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6/6/10

EL JUGADOR DE PALO (Cuento)





EL JUGADOR DE PALO


(Cuento)


Hace muchos muchísimos años, cuando caía la noche y esta con su negro manto oscurecía las tabaibas, había caminos por los que dios al pasar no dejaba marcada la huella de sus sandalias. Caminos solitarios, donde los balos, al amparo de la oscuridad, se convertían en seres extraños, casi fantasmales. Seres que cobraban vida en la penumbra moviéndose y agitando infinidad de brazos. Emitiendo sonidos y palabras veladas, indescifrables, que no decían nada; pero que empujaban la imaginación hasta lugares insondables donde reinaba el miedo y la desolación.



En la omnipresente oscuridad de la noche sin luna, los perenquenes abandonaban lentamente sus guaridas, moviendo las patas y arrastrando sus frías barrigas por la piedra.



También la maldad se escurría saliendo de su gruta, cirniéndose como una maldición sobre el incauto caminante, cuyo agitado corazón se aceleraba más y más ante cada sombra y cada ruido.



Por aquellos tiempos, aquellos tiempos viejos, algunos aseguran que dios andaba por el mundo. Seguramente que así era; pero aún así, el todopoderoso quizá no llegaba a todas partes. ¿Por qué si no, había entonces zonas oscuras, recodos en el camino y parajes solitarios donde arraigaba y florecía esplendorosa la maldad?



Este es el sencillo y tosco relato que nos cuenta como el mal se apoderó de una comarca, atemorizando a los caminantes y a las buenas gentes que en aquellos tiempos la habitaban.








I










Se trataba de un hombre algo mayor. Pues su pelo plateado y los ramales de finas arrugas que le cruzaban el rostro, delataban una edad aproximada, entre los sesenta y cinco y los setenta años. Su caminar lento y cansino hablaba muy claramente de los kilómetros que se habían ido acumulando en sus ancianas y agotadas piernas. Al atardecer, el hombre mencionado, pasó por un insignificante caserío llamado El Río. A esa bendita hora el sol andaba ya metido entre fusco y nifusco o como gusta decir por aquí, estaba ya pardiando o si quieren, aún mejor, que la cercana noche estaba a punto de caer. Al parecer, el anciano venía de algún pueblecito del Sur-Oeste, quizá, bastante más allá de la comarca de Chasna; lo cierto es, que ahora su pueblo de origen había quedado muy atrás. Y aún le quedaba un enorme trecho hasta llegar al Porís de Abona, un pueblecillo de pescadores situado en la costa de Arico a la orilla del mar. El Porís no era indudablemente, el final de aquel largo y penoso viaje; pues allí solamente pensaba tomar un pequeño barco, que, partiendo de aquel puerto, le conduciría hasta la capital de la isla. Aquel si que sería, sin duda, el destino final de su atormentado viaje y también puede que fuese aquella, su última visita a la ciudad. Era de sospechar que no viajaba por su propio gusto a la capital, sino que alguna fuerza mayor le había empujado a emprender aquel viaje.








II








Después de dejar detrás El Río; continuó avanzando por el Camino Real hacia adelante hasta llegar al barranco de Guasiegre. Pues llegado a éste tomó un atajo para acortar camino y se desvió hacia abajo siguiendo la vera del barranco; barranco que luego atravesaría, saliendo, cerca de unas casas conocidas por el nombre de “Gaspar García”. En dichas casas, oyó las voces de unos niños que jugaban alrededor de ellas, a esa hora, en una oscuridad casi total. Se aproximó a ellos y les llamó:



- ¡Eh muchachos!



- Diga Maestro –Respondió uno de los chicos.



- ¡Por favor! Podrían darme un jarrito de agua para beber, se me terminó la que traía y llevo la boca seca, muy seca del camino.



- Si Señor, venga a la casa que allí está mi abuela. –Dijo el mayor de los muchachos, ya un palletoncito.



