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8/5/11

LA FLOR DEL SAKURA (relato)


La flor del Sakura



 
Este es un relato del cual, nadie conoce nada, ni en lo referente a su origen, ni en cuanto a su veracidad, solo se sabe que comenzó a extenderse circulando de boca en boca entre los miles de refugiados, afectados por el tsunami que arrasó el pasado marzo la costa Noreste del Japón, y que se agolpaban asustados y con el alma en un puño en las canchas deportivas y en otros  lugares similares habilitados para la acogida.
Así lo cuentan…

Cuando sus padres le pusieron el nombre al abuelo Hikaru, jamás se imaginaron que una persona revestida por el halo de semejante nombre, un nombre (que según la tradición japonesa, significaba cielo, luz, resplandor, luminosidad…) se iba a pasar  ya, casi de por la vida, en un mundo habitado por las enguatadas alas de las tinieblas. Al pequeño Hikaru, que por aquel tiempo vivía con sus padres en un pueblecito a las afueras de Hiroshima, los norteamericanos no le tomaron opinión, ni le preguntaron su parecer aquel día 6 de agosto de 1945, antes de lanzar desde el avión Enola Gay, la bomba aquella que aniquilaría la ciudad. Tampoco a sus padres les informaron. Nadie en Hiroshima, y mucho menos la población civil, pudo imaginar siquiera, ni aún soñando, ni viviendo en la peor de sus pesadillas, que alguien pudiera llevar a cabo tan gigantesco crimen. Pero los seres humanos en lo referente a la maldad siempre somos capaces de avanzar y de superar nuestros propios record. Ese día, los padres del pequeño Hikaru se levantaron muy temprano, para realizar las faenas del campo, al aire libre, antes de que el sol levantara demasiado y comenzara a apretar con fuerza el calor. Al matrimonio apenas les dio tiempo de ver aquel fenómeno terrorífico, la tremenda deflagración, y el hongo aquel con su luz opalescente y cegadora., porque los dos cayeron de inmediato sobre los surcos, los cuerpos de ambos quedaron totalmente calcinados, como fulminados por el rayo, como las polillas cuando caen sobre una hoguera, así estaban, hechos ceniza  igual que todo aquello que les rodeaba. Sus figuras encorvadas quedaron fotografiadas e inmortalizadas para siempre sobre la panza oscura de aquellos surcos macizos, con altos camellones formados con la tierra negra y magra de la huerta. El pequeño se salvó por, y gracias, a que al niño con 8 añitos sus padres lo habían mantenido protegido, arropado y durmiendo aún dentro de la  casa a esa hora temprana de la mañana. Sin embargo, el niño se levantó y desde el marco de la puerta, con los ojos aún medio cerrados solo alcanzó  a decir:
- ¡Papá la luz! – Por suerte, el niño no pudo llegar a ver, como solo a unas decenas
de pasos más allá, siguiendo sobre la epidermis del largo de los surcos, había dos insignificantes montículos de ceniza, una especie de arena refractaria aún humeante, formada por los dos cuerpos desintegrados de sus padres.
Es verdad que el pequeño no tenía daños, eso en apariencia, porque, desgraciadamente, más tarde se darían cuenta que el intenso brillo de la deflagración radiactiva, aquel intenso flash, dejaría ya las pupilas de sus pequeños ojos apagadas para siempre.
El caso, es que con el tiempo, la luz que se había apagado de aquella manera tan brusca y definitiva en sus ojos, iluminaba, ahora, con tal fuerza en su  cerebro y, era tal la claridad y la lucidez de sus pensamientos y de sus ideas que, desde muy temprano, su triunfo estaba ya cantado. Cerebros como el suyo los empleó su país para colocarse en una decena de años en los primeros lugares de la economía y de la riqueza mundial. Sanako era su esposa, pero, no solamente era eso, además, también Sanako era sus ojos, pero no solamente era eso, sino que además ella era el medio, ella el nexo que le trasmitía fielmente y con ternura, la poesía, la belleza y toda la inmensa hermosura de la naturaleza contenida sobre la superficie, pero no solo ahí, también era ella muy capaz de sondearla, para buscarla penetrando hasta el alma, hasta el fondo mismo de las cosas, para dársela a él, para ofrecérsela como un regalo, tal es así, que cuando a él le dijeron que había un eminente doctor en “Los Estados Unidos” y que cabía la posibilidad, operando, de que recobrara la visión casi por completo, no lo dudó, se negó en rotundo.
-          ¡Que quieren esos malditos americanos! – Gritó enfadado, hecho una furia. – Es que no les basta con haberme dejado ciego una vez. ¿Porque aparecen siempre sin que les llame?  

