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1/3/13

LOS HOMBRES DE HOJALATA (Relato)


 LOS HOMBRES DE HOJALATA
 
 
 
(Relato)


 

-          Anda Rogelio, déjame uno de esos cigarros kruguer que tú te fumas, por ver si se me tensa un poco el pulso, porque hace unos días que vengo dejando la fumada, tengo el cuerpo jariado y me encuentro en un sin vivir, apasguatao el día entero, y soñando revoltillos y tirijalas toa la noche. Mi mujer dice que me está cogiendo miedo, que es como si no fuera yo, y que si esto no se me quita, ella, por la noche, va a  tener que coger a los chicos y mandarse a mudar, diéndose  a dormir con ellos cas de mi suegra… Anda Rogelio, dame fuego para encender el cartucho este de dinamita que tú te fumas, para desgracia tuya, que igual, si reviento, ya no jace ni falta que deje la fumada y mi mujer ya podrá descansar y dormir tranquila...

¡Coño, Rogelio! Pero esto no es un cigarro, esto es un paquete de metralla, parece que en vez de picadura lo hubieran rellenado con un puñao de esguagarzos.

Atiéndeme bien, Rogelio…, atiéndeme, porque esto que te voy a contar… te lo cuento en confianza, pero, por tus muertos, Rogelio,  ni se te ocurra otra vez mentarlo. Así se lo prometí el otro día a Remigio el de Paca la del Sifón. Le aseguré que podía confiar en mí, que de mí boca el asunto no saldría, que estaría más cerrada que un nicho del cementerio. Pero tú ya sabes cómo es Remigio. Y, que no es mentira, si digo, que al muchacho le sobran algunos nervios y le faltan bastantes sesos.

-          Sí, la verdad, es que gandinga no le falta al muy jodío. – Dijo Rogelio con una media sonrisa socarrona y llena de malicia en los labios - ¿Tú no te acuerdas, de aquella vez cuando se pasó unos meses en la cárcel, porque lo incriminaron; decían, que el muy laja se había tirado a Mercedes, una bobanca, hermana de unas que vinieron del Norte a sembrar tomates, que las llamaban las Rabelinas? Al parecer, el muy tunante, llegó al patio de las cuevas donde vivían las hermanas un día de mucho calor, allá por el mes de San Juan, agoniao, pidiendo agua, y se encontró con Mercedes sola en la casa o, mejor dicho, en el patio de las cuevas, y mientras ella se viró para coger el jarro de agua del bernegal, Remigio le metió a la simplona una saca de tres listas que traía en las manos, por la cabeza, y se la arrebujó bien en ella; y así mismito, decía Mercedes con toda la inocencia que le daban sus pocas luces: “me levantó el hato pá arriba y así, como mismo estaba, me la enhiló  por detrás, y yo que no sabía de donde agarrarme pá no caerme, ¡Dios mío! casi no dejo la destiladera sin culantrillo”. Por eso es que te digo, que al tipo lo que le sobra es gandinga, Tonero.

-          Y yo lo que te digo a ti, es que el chico ese lo que tiene son unos cojones más grandes que los teniques de un fogal, porque, por más leña que le dio la Guardia Civil, que por poco lo enferman, jamás reconoció el delito. También dijeron que todo fue un complot de las hermanas y del cabo de la Guardia Civil, que le regaba el perejil a una de ellas, para buscarle marido a la Merceditas y dejarla amparada como el otro que dice… Y yo, bien lo creo, porque a todo lo ancho de este Sur, al parecer, repitieron la operación en varios sitios más hasta que lo consiguieron. Allá por la costa de Adeje, según me dijeron, por fin casaron a la simplona.    

Bueno, Rogelio, y ya pá no cansarte más antes de empezar, te diré, que hace unos días estábamos, Remigio y yo, recogiendo murgas de papas, allá arriba, en la Hoya de las Tanquillas, y el muchacho se viró pá mí, con una mirada de desaliento, mientras yo le aguantaba el saco y entonces me dijo: “mira, Tonero, en esta hoya o, el diablo anda suelto como andaba la burra de Cuco por los caminos, o son cosas de brujería, pero lo que pasa aquí no es normal”.