- ¡Abuela! ¡Abuela! –Entró el muchacho llamando en el patio – Este hombre quiere agua.



- ¡Que entre... que el bernegal está aquí! –Se escuchó, la voz de la anciana que salía del interior, fina pero enérgica.



- ¡Buenas noches señora! Dios se lo pague... –Saludó el anciano, mientras se quitaba el sombrero en señal de respeto. – Vengo caminado de muy lejos y la fatiga en este momento, casi me puede...



- Hombre, descanse, tome agua y cene con nosotros. Esperando estamos a que mi hija y mi yerno encierren las cabras, para hacer el escaldón. Y ya verá que después de comer un buen escaldón... se levantan hasta los muertos.



- ¡Gracias señora! Pero no puedo detenerme. No sabe cuanto desearía descansar, pero tengo que estar a primera hora de la mañana en el Poris de Abona. No puedo arriesgarme a perder el barco que sale al amanecer para la capital. Es urgente que llegue a ella para buscar la manera de conseguir un remedio que el médico le recetó a mi mujer... ¡está la pobre... enferma... muy enferma!



- Créame, siento mucho lo de su señora, –dijo la anciana- pero de toas formas, yo de usted, cenaba, descansaba un poco y más tarde cuando salga la Luna, antonces... seguía el camino. Ahora con él escuro, puede caerse y machucarse la cabeza, quebrarse una pata o perderse. Además... ¡cómo se le ocurre!... pasar por esta costa de Sasnuán por la noche. Cómo se nota, que usted no es de aquí y que no ha oído ¡Cruz Perro Maldito! Lo que la gente cuenta. –Terminó diciendo la anciana, llena de inquietud.



- Sé que usted tiene toda la razón del mundo, pero camino ya tan despacio... que si me parara creo que no llegaría a tiempo.



- Bueno, pues tome este cacho pan y un fisco de queso duro, pa que vaya ruyendo por el camino. –Dijo la buena señora obligándole a que tomara ambas cosas – Y vaya con Dios y que tenga mucha suerte con lo de su mujer y tenga mucho cuidado, ¡no tiente al Demonio!



- ¡Adiós, señora! Y que Dios se lo pague. –Se despidió el anciano inmensamente agradecido por el trato dispensado por la señora.








III








El hombre continuó el camino como Dios le ayudó a trancas y barrancas. Cruzó la llamada costa de “Los Tomillos” y entre patinazos y resbalones atravesó también el barranco de La Fuente y se encontró subiendo la ladera, al otro lado de éste y ya en la costa de San Juan o Sasnuán, como lo pronunciaba la buena señora. Al sudor del ascenso de la ladera, le siguió, el desagradable frío de la brisa nocturna una vez que hubo llegado al llano. Continuó caminando por éste, como cosa de media hora en la más absoluta oscuridad. Hasta ese momento su arriesgada aventura no le había salido del todo mal; pero un maldito cruce de caminos pronto le dejó dudando y casi al acertijo tubo que decidirse y continuar su marcha por uno de ellos. A los pocos minutos de haber seguido por este último sendero, oyó el sonido inconfundible que producen los cencerros de una manada de cabras. En unos instantes llegó hasta él un perro bardino, ladrando con furia y sacando los colmillos fuera de la boca como si verdaderamente le fuese a devorar.



- ¡Atájenme el perro, que me va a morder! –Dijo, al tiempo que cogía un par de galgas, pensando en vender cara su integridad.



- ¡Bartolo! Dale una pataa al perro, pa que se calle. –Ordenó en la oscuridad una voz bastante desagradable, sumamente pastosa, como si su dueño hablase con la boca completamente llena. El llamado Bartolo apareció en escena y obedeciendo la orden del que parecía ser el jefe, golpeó al animal con tal brutalidad, que éste salió ahullando terriblemente y con el rabo metido entre las patas se alejó de allí.



