LOS HOMBRES DE HOJALATA
(Relato)
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Anda
Rogelio, déjame uno de esos cigarros kruguer que tú te fumas, por ver si se me
tensa un poco el pulso, porque hace unos días que vengo dejando la fumada,
tengo el cuerpo jariado y me encuentro en un sin vivir, apasguatao el día
entero, y soñando revoltillos y tirijalas toa la noche. Mi mujer dice que me
está cogiendo miedo, que es como si no fuera yo, y que si esto no se me quita,
ella, por la noche, va a tener que coger
a los chicos y mandarse a mudar, diéndose
a dormir con ellos cas de mi suegra… Anda Rogelio, dame fuego para
encender el cartucho este de dinamita que tú te fumas, para desgracia tuya, que
igual, si reviento, ya no jace ni falta que deje la fumada y mi mujer ya podrá
descansar y dormir tranquila...
¡Coño, Rogelio! Pero
esto no es un cigarro, esto es un paquete de metralla, parece que en vez de
picadura lo hubieran rellenado con un puñao de esguagarzos.
Atiéndeme bien,
Rogelio…, atiéndeme, porque esto que te voy a contar… te lo cuento en
confianza, pero, por tus muertos, Rogelio,
ni se te ocurra otra vez mentarlo. Así se lo prometí el otro día a
Remigio el de Paca la del Sifón. Le aseguré que podía confiar en mí, que de mí
boca el asunto no saldría, que estaría más cerrada que un nicho del cementerio.
Pero tú ya sabes cómo es Remigio. Y, que no es mentira, si digo, que al
muchacho le sobran algunos nervios y le faltan bastantes sesos.
-
Sí,
la verdad, es que gandinga no le falta al muy jodío. – Dijo Rogelio con una
media sonrisa socarrona y llena de malicia en los labios - ¿Tú no te acuerdas,
de aquella vez cuando se pasó unos meses en la cárcel, porque lo incriminaron;
decían, que el muy laja se había tirado a Mercedes, una bobanca, hermana de
unas que vinieron del Norte a sembrar tomates, que las llamaban las Rabelinas?
Al parecer, el muy tunante, llegó al patio de las cuevas donde vivían las
hermanas un día de mucho calor, allá por el mes de San Juan, agoniao, pidiendo
agua, y se encontró con Mercedes sola en la casa o, mejor dicho, en el patio de
las cuevas, y mientras ella se viró para coger el jarro de agua del bernegal,
Remigio le metió a la simplona una saca de tres listas que traía en las manos,
por la cabeza, y se la arrebujó bien en ella; y así mismito, decía Mercedes con
toda la inocencia que le daban sus pocas luces: “me levantó el hato pá arriba y
así, como mismo estaba, me la enhiló por
detrás, y yo que no sabía de donde agarrarme pá no caerme, ¡Dios mío! casi no
dejo la destiladera sin culantrillo”. Por eso es que te digo, que al tipo lo
que le sobra es gandinga, Tonero.
-
Y
yo lo que te digo a ti, es que el chico ese lo que tiene son unos cojones más
grandes que los teniques de un fogal, porque, por más leña que le dio la
Guardia Civil, que por poco lo enferman, jamás reconoció el delito. También
dijeron que todo fue un complot de las hermanas y del cabo de la Guardia Civil,
que le regaba el perejil a una de ellas, para buscarle marido a la Merceditas y
dejarla amparada como el otro que dice… Y yo, bien lo creo, porque a todo lo
ancho de este Sur, al parecer, repitieron la operación en varios sitios más
hasta que lo consiguieron. Allá por la costa de Adeje, según me dijeron, por fin
casaron a la simplona.
Bueno, Rogelio, y ya pá
no cansarte más antes de empezar, te diré, que hace unos días estábamos,
Remigio y yo, recogiendo murgas de papas, allá arriba, en la Hoya de las
Tanquillas, y el muchacho se viró pá mí, con una mirada de desaliento, mientras
yo le aguantaba el saco y entonces me dijo: “mira, Tonero, en esta hoya o, el
diablo anda suelto como andaba la burra de Cuco por los caminos, o son cosas de
brujería, pero lo que pasa aquí no es normal”.