Estaba tan hecho a ver con los ojos de Sanako y a sentir con ellos y por ellos, que recobrar la vista, para él solamente significaba quedarse dos veces ciego. Cuando florecía el Sakura o cerezo, el podía verlo igual que podía sentirlo y olerlo. Tal era el trabajo tan bien realizado con él por Sanako. En el tiempo que dura el Hanami, (que es el festejo anual de una tradición milenaria, que trata del simple disfrute, de la contemplación gozosa por los japoneses, como explosión de la primavera, de los cerezos en flor), Hikaru explicaba a sus pequeños hijos con todo detalle, como  eran y como estaban ese año las hermosas flores del Sakura. Los niños no se extrañaban, miraban las flores del Sakura y miraban los ojos muertos de su padre, y sin embargo, repito, no se extrañaban, sabían que las veía
Pero volvamos de nuevo al principio… Muertos sus padres, Hikaru vagó en soledad durante semanas sin rumbo por los campos, mirando hacia arriba con sus ojos lisiados, buscando inútilmente, en la noche impenetrable, sin encontrarlas, aquellas constelaciones tan familiares, que su padre, desde muy pequeño, le había enseñado a reconocer, hasta que por fin lo recogieron y lo llevaron a una aldea donde habían instalado un campamento lleno de centenares de personas tan perdidas y tan ciegas como él. Fue su suerte, pues, fue desde allí, desde donde las autoridades se pusieron en contacto con sus abuelos maternos, únicos familiares que le quedaban vivos y que se hicieron cargo de él. Meses estuvo el pequeño Hikaru como enajenado, perdido en otro mundo, totalmente fuera de la realidad.
Su abuela, un buen día lo llevó a una pitonisa que había por la zona, por ver si el niño reaccionaba y por fin salía de aquel marasmo.

-          ¡Es un niño muy extraño! – Casi gritó la vidente frente a la bola, con un gesto lleno de incredulidad, de duda, y de asombro.
La abuela de Hikaru cuando oyó aquello se puso muy seria y tomando al pequeño de la mano se levantó, hizo una media genuflexión de cortesía a la vidente y se dispuso a marchar, no sin antes volverse para decirle:
-          Se equivoca usted. Mi niño no tiene nada de extraño. Solo pasa que ha sufrido mucho…. Si usted supiera…
-          ¡No, no! ¡Discúlpeme! – Se apresuró a decir la vidente – Creo que yo me he expresado mal. Extraño, no es la palabra, sino,… especial. Tiene un halo, una especie de aura benéfica en torno a su persona. Tan grande…, tan grande, que me llena de asombro… Quizá muy pronto sus familiares, y las personas que tengan la suerte de vivir cerca de él se beneficiarán de ella. Tal vez, en alguna ocasión, esa aura les llegue hasta salvar la vida…