- ¡Buenas! –Dijo Bartolo. Un tipo lampiño, de rostro amarillento y con el pelo del color y la textura del esparto.



- ¡Buenas noches! –Contestó el caminante - ¡Cuánto me alegro de encontrarles! Voy al Poris y no sé si me habré perdido con esta oscuridad.



- Claro que se ha estraviao... este no es el camino que va al Poris. –Dijo el de la voz desagradable y pastosa, que al parecer, hacíase llamar Lorenzo. Era un elemento corpulento, medio cargado de espaldas, y con unas cejas muy peludas que casi llegaban a juntarse con el pelo de la cabellera, mostrando éste, una frente, que destacaba sin duda, por lo escasa. Quién alguna vez en su vida, contempló, la singular figura de un gorila, no podría viéndolo, sustraerse a las odiosas comparaciones.



- Pero no se preocupe. –Dijo Lorenzo. Vamos a encerrar el ganado y luego Bartolo le acompaña hasta que encuentre el camino.



- ¡Gracias señores! Este favor os lo deberé toda la vida. –Les dijo el anciano.








IV






Siguieron detrás de las cabras hasta que llegaron a una hondonada, al extremo de la cual se formaba un saltadero. Saltadero que había sido aprovechado para construir en él, una majada amplia, con gruesas paredes de piedra; toda bardada por la parte alta y alrededor con una fila ahulagas secas. Cuando terminó de llegar todo el ganado y después de que este hubo entrado por completo en la majada, lo encerraron. Enfrente, encima de una pequeña loma se levantaba un viejo caserón de dos plantas, casa debajo y granero encima. En otros tiempos debió ser importante, sin embargo ahora su aspecto no podía ser más ruinoso y deprimente. Bartolo se apresuró a abrir la puerta y una nube de moscas que dormía en ella, aprovechando el rescoldo que dejara el sol de la tarde, se levantó revoloteando sin saber adonde ir.



- Pase maestro, como en su casa. –Le decía Lorenzo en un tono tan amable, que resultaba casi excesivo.



- ¡Bartolo! Ponle un cazo de leche al hombre –Y el hombre, huelga decirlo, se encontraba encantado por las atenciones de sus dos benefactores. Sentía, como si realmente la mano de Dios, por fin, estuviera trabajando enteramente a su favor. Comió leche de cabra con gofio, que, para reponer las energías perdidas, no creo, ni se conoce, que haya nada mejor.



- ¡La carne! ¡La carne! Ya se nos olvidaba sacarle la carne. –Dijo derrepente uno de sus anfitriones.



- Señores dijo: el anciano – no se molesten más por mí, que ya estoy muy bien servido.



-¡Ah, eso sí que no! No puede usted, despreciarnos un platito de carne.



Le pusieron el plato de carne y al parecer, la encontró tan exquisita, que no fue la simple cortesía la que precisamente le obligó a comerla. El buen hombre no paraba de hacer elogios referentes al sabor tan bueno y a su blanda consistencia e incluso comentó; que debía de tratarse de la carne de una machorrilla joven. Comentarios éstos, que él hacía, más que nada, por simple cortesía y por la excelente educación con la cuál, él, solía siempre conducirse entre la gente; y nada tiene que decir, cuando esa gente se portaba con él con el desprendimiento y la amabilidad de aquellos dos jóvenes. Pero de pronto la situación iba a dar una vuelta brusca, un insospechado giro que le dejaría con la boca seca e incapaz de reaccionar.






- ¡Je, je, je! El viejo... la encuentra buena, je, je, je. –Decía Bartolo, mientras se reía con una enorme desconsideración y brutalidad.



- ¡De machorra no es la carne! –Dijo Lorenzo a la vez que le hacía la siguiente pregunta muy serio: ¿A qué no adivina... de que... carne se trata?



- Bueno... pues ahora si que no lo sé, yo pensaba como les dije que era carne de cabra...



