LA CURRA
(RELATO)
Aquella tarde, apenas el sol puesto, aún, pardiando todavía, en la misma orilla del barranco, los murciélagos comenzaron como cada noche, con sus vuelos circulares y continuos y con su terca chillería persiguiendo a los zancudos. A esa hora de la tarde, las cabras ya estaban recogidas dentro del corral; un corral, hecho de piedra blanca, en la ensenada, debajo del ancón. Solamente, se escuchaba a veces, el lamento aislado, del cencerro de alguna de las cabras, al rascarse o al topar a alguna de las otras. Más tarde pasó una pareja de pardelas, que sobrevoló el barranco, gritando escandalosamente mientras volaban hacia el mar.
Y así, dotada de una cobija casi impenetrable, la noche, poco a poco iba tejiendo misterios y cobrando vida propia. Mientras tanto, allí, en la costa, los perenquenes se deslizaban calladamente sobre la piedra caliza carcomida del salitre. Y de manera semejante, las comparsas de pequeños ratoncillos salían de jarana sobre los paredones y, los grillos, a su vez, como acompañando el suave y rítmico parpadeo de las estrellas, llenaban la noche con su melodía ancestral, uniforme y monótona.
Esa noche, mientras cenaban en una especie de choza que les servía de vivienda, debajo del veril, a la luz humosa y oscilante de un quinqué de petróleo, Juan arrugó el entrecejo y, con semblante preocupado dijo:
- La Curra, la Curra está mala. Esta tarde no ha comido, no ha probado ni estilla. Se lo ha pasado arripiá, y con las cuatro patas juntas hecha un ovillo.
La Curra era una cabra de color gris azulado (morisca azul, entre los cabreros), peluda y con una moña repartida sobre los ojos, preciosa.
- Es tetera – continuó Juan, echándose el sombrero hacia atrás, y dejando ver su frente blanca surcada por las arrugas – es, tetera negra. – Termino de forma inapelable…, mientras su mujer y los chicos, aún pequeños, le escuchaban.
- Tiene el ubre quemando. La fiebre…, la fiebre a la infeliz, se la está comiendo. Esta tarde, la ordeñé en el suelo y, de la teta derecha, ya no le sale más que un agua amarilla, que apesta a perros muertos. De ésta, seguro que se nos muere. Mañana…Mañana habrá que, quemarla. Siempre se enferman las mejores, – se lamentó el padre – pues, tienes un chamizo que no sirve pá ná, que se avergüenza de dar leche, y no hay enfermedad que la tumbe, ni diablo que se la lleve. – Terminó por decir Juan, a la vez con rabia y con desconsuelo.
- ¿Padre, que es quemarla?
¿Por qué la queman, padre? – Preguntó el más pequeño de los chicos, como de unos seis años.
- Quemarla… Quemarla, es un remedio muy viejo, para la tetera. Verás. Se calienta aceite en un cazo, hasta que rechine bien, y entonces, se tumba en el suelo a la cabra, la sujeta uno bien fuerte y se le deja caer un chorrito de aceite hirviendo en la raíz del ubre, para quemarle el mal. De tantas alguna escapa y hasta se cura. Así,… a así suele ser. – Sentenció el padre.
A la mañana siguiente una pareja de cuervos sobrevoló el risco y, sus dos sombras negras e inquietantes, se proyectaron en la ladera de enfrente, como dos parcas traedoras de malos presagios, aleteando y cantando de forma sobrecogedora a la muerte.
Las cabras y la nube de polvo no tardaron en llegar. Mucho antes, un cencerraje estruendoso ya avisó de su venida. Serían eso de las once cuando llegaron. Los machos se venían peleando. El macho nuevo, el Molinero, le estaba perdiendo el respeto al viejo y voluminoso Pardo de gruesa cornamenta.
Con Juan el cabrero, venía, Gregorio, un muchacho de unos diecisiete años, alto, moreno, y con la sonrisa destacadamente blanca, como sus recién estrenadas alpargatas. La Curra se había retrasado, ojerosa. De la pata derecha cojeaba bastante. La parte derecha de la ubre, era una penca enorme y, brillante, por la hinchazón.