Hikaru miraba hacia atrás, ahora, al final de su vida, en la vejez, y todo le parecía un sueño… Un enorme sueño. Tuvo una esposa a la que amó desde el mismo fondo de su corazón,  también tuvo a cuatro hijos buenos, trabajadores, respetuosos y cariñosos con sus padres… Y más de una veintena de nietos… Y a pesar de todo, ahora si que quería marcharse de este mundo. Sanako había muerto hacía dos meses. Se había quedado solo y, por vez primera en su vida, verdaderamente, ahora si, se había sentido como un pobre ciego. Sin Sanako, el mundo ya no era mundo, sino un territorio carente de interés, aburrido y hostil. 
-          Acaba de llamar el abuelo Hikaru – dijo el padre.
-          ¿Qué quería papá? – preguntó la joven Sanako.
-          Tu abuelo está un poco loco; quiere que vayamos todos, la familia al completo, al Matsuri del Hanami (fiesta del cerezo en flor) tres días, del diez al trece de marzo. Te digo que con la muerte de mamá el abuelo perdió la olla. Así de claro se lo dije:
-          ¿Dime, papá, cuando has visto tú florecer el Sakura a principios de marzo?
-          Iremos al Sur del Japón si hace falta, allí florece antes. Sabes que tu madre y yo nunca faltábamos. Aquí, en la costa de Sendai, no sé que les pasa a los cerezos en estos tiempos, pero ya no florecen nunca. – Eso me respondió el abuelo.
-          Así es,… que me dejó sin palabras y no supe que contestarle. Me limité a decirle: “pero…, papá ¿y  que hacemos con el trabajo?” Y entonces fue y me dijo:
-          ¡Ah el  trabajo,…el trabajo¡ El clásico japonés… El trabajo… Sayonara, hijo. ¡Olvídate del trabajo! Pues, ya alquilé un hotelito para toda la familia a las afueras de Kioto. ¡Saiyonara…! Vengan a recogerme por la mañana tempranito, el día diez.
-          Bueno, Sanako, que más le podía decir al abuelo si me despidió con un Saiyonara, él es el Sensei (el maestro) de la familia, que más podía decirle… Tienes que ayudarme a convencer a los otros, hija.
-          Pero si el abuelo ni siquiera ve, para que quiere ir a ver la flor del Sakura, papá.
-          Te equivocas, el abuelo si que ve la flor del cerezo, siempre lo supimos, no me preguntes como, pero la ve. Y si le preguntas a tus tíos, mis hermanos, te responderán lo mismo. – Dijo el padre a la joven Sanako, totalmente convencido de lo que decía.
-          ¡Bueno, pues habrá que ir! Ya sabemos que, por el abuelo, se estaría no tres días, sino tres semanas o tres meses, le gustaba tanto perderse con la abuela por esa zona, se sentían tan felices marchando fuera de Sendai, tanto, que a veces creo, que si no hubiese sido por la familia, poco les hubiera importado regresar…

Al final, como siempre que se trataba del abuelo Hikaru, todos los miembros de la familia se pusieron de acuerdo, y el día diez de marzo por la tarde ya se hallaban por las cercanías de Kioto, apenas a pocos kilómetros para llegar al hotel.
Al día siguiente madrugaron, se presentaron todos a primeras horas de la mañana en la plaza de los cerezos, dispuestos a tender sus hermosos manteles, decorados con finísimos grabados de flores, de frutas, de animales, y de escenas tradicionales y con sus cestas de mimbre conteniendo las comidas, preparados para pasar todo el día a la sombra de los cerezos; porque, como ya se habían imaginado ellos, la flor del Sakura aún estaba ausente y, lo más terrible, es que aún se hallaría lejos, quizá a un par de semanas de distancia para llegar.
-          ¡Mira, mira! – Dijo el abuelo a otra de sus nietas, señalando con el dedo – Ves Aneko, es la abuela Sanako. ¡Mira, mira! ¿No ves como me sonríe desde aquella rama?
-          ¡Como está el abuelo! – Pensaron los hijos, las nueras, y los nietos moviendo la cabeza – Está de atar, ahora si.

Pero entonces, Aneko, la nieta, se acercó a la rama que señalaba el abuelo y para sorpresa suya y de todos, en una ramita de aquellas acababa de abrirse una flor.