¿Por qué lo dices? – Le pregunté.

“Seguro que si te lo cuento no me lo vas a creer, pero allá tú, - respondió – pensarás que digo mentiras o que estoy desvariando, pero a estas alturas lo mismo me da. Por calumnias, la Guardia Civil ya me arrancó las uñas, y casi me revientan con una buena tafeña de porrazos, para que confesara algo, que ellos bien sabían, que yo no hice. Así…, que lo mismo me da, si ahora me dan por loco o por mentiroso. Bueno…, el caso es, que el otro día, subía yo pá el monte, de madrugada, montado en la camella; me levanté tempranito como el otro que dice, a la buena de Dios, para juntar una buena carga de pinocho y cargar después la camella antes que escaldara el sol; la luna hacía ya un ratito que se había ido tumbando hacia el filo, enterrando los cuernos como una lágrima de ámbar, allá por detrás de la montaña de Guajara, y por eso el camino se quedó medio en sombras, solo alumbrado por las candelitas de las estrellas y por los ojos de la camella, que por la noche parecen dos focos, como si fueran dos linternas  iluminando el camino. Perdona que te lo cuente así, pero seguro que es, por mi costumbre de leer libros, novelas del Oeste, y todo lo que tiene letras que cae entre mis manos, por lo que hablo de esta manera…-Así me dijo y luego siguió contando… – … Apenas subimos las calzadas, ya sabes, un poco después de pasar los cañeros, allí por donde entra el agua de la tajea en los lavaderos, se me había apagado la cachimba, sacudí la ceniza en la madera de la silla de la camella y me la guardé en el bolsillo y me puse a sorber el aire por la nariz, porque a esa hora, el terralillo fresco que bajaba desde la cumbre resultaba muy agradable, pues al bajar lamiendo las crestas de los cerros y resbalando después, suavemente, por los muslos peludos de las laderas de las barrancas, venía todo impregnado con ese olor algo resinoso de las jaras, entremezclado, también, con el aroma seco y dulzón de las altabacas y el que salía de la hoya de las higueras. A mí me recordaba, el olor ese que sale, al abrir la tapa del cajón de los higos pasados, cuando están todavía sin azucararse,  acavantitos de prensar. Así que me dejé caer la manta por encima de los hombros y me iba dejando adormecer por el aroma tan bueno del aire y, por los vaivenes del paso de la camella, que más bien parecía la cunita de un niño moviéndose; y es por eso, que fue una tremenda sorpresa cuando la camella de pronto se paró en seco, clavando las tortas de las patas delanteras en el suelo y enroscando asustada el cogote hacia atrás. ¡Coñooosss…! ¡Tonero! – Dijo entonces con fuerza Remigio, levantando la voz - ¡Qué, por poquito, no salto por encima de las orejas de la camella!

Así, de pronto…, lo primero que se me pasó por la cabeza, es que habían sido los bichos, la nube de mosquitos de las tajeas que se le había metido por las orejas a la camella…

…Pero, cuando me alivié del susto, vi el rosario de luces alrededor de la brevala de Sebastiana.

¡Ay! Cuando yo vi la jarca aquella…Aquello parecía una reunión de las ánimas benditas del purgatorio. De la grima que me dio, todavía me abrigué mucho más, enrollándome en la manta. Sentía escalofríos y los pelos se me pusieron todos tiesos como los pinchos de un erizo. Tenía la sensación de que el pelo y el cuero de la totiza ya no eran míos, que se me habían separado de los huesos de la cabeza. La camella, animalito, bramando con todas sus fuerzas se negaba a dar un paso más y, a mí me entró una tremenda chaflija en las canillas… fíjate, que pensaba, que si me bajaba de la camella, luego  no tendría fuerzas para ponerme de pie otra vez y de nuevo subir a ella. Al final me bajé y, allí mismo, en medio del camino, hice fuchir la camella, que no paraba la pobre, de bramar y de removerse desinquieta. Yo, para ver lo que pasaba, me senté en el muro de la tanquilla, escondido detrás de unas matas altas de poleo, que estaban muy frondosas por los rebozos del agua y por la espuma que el viento botaba a veces fuera de la tanquilla, …y a medida que iba pasando el tiempo, los ojos se me fueron acostumbrando al oscuro y entonces los conseguí ver mejor…