Por fin, el macho Molinero se dio por vencido y entró por delante al corral, mientras, el viejo Pardo, muy cansado, le seguía. El joven macho poco a poco le iba madurando, no tardaría mucho el viejo jefe en caer del árbol. Sus tiempos de mando y de gloria, tocaban a su fin. Quizá sería la próxima vez o, la siguiente. Era solo una cuestión de tiempo. Aún así, el viejo chivo aún tuvo valor para doblarse un poco, sacar la verga y orinarse impúdicamente en las narices.
- Maestro Juan –dijo Gregorio – por la comida y poco más trabajaría para usted. En la pedrera me van a reventar. Mi tío, aunque parezca mentira, es el peor. Me tiene, fijo, carretillando piedras; la montaña de rajas, ya no nos deja ni ver el sol, “pa que se jaga un hombre” dice siempre el muy jodido. Lo último es quedarse uno sin padres… A usted se lo cuento, por que sé que usted es un hombre serio, que no anda de chafalmeja por ahí.
- Mira, Goyo – le respondió Juan – de buena gana te emplearía, pero, ésta medianería, no da pa tanto. Si no da, pa dos, menos dará para tres y, al patrón, le importan bien poco las cabras y el cabrero… Eso si, las perritas del queso, y los mejores recentales, esos si que le gustan, pero… ¿Comprar manchones? En eso, no quiere gastarse ni un duro. Los pastos que consigo por fuera, esos los pago yo. Los ricos son más miserables que nadie, hijo, cuanto más tienen más quieren. Casi siempre,… suele ser así.
- Si, claro, –dijo el muchacho – así no digo yo, si se le compran mantos bonitos a la virgen. Con las saleas del pobre, los muy jodíos. Vamos,… que hay que tener gandinga.
- Mira, Gregorio, – continuó el cabrero – siguiendo la conversación, ya sé que la cantera es dura, pero en la cantera te puedes hacer un buen futuro, cuando estés bien traquiao en manejar la piedra, y aprendas bien el oficio. Ahí, el que es diestro, y se espabila, puede ganar dinero. Tu tío, a pesar de todo, tiene razón, tienes que bregar duro si quieres el día mañana buscarte un porvenir y formar una familia. El que se mantiene engoruñao, no va muy lejos… Por eso, Goyo, trabajo, no me lo pidas, que no te lo voy a dar, primero: porque el ganao es poco, solo sesenta cabezas son al partir, y diecisiete que quedan,… esas, son del amo, de monte mayor y, segundo: porque te aprecio, y no quiero que andes de criado de los cabreros. ¡Que futuro, que porvenir es ese para un hombre! Si lo hiciera, tu padre, que fue mi mejor amigo, se revolvería en el hoyo y no me lo perdonaría nunca. Estaría atento, esperando el día de mi muerte, para cobrármelas todas juntas allá en el otro mundo. Ahora, cuando quieras comer leche y gofio o venir por un cacharro suero, aquí tienes un amigo. Que no se te olvide. Gregorio,… algunos piensan que el (gofio millo es barro), como se suele decir,… pero no es así. Esto de cuidar animales pa sacar una familia adelante es jodido, (jodío y mal pagado). Y…, es, que siempre anda uno mal mirao. Como si no fueras na. Quitándose uno siempre el sombrero na más ver al patrón, cuando a veces, escondes las manos en el sombrero, pa tapar las ganas que tienen ellas de irse en busca de su pescuezo. Pero es, que el amo es el amo. Goyo, yo malos consejos no te doy, ya sabes el dicho ese de (más sabe el diablo por viejo que por diablo), pero tampoco me hagas demasiao caso, que, con los años, uno se va volviendo medio charramplinero.
- ¡Que vá, señor Juan! charramplinero usted, eso si que no, oírlo a usted, es como escuchar a mi padre, que en la gloria esté. Ya sabe usted lo mucho que le respeto. Por eso, voy a seguir sus consejos, que uno es joven y no sabe lo que se le viene por alante. Es verdad, que mi tío es bronco, pero también bronca es la vida que le ha tocao vivir… Sacar, con sus dos brazos, siete hijos palante y a dos sobrinos, desde bien chicos, no ha sido nada fácil para él, yo lo sé. Esa pedrera en la que ahora trabajamos una cuadrilla, la empezó mi tío, él solito, y, muchos años estuvo en ella, el solo, trabajando de sol a sol, como usted sabe.