-          ¡Hijos, que os pasa! – Dijo Hikaru – Es que les oigo todo el tiempo, cuchicheando por lo bajo. Sé…, lo del terremoto. Es ridículo que me lo tratéis de ocultar, lo sé, sé cuando la tierra se mueve, soy viejo, pero estoy vivo y no soy idiota. Ojala no muera nadie esta vez, ojalá que no le pase ninguna desgracia a nuestros amigos…

El abuelo siguió paseando con normalidad por el centro mismo de la plaza del brazo de su nieta Aneko, la hija menor de Kotaro, su segundo hijo, gerente de una fábrica automovilística. Los hijos aprovecharon esos momentos para hablar con entera libertad entre ellos. Esa mañana los hijos de Hikaru, como todo el país, estaban desolados y muy nerviosos.
-          Papá aún no sabe nada de lo del  tsunami y, por ahora, mejor que no lo sepa, está muy delicado desde la muerte de mamá, solo una hebra le está uniendo a la vida, le podría dar cualquier cosa. – propuso su hijo Haru, tembloroso.
-          Si, ya buscaremos la mejor manera de decírselo – dijo una de sus nueras a punto de llorar.
-          Pero…, de que manera le contamos a nuestro padre, que nuestros amigos y nuestros conocidos han desaparecidos todos, tragados por un tsunami. Que ni él ni ninguno de nosotros tiene casa a la que volver. – sollozó su hija Sanako sin poderse contener.
-          Mira, sabes lo que te digo, – intervino su hijo Hikaru – que a veces también las cosas tienen su parte buena. Creo, que le alegrará saber, que una vez más antes de morir logró poner a su familia a salvo. ¡Mira que si no llegamos a hacerle caso! Le debemos nuestra vida, la de nuestras parejas, y la de nuestros hijos, a nuestro padre.

Cuando el abuelo y los nietos retornaron al sitio donde estaban todos después de dar un largo paseo por la plaza, y de que éste les explicara cada uno de los detalles de aquel hermoso parque y de que, como siempre, terminara hablándoles de sus recuerdos y de la abuela Sanako. Se sentaron en el mismo sitio donde él y la abuela acudían a sentarse todas las primaveras para ver las flores del Sakura. Los hijos miraban al padre con un tremendo desconsuelo, con un nudo en la garganta y haciendo grandes esfuerzos por no llorar. Pero cuando el abuelo llevaba unos minutos sentado comenzó a sentirse mal y les llamó:
-          ¡Acercaos todos!  ¡Arigato a todos por venir! (Gracias a todos por venir) ¡Siento que debo mar… marcharme! ¡Os…os quie…quiero mucho…a… a to…todos! ¡Sai…Saiyonara, hijos! – Acabó diciendo estas palabras mientras hacía grandes esfuerzos para coger aire de nuevo y respirar.

La familia hizo un corro en torno al viejo samurai, mientras que, los servicios de emergencias que ya los habían llamado, se dirigían hacia allí… Ya era casi medio día. El viejo estaba cada vez más pálido. Se moría. La familia le protegía formando un enorme círculo, una especie de muro de cariño y de acero a su alrededor. Una luminosidad blanca y fosforescente venida desde arriba, caía directamente desde las copas de los árboles y ponía una luz y un brillo especial en el rostro de los familiares…
Cuando llegó el equipo de emergencias ya no hizo falta desfribrilar. Los sanitarios no tardaron en llegar, ni el tiempo mínimo, que tenían por norma, establecido, pero cuando llegaron Hikaru ya estaba muerto, por lo tanto certificaron su muerte y ya no hizo falta desfribrillar su corazón. En tan corto espacio de tiempo surge la vida y se va, como se fue  la de Hikaru, sin poder llegar a ver el milagro, la explosión del Hanami, y como la flor blanca del Sakura, en ese intervalo de tiempo, en esos preciosos minutos, a mitad de la segunda semana de marzo, se presentó allí, sin esperarla, como un tsunami, inundando de nuevo de luz y llenando, como siempre, de magia, aquel maravilloso parque de los cerezos…



2 comentarios:

Unknown dijo...

Qué hermoso relato!! Es muy motivador para mí! Gracias amigo por publicarlo!! Saludos!!

Unknown dijo...

Qué hermoso relato! Es muy motivador para mí! Gracias por publicarlo amigo! Saludos y bendiciones para ti!