- De cabra... je, je, je... de cabra dice el viejo. –Exclamó Bartolo, mientras se reía, de forma incontenible, escandalosa y vulgar. Y al final apostilló: ¡Es un viejo bobo... je, je, je!



- ¡Esa carne, que usted está comiendo... es carne de gente! –Dijo Lorenzo en un tono grave y poniendo una tremenda cara de circunstancias.



- ¡Deé... gen... tee... ¡ ¿Pero... que me... es, es... están diciendo? ¡Por Dios, están bromeando!



- ¡Bromeando! ¡Bromeando! De broma... nada. –Le contestó Bartolo. –Lo que nos gusta... es darles bien de comer antes de matarlos, para que mueran bien, pero que bien jartos.



El pobre anciano se quedó mudo por la sorpresa, pues esta broma no acababa de entenderla. No sabía si se trataba en realidad, de una broma demasiado pesada, o es, que se encontraba tal vez frente a dos locos desalmados y peligrosos. Su rostro estaba lívido y le entró repentinamente una súbita tembladera de piernas que le incapacitaba para mantenerse en pié; a la vez que sintió unas terribles ganas de vomitar y vomitó allí mismo encima de la mesa.



- Este... está más gordo que el último, mira el cogote que tiene. –Dijo Bartolo aprisionando el cuello del anciano y palpando las flácidas carnes de este con sus manos.



- ¡Al banco con él! –Ordenó el llamado Lorenzo – es tarde y hay que terminar pronto que la noche se va.






Entre aquellos dos energúmenos le derribaron inmediatamente, colocando su cuerpo a lo largo, encima de un viejo banco de pino. Allí le sujetaron a él, atándole con dos cinturones: uno le sujetaba el tronco y los brazos y el otro las piernas; quedando el viajero de esta forma tan original, inmovilizado por completo. El pobre señor intentaba hablar haciendo un supremo esfuerzo, pero de su boca no salía a pesar de sus intentos ningún sonido. Solo el terror que se escapaba por sus ojos dilatados y una amarga mueca, que se había formado en el contorno de su boca, venía a decirlo todo.



- ¡Trae pacá, el cuchillo! –Gritó Lorenzo a su compañero; pero éste enseguida le inquirió:



- ¿No será mejor clavarle un zuncho en la nuca? Desangra más lento y la carne quea más blanca.



- ¡No! Hombre... ¡no! –Vociferó Lorenzo, ya, de mal talante. – Con un cuchillo acabamos mucho antes.



- Esto, más que un cuchillo parece un jodido serrucho. –Decía Lorenzo, pasándole mientras, con el revés del afilado cuchillo, por la garganta al anciano.



- No, si todavía... tendré que matarlo a martillazos. –Y esto lo decía Lorenzo, regodeándose en todas y cada una de sus palabras; pues ver el sufrimiento del viejo le producía un inmenso placer.



- ¡Mira! –Exclamó Bartolo al apoderarse de una bolsita de dinero que llevaba consigo el anciano. – Menúa talega trae el viejo, esto son unos cuantos riales.



- ¡Suelta eso, peaso cabrón! –Dijo el simio fuera de sí – El dinero... es cosa mía. Trae pacá, porque té largo cuatro chuchasos que vas a saber de una vez... ¡Cuantas son cinco! –Lorenzo se apoderó de la bolsa y cogiendo un lebrillo que tenía a mano, vació el contenido de la bolsa dentro de él y comenzó a contar las monedas, haciendo montoncitos con ellas encima de la mesa. Bartolo que le miraba, agachó la cabeza y resopló. Nadie podía ni siquiera imaginarse al enorme leviatán, que dormía, quizá agazapado en la profunda oscuridad de su cerebro.






- Suelta al viejo y que se vaya. –Ordenó de pronto Lorenzo, sin distraer ni un segundo la mirada de su agradable tarea. Bartolo hizo enseguida lo que se le mandó, sin poner ningún tipo de excusas e incluso ayudó a incorporarse al anciano, que temblaba todo él, como un mimbre, de la cabeza a los pies.