-          ¿Pero qué puñetas era aquello? ¡Ya el conejo me enriscó la perra! – dije yo – ¿Tú no creerás en las ánimas del purgatorio, en brujas, o en los espectros esos que dicen que a cambio de algunas velas que les queman en las iglesias, por las noches, los espantajos esos, mientras ellos duermen, les guardan de los ladrones las higueras a sus dueños?

-          Mira, Tonero, yo no creo en ninguna de esas cosas, pero, comprenderás, que a esa hora…, se te aparece una cosa así, y te mete las cabras en el corral…, muchacho, no me cagué de puro milagro…y, como te estaba diciendo…, poco a poco conseguí verlos mejor, gracias los reflejos blancos aquellos y a los rayos azulados y brillantes que salían de los proyectores que llevaban en los cascos. Porque llevaban cascos en la cabeza. Cascos y el traje completo. Eso que llaman escafandra, como las de los buzos. Eran unos tipos, por lo que yo pude apreciar, algo esmirriados, de poco más de un metro de altura, pero con unos brazos tremendamente flacos y largos, como unas dos veces más del tamaño que les correspondía. Los trajes que llevaban puestos, viéndolos desde lejos, desde allí desde donde yo estaba, a mí me parecía, me daba la impresión, de que eran de hojalata.

¡Estaban excomulgando de brevas a la brevala! ¡En baldes se las estaban llevando todas! Los tipos aquellos no iban a dejar allí ni una sola breva, como el otro que dice, ni una sola, ni si quiera una, pá una medicina.

Veinte metros más allá en la era de don Tomás estaba posado en el suelo el aparato que los trajo. El fotingo tenía la forma de un lebrillo tacho con un sombrero por arriba, lleno de ventanucos por  encima y, alrededor, por anillos de luces de colores, que daban vueltas y que se reflejaban en toda la barranquera, haciendo mover por las laderas, como en el cine, las sombras negras de las higueras y los postes del telégrafo.

Poco a poco me fui templando de los nervios, se me fue quitando el miedo aquel, dejé de titiritiar, y me fue entrando un coraje contra los tipos aquellos vestidos de hojalata, que no te lo puedes ni imaginar… porque aquella, no era una brevala cualquiera, aquella era la brevala de mi madrina Sebastiana y el crimen aquel que se estaba cometiendo yo no lo podía pasar por alto, no lo podía consentir…Catorce cestas de medio quintal le cogimos de brevas en un día y las tendimos en los pasiles de la ladera, una vez que yo se las ayudé a coger, aquello sí que era una bendición…

El coraje me empezó de repente, como si fuera un caminito de hormigas que me venía haciendo desde hacía rato unas cosquillitas menudas en la barriga, pero no se paró allí, sino que aquel camino siguió avanzando pá arriba y se me atravesó en la garganta como un puñao de gofio seco cuando se te para en el gaznate. Para cuando se me principió a hinchar la vena de la frente, ya estaba yo cogiendo dos belillos en las manos y corriendo como un demonio ladera abajo hacia la brevala…

¡Unas brevas… unas brevitas, eso sí que les voy a dar yo! – les grité mientras corría hacia ellos - ¡Mamones! ¿Pero qué librea es ésta? ¡Gandules! ¡De gratis les voy a limpiar la suarda de los oídos!

Como a quince o veinte metros comencé belillazo va y belillazo viene contra los tiparracos aquellos y,  a lo mejor, no estará bien que yo lo diga, pero, a la piedra, nunca he tenido muy mala puntería, los cacharrazos sonaban tal y como cuando éramos chicos y poníamos unas cuantas latas vacías de aceite o de conserva de blanco, para afinar la puntería tirando piedras.