¿Por
qué lo dices? – Le pregunté.
“Seguro que si te lo
cuento no me lo vas a creer, pero allá tú, - respondió – pensarás que digo
mentiras o que estoy desvariando, pero a estas alturas lo mismo me da. Por
calumnias, la Guardia Civil ya me arrancó las uñas, y casi me revientan con una
buena tafeña de porrazos, para que confesara algo, que ellos bien sabían, que
yo no hice. Así…, que lo mismo me da, si ahora me dan por loco o por mentiroso.
Bueno…, el caso es, que el otro día, subía yo pá el monte, de madrugada,
montado en la camella; me levanté tempranito como el otro que dice, a la buena
de Dios, para juntar una buena carga de pinocho y cargar después la camella
antes que escaldara el sol; la luna hacía ya un ratito que se había ido tumbando
hacia el filo, enterrando los cuernos como una lágrima de ámbar, allá por
detrás de la montaña de Guajara, y por eso el camino se quedó medio en sombras,
solo alumbrado por las candelitas de las estrellas y por los ojos de la camella,
que por la noche parecen dos focos, como si fueran dos linternas iluminando el camino. Perdona que te lo
cuente así, pero seguro que es, por mi costumbre de leer libros, novelas del
Oeste, y todo lo que tiene letras que cae entre mis manos, por lo que hablo de
esta manera…-Así me dijo y luego siguió contando… – … Apenas subimos las
calzadas, ya sabes, un poco después de pasar los cañeros, allí por donde entra
el agua de la tajea en los lavaderos, se me había apagado la cachimba, sacudí
la ceniza en la madera de la silla de la camella y me la guardé en el bolsillo
y me puse a sorber el aire por la nariz, porque a esa hora, el terralillo fresco
que bajaba desde la cumbre resultaba muy agradable, pues al bajar lamiendo las
crestas de los cerros y resbalando después, suavemente, por los muslos peludos de
las laderas de las barrancas, venía todo impregnado con ese olor algo resinoso
de las jaras, entremezclado, también, con el aroma seco y dulzón de las
altabacas y el que salía de la hoya de las higueras. A mí me recordaba, el olor
ese que sale, al abrir la tapa del cajón de los higos pasados, cuando están
todavía sin azucararse, acavantitos de
prensar. Así que me dejé caer la manta por encima de los hombros y me iba
dejando adormecer por el aroma tan bueno del aire y, por los vaivenes del paso
de la camella, que más bien parecía la cunita de un niño moviéndose; y es por
eso, que fue una tremenda sorpresa cuando la camella de pronto se paró en seco,
clavando las tortas de las patas delanteras en el suelo y enroscando asustada
el cogote hacia atrás. ¡Coñooosss…! ¡Tonero! – Dijo entonces con fuerza
Remigio, levantando la voz - ¡Qué, por poquito, no salto por encima de las
orejas de la camella!
Así, de pronto…, lo
primero que se me pasó por la cabeza, es que habían sido los bichos, la nube de
mosquitos de las tajeas que se le había metido por las orejas a la camella…
…Pero, cuando me alivié
del susto, vi el rosario de luces alrededor de la brevala de Sebastiana.