- Tienes razón – le apoyó el cabrero – en el fisco casita que tienen y en ese montón de chicos que han sacao palante, la mujer y Evelio, poco a poco, se han ido dejando la vida.
- En miles de camiones, hechos cantos – siguió el muchacho – se han ío llevando la morra. Así está mi tío. Es como un bicho. Está con la cintura muy jodida, siempre poniéndose esa pomaa que llaman del bigotuo, pa ver si se alivia, pero el hombre ya no se endereza ni que lo dejen una semana, recto, con la espalda atada a un estacón. Pero, no crea, hay por donde usted lo ve, a veces por la noche, me llama y pone el radio, en La Perinaica, y nos sentamos a escucharla juntos… En ocasiones, maestro Juan, habla La Pasionaria, con ese entusiasmo y esa fuerza, y ese coraje que pone en el habla cuando habla y, mi tío dice: “escucha Goyo, esta mujer dice verdad. Aquí vivimos… Como cochinos dentro una cerca. Con la guardia civil por fuera, pa ver si alguno se sale y, al momento, reventarlo a patadas o saltarle la dentadura a culatazos”. Maestro Juan… Usted lo habrá oído, lo mismo que yo, lo dicen: que La Pasionaria mató a sus propios hijos… Ños, pero a mí me parece que no es verdad, ¿usted que cree?
- Vas, Goyo, – respondió el señor Juan – esa es otra mentira, como tantas, más redonda que un melón, de tantas vueltas como le han dao, sin embargo, ni con esas han lograo hacerla verdad. De toas formas, Goyito, de política, mejor es no saber na, total, pa lo que a uno le sirve. Eso si, si te escuidas, hasta te puedes buscar la ruina. Que hasta las piedras escuchan…
- Eso mismo es lo que dice mi tío.
- Tu tío, era un echao palante. Un hombre serio, y de pelo en pecho, como también lo era tu padre. Todos sabían que tu tío era de La Republica, pero nadie se atrevió a tocarle ni un pelo.
- Nadie,… nadie antes, me había hablao de mi tío, con la franqueza con la que lo hace usted. – Dijo el muchacho, con su mirada limpia, de ojos soñadores, clavada en los ojos del cabrero y, luego, continuó con aplomo – Ahora lo entiendo mejor. La gente…, ya sabe usted, en vez de apaciguar a uno, van y le dicen: tu tío… Mándalo pal carajo…Lo que es no doler… Si te tiene como un criao…Y cosas por un estilo.
- Me alegro que comprendas a tu tío, –siguió el cabrero – porque, también, debes saber, que la vida del cabrero, Gregorio, es muy arrastrá, peor, que la pedrera. Yo, pa mis hijos no la quiero. Siempre andando uno por hay, con la mujer y los chicos, tiraos por esos mundos del diablo, sin calentar el fogal en ningún sitio. Los chicos se crían salvajitos, sin ir a la escuela, y asustaisos cuando trompiesan con la gente, que más bien parecen cabras de esas que se quedaban antes salvajes en las Cañaas. Y, pa colmo de males, cuando tienes un animal en el que te estás remirando, de lo bonito y de lo mejor que tienes, enseguías se te malogra. Mira, aquí tienes a la Curra, hace dos días, no la hubiera dao por dinero y, ahora, ya no sirve ni pa marchantería. Mírala, la infeliz ya no entra ni en el corral. Antes de que te vayas, pa que me ayudes a sujetarla, que voy a quemarla. No creo que sirva pa ná, pero hay que intentarlo. Es tetera negra, (mamitis gangrenosa) de cientos alguna escapa…
Así solía ser… Así era la vida, por aquellos años.