La alegría me duró menos que un caramelo en la puerta de la escuela, cuando uno de aquellos hombres de hojalata me enfocó con sus ojos de rayos azules y se quedó parado, mirándome fijamente. Enseguida noté en mí la tremenda fuerza de su mente, como una especie de profundo zumbido dentro de mi cabeza. Al instante el ruido aquel me dejó el cuerpo paralizado, engarrotado y tieso como una de esas estatuas de bronce que hay en algunas plazas de Santa Cruz. La mano que ya había levantado yo con la piedra, allí se quedó en alto, sin poderla soltar por más que lo intenté. Así que allí me quedé, quieto, parado, mirándolos, más indefenso y más inútil que un pobre espantapájaros.

…Poco a poco los hombres de hojalata fueron desfilando uno detrás de otro y con los cubos bien  llenos de brevas se fueron subiendo todos a la nave, a la fiambrera aquella, rodeada como si fuera un pequeño Saturno, por varios anillos relucientes de diferentes colores…

Con un gran chispazo blanco y resplandeciente, que más bien parecía un fogonazo, se iluminó hasta el último recoveco de la Hoya de las Higueras y la nave emprendió el vuelo, girando sobre sí misma como un lebrillo, despegando derechita hacia lo alto, y levantándose hacia el cielo desde la era de don Tomás. No aprecié ruido alguno en mis oídos, pero si sentí un zumbido tan intenso dentro de mi cabeza, que a punto estuve de marearme y de perder el conocimiento. A pesar de todo, y aún así, no le perdí la vista,  vi al platillo alejarse con una aureola púrpura de luz, avanzando en zigzag a una velocidad de vértigo en dirección al filo de la cumbre…

Cuando finalmente dejé de verlo se me abrieron los dedos sudorosos y entonces solté la piedra que aún mantenía fuertemente apretada en el hueco de mi mano… Tomé aire, respirando como si fuera la primera vez que lo hacía, lenta y profundamente… y, de pronto, sentí el cosquilleo, la sensación de que por las venas me volvía a circular de nuevo, como siempre, todo un caudal de sangre…

 

Después de escuchar de boca de Remigio toda esta historia, yo me quedé con la boca abierta y sin palabras, como el otro que dice, y va y no se me ocurre otra cosa que decirle: “ que si no se acordaba, de lo del muchacho de Gervasio, cuando yendo por Las Eritas montado en la mula, paso un platillo volante casi a ras de suelo y, solo con el aire que le dio por encima, mandó al chico al suelo de varetas…”

Y él me dijo muy tranquilo, con esa parsimonia y esa tranquilidad del que nada debe a nadie: “seguramente, que ya desde entonces, aquellos tipos, venían buscando brevas…”

-           Mira, Rogelio, – le  volvió a decir Tonero – vas  a tener que darme otro cartucho de esos que tú te fumas, porque como ya te dije antes, yo estos días estoy dejando la fumada y, tú también deberías de dejarla, porque estos cigarros kruguer sin filtro, son como cartuchos de escopeta, acuérdate de mí, porque si sigues, mucho no vas a aguantar, te vas a matar tú solo, reventarás como un siqui-traque no tardando mucho, acuérdate que te lo dije…

 

…A la hora de alguien contar un relato, siempre he escuchado los más elaborados subterfugios o las más variadas excusas de por qué lo hacían. Todos tenían algún pretexto para hacerlo, uno que  para ellos suponía una especie de salvoconducto, como una verdadera argolla a la que aferrarse. Tonero también tenía una excusa, una bastante clara y la conocía todo el pueblo… En Cerro Blanco estaban todos al corriente de la cuestión, sabían que si compartía con ellos sus historias no era por puro capricho, ni por pura casualidad, simplemente, era, porque a él, toda la vida, le había fastidiado mucho tener que comprar cigarros…

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