prisa dentro de la mochila, después arrancó la lanza del suelo, dejó las cabras allí donde estaban, abrió las válvulas de sus piernas y con el poquito resuello que aún le quedaba comenzó a alejarse de allí. Corrió morra arriba (como alma que te lleva el diablo) en dirección a su casa, en Las Montañitas.
Después de pasados unos cuantos minutos de camino, consciente ya, de que poco a poco se iba alejando cada vez más de aquel extraño peligro, un peligro que le había atenazado la voluntad y paralizado el cuerpo por completo, el cabrero comenzó por fin a soltar el plomo acumulado en la barriga de sus piernas y a respirar bastante mejor. Sin embargo tuvo la infeliz idea de volver la vista hacia atrás y entonces, la vio. De nuevo estaba allí. Unos cuantos pasos detrás suyo, ella le seguía. Con su niño en los brazos y su perrito detrás, la mujer le había seguido los pasos. Se le heló la sangre al pensar: “Con buenas suelas,… he subido a todo correr y, ella descalza y con el niño en brazos casi está a mi altura, siguiendo tras de mi”.
Agachó la cabeza y corrió loma arriba, pensó solo en correr y correr. Correr hasta el último aliento. Correr hasta dejarla detrás, atrás, muy atrás. Correr hasta quitársela de encima. Así lo hizo. Más, cuando ya, casi exhausto, volvió la vista hacia sus espaldas para mirar, ella seguía allí, a la misma distancia que antes, solo una docena de pasos más atrás.
Por un momento Marcelo se detuvo y, quizá, dominado por el miedo y sin duda por la rotura de sus nervios, se enfrentó a ella y le gritó:
- ¡Usted va delante o, va detrás…!
Pero no obtuvo ninguna respuesta. La mujer entonces bajó los ojos, los posó en el rostro del bebé y no dijo nada. El cabrero tampoco dijo nada más, y al mismo paso que traía siguió corriendo, hacia arriba. Con los labios secos y la lengua atrapada, pegada en el interior de su boca por aquella pasta pegajosa en la que se había convertido su saliva, corrió y corrió… Desde donde estaba ahora, ya veía a lo lejos las casas de Las Montañitas, y eso le daba ánimos para seguir. Sin embargo a medida que se acercaba a su casa iba entrando en una hoya en la que poco a poco iba dejando de verla, hasta perderla de vista totalmente y esa idea, le aterraba.
Dentro de la copa de una de las higueras que había en la hoya, la noche anterior, Marcelo había dejado escondida una manta y, ahora, fue a por ella, de dos zancadas saltó a la higuera y la cogió. Esta vez, fue la mujer, la que con voz muy dulce le preguntó:
- ¿Eso,… eso es robado?
- ¡No, no, es mía, es mía! – gritó el cabrero y, el grito fue tan fuerte, que el mismo, de su grito se sorprendió.
La mujer le miró de frente y él vio entonces, como caían las lágrimas rodando por sus mejillas.
Marcelo corrió y corrió, incapaz de controlar el pánico, corrió sin descansar ladera arriba, y ya no paró hasta llegar al patio de su casa.
- ¡Petra, Petra! – dijo llamando por su mujer con un pequeño hilo de voz antes de desplomarse.
- ¡Marcelo, Marcelo! ¿Que te pasa? ¿Qué te pasa? – preguntó su mujer alarmada.
- Damee,… damee. ¡Por amor de dios dame agua! –pidió Marcelo, tembloroso y blanco como un cadáver.
Cuando pudo hablar, les señaló a, Petra su mujer y, a todos los que se encontraban en la casa, la silueta blanca y vaporosa de aquella extraña mujer y, como lentamente se alejaba. Todos también pudieron ver perfectamente como en el cruce del camino, ésta había tomado el que se dirigía directamente al pueblo de San Isidro. Por allí la vieron alejarse. El perrito la seguía. Luego Marcelo les contó a todos los que se encontraban allí, todo lo que le había pasado. Pero de aquella extraña mujer por mucho que indagaron y preguntaron a los vecinos y a las gentes de San Isidro, por ver si alguien más pudo verla por el pueblo, jamás consiguieron saber nada, ni encontraron nunca a nadie que les pudiera dar norte de ella. La mujer del perrito, tan misteriosamente como apareció, también, como tragada por la tierra, se esfumó, y de ella jamás se supo nada.
FIN
TERMINADO DE ESCRIBIR EL LUNES 31/08/09
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