El chico más pequeño, atento, les miraba, después el padre le dijo:
- Muchaaá…, dile a tu madre que te de la lata el gofio y un par de casos, que Goyo y yo, antes de quemar la Curra, vamos a comer leche. ¡Ah! Y tráeme la pelota de la tabaiba, pa poner unos cuantos pegones, que la baifa de la Galana, tiene los cuernos así de grandes – señaló de medio dedo índice para adelante – apunto horita pa cubrirse, y, no crees, que toavía sigue mamando la confiscada.
El chico salió corriendo como un saltaperico y le trajo al padre el gofio y los dos cazos que le dio la madre. Enseguida, pusieron unas paladitas de gofio de trigo dentro de los cazos y el padre ordeñó directamente, de una cabrita nueva, con gruesos y resonantes chorros, la leche cruda y espumosa, sobre aquel gofio todavía perfumado con el aroma de la tuesta, hasta casi rebosar el borde de los cazos.
- ¡Buena leche maestro Juan! ¡Como huele¡ Calentita, esto si que es gloria – decía Goyo entusiasmado – y no la leche en polva que comemos casa mis tíos. Agua va y agua viene, las pobres tripas se cabrean, porque no les mata el hambre nunca. No hay cosa como la lechita cabra… – El joven era imparable cuando se ponía a hablar –…A mi padre, ni si quiera lo conocí, – continuó Gregorio – lo reventó un barreno, trabajando en la carretera, con él, también se reventó un poco, mi vida y mi futuro y,…y mi madre, como usted sabe, murió de una gripe mala, un andancio que hubo… Si tuviera pal pasaje, Maestro Juan, con los ojos cerrados, me día pa Venezuela….
- Esa si que me parece una buena idea. En ná, eres ya mayor de edad. Trabaja duro, que igual en un par de años sacas pal pasaje. Yo, si no fuera pol la mujer y los chicos, que son pequeños… Desde ora mismo empesaba a ajorrar dinero pal viaje.
Y así, Goyo y el señor Juan, se juntaban y, en hablar, y en hacer planes, no había quien los parara. Luego, cuando se cansaron de hablar, tumbaron a La Curra en el suelo y, mientras Gregorio la sujetaba por un cuerno y las patas, Juan calentó el aceite en el fuego hasta que rechinó bien y comenzó a echar humo.
De una especie de cuarto, hecho de piedra seca, que hacía las veces de dormitorio, salía música de una vieja radio. Era una canción conocida (y…Si Adelitaa se fuegaa con otroog… La seguiguríaa por tierrga y porg marg… Si porg marg en un buque de guegaa… Si pog tierrga en un treng milguitargg…), cantada por Nat king Cole, con su castellano tan deliciosamente malo, y que tanto gustaba de oír. Después, con un fonil de hojalata el cabrero le vertió el aceite hirviendo en la raíz de la ubre al animal. Que dio un alarido espantoso. Con tan mala suerte, que una patada de la cabra hizo que parte del contenido del fonil saltara sobre el dorso de la mano del cabrero. El hijo más pequeño los miraba con los ojos desorbitados, como no entendiendo nada, mientras, un olor fuerte, a pelos chicharrados y a carne frita se extendía rápidamente por debajo del ancón.
El asunto, le costó a Juan el cabrero, un par de semanas de no poder ordeñar con la mano frita por el aceite. Evelio, el tío de Goyo, lo mandaba todos los días, a eso del mediodía, para que le ayudara a ordeñar las cabras y Goyo, lo agradecía, porque se pasaba unas horas a la sombra, descansando de la escoda y de la carretilla, ordeñando, y conversando con maestro Juan y, luego se marchaba para la cantera, harto de leche y contento como unas pascuas.
Después de quemar a la Curra el señor Juan le dijo a Gregorio:
- Quítale el collar y el jierro (se refería al cencerro) a la cabra, porque, si se pierde pa morirse no volvemos a saber dellos ni a verlos más.