¡Ay! Cuando yo vi la
jarca aquella…Aquello parecía una reunión de las ánimas benditas del
purgatorio. De la grima que me dio, todavía me abrigué mucho más, enrollándome
en la manta. Sentía escalofríos y los pelos se me pusieron todos tiesos como
los pinchos de un erizo. Tenía la sensación de que el pelo y el cuero de la totiza
ya no eran míos, que se me habían separado de los huesos de la cabeza. La
camella, animalito, bramando con todas sus fuerzas se negaba a dar un paso más
y, a mí me entró una tremenda chaflija en las canillas… fíjate, que pensaba,
que si me bajaba de la camella, luego no
tendría fuerzas para ponerme de pie otra vez y de nuevo subir a ella. Al final
me bajé y, allí mismo, en medio del camino, hice fuchir la camella, que no
paraba la pobre, de bramar y de removerse desinquieta. Yo, para ver lo que
pasaba, me senté en el muro de la tanquilla, escondido detrás de unas matas
altas de poleo, que estaban muy frondosas por los rebozos del agua y por la
espuma que el viento botaba a veces fuera de la tanquilla, …y a medida que iba
pasando el tiempo, los ojos se me fueron acostumbrando al oscuro y entonces los
conseguí ver mejor…
-
¿Pero
qué puñetas era aquello? ¡Ya el conejo me enriscó la perra! – dije yo – ¿Tú no
creerás en las ánimas del purgatorio, en brujas, o en los espectros esos que
dicen que a cambio de algunas velas que les queman en las iglesias, por las
noches, los espantajos esos, mientras ellos duermen, les guardan de los
ladrones las higueras a sus dueños?
-
Mira,
Tonero, yo no creo en ninguna de esas cosas, pero, comprenderás, que a esa hora…,
se te aparece una cosa así, y te mete las cabras en el corral…, muchacho, no me
cagué de puro milagro…y, como te estaba diciendo…, poco a poco conseguí verlos
mejor, gracias los reflejos blancos aquellos y a los rayos azulados y
brillantes que salían de los proyectores que llevaban en los cascos. Porque
llevaban cascos en la cabeza. Cascos y el traje completo. Eso que llaman
escafandra, como las de los buzos. Eran unos tipos, por lo que yo pude
apreciar, algo esmirriados, de poco más de un metro de altura, pero con unos
brazos tremendamente flacos y largos, como unas dos veces más del tamaño que
les correspondía. Los trajes que llevaban puestos, viéndolos desde lejos, desde
allí desde donde yo estaba, a mí me parecía, me daba la impresión, de que eran
de hojalata.
¡Estaban excomulgando
de brevas a la brevala! ¡En baldes se las estaban llevando todas! Los tipos
aquellos no iban a dejar allí ni una sola breva, como el otro que dice, ni una
sola, ni si quiera una, pá una medicina.
Veinte metros más allá
en la era de don Tomás estaba posado en el suelo el aparato que los trajo. El
fotingo tenía la forma de un lebrillo tacho con un sombrero por arriba, lleno
de ventanucos por encima y, alrededor,
por anillos de luces de colores, que daban vueltas y que se reflejaban en toda
la barranquera, haciendo mover por las laderas, como en el cine, las sombras
negras de las higueras y los postes del telégrafo.
Poco a poco me fui
templando de los nervios, se me fue quitando el miedo aquel, dejé de titiritiar,
y me fue entrando un coraje contra los tipos aquellos vestidos de hojalata, que
no te lo puedes ni imaginar… porque aquella, no era una brevala cualquiera,
aquella era la brevala de mi madrina Sebastiana y el crimen aquel que se estaba
cometiendo yo no lo podía pasar por alto, no lo podía consentir…Catorce cestas
de medio quintal le cogimos de brevas en un día y las tendimos en los pasiles
de la ladera, una vez que yo se las ayudé a coger, aquello sí que era una
bendición…
El coraje me empezó de repente,
como si fuera un caminito de hormigas que me venía haciendo desde hacía rato
unas cosquillitas menudas en la barriga, pero no se paró allí, sino que aquel
camino siguió avanzando pá arriba y se me atravesó en la garganta como un puñao
de gofio seco cuando se te para en el gaznate. Para cuando se me principió a
hinchar la vena de la frente, ya estaba yo cogiendo dos belillos en las manos y
corriendo como un demonio ladera abajo hacia la brevala…
¡Unas brevas… unas
brevitas, eso sí que les voy a dar yo! – les grité mientras corría hacia ellos
- ¡Mamones! ¿Pero qué librea es ésta? ¡Gandules! ¡De gratis les voy a limpiar
la suarda de los oídos!
Como a quince o veinte
metros comencé belillazo va y belillazo viene contra los tiparracos aquellos y,
a lo mejor, no estará bien que yo lo
diga, pero, a la piedra, nunca he tenido muy mala puntería, los cacharrazos
sonaban tal y como cuando éramos chicos y poníamos unas cuantas latas vacías de
aceite o de conserva de blanco, para afinar la puntería tirando piedras.