- ¡Viejo cochino, se ha meao! Lárgate de una vez y no aparezcas por aquí mientras te acuerdes. –Esta recomendación sobraba, y la decía el muy canalla solamente por pura majadería; pues nos imaginamos las ganas que le quedarían al pobre hombre, si salía de aquella, de volver por aquellos contornos. Le decía esto al anciano a la vez, que, sin la menor consideración, le dejaba caer, unos cuantos zurriagazos por las corvas, con un cinto grueso, extendido en su totalidad y que mordía con la hebilla como una víbora. El anciano corrió cuanto pudo y después de dar varios resbalones y caídas, dando bandazos se perdió en la espesa oscuridad de la noche. Cuando los dos canallas hubieron contado todo el dinero y vieron que éste era mucho, pensaron, que habían cometido un gran error al dejarle marchar con vida. Pues era este, sin duda un detalle, un tremendo cabo suelto, que podía acarrearles algún disgusto e insospechadas complicaciones con vistas al futuro.






- ¡Corre, corre! Hay que encontrarlo. No debimos dejarlo marchar;



Éste lleva mucho dinero... “ Hay que hacerle como a los otros...” amarrarle una potala y a la marea con él.



-¿Una pota queé? –Preguntó el del pelo tieso sin entender nada.



- Si hombre, una potala, un pandullo amarrao al cogote, paque baje, como les hicimos a los otros. –Los dos individuos gruñían y lanzaban una serie de maldiciones y juramentos, que expresaban la rabia y el tremendo pesar que sentían, a causa del imperdonable error que habían cometido. Fueron a proveerse de un farol, por ver si con la luz de éste lograban encontrarle. Todo fue un esfuerzo baldío e inútil, porque después de aplicarse más de dos horas en una intensa búsqueda, tuvieron que retirarse bastante agotados y corroídos, por la gran frustración que significaba para ellos, no encontrarle.










V










Pasaron algunos meses, después de acaecida ésta cruel fechoría y, aquellos dos " Santos Varones " seguían como siempre dedicados: al robo, al abuso y a la baladronería en general. Lo hacían, como lo haría aquella buena señora, que invierte una parte de sus tardes libres, en la para ella, lúdica tarea, de distraerse haciendo un poco de crochet. En el fondo, no eran más que un par de seres desgraciados, tanto, como podía alcanzar, su enorme maldad y su insaciable codicia. Pues ellos empleaban, las horas nocturnas, únicas que tenían, para su descanso diario, en sustraer a los demás; aparte del dinero, las cosas más variadas y los objetos más inverosímiles. Para luego meterlas dentro de su atestado granero, del cual jamás volverían a salir, permaneciendo allí hasta el fin de los tiempos sin darles nunca utilidad alguna. Por este motivo, el robo de aquellas cosas, incluso llegaba a carecer del más ínfimo sentido. Tampoco subían nunca a la cantina a tomarse unos simples vasos de vino, con el fin de relacionarse siquiera un poco, confraternizando con la gente del pueblo. Y esto así es como ocurría, prácticamente siempre, salvo el día de la Patrona de la Villa. Ese día, se ponían debajo de las andas de la virgen, desde que la sacaban y ya no se quitaban hasta no haberla depositado de nuevo en el templo. Eran ellos, la fiel y viva imagen, de la mayor y más patética devoción mariana. Lorenzo tenía la facultad de volver del revés el labio inferior y a Bartolo, en el transcurso de la procesión, solía caérsele una ceja que le tapaba totalmente un ojo. Don Paco, el cura, jamás iniciaba la procesión sin que llegaran los muchachos de “Las Casitas”, como él siempre decía.