Y la Curra se fue yendo despacio, extraña, con aquella cintura que el collar había marcado durante años en su cuello, bajando los paredones hasta la huerta del fondo, con las orejas gachas, caídas, y la mirada triste y los ojos somnolientos, muy hundidos que no presagiaban nada bueno. Escarbó un momento en el suelo con las patas delanteras. Tenía los mofletes soplados, hinchados, con los pelos erizados por la fiebre. Allí fue a echarse, en el pequeño hoyo que había hecho, acomodándose bajo el ardiente sol del mes de junio. Esa tarde una bandada de gaviotas pasó volando alta, hacia fuera, contra el viento y, en el llano las andoriñas, a cientos, volaron bajo, hasta casi tocar el suelo con sus pechos. De tramo en tramo, en el llano, había pabellones de cañas, rodeadas en torno a ellas con haces de estacones. Era la manera de almacenar el material empleado para el cultivo del tomate. La forma típica de aquellos pabellones, empinados hacia arriba en forma cónica, recordaba bastante a un campamento comanche de esos que salen en las películas. Al atardecer la Curra se arrastró y fue a esconderse para morir debajo de unos grandes valos que había al borde del barranco, en un sorribo de callaos.
A la mañana siguiente los dos chiquillos, los hijos de Juan, fueron a ver que había sido de la cabra. Cuando los vieron, la pareja de cuervos se levantó pesadamente, dando saltos torpes y grotescos, manteniéndose las dos aves a una cierta distancia de la cabra en la que ya habían hundido sus picos. Las hormigas entraban y salían libremente de la nariz del animal. A la Curra, la mirada se le quedó congelada, como un vidrio empañado, mientras un par de moscas verdes flotaba sobre la espuma sanguinolenta que salía de su boca entreabierta. La Curra había muerto.
- ¿No se levantará más? – Preguntó el pequeño
- Tú eres bobo – dijo el mayor – no ves que está muerta…
- ¿Muerta, muerta? No puede ser… Yo la quería… No puede ser… No puede estar muerta… ¡La Curra nooo! – Sollozó el pequeño.
- Pues, ya lo ves, esta bien muerta. Y, no los ves, hay están los cuervos, esperando para comérsela.
Así era la vida por aquellos tiempos. Así de dura solía ser…
Una tarde llegó la rebambaramba de que algunos pedreros se habían quedado entullados en la cantera. Se les vino abajo un túnel, bueno, más bien era una especie de madriguera, que habían hecho debajo del risco, para socavar, y tumbar un enorme tolmo. A Evelio, el tío de Gregorio, que estaba a un par de metros de la boca del túnel lo sacaron vivo a los pocos minutos, pero al sobrino Gregorio y a su hijo el mayor, tardaron casi un día en poderlos sacar y eso que volaron la piedra a barrenazos.
Dicen, que Evelio estaba descoyuntado por el esfuerzo. Que parecía un muerto. Que, después de salir de debajo del entullo, no paró de escarbar durante todo el día intentando sacar los cuerpos del hijo y del sobrino entullados por los escombros. También dicen, que, ni ese día, ni después, ni en el entierro, ni nunca, le vieron derramar una sola lágrima. Pero él, que siempre había sido un hombre de palabras escasas, también esas pocas las perdió. Desde aquel día, su lenguaje se limitó a responder si o no con la cabeza. Siguió yendo cada día a la cantera, como de costumbre, de sol a sol. Un día, sus compañeros se extrañaron porque hacía un buen rato que no escuchaban el sonido de su escoda, que de continuo salía de detrás de la montaña de rajas donde siempre solía ponerse a entallar la piedra. Y, allí, cuando fueron, le encontraron muerto, con el mango de la escoda aferrado entre las manos… ni siquiera intentó ir a la pila del agua que, estaba a un escaso par de metros más allá…Así dicen que pasó.