La alegría me duró
menos que un caramelo en la puerta de la escuela, cuando uno de aquellos
hombres de hojalata me enfocó con sus ojos de rayos azules y se quedó parado,
mirándome fijamente. Enseguida noté en mí la tremenda fuerza de su mente, como
una especie de profundo zumbido dentro de mi cabeza. Al instante el ruido aquel
me dejó el cuerpo paralizado, engarrotado y tieso como una de esas estatuas de
bronce que hay en algunas plazas de Santa Cruz. La mano que ya había levantado
yo con la piedra, allí se quedó en alto, sin poderla soltar por más que lo
intenté. Así que allí me quedé, quieto, parado, mirándolos, más indefenso y más
inútil que un pobre espantapájaros.
…Poco a poco los
hombres de hojalata fueron desfilando uno detrás de otro y con los cubos bien llenos de brevas se fueron subiendo todos a la
nave, a la fiambrera aquella, rodeada como si fuera un pequeño Saturno, por
varios anillos relucientes de diferentes colores…
Con un gran chispazo
blanco y resplandeciente, que más bien parecía un fogonazo, se iluminó hasta el
último recoveco de la Hoya de las Higueras y la nave emprendió el vuelo,
girando sobre sí misma como un lebrillo, despegando derechita hacia lo alto, y
levantándose hacia el cielo desde la era de don Tomás. No aprecié ruido alguno
en mis oídos, pero si sentí un zumbido tan intenso dentro de mi cabeza, que a punto
estuve de marearme y de perder el conocimiento. A pesar de todo, y aún así, no
le perdí la vista, vi al platillo
alejarse con una aureola púrpura de luz, avanzando en zigzag a una velocidad de
vértigo en dirección al filo de la cumbre…
Cuando finalmente dejé
de verlo se me abrieron los dedos sudorosos y entonces solté la piedra que aún
mantenía fuertemente apretada en el hueco de mi mano… Tomé aire, respirando
como si fuera la primera vez que lo hacía, lenta y profundamente… y, de pronto,
sentí el cosquilleo, la sensación de que por las venas me volvía a circular de
nuevo, como siempre, todo un caudal de sangre…
Después de escuchar de
boca de Remigio toda esta historia, yo me quedé con la boca abierta y sin
palabras, como el otro que dice, y va y no se me ocurre otra cosa que decirle:
“ que si no se acordaba, de lo del muchacho de Gervasio, cuando yendo por Las
Eritas montado en la mula, paso un platillo volante casi a ras de suelo y, solo
con el aire que le dio por encima, mandó al chico al suelo de varetas…”
Y él me dijo muy
tranquilo, con esa parsimonia y esa tranquilidad del que nada debe a nadie:
“seguramente, que ya desde entonces, aquellos tipos, venían buscando brevas…”
-
Mira, Rogelio, – le volvió a decir Tonero – vas a tener que darme otro cartucho de esos que tú
te fumas, porque como ya te dije antes, yo estos días estoy dejando la fumada
y, tú también deberías de dejarla, porque estos cigarros kruguer sin filtro,
son como cartuchos de escopeta, acuérdate de mí, porque si sigues, mucho no vas
a aguantar, te vas a matar tú solo, reventarás como un siqui-traque no tardando
mucho, acuérdate que te lo dije…
…A la hora de alguien
contar un relato, siempre he escuchado los más elaborados subterfugios o las
más variadas excusas de por qué lo hacían. Todos tenían algún pretexto para
hacerlo, uno que para ellos suponía una
especie de salvoconducto, como una verdadera argolla a la que aferrarse. Tonero
también tenía una excusa, una bastante clara y la conocía todo el pueblo… En
Cerro Blanco estaban todos al corriente de la cuestión, sabían que si compartía
con ellos sus historias no era por puro capricho, ni por pura casualidad,
simplemente, era, porque a él, toda la vida, le había fastidiado mucho tener
que comprar cigarros…
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