VI








Una noche, apenas habían encerrado el ganado y cuando se encontraban ya en la casa, urdiendo seguramente, alguno de sus múltiples asuntos, se presentó inesperadamente, un desconocido, enfrente de su vivienda. El perro, salió ladrando acaloradamente y entonces ellos, al oírlo, también quisieron saber lo que ocurría fuera de la casa. Al asomarse a la puerta los dos granujas, vieron, como la Luna en ese preciso instante, iluminaba, la elevada figura de un hombre cubierto con una manta canaria. El perro se acercó peligrosamente al extraño, pero sin saber como, del interior de la manta surgió un objeto contundente, que golpeando al animal en las narices, le hizo caer de espaldas. El perro apenas se levantó puso tierra por medio y se alejó de allí aullando cobardemente. Inmediatamente, los dos compinches se pusieron en guardia, dispuestos a terminar con aquel intruso que ya les miraba con gesto desafiante.



-¿Es aquí... donde viven, un par de ladrones? –Preguntó el recién llegado con voz clara y tronera y continuó: ¡Claro... no podían ser sino ustedes... los dos hijos de puta que ando buscando!



Los aludidos, al escucharle dieron un respingo y bien armados se lanzaron a por él. Lorenzo le atacó con la lanza, cuyo afilado regatón buscó el cuerpo del intruso con intención de atravesar a éste de parte a parte.



El desconocido tiró la manta hacia un lado y en sus manos apareció un pequeño palo, una fina vara, como de metro y medio o quizá algo más, que brillaba a la luz de la Luna como si fuese de metal. El hombre se giró y con gran maestría paró el golpe de la lanza que venía directamente a clavarse en su estómago. Resonó, el choque de ambos palos, en toda la barranquera. Lorenzo, aún continuó cogido a su lanza, que al ser esquivada de aquella forma tan magistral y al no encontrar su objetivo fue a clavarse tres o cuatro metros más allá. El desconocido en ese momento a una velocidad inusitada, ya le estaba sacudiendo un golpe en la espalda, otro en el tobillo, otro detrás de la oreja. Lorenzo lanzó un alarido de dolor, pero sobre todo de rabia, al sentirse impotente ante semejante habilidad y destreza.






-¡Mátalo, mátalo! –Gritó Lorenzo a su compinche. Y Bartolo se abalanzó también hacia el recién llegado con un enorme cuchillo en la mano.



- ¡Ven acá, cabrón! –Vociferó Bartolo dirigiéndose al intruso, que ya estaba enfrente de él y se dispuso, de una vez por todas a quitarle la vida atravesándole con su cuchillo. Nadie hubiese apostado nada, por la vida de aquel desconocido, y sobre todo al saber, que tenía que enfrentarse a muerte con aquel par de granujas. Sin embargo el individuo aquel se desplazaba por el suelo en una especie de danza, en la cual, siempre estaba de cara a sus dos adversarios y el palo se movía en sus manos a una velocidad tan grande, que era imposible verlo. El desconocido inesperadamente saltó hacia atrás, al tiempo que con la punta de su palo, golpeaba, con estudiada suavidad un poco más abajo de aquel sucio cabello de esparto, justo, en el mismo centro de la frente del incrédulo y sorprendido Bartolo. El golpe, aunque suave, fue lo suficientemente fuerte para hacer tambalear y caer de espaldas a la sanguijuela. Aquel hombre parecía, como si realmente, se estuviera tomando aquella lucha como una extraña diversión o como un verdadero juego. Un juego similar al que podría realizar un gato con un pequeño ratoncillo, al que prolonga la vida solamente por jugar o como parte de un elaborado plan de entrenamiento, para poner a prueba su rapidez y habilidad. Se adivinaba, que no quería acabar con ellos sin más, al contrario, deseaba torturarles poco a poco, para disfrutar, en cierta medida, mucho más con ello. Ahora, una cínica y cruel sonrisa, iluminaban todo su rostro a la pálida luz de la Luna. El palo aún seguía moviéndose pero no se podía ver, solamente se oía el agudo sonido de éste al cortar el aire a su paso. También se escuchaban, los lamentos de aquellos dos infelices, que estaban recibiendo un castigo, que de sobra merecían, pero con el cual jamás habían contado.