Cuando Juan se enteró de la muerte de los muchachos se le vino el mundo abajo. Como si hubiese caído sobre sus espaldas. Se fue a ordeñar al fondo del corral y allí escondió el rostro detrás del rabo de las cabras, para que sus pequeños hijos no le vieran, y allí, se tragó las lágrimas. Decía él, que durante muchos años se le venían a la memoria una y otra vez las palabras y los consejos que un día le diera a Gregorio: “la pedrera puede ser un buen negocio, cuando estés bien traquiao en el asunto, y seas diestro…Cuando sepas manejar bien la piedra y aprendas bien el oficio…” Diariamente se acordaba del pobre Goyo, se le aparecía su rostro, aquel pelo crespo y, aquella mirada limpia de ojos soñadores, pero,… sobre todo, era a la caída del sol, cuando los pedreros encendían las fraguas para aguzar las escodas, y el olor del carbón vegetal bajaba barranco abajo y, el eco del sonido de los golpes del martillo, sacándole el filo a las escodas, sobre el yunque, como un zuncho de hierro, se le clavaba en la cabeza…
Por fin, una tarde, cuando casi todo el ganado estaba en celo, los dos machos se trancaron a pelear. Los dos contendientes sangraban por la base de sus cornamentas. El entrechoque de los cuernos sonaba seco, duro y conciso, como si fueran hachazos, multiplicado muchas veces por el eco que resonaba en toda la barranca. Pero, hay que decir, que, el Molinero, mucho más joven y ligero, después de varias horas de pelea, hacía caer de manos, una y otra vez, al viejo y cansado Pardo. El viejo macho lo intentó por enésima vez, hasta que, agotado, casi al límite de sus fuerzas, corrió humillado ante su contrincante, cediendo el cetro de amo de la manada, al fuerte y valeroso macho que, limpiamente, le había derrotado. Desde ese momento el Molinero era el líder. El viejo Pardo ahora, andaba azorado, con la cabeza gacha y escondiéndose por los rincones. Mientras el Molinero se meaba impúdicamente las barbas, mostrando a todos quien llevaba el mando, y quien era ahora, sin concesiones, el rey de la manada.
Al observar el resultado de la lucha, Juan, lo pensó, lo pensó para si, y hasta sonrió con amargura… “Que justa es a veces la naturaleza, que pone a las cosas en su sitio…Pero, a este pequeño garañón, con voz de flauta, que hace tanto que nos manda, no hay nadie, hasta ahora, que le tumbe el muñeco, ni lo baje de la parra…”
En la última semana fueron llegando muchos más cuervos cada día, hasta que de la Curra, aparte de los huesos y algunos pelos, ya no quedaba prácticamente nada.
Candelaria la mujer de Juan, a eso de las tres de la tarde, mandó a los dos chicos a comprar: pan, aceite, tabaco, café, fósforos y algunas otras provisiones que les faltaban, por la vereda de la costa a un pequeño pueblo de pescadores llamado vulgarmente Tabaibarril (nombre compuesto, heredado, porque sus habitantes, durante algún tiempo, recolectaron la leche de tabaiba dulce, almacenándola luego, para su venta, en un barril, de ahí el nombre), donde había una venta de comestibles. Para los chicos este paseo por la orilla suponía una de sus más grandes aventuras… La mar, aquella mar a veces tan corajuda, rizada, de barbas espumosas, siempre tiraba algún que otro objeto interesante… Ese día, “el Correíllo de La Gomera”, cerca de la costa, navegaba contra el viento. Era todo un espectáculo ver, como el barquillo hundía la proa en el florido mar y, como las olas rompiendo sobre ella barrían la cubierta.
Cuando regresaron ya era casi de noche, su padre les salió al encuentro, mientras el ganado pastaba tranquilamente en los rastrojos del tomate.
El mayor de los hijos, que traía hacía rato el hombro enrojecido, le entregó la talega de la compra, al padre; una talega, hecha con una tela blanca, dura, acartonada, procedente de un saco de azúcar, cuyo sello imborrable, en letras rojas, indicaba, perfectamente aún, tanto el producto, como su origen, que fue la isla de Cuba. Un crepúsculo rojizo, como un tul, envolvió esa tarde, a las tres figuras que caminaban hacia el hogar, hacia aquella choza, aquel hogar humilde de pastores, donde la madre les esperaba…
Mientras, el triste recuerdo de la Curra, poco a poco, como sus restos, se iba difuminando con los diarios avatares… Las ilusiones infantiles de aquellos dos chicos, aún, sin conciencia de la muerte, a pesar de todo, estaban ya puestas al servicio de los sueños y del futuro… El futuro…, el futuro se les ocultaba, aunque lo tenían ante si, era un muro altísimo, y de hierro, difícil, como la propia vida, muy difícil de escalar…
Así, solía ser por aquellos tiempos…
Fin
* Terminado de escribir el 21 de junio de 2009
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