- ¡Es un jugadoor... dee... pa... pa... palo! –Tartamudeó Lorenzo.



-¡Nos va a matar! Sin... sin remedio. –Contestó el otro. Y efectivamente Lorenzo no se equivocaba, solamente, un maestro experto en el juego y en manejo del palo podría y sabría luchar de aquella manera. Y solamente otro maestro con una técnica superior a la suya le podría derrotar. Pero en la isla se contarían, quizá, con los dedos de una mano, los hombres que estarían en el secreto de aquella lucha hábil y colosal.



- Pero... ¡Qué listos, que son los pollitos! Eso mismo, estaba pensando yo, terminar con este par de cobardes; estos dos montones de basura; que en su vida lo único que saben hacer, es robar. Robar y abusar de la pobre gente y sobre todo de aquellos más viejos y nobles que talvez por incautos o quizá por desconocimiento o por error tuvieron la mala suerte de pasar por aquí. Mi padre fue uno de esos ancianos a quien ustedes, sin la menor piedad ni consideración hicieron sufrir torturándole. Le robasteis, canallas y después de soltarle, no contentos aún, no os pareció suficiente la ignominia y entonces le buscasteis para matarle. Él lo escuchó todo, escondido dentro en una tabaiba, cuando, como fieras, le buscabais para matarle y de esa manera pudo salvar su vida y por ese motivo, me encuentro hoy aquí, es hora, de que paguéis con la vuestra. Y diciendo esto, continuó el castigo a uno y a otro, sin hacer el menor caso, ni de sus terribles lamentos ni de sus patéticas súplicas. Los dos tipejos parecían un par de fenómenos, porque a sus cabezas hinchadas ya no se le veían los ojos, sangraban hasta por los oídos, y ya no se mantenían en pié.



- ¡Escúchenme... los dos! Antes de qué dobléis el petate, me van a dar el dinero que le robaron a mi padre.



- Se lo daremos todo, hay mucho, lléveselo todo y ¡Por Dios! Déjenos vivir. –Dijo Lorenzo, con el débil soplo de voz, que aún le quedaba.



- De acuerdo pero... con, una condición. Os marchareis de aquí, de éste lugar y de la isla para siempre. Porque, si llego a enterarme de que siguen todavía por aquí, vendré para matarlos.



- Lo haremos como usted dice. –Y esta vez, las palabras de Lorenzo sonaban con verdadera sinceridad.






Había muchísimo dinero. El desconocido tenía frente a sí, un pequeño cofre lleno a rebosar de monedas. Quizá, aquel era todo el producto, de bastantes años de desalmada y cruel rapiña y de cientos de atropellos. Tuvo que repartir el dinero en dos sacos. Acercó el mulo que traía hasta la puerta de la casa, cargó el dinero, se montó en la bestia y se alejó a toda prisa de aquel lugar maloliente, donde solo las pulgas y las moscas habían podido vivir con cierta comodidad.



Aquella madrugada una gran lengua de fuego lamía los cielos de San Juan. Alguno de los vecinos debió ver el fuego y avisó a los demás y todos se acercaron a ver lo que ocurría. Frente a la casa, Lorenzo y Bartolomé sentados, impotentes, observaban la gran hoguera en que se había convertido su almacén y guarida. Nada se podía hacer, aquello era una antorcha gigantesca que irradiaba calor a cientos de metros.



Ellos contaron a sus vecinos, como un grupo de cuatro hombres, les sorprendieron mientras dormían y armados con garrotes les golpearon hasta casi matarlos, les robaron todo el dinero y no contentos todavía pegaron fuego a la casa. Los vecinos afirmaron, que ellos en los últimos dos años también habían sido robados varias veces, pero, afortunadamente no se tropezaron nunca con los ladrones. Humanitariamente sus vecinos les recogieron en sus casas y les curaron durante varios días. Restablecidos ambos, tenían prisa, por marchar lejos de allí y como ésta, nunca es buena consejera, por poco dinero, malvendieron su ganado a las buenas gentes aquellas. Al fin y al cabo quién mejor que sus sufridos vecinos, para obtener de ellos... una ligera compensación.










VII








Aunque le dolían terriblemente los pies, Don Paco el cura, aquella tarde se entretuvo en bordar su sermón. La homilía era ofrecida en honor de los chicos de Las Casitas, pues hacía ya más de una semana que habían marchado, buscando su fortuna, para las lejanas tierras de Las Américas. Asistían a la misa las seis o siete ancianas de siempre, tan fieles ellas, sobre todo ahora, cuando la falta de visión les impedía ya hacer rosetas. Para Don Paco, ellas eran su única familia.






De acuerdo –comenzó Don Paco el sermón – que estos chicos, no venían nunca a misa, es cierto, pero Yo estoy seguro, que Dios, nuestro padre, les exoneraba de ésta obligación. Pues ellos trabajaban de día y de noche, solamente por el bien de nuestra parroquia. No como algunos que solo vienen a darse golpes... tremendos golpes de pecho, pero luego... son agarrados como piedras. La infinita generosidad de estos dos chicos, llegaba hasta el increíble extremo, de entregar una talega repleta de dinero, todos los años invariablemente por el día de nuestra patrona. ¿De donde creéis que salió el manto nuevo de la virgen... los jarrones... y la pintura de nuestra iglesia? ¡Ah, se me olvidaba! También los bancos nuevos... Todo de su colaboración, todo de su generosidad. ¡Yo no sé, yo no sé! Como Dios tanto les daba.



Y así, con estas emocionadas palabras, terminaba Don Paco su sermón. También las ancianas estaban visiblemente emocionadas, no comprendían como Don paco el cura, con lo feo que era, con su barriga de viuda embarazada y sus colores intensos de gallina ponedora; era capaz ahora de entrelazar aquellas palabras tan bonitas, tan llenas de desgarro y de emoción, inundándoles el alma de una congoja tan grande... que les hacía llorar.






La sorpresa fue enorme, cuando por la mañana, la monjita encargada de recoger el escaso correo que de tarde en tarde, les llegaba al hospital, se encontró con un pequeño saco. Era este a pesar de su reducido volumen extremadamente pesado, por lo cual, tuvo que levantarlo empleando ambas manos. Pero más grande fue aún el asombro de la hermana al leer la nota que venía atada en la boca del saco y que decía:



"Es un donativo que hacen dos granujas de Abona, al Hospitalito de Niños Huérfanos"



Nunca se supo quién lo había dejado allí. Como tampoco supieron nunca las pobres hermanitas; que... “ aquel bendito dinero” que tantos agujeritos les ayudaría a tapar, había sido la consecuencia del cobro de un peaje. De un inhumano peaje al que fueron sometidos, obligatoriamente, bastantes desdichados, por aventurarse a pasar de noche, sin saberlo, por un determinado sitio.










P. D.






Bastante a menudo me encuentro con atropellos e injusticias y yo desde mi modesta posición, poco o nada puedo hacer para arreglarlas. Cuando esto ocurre, ante mi angustia e impotencia, instintivamente me vuelvo hacia atrás. Y ya sé, señores... que es una soberana tontería, pero miro y siento una extraña sensación. Es el presentimiento talvez, de que en ese preciso momento pudiera aparecer en mi ayuda "El Jugador de Palo".










Nota A.






No es porque yo haya nacido en esta comarca de abona, pero... si les aseguro, que aquí, como en todas partes, hay muy buena gente, muy honrada, trabajadora y seria. Pero como en cualquier sitio del planeta, de vez en cuando nos nacen sin quererlo un par de arañas peludas.

FIN


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